Se trata de una novela escrita en forma autobiográfica, publicada en Hungría, dos años antes de la caída del régimen comunista y donde se cuenta la historia de amistad entre la propia autora y su criada Emerenc, una mujer extraña que no dejaba a nadie traspasar la puerta de su casa, de ahí el título de la misma.
Comienza por lo que parece el final: “La presente obra no se ha escrito para Dios, conocedor de mis entrañas, ni para las sombras, testigos de tantas horas de vigilia y de sueño; dedico este libro a los hombres. He vivido con valentía hasta ahora y espero morir así, con coraje, sin mentiras, y para ello es necesario que declare de una vez por todas que yo maté a Emerenc. Yo quería salvarla, no destruirla, pero eso no cambia nada”. Esta declaración nos hace preguntarnos, como lectores, por la responsabilidad de la escritora en la muerte de su criada, una mujer excepcional que había tenido desde su infancia una vida terrible; pero que se había entregado a los demás de forma desinteresada y absoluta.
A media que avanza la novela, se nos desvelan aspectos ocultos de la personalidad de Emerenc o se suscitan dudas sobre un posible comportamiento irregular o deshonesto en su pasado, durante la ocupación nazi de Hungría. Además, tiene un carácter imprevisible, pues en unas ocasiones se muestra afectiva y en otras ofensiva e incluso grosera. Su extravagancia le lleva a dejar de trabajar, porque la escritora y su marido no aceptan exhibir en su casa unos objetos usados que ella ha recogido de la calle.
Para Emerenc el trabajo intelectual de sus amos es una simple holgazanería, frente al trabajo manual que desempeña ella. Lo considera algo de escaso valor: “el escritor es como un niño que, jugando, se entrega a su pequeña realidad inventada como si fuera algo muy serio, se esfuerza, se emplea a fondo y, por eso, independientemente de que el resultado de su actividad sea útil o no, se cansa igual que un adulto”.
En el desarrollo de la historia, contada con sencillez y sobriedad por Magda Szabó se deslizan, de vez en cuando, críticas a la dictadura comunista: “a mí personalmente ese poder pretendía quitarme de en medio censurando mi obra literaria y obligándome a aislarme en un gueto privado, junto con mi marido, ya bastante humillado hasta el punto de ver secada su vena creativa”. O cuando se refiere a la “nueva capa social de plutócratas comunistas” que vivían a costa de los trabajadores.
Emerenc, aunque carece de estudios reglados, nos sorprende también con sus agudas y amargas reflexiones, fruto de su propia experiencia vital: “no debe entregarse nunca -le dice a la escritora- a una pasión con toda su alma, porque eso lleva, antes o después, pero infaliblemente, a la perdición. Los que lo hacen terminan mal siempre. Para evitarlo es mejor no querer a nadie; porque si eres capaz de amar, siempre habrá un ser querido que será sacrificado por tu culpa y, si no, serás tú quién se arrojará a un vagón”.
No cesa de provocar con su ironía mordaz, aunque no sin razón en el fondo: “Tome, está bien dura, pruébela, a ver cómo se le da eso de barrer. Como va a la iglesia a recordar y a llorar, tampoco le vendría mal que supiera un poco lo que es el sufrimiento. Pues mire, esta es una buena oportunidad: coja sin miedo la escoba, pesa una barbaridad y está hecha de buena madera; es el instrumento ideal para probar por una vez de qué son capaces esos finos deditos que tiene, veamos cómo soporta la faena”. Así le reta a la escritora demostrando un concepto de la religión más justo, igualitario y pragmático que el de esta, que se reduce al cumplimento formal de los preceptos religiosos.
A pesar de todo, y de forma progresiva, surge entre ambas mujeres una profunda relación de afecto, aunque es la criada la que lleva el control de esta relación, la que regula “la temperatura afectiva, mediante su termostato con gran economía, consumo mínimo”, que depende en último extremo de la ayuda que puede proporcionarles a la escritora y a su marido, cuando estos tienen algún problema físico o alguna crisis anímica. En este sentido, recuerda esta novela a la película El sirviente de Joseph Losey, donde Hugo Barret logra poco a poco el control sobre su jefe Tony.
La decadencia física de Emerenc corre paralela al reconocimiento oficial de la escritora por el régimen comunista y a su éxito literario: “El mundo había dado un vuelco a mi alrededor. Me encontraba de pronto en el primer plano de los medios de comunicación: no paraban de llamarme periodistas, me invitaban a eventos…”. Pero la tensión en torno a Emerenc, que se ha encerrado en su casa y se resiste a abandonarla para que la vea el doctor, se masca, porque además coincide con una entrevista, que le hacen en la televisión a la escritora por la concesión de un premio importante. El sufrimiento de esta, que se siente culpable por lo que le sucede a su criada, es creciente y sus fuerzas están a punto de agotarse.
También se mantiene hasta el último capítulo el enigma alrededor de la casa de Emerenc y, con respecto al sentimiento de culpa de la escritora, a su posible responsabilidad en la muerte de la criada, la respuesta la encontramos en forma de preguntas que quedan en el aire: ¿qué es más importante cumplir con los preceptos religiosos o procurar el bien de los demás sin esperar nada a cambio? ¿Se ha de ayudar a quien lo necesita por encima de cualquier otra obligación? ¿Se debe respetar la voluntad de dejarse morir? ¿Hay que decir siempre la verdad o por el contrario la mentira está justificada en algunas situaciones? Y en cualquier caso, parece que la escritora se libra de este sentimiento de culpa escribiendo la novela sobre Emerenc, es decir, abriendo su propia puerta que también permanecía cerrada.
Estamos pues ante una novela que se lee con interés hasta el final y que no sólo narra la historia de una relación de amistad difícil y compleja, cercana a la relación amorosa, entre dos mujeres radicalmente opuestas, sino que además plantea muchas interrogantes, que nos hacen pensar sobre nuestra propia vida, sobre nuestras propias relaciones, lo cual es un plus añadido.