UNA NOVELA TESTIMONIAL

El propio autor dice en el prólogo que su intención, al escribir esta novela fue “dar una imagen positiva del Islam en un momento en que los terroristas desfiguraban esa fe entregándose a actos inmundos”. Y bajo este prisma he leído “El señor Ibrahim y las flores del Corán”: como un testimonio de cohabitación entre dos personas de origen y religión diferentes.

El inicio (“A los trece años, rompí mi cerdito y me fui de putas”) es desconcertante, pero atractivo, al mismo tiempo, porque, aunque no es habitual que un niño de esta edad se inicie en el sexo con prostitutas, justo por eso consigue llamar la atención del lector.

A partir de este momento, comienza a hablarnos del señor Ibrahim, un comerciante árabe, a quien, desde el principio, se presenta como un sabio que, poco a poco, nos va llegando al corazón por la generosidad y los buenos sentimientos hacia Momo. Este cuenta su relación con él, de una forma sencilla y directa, como si fuera una confesión, lo cual contribuye a hacer más creíble la historia. No obstante, el contraste entre la bondad y calidez del señor Ibrahim y la indiferencia y frialdad del padre acaba resultando demasiado artificioso, por su maniqueísmo.

En estos momentos, el interés de la historia decae, aunque se recupera con los diálogos chispeantes, cargados de humor y sabiduría, entre los dos amigos:

“-Esto es un locura, señor Ibrahim, hay que ver lo pobres que son los escaparates de los ricos… ¡Ahí dentro no hay nada!

-Eso es el lujo, Momo: nada en el escaparate, nada en la tienda, todo en el precio.”

O con reflexiones certeras, como la de Momo, cuando lee en el diccionario la definición de la palabra “sufismo” (“corriente mística del Islam nacida en el siglo VIII. Opuesto al legalismo, pone el acento en la religión interior”):

“Ahí lo tienes, ¡otra vez igual! Los diccionarios no aciertan a explicar más que las palabras que uno ya conoce.”

A raíz de la desaparición del padre, el centro de atención pasa a ser exclusivamente la relación entre Momo y el señor Ibrahim, y en cómo éste va enseñándole un concepto de la vida, desconocido para aquel:

“La lentitud ése es el secreto de la felicidad” le dice un día, en el sentido de que conocer a las personas y la naturaleza, así como disfrutar en el trabajo, requiere su tiempo.

O cuando le hace entrar en los templos religiosos con los ojos vendados para que adivine la religión por el olor:

“Ahí huele a velas, es una iglesia católica. (…) Aquí huele a incienso, es ortodoxa. (…) Y aquí huele a pies, es una mezquita musulmana”.

O cuando le enseña a bailar, como los derviches, girando sobre sí mismo, hasta perder toda referencia terrenal y vaciarse de odio.

Eric-Emmanuel Schmitt podía haber profundizado en este proceso de aprendizaje, que es lo más atractivo de la novela; pero opta por acabar con la relación entre los dos personajes, de una manera abrupta, que nos deja con la miel en los labios, aunque en nuestro recuerdo permanezca el señor Ibrahim, ese anciano entrañable, que representa la imagen más positiva del Islam, “una religión -como afirma el autor en el prólogo- cuya sabiduría milenaria guía a millones de hombres”.

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