Una película incómoda de ver por el grado de implicación que exige y consigue del espectador. Por su contenido que viene a demostrarnos lo que todos sabemos: que tras la Arcadia del presente, tras la aparente felicidad que se nos vende a través de los medios de comunicación, el dolor forma parte de nuestras vidas, aunque sólo sea por el mero hecho de que somos humanos y, por consiguiente, frágiles y propensos a a las enfermedades y la muerte. En efecto las dos historias que se cuentan, la de Adela y la de Antonia, parten de una situación de felicidad, que por un golpe del destino, se tornan tristeza y soledad. Pero no sólo nos implican estas historias, sino también la forma de contárnoslas, con unos diálogos escuetos, libres de cualquier tipo de aderezo retórico, y sobre todo con la imagen acompañada del silencio –pocas veces la ausencia de banda sonora ha sido más expresiva en una película-, una imagen que con frecuencia se nos ofrece doble, por el recurso de dividir la pantalla en dos y mostrarnos así puntos de vista diferentes de la misma escena. Con ello, aumenta extraordinariamente el conocimiento de los personajes y de la historia por parte del espectador, te obliga a pensar y, a la larga, te convierte en una especie de cómplice, o testigo de excepción, de todo lo que está ocurriendo. Además, los planos fijos contribuyen a esta exigencia, que acaba resultando incómoda, aunque placentera, porque constatas que la película no pueda avanzar sin tu contribución, sin la contribución del espectador. Este gusto por la imagen fija alcanza su punto culminante en dos secuencias: la del atentado terrorista, con el plano sostenido del autobús humeante y las personas que salen precipitadas de su interior, sin que se nos diga nada sobre las terribles consecuencias del mismo, que conoceremos después, mediante un eficaz uso de la elipsis; y la de la muerte de Antonia, con la cámara fija situada fuera de la habitación, que nos muestra el lento, aunque repentino, proceso de la desaparición de la vida. Al final, lo que te queda es la naturalidad en la forma de narrar y filmar la vida cotidiana, tan infrecuente hoy día en las salas de proyección; el predominio de la imagen, como debe ser en el buen cine, y la conciencia de la fragilidad humana. .