Juan, que fue ayudante de Eduardo Muriel, famoso director de cine, cuenta la vida personal de éste, particularmente la difícil relación con su mujer, Beatriz. Este es el asunto que aborda Javier Marías en su última novela, Así empieza lo malo, con ese estilo introspectivo, que caracteriza su narrativa y que le lleva a reflexionar sobre la difícil perseverancia del amor; sobre la soledad y el sufrimiento, cuando no es correspondido y esperas inútilmente que todo vuelva a ser como antes; sobre la venganza que se impone cuando te has sentido engañado; etc.
Como en otras novelas, el título es una frase de Williams Shakespeare, que viene a significar que, cuando renunciamos a escuchar lo que dicen los demás, es decir, cuando dejamos de prestar atención a los rumores, entonces empieza lo malo, que es lo que no ha llegado. Porque el verdadero problema es saber las cosas, por ejemplo, lo que Muriel sabe de su mujer, que le impide seguir queriéndola. Incluso conociendo las verdades ingratas, el tiempo acaba minimizando su importancia: “Lo que importó ya no importa o muy poco, y para ese poco hay que hacer un esfuerzo; lo que resultó crucial se revela indiferente, y aquello que nos desgarró la vida se nos aparece como una niñería, una exageración, una tontería”. Además, la vida humana, como sostiene el narrador es un equilibrio de verdad y engaño, y contiene una dosis de verdades amargas, con la que hemos de convivir.
Como telón de fondo, y proporcionándole a la novela una dimensión histórica y una consistencia inusitada, el franquismo y el doble juego de algunos intelectuales, que aparentemente ayudaron a las víctimas del régimen; pero que en realidad las chantajearon y humillaron valiéndose de su situación privilegiada de superioridad.
Sabe Javier Marías demorarse en la descripción de los lugares donde ha sucedido algo relevante, para que nos fijemos en detalles aparentemente secundarios, siguiendo su ritmo lento: “La habitación era amplia, una especie de suite junior, como las llaman ahora, quizá no entonces, a Beatriz debía de darle lo mismo el gasto, si no iba a salir por su propio pie ni a cerrar ella la cuenta. No había nadie, allí no se había ahorcado ni estaba tirada ni acurrucada en la cama bajo la acción de pastillas, faltaba el cuarto de baño, cuya puerta no cedía por las buenas, tenía echado el pestillo, y desde sus interior no respondía nadie, ni protestaba por el atropello.” Y también sugerir lo que puede representar un simple gesto, ofreciéndonos las diferentes alternativas de interpretación, hasta casi agotarlas: “Extrañamente había dejado la mano sobre el teléfono, una vez colgado, y lo miraba con fijeza ensoñada, como si de ese modo tan visual y táctil quisiera prolongar el contacto con Muriel o retener un momento algunas de las palabras que le había escuchado por el aparato, tal vez el elogio si lo había habido. O como si ella le hubiera mentido en algo y estuviera esperando a que se disipara el embuste y él no volviera a llamarla escamado en el acto, antes de soltar la herramienta de la que se había servido.”
La precisión y la limpieza, sin adjetivos innecesarios, con que emplea la lengua castellana, se aprecia incluso en las escenas de sexo, poco habituales en sus novelas, como ésta que contempla el narrador, encaramado a un árbol: “Beatriz tenía los ojos cerrados con fuerza, no miraba hacia el exterior ni hacia ningún sitio, estaba absorta en sí misma, supuse, y en sus sensaciones. Imaginé que el hombre, al darle la vuelta, le habría subido la falda –ya no habría vaivén, o sería de otra clase- y le habría bajado medias y bragas hasta medio muslo para penetrar en ella con la comodidad imprescindible, dada la relativa incomodidad de la posición vertical de ambos.”
Resulta eficaz el punto de vista narrativo; esa primera persona que se corresponde con el joven Juan, el cual posee una curiosidad por saber, que logra transmitirnos a los lectores, para que sigamos atrapados por la historia. Además, cuenta ésta, años después de que sucediera, cuando ya sus dos protagonistas, Eduardo Muriel y Beatriz, han fallecido, y por tanto con la objetividad que dan la distancia y el tiempo.
En suma, una gran novela de Javier Marías, que crece extraordinariamente en interés, a medida que nos aproximamos al final y la implicación del narrador en la historia es mayor: se desvelan verdades que habían permanecido ocultas; suceden hechos que propician situaciones inesperadas; y se establecen paralelismos sorprendentes que generan nuevas incertidumbres.