Para Marlow, narrador protagonista de El corazón de las tinieblas, “la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino fuera, envolviendo la anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz”.
Y esta es la clave de las novelas de Joseph Conrad, particularmente de la que comentamos: la atmósfera misteriosa, que rodea el viaje al Congo, en busca de Kurtz, la percibimos desde el principio, con Marlow, sentado, durante la noche, en la cubierta del barco anclado en el Támesis, en medio de la niebla, y contando la historia del joven legionario romano, que llegó a Inglaterra, para conquistar un país desconocido e incomprensible para él, primitivo, pero que le provocaba una mezcla de miedo y fascinación.
La situación en la que se encuentra este joven romano, (“sin los alimentos a los que estaba acostumbrado (…), sin otra cosa para beber que el agua del Támesis (…) De cuando en cuando un campamento militar perdido en los bosques, como una aguja en un pajar. Frío, niebla, bruma, tempestades, enfermedades, exilio, muerte acechando siempre tras los matorrales.”) nos anuncia el destino del protagonista de El corazón de las tinieblas, Kurtz, un joven brillante enviado a África, que experimentará una terrible transformación.
Es la misma atmósfera oscura y tenebrosa que representa el mundo primitivo, no civilizado, al que pertenecía Inglaterra en la época de los romanos; y al que ahora, en el siglo XIX, donde se sitúa la historia de El corazón de las tinieblas, pertenece África, colonizada por los países europeos.
Los lectores, además, nos vemos envueltos en ella y experimentamos una inquietud que nos acompaña durante toda la novela, pues se nos habla de un personaje, que no hemos visto y del que no sabemos nada. Tan sólo que el contacto con la selva y las tribus indígenas le cambió radicalmente, pasando de ser un joven idealista, con deseos de llevar el progreso y la civilización a aquellas tierras, a un individuo abyecto capaz de cometer las peores fechorías:
“Aquellos bultos redondos no eran motivos ornamentales sino simbólicos. Eran expresivos y enigmáticos (…), alimento para los buitres, si es que había alguno bajo aquel cielo, y de todos modos para las hormigas, que eran suficientemente industriosas como para subir al poste”.
Esos bultos son cabezas de personas clavadas en estacas, con los rostros vueltos hacia la casa de Kurtz, pues no hay mejor manera de mantener el orden que sembrando y exhibiendo el terror, como hacía este siniestro personaje obsesionado con el marfil de África, producto que representa para él la riqueza necesaria para ser aceptado por la familia de su prometida.
Kurtz actúa con la misma crueldad como lo han hecho todos los países colonizadores en la historia de la humanidad: Bélgica en el Congo; Inglaterra en la India, España en América, etc. Una crueldad que en último extremo refleja el lado más instintivo y salvaje del hombre, que al propio Kurtz le lleva a gritar en los estertores de la muerte: “¡Es el horror, el horror!”. Es decir, lo que está viendo dentro de sí mismo y que le llevará a la condenación eterna.
Por eso, su muerte es como un triunfo para la selva invadida y maltratada. Así, recuerda Marlow sus últimos momentos:
“La visión pareció entrar en la casa conmigo: las parihuelas, los fantasmas camilleros, la multitud salvaje de obedientes adoradores, la oscuridad de la selva, el brillo de la lejanía entre los lóbregos recodos, el redoble de tambores, regular y apagado como el latido de un corazón… el corazón de las tinieblas vencedoras. Fue un momento de triunfo para la selva, una irrupción invasora y vengativa, que me pareció que debía guardar solo para salvación de otra alma.”