Qué maravilloso reencuentro con los cuentos que integran El llano en llamas de Juan Rulfo. Desde el primero, titulado “Macario”, un niño que vive en compañía de su madrina y la criada de esta, Filipa, con un hambre nunca satisfecha, pasando por “Es que somos tan pobres”, donde una riada acaba con la vaca Serpentina, que es la única esperanza para que Tacha encuentre marido y una vida decente, nos encontramos a personajes sencillos y humildes que sufren las consecuencias de haber nacido en el seno de familias pobres: “Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace templar y sacudirse todita, y, mientras la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición”. Quedan grabadas en nuestra memoria palabras hermosas y llenas de autenticidad, como estas, que reflejan la solidaridad entre las víctimas de la miseria.
Hay analepsis abruptas, que anticipan la ruptura total con el tiempo narrativo en su novela Pedro Páramo y que nos asombran justamente por lo inesperado de las mismas, como la que se produce en “En la madrugada”, con el viejo Esteban en la cárcel, acusado de haber matado a su amo, don Justo, aunque él no recuerde nada de lo sucedido. Además, está acompañada de un cambio en el punto de vista narrativo, para descubrirnos la catadura moral de éste, que no sólo explota laboralmente a Esteban, sino que mantiene relaciones incestuosas con su sobrina.
El enfrentamiento entre Eros y Tanatos, primitivo e impregnado de una religiosidad, cercana a la superstición y al fanatismo, aparece en “Talpa”, donde la voz que narra los hechos nos atrae desde el principio: “Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo”.
También los finales nos sorprenden, porque constituyen giros inesperados en la historia que se cuenta, como el del titulado “El llano en llamas”, donde la mujer y el hijo esperan a Pichón, a la salida de la cárcel, después de habernos contado la vida de éste, durante la revolución. Incluso se producen cambios repentinos en la fórmula de tratamiento, como por ejemplo en «No oyes ladrar los perros», donde el padre, que lleva sobre sus hombros al hijo herido, pasa de tutearle y animarle a hablarle de usted, cuando le echa en cara su comportamiento violento y sanguinario:
«-Te llevaré a Tonaya
-Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
-Quiero acostarme un rato.
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
(…)
-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. (…) Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. (…) Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, pues vergüenzas.»
Todos los cuentos están escritos con extraordinaria sobriedad, aunque, a veces, Rulfo utiliza imágenes, especialmente expresivas y sugerentes. Así, describe el pueblo de Luvina: “Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra uno, y porque es oprimente como una gran cataplasma sobre la viva carne del corazón”. O la conversión en mujer de Matilde Arcángel: «Le brotó una mirada de semisueño que escarbaba clavándose dentro de uno como un clavo que cuesta trabajo desclavar. Y luego se le reventó la boca como si se la hubieran desflorado a besos. Se puso bonita la muchacha, lo que sea de cada uno quien.»
A un libro tan duro y tan triste, que refleja la vida en los pueblos de Jalisco, a partir de los años 20 del siglo pasado, cuando la revolución había derivado en guerra civil, y los campesinos emigraban a las ciudades, en busca de una vida mejor, ni siquiera le falta el humor, aunque aparece en uno solo de los cuentos, “Anacleto Morales”, un aspirante a santo que resulta ser un auténtico perdulario.
Juan Rulfo sabe recrear el lenguaje oral, con abundantes términos del habla campesina, como “piruja” (prostituta), “juilón” (cobarde), “boruca” (ruido confuso de gritos y voces) o “corretiza” (persecución), hasta hacernos creer que, en realidad, no estamos leyendo un cuento, sino escuchando a lugareños de este estado mexicano contar sus historias de violencia y de sexo, en medio de un paisaje seco con el que luchan sin posibilidad de éxito.
Estos seres desvalidos no son meros personajes de ficción, sino que alcanzan la categoría de arquetipos, ya que la pobreza, el hambre, el dolor, el odio, la venganza, la superstición o la violencia constituyen una imagen diversa de la desdicha humana.
Hablaremos de El llano en llamas hoy miércoles, a las 18 horas, en el club de lectura de nuestro instituto.