Patria

La voz de la conciencia de Bittori que le habla, que le reprocha su comportamiento: ”¿Qué? Estás cayendo en el rencor y ya te he dicho muchas veces que…” Y esta la interrumpe mandándola callar: “Vale, déjame en paz”. Así se desarrolla esta magnífica novela de Fernando Aramburu, en la que la mujer de un asesinado por ETA sólo encuentra humanidad en los objetos, no en los vecinos del pueblo, que para acentuar su dolor se vuelven contra ella.

Bittori habla sola, como también lo hace la que fue su amiga, Miren, madre de Joxe Mari, un etarra condenado en la prisión del Puerto de Santa María: “Hasta allí abajo nos hacen ir. Cabrones.”

Vamos conociendo sus vidas y la de sus familias respectivas, a través de hábiles saltos atrás, que se producen de forma casi imperceptible, a partir, por ejemplo, del color de la sangre que le extrae Xabier a su madre: “Rojo. Xabier, tienes que ir a tu casa, a tu padre le ha pasado algo malo. Y esas palabras, le ha pasado algo, se quedaron resonando dentro de él… No le dieron más detalles ni él se atrevió a preguntar; pero ya se daba cuenta por la cara de la compañera que le comunicó la noticia…”

Y volvemos al presente también de modo casi imperceptible, para retornar, de nuevo al pasado, a las pocas páginas, y conocer así la reacción de su hermana Nerea, que justifica así su ausencia en el entierro de su padre: “No quiero ver al aita muerto. No lo resistiría. No quiero que me saquen en los periódicos. No quiero aguantar las miradas de la gente del pueblo. Ya sabes cómo nos odian…”

Siguiendo este juego temporal, del presente al pasado y viceversa, conocemos la historia completa de la víctima: desde las cartas de ETA pidiendo el impuesto revolucionario al Txato, pasando por las primeras pintadas amenazándolo, hasta el aislamiento absoluto de él y su familia, porque en el pueblo -un microcosmos, donde afloran los instintos más primarios de pertenencia y se siguen masivamente las consignas, para no levantar sospechas- les niegan el saludo. Da igual que sea tan vasco, como el que más, porque ha sido señalado por ETA y algo habrá hecho: “Y mucho cuidadito con juntarte con él –le dice Miren a su marido, Joxian-. Lo mejor es que se marchen. Con todo el dinero que tienen, ¿qué les cuesta comprar una casa por ahí abajo? ¡Son ganas de provocar!”.

Y también, así, se nos va revelando la vida de Joxe Mari, primero, cuando salía a quemar autobuses urbanos para luchar por una Euskal Herria libre, o participaba en homenajes a presos de ETA, salidos de la cárcel, o lanzaba cócteles molotov contra un cipayo; después, ya como miembro de la organización terrorista, cuando disparaba a bocajarro a un guardia civil, como quien practica un deporte; y finalmente cuando es detenido, sometido a torturas y condenado a muchos años de prisión.

En estos momentos, cuando le asalta la pena, susurra “El pájaro es pájaro” de Mikel Laboa, para tranquilizarse, porque la última imagen del mundo libre para Joxe Mari fue precisamente el CD, que contenía esta canción:

“Si le hubiera cortado las alas
habría sido mío,
no habría escapado.
Si le hubiera cortado las alas
habría sido mío,
no habría escapado.

Pero así,
habría dejado de ser pájaro.
Per así,
habría dejado de ser pájaro.
Y yo…
Yo amaba al pájaro.
Y yo…
Yo amaba al pájaro.”

Además, todo se cuenta desde la perspectiva de cada uno de los miembros de ambas familias, de tal modo que, cuando conocemos el asesinato del Txato, por ejemplo, a través de su hijo Xabier, ya sabemos el punto de vista de su hermana Nerea y el de su madre, Bittori, sobre este mismo hecho, con lo cual nuestra percepción de la realidad es más completa y objetiva.

Resulta admirable este intento de abarcar globalmente lo que sucedió  en el País Vasco, durante los años de ETA, unido a la autenticidad de los personajes, que quedan lejos del maniqueísmo, porque cada uno de ellos, tanto víctimas como verdugos, se nos presentan con sus valores humanos, pero también con sus defectos y contradicciones.

Fernando Aramburu pone al descubierto el problema de la identidad de un pueblo, cuando esta es una sola y excluyente, sobre todo en espacios pequeños, donde la presión social está por encima de las personas y se refleja incluso en la vida íntima de estas:

“-Y la gente del pueblo, ¿qué dirá? Hostia bendita, antes que oírles, prefiero estar aquí.

Joxe Mari despotricaba, los puños dispuestos, las palabras mordidas, contra su hermano que:

-Desde pequeño ha sido rarito de cojones. Ahora nos convierte a ti en la madre del maricón, y a mí en el hermano del maricón, y tira nuestros apellidos por los suelos.”

Una novela, Patria, que, como se afirma en el prólogo, “nos habla de la imposibilidad de olvidar y de la necesidad de perdón en una comunidad rota por el fanatismo político”, y que va a interesar no sólo a los que deseen conocer los “años de plomo” en el País Vasco, sino sobre todo a los aficionados a la buena literatura, porque es de los libros que te atrapan desde el principio y no se pueden dejar de leer.

Gastronomía y música en el homenaje a Borges

Qué extraordinario maridaje gastronómico-musical, ayer, miércoles, en el IES Gran Capitán, como homenaje a Jorge Luis Borges: un almuerzo evocador de la comida y la bebida argentina, preparado y servido por el alumnado y profesorado de la Escuela de Hostelería; y un concierto de Chico Herrera, con letras inspiradas en el libro Los seres imaginarios del escritor argentino.

En el Salón de Actos, lugar donde se desarrolló la actividad, nos esperaban, impecablemente vestidos, los alumnos y alumnas, encargados de acompañarnos a la mesa correspondiente. En la primera página del díptico, donde figura el menú, leemos la frase: “Si hay algo que no existe, es el olvido”, lo cual es una paradoja borgiana, porque incluso lo que se olvida no desaparece sino que queda alojado en el subconsciente.

Como homenaje a Buenos Aires, ciudad natal del escritor, nos sirvieron, en primer lugar, un cóctel, ”Daki Tereré”, que es una adaptación de la clásica bebida “Tereré”, elaborada con mate mezclado con sirope aromatizado de fino. A continuación, tres aperitivos, elegantemente presentados y exquisitos de sabor: Hummus, salpicón de huevas con espuma de mahonesa y tripas de bacalao en salsa verde con alcachofas. Después, merluza asada en su punto, acompañada de pisto, patatas risoladas y ajetes. Y por último, ravioli de rabo de toro con crema de patata y guiso de trigo y nabos, una combinación perfecta de sabor y melosidad.

Para acompañar estos platos, dos vinos argentinos: un blanco Altavista State Torrontés 2016, afrutado y con un punto de acidez, que lo hace diferente; y un tinto Altavista Classic Reserva Malbec 2014, equilibrado e intenso.

De postre, brownie de choco y nueces con coulis de fresa, salsa de chocolate y helado de stracciatella, acompañado de licor de amontillado, con un guiño al Toblerone, la famosa chocolatina de Suiza, país donde falleció Borges.

La segunda parte de la actividad la protagonizó el concierto de Chico Herrera; pero antes nuestra compañera Raquel Castro, coordinadora del ciclo de actividades en homenaje al escritor argentino, recordó que en el 2016 se cumplió el treinta aniversario de su muerte y en el 2017 se han cumplido sesenta años de la publicación de su libro Lo seres imaginarios. Igualmente, agradeció al profesorado y al alumnado del IES Gran Capitán, en particular al de la Escuela de Hostelería, la participación en este homenaje.

Chico Herrera es alto y delgado, y admirador de cantautores, como Pedro Guerra, Caetano Veloso y Silvio Rodríguez, cuyos ecos se aprecian en su forma de interpretar. Acompañado de la guitarra y con una voz suave y melodiosa, nos dio a conocer sus canciones, inspiradas en el universo mitológico de Borges.

Comenzó con “Haokah”, dedicada al dios del trueno entre los indios:

“Suena el tambor del trueno.
En este cielo gris.
encomiendan tu presencia,
danzan para ti.
Usas el aire para hacer
sonar tu tambor…”

A la izquierda del escenario, una mesa, con un reloj de arena, símbolo del tiempo -una de las preocupaciones de Borges-; y a la derecha, un espejo, donde se refleja la imagen del cantautor, al que vemos doble -otro concepto que aparece continuamente en los textos del escritor argentino-, interpretando una canción homónima:

“El espejo encierra
algunos rasgos de ti,
susurra secretos
que hay dentro de ti.
No sabes lo que esconde,
no sabes si es tu doble,
o si solo es un reflejo de ti…”

La preocupación social de Chico Herrera aparece en la canción “El devorador de las sombras”:

“Juro no haber causado hambre ni llanto.
Juro no haber matado,
ni haber hecho matar.
Juro no haber robado alimentos…”

Pero el momento culminante de la tarde se alcanza, cuando baja del escenario, se acerca a donde estamos sentados y “a capella” interpreta “A bao a qu”, al tiempo que baila entre las mesas, moviendo con armonía su estilizado cuerpo.

“Alguien sube la escalera,
sube peldaños gastados de tanto pisar.
Nota el talón su presencia,
osado y sin miedo decide avanzar.
Dejando atrás las leyendas,
sube la torre seguro, sin mirar atrás…”

Y todos cantamos con él el estribillo:

“A bao a qu leyenda
A bao a qu despierta”

De vuelta en el escenario, continúa musitándonos sus canciones al oído, contándonos el secreto de Borges, que también lo es del propio Chico Herrera y de cada uno de nosotros: el paso del tiempo.

“El tránsito inconstante de gente que pasa por tu lado
varía según lo exija el guión de la rutina
manejada por dos o tres agujas que
marcan el rumbo.
Sus movimientos torpes o acelerados, acertados o no,
diferentes pero iguales, en definitiva iguales,
ante el paso del tiempo, inexorable paso del tiempo,
mientras os semáforos siguen cambiando…”

Así, finalizó su actuación y con ella el almuerzo borgiano. Felicitaciones al centro y, en especial, a todas las personas que han hecho posible esta actividad.

Releer El camino

La primera vez que leí El camino, hace ya bastantes años, me cautivaron la sencillez y autenticidad de sus personajes, así como la ternura con la que Delibes se acerca a ellos. Por ejemplo Mariuca-uca, una niña huérfana de madre desde su nacimiento, que ha sido criada por su padre y que sigue por todas partes a Daniel, el Mochuelo, porque está enamorada de él; el propio Daniel, protagonista de la novela, al que le hubiera gustado elegir su destino, quedándose en el pueblo, pero debe acatar la decisión de su padre de enviarle a la ciudad, para estudiar el Bachillerato; Roque, El Moñigo, que tiene fama de golfo y zascandil, y sabe más de la vida que los demás niños, a los que le gusta retar para que hagan lo que él es capaz de hacer; etc.

También me sedujo el arte de la descripción de Delibes, tanto de personajes, como de paisajes, lugares y objetos. Como ejemplo, esta descripción impresionista del cementerio del pueblo, el día que enterraron a Germán, el Tiñoso, donde selecciona detalles (la puerta de hierro, la pequeña fosa, los cipreses, la ausencia de panteones) que impresionaron a Daniel, el Mochuelo, para mostrarnos el lugar, desde su punto de vista:

“Doblaron el recodo de la parroquia y entraron en el minúsculo cementerio. La puerta de hierro chirrió soñolienta y enojada. Apenas cabían todos en el pequeño reciento. A Daniel, el Mochuelo, se le aceleró el corazón al ver la pequeña fosa, abierta a sus pies. En la frontera este del camposanto, lindando la tapia, se erguían adustos y fantasmales, dos afilados cipreses. Por lo demás, el cementerio del pueblo era tibio y acogedor. No había mármoles, ni estatuas, ni panteones, ni nichos, ni tumbas revestidas de piedra. Los muertos eran tierra y volvían a la tierra, se confundían con ella en un impulso directo, casi vicioso, de ayuntamiento. En derredor de las múltiples cruces, crecían y se desarrollaban los helechos, las ortigas, los acebos, la hierbabuena y todo género de hierbas silvestres. Era un consuelo, al fin, descansar allí, envuelto día y noche en los aromas penetrantes del campo.”

Pero recientemente he vuelto a leer “El camino”, y he podido comprobar que esta novela es más compleja de lo que la sencillez de los personajes y de la historia misma parece indicarnos, sobre todo si nos fijamos en su estructura interna y en el punto de vista narrativo.

Con respecto a la primera, Delibes parte de un presente, la noche previa a la marcha a Madrid de Daniel, durante la cual se produce un salto atrás o analepsis, en el que evoca desordenadamente la vida del niño: pequeñas historias que se entrecruzan entre sí y que se supeditan a la historia principal. La novela finaliza al amanecer del mismo día, con lo que se vuelve al tiempo inicial.

Sin embargo, la evocación de estos episodios, que fluyen en la mente de Daniel, se alterna con retornos al presente que está viviendo, de tal modo que se produce un juego temporal, un ir y venir continuo, que podría haber resultado caótico y desordenado, de no ser por la habilidad de Delibes para conectar todos los cabos sueltos. En efecto, diferentes nexos narrativos le sirven para relacionar las historias y los capítulos: motivos que se repiten (el origen de la vida, el amor, el sexo, la amistad, la muerte); dosificación de una historia (al final del capítulo IV, hay una referencia a Lola, la tendera, cuya retrato esperpéntico se desarrolla en el capítulo siguiente); capítulos que empiezan con la misma palabra con la que había finalizado el anterior (el II y III, con la palabra “valle”.); anécdotas que cuenta en un capítulo, como la de la Mica, cuando cogió robando manzanas a Daniel y sus amigos en el jardín de su casa, y que retoma de nuevo, varios capítulos después; etc.

En cuanto al punto de vista, corresponde al de un narrador omnisciente, pero impregnado de la visión ingenua de la vida que tiene Daniel. Por eso, tras este narrador, percibimos los sentimientos del niño, por ejemplo, el dolor que experimenta el día que entierran a su amigo Germán, el Tiñoso, cuando se imagina como uno de los insectos que coleccionaba el cura de la Cullera, de tal forma que cada campanada “era como una aguja afiladísima que le atravesaba una zona vital de su ser”. Pero, al mismo tiempo, el narrador es capaz de reflexionar, como un adulto, ante este hecho dramático: “Le dolía que los hechos pasasen con esta facilidad a ser recuerdos; notar la sensación de que nada, nada de lo pasado, podría reproducirse. Era aquella una sensación angustiosa de dependencia y sujeción.”

Delibes podría haber optado por el narrador protagonista; pero entonces no hubieran sido creíbles reflexiones filosóficas, como esta, sobre la fugacidad de la vida, en la mente de un niño.

Releer El camino, teniendo en cuenta su complejidad narrativa, ha sido un aliciente añadido a una historia, protagonizada por personajes de carne y hueso; que está contada mediante un lenguaje sencillo, depurado de retórica; y que, en último extremo, viene a decirnos que el verdadero camino no es el que eligen los demás por nosotros, sino el que elegimos nosotros libremente.

Originalidad

La palabra que mejor define quizá esta novela, por la que Jean Echenoz recibió el Premio Goncourt de 1999, es «originalidad» y se refleja en aspectos, como la estructura, el punto de vista narrativo y el estilo.

Comienza siendo una historia, que pronto se escinde en dos, protagonizadas por el mismo personaje, Félix Ferrer, aunque se desarrollan en tiempos y lugares diferentes: París, donde tiene su tienda de arte, y el Polo Norte, adonde ha ido en busca de un tesoro abandonado. Las dos historias se van alternando, pero en un momento determinado, aparece otro personaje, Baumgartner, con el que Ferrer aparentemente no tiene ninguna relación, y que pasa a protagonizar la primera de las historias. Se genera la intriga en torno a este personaje enigmático, que quiere pasar inadvertido y que viaja a España por razones que desconocemos… En realidad, Echenoz utiliza el método de la deconstrucción: ha dividido la historia de Ferrer en varias piezas y, como si se tratara de resolver un puzle, los lectores las vamos encajando cada una en su sitio. Así, hasta que las piezas se vuelven a unir, y esta unión le sirve al autor para resolver la intriga producida por la aparición repentina de Baumgartner y, a su vez, para generar otra intriga, que renueve nuestro interés.

Quien cuenta la historia es un narrador omnisciente, dinámico y divertido, que hace comentarios, dirigidos a los lectores sobre la propia narración: “Pero no estamos en eso. Primero hay que ir al cementerio”. O se pregunta por la agitada vida sentimental del protagonista: “¿no va siendo hora de que Ferrer se centre un poco? ¿Va a pasarse la vida coleccionando esas aventuras insustanciales cuyo desenlace conoce de antemano, aventuras de las que ni siquiera piensa ya como antes que esta vez será la buena?”. O reflexiona jocosamente sobre el perfume ácido y persistente de su vecina, Bérangère, con la que tiene una aventura: “Por más que ventilaba la casa a fondo, el olor tardaba horas en desaparecer, es más, nunca se iba del todo. Es más, era tan poderoso que bastaba que Bérangère llamase para que, difundido por los cables del teléfono, invadiese de nuevo la casa. Antes de conocerla, Ferrer ignoraba la existencia de Extatics Elixir. Ahora, lo respira de nuevo mientras se dirige de puntillas hacia el ascensor: el perfume penetra por el ojo de la cerradura, por los intersticios de la puerta, le persigue hasta su casa.”

Su sentido del humor se acentúa, además, en las situaciones dramáticas, como en el funeral de Delahaye, empleado en la tienda de arte: “El sacristán le alarga el hisopo, Ferrer lo coge sin saber si lo coge bien y se pone a agitarlo atolondradamente. Pese a que no se propone trazar figuras especiales en el aire, forma unos círculos y barras, un triángulo, una cruz de San Andrés, dando vueltas en torno al ataúd ante los atónitos ojos de la gente, sin saber cuándo ni cómo pararse, hasta que la gente empieza a murmurar. Entonces el capellán, sobria pero firmemente, le coge de la manga y lo repatria hacia su silla de la primer fila. Pero en ese instante, sorprendido por el vigor capellanil, sin dejar de blandir el hisopo, lo suelta: el objeto se estrella sobre el ataúd, que suena a hueco al recibir el impacto”.

La originalidad se refleja también en el estilo, combinando la narración en tercera persona con las intervenciones en primera persona, sin indicar estas mediante guiones, lo cual da fluidez al relato, al presentarlo como un todo continuo: “Su ultimo destino había sido La Salpétrière, departamento de inmunología, yo buscaba anticuerpos, comprobaba si los había, calculaba cuántos, intentaba ver de qué tipo eran, estudiaba su actividad, ya ve, ¿no? Claro, bueno, supongo, titubeó Ferrer, a quien, después de Baumgartner y conforme a las instrucciones de Sarrandon, le tocaría cambiar de habitación dos días más tarde y dos plantas más abajo”.

Y en el uso sugestivo del lenguaje. Como prueba, este símil comparando el ruido que produce el surtidor de una fuente, con los aplausos que recibe un artista sobre el escenario: “Aquí no hay jardín sino un patio con vetustos plátanos entre los que rebulle una fuentecilla, o más bien un grueso surtidor que se contonea sobre sí mismo produciendo un ruido espumoso e irregular. La mayor parte del tiempo, ese ruido parece querer remedar salvas moderadas de aplausos, dispersas, poco entusiastas o puramente corteses. Pero a ratos también entra en sincronía consigo mismo y produce entonces durante unos instantes esa escansión de aplausos regulares, un tanto ridículos y binarios –otra, otra- que se desencadena cuando un público reclama el regreso del artista al escenario.”

O este pasaje donde nos muestra el paso del tiempo, personificando las estaciones del año: “Por lo demás, el tiempo acaba de cambiar bruscamente como si el invierno se impacientase, anunciándose de un humor de perros y atropellando al otoño con amenazadoras borrascas para ocupar su sitio lo antes posible, eligiendo uno de esos días de noviembre para, en menos de una hora, despojar estruendosamente a los árboles de sus hojas encogidas y reducidas al estado del recuerdo.”

Esta originalidad formal le viene como anillo al dedo a una historia cambiante, como el mundo de hoy día: los personajes aparentemente muertos, en realidad, no lo están; se producen cambios repentinos de espacios geográficos (París, el Polo Norte, San Sebastián); aparecen súbitamente personajes extraños; etc. El propio título, “Me voy”, frase con la que empieza y acaba la novela, y que sugiere la vida inestable del protagonista, trasladándose de un lugar a otro y cambiando de pareja continuamente, confirma esta sensación.

Una buen lectura para las vacaciones que se aproximan.

Vigencia de Edipo rey

Quizá la pervivencia y actualidad de Edipo rey derive de algunos aspectos de su argumento: la historia de un niño, que es abandonado por su propio padre, y queda expuesto a los peligros de la naturaleza; pero logra vencer a la muerte y renacer a una vida nueva. Se trata de un rito iniciático, común a muchos pueblos, incluido el griego, pues también los espartanos sometían a sus jóvenes a una prueba de madurez.

Pero lo sorprendente es que una obra escrita hace más de 2.500 años sea capaz de encandilarlos, prácticamente, desde el principio, con una estructura in media res, que nos lleva a preguntarnos sobre el pasado de este rey valiente y justo, que es acusado por Tiresias de haber matado a su propio padre y de haberse casado y engendrado hijos con su propia madre.

Desde esta escena tensa entre el viejo adivino y Edipo, acompañamos a éste en su indagación para conocer la verdad, que puede salvar a Tebas de la peste. Intuimos que el proceso va a ser doloroso, porque los dioses no suelen confundirse; pero al mismo tiempo, como Edipo, mantenemos la esperanza de su inocencia. Sin embargo, a medida que se van conociendo datos sobre los hechos, sufrimos con él y con Yocasta, su mujer, la cual relativiza la posibilidad del incesto: “Tú no sientas temor ante el matrimonio con tu madre, pues muchos son los mortales que antes se unieron a su madre en sueños”.

Es curioso que se atribuya a Freud el haber acuñado el término “complejo de Edipo”, cuando en realidad ya estaba en la obra homónima de Sófocles, en concreto, en las palabras que acabamos de reproducir de Yocasta.

La intriga, con respecto a la verdad oculta, logra mantenerla Sófocles con maestría y, al tiempo que avanza en el proceso de búsqueda, va construyendo un personaje redondo, que evoluciona desde la incredulidad y el enfado, pasando por las dudas cada vez más razonables, a medida que se van sumando testimonios en su contra, hasta el dolor y la desesperación, cuando definitivamente se enfrenta a ella.

En este proceso, además, nos acompaña el coro, personaje colectivo que comenta y juzga lo que sucede en escena, y que representa al pueblo tebano. Y del mismo modo que nos identificamos con Edipo, deseamos con el coro que se produzca la conciliación, primero, entre Tiresias y el rey y, después, entre el éste y Creonte, aunque sabemos que es imposible, porque el proceso no tiene marcha atrás.

Así, hasta un final no por previsible menos inquietante, porque quizá nos encontramos al Edipo más humano de toda la obra, preocupado por el destino de sus hijas: “Lloro por ustedes dos –pues no puedo mirarlas-, cuando pienso qué amarga vida les queda y cómo será preciso que pasen sus vidas ante los hombres. ¿A qué reuniones de ciudadanos llegarán, a qué fiestas, de donde no vuelvan a casa bañadas en lágrimas, en lugar de gozar del festejo? Y cuando lleguen a la edad de las bodas, ¿quién será, oh hijas, el que se expondrá a aceptar semejante oprobio, que resultará un ruina para ustedes dos como, igualmente lo fue para mis padres?”.

Un final, que no solo le afecta a él, sino a todos nosotros, porque, como dice el Corifeo: “ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso”.

Hablaremos de Edipo rey esta tarde, en el club de lectura del instituto, a las 18 horas, en la biblioteca.

Idiota

Como bien señala, en el programa de mano, Israel Elejalde, «Idiota», se asienta en dos ejes: el primero es el prototipo de tonto, es decir, ese tipo de persona que ninguno deseamos ser, que está lejos de nosotros, pero que en realidad se encuentra muy cerca; y el segundo es lo que los griegos llamaban «Deus ex machina», que está por encima de nosotros, pero que, lo queramos o no, mueve nuestras vidas. Ambos ejes se perciben, desde el inicio de la representación, pues los encarnan los dos personajes de la obra: el hombre arruinado, a punto de sufrir el deshaucio de su local, que se presta a participar en lo que él cree un sencillo experimento, a cambio de mucho dinero; y la mujer que dirige éste, planteándole las preguntas que debe responder satisfactoriamente.

El problema surge porque el experimento es una reflexión sobre la propia vida,  y está lleno de trampas. Es el sino de este tiempo de la globalización, anticipado por Orwel en «1984», en el que todo está controlado por un gran hermano, representado por los poderes económicos, que conoce todo sobre nosotros. A él nos debemos, somos sus esclavos, y no podemos rebelarnos, porque el chantaje en forma de descrédito es su principal arma disuasoria. Y si esto no fuera suficiente, todos tenemos un precio, nadie es capaz de resistirse al chantaje económico, o al menos éste es el mensaje que nos transmite la obra.

La puesta en escena es sencilla: los personajes se encuentran en una especie de cámara acorazada, en la que se puede entrar, pero no salir, hasta que no se realicen todas las pruebas. Dos mesas y sus respectivas sillas, separadas y situadas una frente a la otra, completan la escenografía, remarcando la distancia entre quien dirige el experimento y quien lo padece.

Los personajes, perfectamente interpretados por Gonzalo de Castro y Elisabet Gelabert, entre los que se establece una gran complicidad, evolucionan a lo largo de la obra: desde el mundo falso de las apariencias, al que les obliga la sociedad, en función del rol que desempeñan en ella, hasta mostrar sus capas más profundas, los miedos que les atenazan, que son en realidad nuestros propios miedos.

Ficha técnica:

Autor: Jordi Casanovas

Dirección: Israel Elejalde

Interpretación: Gonzalo de Castro y Elisabet Gelabert

Sala: Teatro Kamikaze de Madrid

Serlo o no. Para acabar con la cuestión judía

 

El pasado viernes vi, en el Teatro Español de Madrid, «Serlo o no. Para acabar con la cuestión judía», y la verdad es que experimenté sensaciones contrapuestas, a lo largo de la representación. La primera parte está constituida por diálogos breves y ágiles entre dos vecinos, que conversan, superficialmente, aunque con ironía y sentido del humor, sobre la cuestión judía, con el lastre de los oscuros que separan estos diálogos, porque le restan continuidad a la obra y te hacen entrar y salir de ella.

Sin embargo, los últimos veinte minutos son un monólogo del vecino del piso de arriba, el propio autor, quien, a partir de comentarios de lectores, logra ofrecernos una dimensión auténtica del drama judío.

Aparentemente, nada tienen que ver las dos partes; pero el espectador las percibe como un todo: a la ligereza y el ingenio del presente de los dos vecinos, le suceden la emoción y el dramatismo del pasado del propio autor, que cuenta una historia enternecedora que logra unirlas.

Es curioso cómo un montaje teatral puede ofrecer estas dos dimensiones de un mismo hecho, llevando al espectador de una a otra, con sutilidad, pero eficacia; pero «Serlo o no. Para acabar con la cuestión judia» lo consigue.

Además, con una decoración sobria, que nos sitúa en el rellano de la escalera donde se cruzan los dos vecinos, y con interpretaciones magistrales, especialmente de Josep María Flotast, capaz de pasar de la ironía a la ternura en apenas un instante.

Al final, cuando acabó la representación, hubo un silencio, que pareció eternizarse -justo el tiempo para que los espectadores tomáramos conciencia de lo que habíamos presenciado-, al que le siguió un aplauso unánime y sostenido.

Ficha técnica:

Autor: Jean Claudel Grumberg

Traducción: Mario Armiño

Direccion y puesta en escen: Josep María Florast

interpretacion: Josep María Flotast y Arnaldo Puig

Sala: Teatro Español de Madrid

La ley del menor

A pesar de su brevedad, es una novela muy bien documentada, lo cual da credibilidad a la historia que se cuenta. Lo apreciamos en diversos ámbitos, pero sobre todo en la administración de la justicia, pues Fiona, la protagonista, que ejerce como jueza, argumenta sus sentencias con rigor y meticulosidad, como por ejemplo el caso de los siameses Mark y Matthew, donde, basándose en la “doctrina de la necesidad”, autoriza la separación de ambos para salvar la vida del primero, aunque sabe que va a ocasionar la muerte del segundo.

También, se aprecia en el ámbito de la música, que es la afición favorita de Fiona: “Con infinita paciencia tanteaba dos notas que se repetían, añadía otra y después repetía las tres, y hasta la cuarta línea no se estiraba por fin, exuberante, hacía arriba, para convertirse en una de las más deliciosas que el compositor había concebido nunca”. Así, con esta sensibilidad y conocimiento musical describe su interpretación al piano de una pieza de Mahler.

E igualmente en el mundo de los testigos de Jehová, religión que practica Adam, quien se resiste a recibir una transfusión de sangre, porque lo prohíbe la Biblia: “Mezclar tu sangre con la un animal o la de otro ser humano es una infección, una contaminación. Es un rechazo del maravilloso don del creador. Por eso, Dios lo prohíbe específicamente en el Génesis, en el Levítico y en los Hechos”.

Esta meticulosidad en la documentación, que parece ser marca de la casa, se ajusta como un guante al carácter de Fiona, personaje que resulta admirable por la entrega absoluta a su trabajo, lo cual llega a afectar negativamente a su propia vida familiar. Tanta es su relevancia en la novela que, a pesar de estar escrita desde el punto de vista del narrador omnisciente, percibimos la presencia de Fiona tras esta voz narradora, impregnándola de una racionalidad que se refleja en el estilo frío, objetivo y austero en el que está escrita la novela.

No obstante, hay momentos en los que el lenguaje se enriquece con las galas de la literatura, como, cuando Fiona va al hospital para comprobar la madurez de Adam, en su drástica de decisión de rechazar la transfusión sanguínea, que puede costarle la vida. Ambos interpretan una canción, ella cantando y él tocando el violín, que va a abrirle al chico una perspectiva diferente de la vida:

“En la primera estrofa los dos fueron a tientas, casi como disculpándose, pero en la segunda sus miradas y, olvidando por completo a Marina, que ahora estaba de pie junto a la puerta, Fiona elevó la voz y el desmañado arqueo de Adam se volvió más osado, y acometieron el acento afligido del lamento que vuelve la vista atrás:

Estábamos junto al río mi amor y yo en un campo,

y en mi hombro inclinado ella posó su mano de nieve.

Me pidió que tomará la vida con calma,

tal como la hierba crece en las riberas;

pero yo era joven e insensato y ahora soy todo llanto»

Lo que expresan los versos de William Yeats es justo lo que Fiona le da a entender a Adam: que existe otra forma de vivir, que piense detenidamente su decisión. Y éste, un joven de 17 años, va a entender el mensaje, pero intentando unir su destino al de ella, una mujer madura, lo cual condiciona el desenlace de la historia, porque Fiona también va a experimentar un cambio, en ella también se produce una inmersión, que la conmueve por dentro y que la sitúa frente a su vida anterior.

Esta es la historia principal, un conflicto entre la racionalidad, representada por la jueza, y la fe, encarnada por Adam, aunque entre medias se suceden una serie de casos, que la primera debe resolver y donde aparecen temas de gran trascendencia social, como el radicalismo religioso, las separaciones matrimoniales y la prevalencia de las necesidades de los niños sobre las de los padres o viceversa.

Ian McEwan quizá trata de abarcar demasiado sin profundizar en nada; pero lo que no se le puede negar es su maestría para narrar:

“Fiona y Marina siguieron letreros escritos con rotulación de autopista. (…) Doblaron hacia un pasillo ancho y brillante que les condujo a un rellano de ascensores y subieron en silencio a la novena planta, donde otro pasillo idéntico las encaminó, después de doblar tres veces a la izquierda, hacia Cuidados Intensivos. Sobrepasaron un mural vistoso de unos monos cantando en la selva. Ahora, finalmente, el aire estancado olía a hospital, a comida cocinada y retirada hacía mucho tiempo, a antisépticos y, con intensidad más tenue, a algo dulce. Ni fruta ni flores.”

Con esta precisión y capacidad para sugerir el aspecto y el olor característico del hospital, cuenta el recorrido que hacen estas dos mujeres por el interior del mismo hasta el lugar donde se encuentra Adam.

Y también para generar la intriga, por ejemplo, cuando Fiona, antes de comenzar el concierto en honor de los magistrados, recibe una información por parte del juez Sherwood, que no sabemos cuál es, pero que, poco a poco, vamos intuyendo, por las sucesivas reacciones de ella: primero su compañero de concierto, Mark, le dice: “Estás pálida”; después, durante la interpretación, “Fiona tocaba como si el piano se ocupara de sí mismo” (…) “también sabía que avanzaba con paso majestuoso hacia algo horrible. Era verdad, no lo era. Sólo lo sabría cuando la música cesara y tuviera que afrontarlo” (…) “Tenía un gusto metálico en la boca”. Así, va creando la intriga, en torno a la noticia que le ha dado el juez, hasta que nos da la pista definitiva, cuando Fiona y Mark interpretan la misma canción que ella había interpretado con Adam en el hospital. Es el trágico desenlace de la novela, en el que ella se ve implicada, sin haber sido muy consciente de ello.

Hablaremos sobre esta novela el próximo lunes, 7 de noviembre, a las 18 horas, en la sesión del club de lectura del instituto.

Ricardo III o la ambición sin límites

La imagen que nos transmite Shakespeare de Ricardo III es la de un personaje ambicioso, malvado y falso, capaz de rebelarse contra el rey legítimo y de ordenar la muerte de todos sus rivales, incluidos dos sobrinos pequeños, para conseguir el trono.

Aunque el dramaturgo sin duda exagera la violencia y la falta de escrúpulos morales con la que actúa el protagonista, este comportamiento era normal en la Inglaterra del siglo XV, caracterizada por un ambiente de guerras y conspiraciones entre las diferentes facciones de la nobleza.

Ricardo III representa, quizá como ningún otro personaje literario, la principal regla que debe seguir un gobernante para acceder y conservar el poder, según El Príncipe de Maquiavelo: el fin justifica los medios.

Y es en este aspecto, donde la obra de Shakespeare tiene plena actualidad, pues, del mismo modo que Ricardo no repara en medios para conseguir el trono de Inglaterra, el gobierno de Estados Unidos, por ejemplo, en nombre de la seguridad del país, montó una compleja red para espiar a sus propios aliados, según ha revelado Edward Snowden, o mantiene, desde 2002, en Guantánamo, una cárcel de alta seguridad, donde se violan sistemáticamente los derechos humanos.

Pero el valor de Ricardo III, como el de las grandes obras de la literatura universal, reside en la forma. En concreto, en el estilo rico y variado, en la capacidad para generar y mantener la intriga, y en la maestría para descubrir y profundizar en las pasiones humanas.

El primero lo reconocemos tanto en el uso brillante de las figuras retóricas, como en la habilidad para construir los diálogos, siempre fluidos y acompasados:

“GLOUCESTER.- Tú, más bella que lo que la lengua puede decirte, déjame un rato de paciencia para excusarme.

ANA.- Tú, más vil que lo que el corazón puede pensarte, no puedes dar excusa válida sino ahorcarte.

GLOUCESTER.- Con tal desesperación, me acusaría a mí mismo.

ANA.- Y, desesperando, quedarías excusado por hacer digna venganza en ti mismo, tú que diste indigna muerte violenta a otros.

GLOUCESTER.- ¿Y si no les hubiera matado?

ANA.- Bueno, entonces, no estaría muertos, pero muertos están, y por ti, esclavo diabólico.”

La intriga se genera desde el monólogo inicial, donde Gloucester, es decir Ricardo, anuncia los actos violentos que va a cometer; sigue con el sueño del rey Eduardo IV, donde se le augura que su progenie será desheredada; continúa con las maldiciones de Margarita, viuda del rey Enrique IV, advirtiendo a todos de que Ricardo los traicionará; etc.

Y sobre todo Shakespeare es el escritor de las pasiones humanas y los conflictos que provocan estas. Por ejemplo el complejo físico del protagonista, que ha nacido deforme y poco agraciado, desencadena en él un deseo de hacer el mal, que condiciona toda la acción:

“Pero yo, que no estoy formado de bromas juguetonas, ni hecho para cortejar a un amoroso espejo; yo, que estoy toscamente acuñado, y carezco de la majestad del amor para pavonearme ante una lasciva ninfa contoneante; yo, que estoy privado de la hermosa proporción, despojado con trampas de la buena presencia por la Naturaleza alevosa; deforme inacabado, enviado antes de tiempo a este mundo que alienta (…) Puesto que no puedo mostrarme amador, para entretenerme en estos días bien hablados, estoy decidido a mostrarme un canalla, y a odiar los ociosos placeres de estos días.”

Los personajes de las obras de teatro de Shakespeare representan prototipos de caracteres o pasiones humanas: Otelo es el hombre celoso; Romeo y Julieta son los enamorados que mueren por amor; Hamlet es la venganza; y Ricardo III es la ambición sin límites. Y es curioso, cómo, a medida que avanzamos en la lectura, este personaje malvado nos va cautivando poco a poco, especialmente por su extraordinaria capacidad de persuasión, hasta el extremo de entender de alguna manera su comportamiento indigno. Quizá sea porque la literatura, y la de Shakespeare más que ninguna, tiene esa fuerza de atracción y seducción.

Los internados del miedo

Este libro fue posible gracias a la investigación llevada a cabo por sus autores, Montse Armengou y Ricard Belis, para elaborar el documental del mismo nombre. Es un retrato coral de los miles de niños y niñas que sufrieron maltratos físicos o psíquicos, abusos sexuales, explotación laboral y prácticas médicas dudosas, en los internados, mayoritariamente religiosos, durante la dictadura franquista y hasta bien entrada la democracia.

Las víctimas son fundamentalmente hijos de madres solteras o que se encontraban en las cárceles, de mujeres separadas, o de chicas embarazadas incestuosamente por sus familiares. Muchas de ellos fueron encerrados, desde su nacimiento hasta la mayoría de edad, en estos centros, donde además de sufrir abusos, malcomían y eran adoctrinados en los principios del régimen franquista:

“¡Estáis en desgracia permanente y por esta razón habrá que coger el látigo para sacar vuestro demonio, que vive en vuestras oscuras almas con tan morbosa satisfacción! ¡Habrá que borrar el pasado y de hoy en adelante seréis sometidos a la más estricta obediencia! ¡Recordad que habéis llegado abandonados de todo y algunos en condición de maleantes, mendicantes y viciosos!”

Con estas palabras llenas de odio Eulalia Arqué, superiora de la Casa de la Caridad de Barcelona, se dirige a los desvalidos e indefensos niños allí acogidos.

Por eso, lo que más recuerdan de su estancia en estos centros es el miedo: “si alguien alzaba el brazo, aunque fuera para rascarse la cabeza, nosotros instintivamente levantábamos la mano como defensa… Incluso muchas veces los profesores mismos se reían y te hacían el gesto como si fuesen a pegar para ver cómo nos protegíamos”.

Un miedo que les acompañaba día y noche, pues la violencia estaba presente en muchos momentos de la vida cotidiana, incluida el aula, donde era un instrumento básico en la pedagogía de la época: “Lo único que intentábamos por todos los medios, era memorizar como loros todo lo que nos enseñaban (…) El día que tenías la desgracia de salir a la pizarra, te enterabas de que te habías equivocado cuando veías tu nariz estampada contra la pizarra y la sangre cayendo jersey abajo”, dice Cándido, hijo de padres republicanos, que estuvo interno en el hospicio de San Fernando de Madrid.

No siempre la violencia física era la peor, sino la psicológica. Por ejemplo, en los hogares Mundet de Barcelona a los niños que se meaban en la cama los obligaban a pasear con las sábanas mojadas en la cabeza, delante de todos los compañeros, para humillarlos. Esta forma de violencia acaba provocando secuelas difíciles de superar: “aún me cuesta relacionarme y sobre todo mirar a alguien a los ojos cuando me habla”, cuenta José Antonio, cuarenta años después de su estancia en el internado.

Es especialmente grave el drama de las mujeres solteras, que eran desposeídas de sus hijos nada más nacer éstos, pues no había una legislación que las protegiera. Las obligaban a firmar un papel, con frecuencia bajo los efectos de la depresión después del parto, y ya habían perdido al hijo para siempre.

Esta situación de violencia, malnutrición y abandono se daba también en los llamados preventorios antituberculosos, donde supuestamente iban los niños a pasar unas vacaciones pagadas, divertidas y saludables. Dice Javier, que estuvo en uno de estos centros: “La sensación más terrible que recuerdo es la sed. Pasábamos una sed terrible. No podíamos beber el agua que queríamos, solo una vaso durante la comida y otro en la cena”.

En uno de los preventorios se sitúa una de las experiencias más traumáticas, que figuran en el libro: “El capellán se levantó el hábito y me puso el miembro en la boca hasta que sentí que se me empezaba a escurrir una cosa asquerosa. Me toqueteó toda, me hizo darle la espalda y por detrás también me hizo lo que quiso”. La cuenta Dolores, que sufrió estos abusos sexuales, cuando solo tenía nueve años de edad, con el agravante de que el pederasta la culpó luego a ella de lo que había ocurrido, haciéndola sentir incluso ahora, mucho tiempo después, como un desecho humano.

Merece la pena leer este libro, duro, pero que se corresponde con la verdad, una verdad que aún se continúa ocultando, porque, desgraciadamente, en nuestro país, no ha habido ni hay sensibilidad suficiente para asumir la memoria histórica. Por eso, las víctimas, no sólo las de estos internados del miedo, sino, en general, las de la represión que siguió a la guerra civil, durante la dictadura de Franco, que nunca han sido reconocidas como tales víctimas y a las que nunca se les ha pedido perdón, se ven obligadas a recurrir a los tribunales internacionales.