La imagen que nos transmite Shakespeare de Ricardo III es la de un personaje ambicioso, malvado y falso, capaz de rebelarse contra el rey legítimo y de ordenar la muerte de todos sus rivales, incluidos dos sobrinos pequeños, para conseguir el trono.
Aunque el dramaturgo sin duda exagera la violencia y la falta de escrúpulos morales con la que actúa el protagonista, este comportamiento era normal en la Inglaterra del siglo XV, caracterizada por un ambiente de guerras y conspiraciones entre las diferentes facciones de la nobleza.
Ricardo III representa, quizá como ningún otro personaje literario, la principal regla que debe seguir un gobernante para acceder y conservar el poder, según El Príncipe de Maquiavelo: el fin justifica los medios.
Y es en este aspecto, donde la obra de Shakespeare tiene plena actualidad, pues, del mismo modo que Ricardo no repara en medios para conseguir el trono de Inglaterra, el gobierno de Estados Unidos, por ejemplo, en nombre de la seguridad del país, montó una compleja red para espiar a sus propios aliados, según ha revelado Edward Snowden, o mantiene, desde 2002, en Guantánamo, una cárcel de alta seguridad, donde se violan sistemáticamente los derechos humanos.
Pero el valor de Ricardo III, como el de las grandes obras de la literatura universal, reside en la forma. En concreto, en el estilo rico y variado, en la capacidad para generar y mantener la intriga, y en la maestría para descubrir y profundizar en las pasiones humanas.
El primero lo reconocemos tanto en el uso brillante de las figuras retóricas, como en la habilidad para construir los diálogos, siempre fluidos y acompasados:
“GLOUCESTER.- Tú, más bella que lo que la lengua puede decirte, déjame un rato de paciencia para excusarme.
ANA.- Tú, más vil que lo que el corazón puede pensarte, no puedes dar excusa válida sino ahorcarte.
GLOUCESTER.- Con tal desesperación, me acusaría a mí mismo.
ANA.- Y, desesperando, quedarías excusado por hacer digna venganza en ti mismo, tú que diste indigna muerte violenta a otros.
GLOUCESTER.- ¿Y si no les hubiera matado?
ANA.- Bueno, entonces, no estaría muertos, pero muertos están, y por ti, esclavo diabólico.”
La intriga se genera desde el monólogo inicial, donde Gloucester, es decir Ricardo, anuncia los actos violentos que va a cometer; sigue con el sueño del rey Eduardo IV, donde se le augura que su progenie será desheredada; continúa con las maldiciones de Margarita, viuda del rey Enrique IV, advirtiendo a todos de que Ricardo los traicionará; etc.
Y sobre todo Shakespeare es el escritor de las pasiones humanas y los conflictos que provocan estas. Por ejemplo el complejo físico del protagonista, que ha nacido deforme y poco agraciado, desencadena en él un deseo de hacer el mal, que condiciona toda la acción:
“Pero yo, que no estoy formado de bromas juguetonas, ni hecho para cortejar a un amoroso espejo; yo, que estoy toscamente acuñado, y carezco de la majestad del amor para pavonearme ante una lasciva ninfa contoneante; yo, que estoy privado de la hermosa proporción, despojado con trampas de la buena presencia por la Naturaleza alevosa; deforme inacabado, enviado antes de tiempo a este mundo que alienta (…) Puesto que no puedo mostrarme amador, para entretenerme en estos días bien hablados, estoy decidido a mostrarme un canalla, y a odiar los ociosos placeres de estos días.”
Los personajes de las obras de teatro de Shakespeare representan prototipos de caracteres o pasiones humanas: Otelo es el hombre celoso; Romeo y Julieta son los enamorados que mueren por amor; Hamlet es la venganza; y Ricardo III es la ambición sin límites. Y es curioso, cómo, a medida que avanzamos en la lectura, este personaje malvado nos va cautivando poco a poco, especialmente por su extraordinaria capacidad de persuasión, hasta el extremo de entender de alguna manera su comportamiento indigno. Quizá sea porque la literatura, y la de Shakespeare más que ninguna, tiene esa fuerza de atracción y seducción.