Este libro fue posible gracias a la investigación llevada a cabo por sus autores, Montse Armengou y Ricard Belis, para elaborar el documental del mismo nombre. Es un retrato coral de los miles de niños y niñas que sufrieron maltratos físicos o psíquicos, abusos sexuales, explotación laboral y prácticas médicas dudosas, en los internados, mayoritariamente religiosos, durante la dictadura franquista y hasta bien entrada la democracia.
Las víctimas son fundamentalmente hijos de madres solteras o que se encontraban en las cárceles, de mujeres separadas, o de chicas embarazadas incestuosamente por sus familiares. Muchas de ellos fueron encerrados, desde su nacimiento hasta la mayoría de edad, en estos centros, donde además de sufrir abusos, malcomían y eran adoctrinados en los principios del régimen franquista:
“¡Estáis en desgracia permanente y por esta razón habrá que coger el látigo para sacar vuestro demonio, que vive en vuestras oscuras almas con tan morbosa satisfacción! ¡Habrá que borrar el pasado y de hoy en adelante seréis sometidos a la más estricta obediencia! ¡Recordad que habéis llegado abandonados de todo y algunos en condición de maleantes, mendicantes y viciosos!”
Con estas palabras llenas de odio Eulalia Arqué, superiora de la Casa de la Caridad de Barcelona, se dirige a los desvalidos e indefensos niños allí acogidos.
Por eso, lo que más recuerdan de su estancia en estos centros es el miedo: “si alguien alzaba el brazo, aunque fuera para rascarse la cabeza, nosotros instintivamente levantábamos la mano como defensa… Incluso muchas veces los profesores mismos se reían y te hacían el gesto como si fuesen a pegar para ver cómo nos protegíamos”.
Un miedo que les acompañaba día y noche, pues la violencia estaba presente en muchos momentos de la vida cotidiana, incluida el aula, donde era un instrumento básico en la pedagogía de la época: “Lo único que intentábamos por todos los medios, era memorizar como loros todo lo que nos enseñaban (…) El día que tenías la desgracia de salir a la pizarra, te enterabas de que te habías equivocado cuando veías tu nariz estampada contra la pizarra y la sangre cayendo jersey abajo”, dice Cándido, hijo de padres republicanos, que estuvo interno en el hospicio de San Fernando de Madrid.
No siempre la violencia física era la peor, sino la psicológica. Por ejemplo, en los hogares Mundet de Barcelona a los niños que se meaban en la cama los obligaban a pasear con las sábanas mojadas en la cabeza, delante de todos los compañeros, para humillarlos. Esta forma de violencia acaba provocando secuelas difíciles de superar: “aún me cuesta relacionarme y sobre todo mirar a alguien a los ojos cuando me habla”, cuenta José Antonio, cuarenta años después de su estancia en el internado.
Es especialmente grave el drama de las mujeres solteras, que eran desposeídas de sus hijos nada más nacer éstos, pues no había una legislación que las protegiera. Las obligaban a firmar un papel, con frecuencia bajo los efectos de la depresión después del parto, y ya habían perdido al hijo para siempre.
Esta situación de violencia, malnutrición y abandono se daba también en los llamados preventorios antituberculosos, donde supuestamente iban los niños a pasar unas vacaciones pagadas, divertidas y saludables. Dice Javier, que estuvo en uno de estos centros: “La sensación más terrible que recuerdo es la sed. Pasábamos una sed terrible. No podíamos beber el agua que queríamos, solo una vaso durante la comida y otro en la cena”.
En uno de los preventorios se sitúa una de las experiencias más traumáticas, que figuran en el libro: “El capellán se levantó el hábito y me puso el miembro en la boca hasta que sentí que se me empezaba a escurrir una cosa asquerosa. Me toqueteó toda, me hizo darle la espalda y por detrás también me hizo lo que quiso”. La cuenta Dolores, que sufrió estos abusos sexuales, cuando solo tenía nueve años de edad, con el agravante de que el pederasta la culpó luego a ella de lo que había ocurrido, haciéndola sentir incluso ahora, mucho tiempo después, como un desecho humano.
Merece la pena leer este libro, duro, pero que se corresponde con la verdad, una verdad que aún se continúa ocultando, porque, desgraciadamente, en nuestro país, no ha habido ni hay sensibilidad suficiente para asumir la memoria histórica. Por eso, las víctimas, no sólo las de estos internados del miedo, sino, en general, las de la represión que siguió a la guerra civil, durante la dictadura de Franco, que nunca han sido reconocidas como tales víctimas y a las que nunca se les ha pedido perdón, se ven obligadas a recurrir a los tribunales internacionales.