En un reportaje publicado en El País, el 15 de enero, se analizaba el papel del profesor y la presión que se está ejerciendo sobre él, para la obtención de resultados. Por ejemplo, en Estados Unidos o Inglaterra, se pretende premiar a los docentes, cuyos alumnos consigan buenas calificaciones y castigar a los malos. En el primero de estos dos países , hay colegios públicos, donde, si los resultados son negativos o no responden a las expectativas previstas, los padres pueden hacerse con el control de los mismos e imponer nuevas normas. Los profesores son presionados, mediante un sistema de exámenes unificados, que recuerdan a las antiguas reválidas de la época franquista, y que sirven de baremo para evaluarlos.
Algunas de las propuestas del nuevo ministro de educación español, Ignacio Wert, apuntan en esta dirección, pues están previstas pruebas externas para todo el alumnado, al final de la enseñanza primaria y secundaria, con el fin de premiar a los centros que tengan mejores resultados y para servir de orientación a los padres a la hora de elegir uno para sus hijos. Así, se pretende mejorar la educación, olvidando que este sistema puede ahondar las diferencias entre los sectores más acomodados de la problación y los más desfavorecidos, si no incluye valoraciones del contexto, ni considera los recursos de los centros y la composición del alumnado. Además, se corre el riesgo, de generar malas prácticas enfocadas a maquillar los resultados por parte de algunos centros.
Por otro lado, al evaluar a los centros y al profesorado, en función de criterios meramente cuantitativos, se limita la libertad de éste para organizar sus clases y adaptarlas al tipo de alumnado. David Edwuards, vicesecretario general de la Internacional de Educación, abundaba en esta pérdida de autonomía del docente, en una reciente entrevista: “En la actualidad, se impone una rigidez cada vez mayor en la asignación de tareas, se le dicta al profesor lo que tiene que hacer en cada momento y se le evaúa en función de ello”. La consecuencia en muchos países es que se está produciendo una deserción en el ámbito escolar: los profesores cada vez duran menos en la profesión y prefieren buscar trabajo en otras áreas.
En Andalucía, hace algunos años, los docentes rechazamos mayoritariamente, al menos en los centros de enseñanza secundaria, el Programa de Calidad y Mejora de los Rendimientos Escolares para los centros docentes públicos, que establecía incentivos económicos ligados a los resultados escolares. Y lo hicimos porque no considerábamos ética esta ligazón y porque lo que nos debe importar a los profesores es el proceso de aprendizaje y la formación del alumnado, que suelen traen consigo buenas calificaciones.
Pero estamos en tiempos de resultados y sobre todo de airearlos cuando son negativos. Por ejemplo, las famosas pruebas PISA, tan tendenciosamente interpretadas, comparan a unos países con otros y establecen una especie de ranking, en el que se trata de estar lo más arriba posible. España, por ejemplo, está situada en la media, aproximadamente, de los países de la OCDE, en cuanto a resultados de nuestros alumnos en Lectura, Matemáticas y Ciencias; pero la prensa no suele dar a conocer la proximidad de los resultados españoles a la media, sino el orden que ocupamos entre los 31 países, es decir, nuestra situación en el ranking, que está algo más abajo de la media. Sin embargo, el orden, según Julio Carabaña, catedrático de Sociología la Universidad Complutense, no es relevante: “se parece mucho a la llegada en pelotón de una carrera ciclista. Por ejemplo, el país número 10 en lectura, Austria, está a sólo una décima de distancia de España, el 10º”.
También los medios de comunicación, al analizar los resultados de estas pruebas, omiten deliberadamente que aparecen en escala 1/6, con lo cual resaltan, por ejemplo, la obtención de un 4 en lectura como un suspenso, cuando en escala 1/10 equivaldría a cerca de un 7.
Como dice David Edwards, en la citada entrevista, hay que definir el concepto de calidad educativa, relacionando recursos, procesos y resultados. No basta sólo con éstos últimos, entre otras razones, porque aprobar a más alumnos es fácil; lo puede hacer cualquier profesor. Recuerdo que hace algunos años un compañero de facultad, que había impartido clases de lengua española, en un colegio público de Estados Unidos, me contó que, durante el primer año, actuó con equidad, al evaluar a sus alumnos nortamericanos, aprobando a unos y suspendiendo a otros. Pero los problemas que tuvo con los padres, las explicaciones que se le exigieron por parte de la dirección, las numerosas actividades de recuperación que le obligaron a diseñar, así como la mala fama que adquirió en el centro, le hicieron desistir de sus criterios y, a partir del segundo año, imitando la forma de proceder de los demás profesores, aprobaba a todos los alumnos, con nota alta, supieran o no lengua, y además les convencía de que se lo habían merecido, para que tuvieran la autoestima elevada y sus familias fueran felices.
Lo que tendría que hacer la administración es apoyar y potenciar el buen trabajo docente, que considera, por encima de todo, el proceso de aprendizaje, incluida la educación en valores, y la adaptación del currículum y la metodología al tipo de alumnado, porque los resultados vendrán solos.
Sin embargo, en nuestro país parece que se está haciendo justo lo contrario: en lugar de valorar este buen trabajo docente, se baja el sueldo a los docentes, con el argumento de que deben contribuir a reducir el déficit público y a paliar una crisis económica, que no han provocado, y en algunas comunidades autónomas, como Madrid, se les ha aumentado la carga lectiva en dos horas, como si nadie supiera que dos horas más de clase suponen más horas de preparación, de corrección de exámenes, de entrevistas con las familias, etc., además de los profesores interinos que se quedan sin trabajo. Solamente falta que nos obliguen aprobar a todos los alumnos, como le sucedió a mi amigo.