Pío Baroja, en toda su obra literaria, tiende a jugarlo todo desde un punto de vista moral, con palabras sencillas y precisas, porque cree que el novelista no sólo ha de interpretar la realidad sino que debe tener, además, una actitud crítica ante ella, aunque esto suponga el desmoronamiento de principios, oficios y categorías sociales establecidos.
En La feria de los discretos (1905), novela ambientada en Córdoba, denuncia el atraso y la aversión a lo nuevo que no sólo se da en esta ciudad sino en toda España, como se observa en el pasaje donde el protagonista visita la casa de los Springer, familia de origen suizo, que llevaba viviendo en Córdoba más de treinta años: “¿Qué diferencia entre aquel hogar y la casa en donde Quintín había vivido con María Lucena y su madre! Allí no se hablaba de marqueses, ni de condes, ni de cómicos, ni de toreros, ni de jacas; allí no se hablaba, más que de trabajo, de perfeccionamiento de la industria, de arte y de música”.
Es el narrador omnisciente, quien se expresa así, haciendo suyos los pensamientos críticos del protagonista, Quintín, un joven cordobés que ha pasado ocho años en un internado de Inglaterra, a donde le habían enviado supuestamente para endulzar su carácter y convertirlo en un hombre de bien, pues era un niño atrevido, valiente y fanfarrón: “La brutalidad de la educación inglesa tonificó a Quintín y lo hizo atlético y bienhumorado. Lo más importante que aprendió allá fue que hay que ser en la vida fuerte, listo, sereno y ponerse en condiciones de vencer siempre”.
Y con esta convicción, aunque desdeñando el respeto a los principios religiosos y patrióticos de sus condiscípulos ingleses, regresó a Córdoba, donde pronto descubrirá cierto misterio que envuelve su nacimiento. Por otra parte, en la ciudad se empiezan a observar los prolegómenos de la Revolución de 1868, que acabó con el reinado de Isabel II y trajo la democracia a España, aunque por un periodo breve de tiempo.
Precisamente, uno de los puntos de interés de la novela estriba en descubrir este misterio y sus consecuencias en la vida del protagonista, que, en un momento determinado, a causa de un desengaño amoroso, decide convertirse en un hombre de acción; así como en constatar el avance de las intrigas de la logia masónica de la ciudad, que conducirán a la revolución liberal.
El otro nos viene de la mano del lenguaje, pues, desde el principio, se aprecia el estilo impresionista de Baroja, basado más en la sensaciones que en los detalles y que está lejos de las descripciones estáticas de los novelistas del siglo XIX: “Al anochecer, la magia del crepúsculo daba al pueblo y al paisaje lejano luces de oro y de rosa, colores espléndidos de una magnificencia extraordinaria. Las nubes enrojecían, tomaban tonos escarlata…; el campo se doraba, y los últimos rayos del sol incendiaban los pedruscos y las matas de lo alto de la sierra. En las calles inundadas de luz, aparecía en la acera una cinta de sombra y se agrandaba y se ensanchaba hasta ocupar todo el empedrado. Luego subía lentamente por las paredes, llegaba a las rejas y a los balcones, escalaba los aleros torcidos… El sol desaparecía por completo de la calle, y sólo quedaban entonces restos de claridad en las torrecillas, en los altos miradores, en las centelleantes vidrieras…”
También se aprecia una perfecta imitación del habla cordobesa mediante la utilización de expresiones hoy día en desuso, como por ejemplo: “pintar un jabeque”, para referirse al lanzamiento de la navaja a un objetivo determinado; o “la horca de los catalanes” o “los pavitos de la mae”, en alusión respectivamente a los número 11 y 22 del juego de la lotería.
La novela alcanza su punto culminante cuando el protagonista logra salir vivo de la ciudad, perseguido por los hombres de Pacheco; pero antes publica un artículo de despedida, cargado de ironía, en el periódico local La Víbora, que acaba así: “¡Adiós, Córdoba, pueblo de los discretos, espejo de los prudentes, encrucijada de los ladinos, vivero de los sagaces, enciclopedia de los donosos, albergue de los que no se duermen en las pajas, espelunca de los avisados, cónclave de los agudos, sanedrín de los razonables! ¡Adiós, Córdoba!”. Quizá esta crítica, explícita también en toda la novela, explica el enfado que causó en muchos cordobeses La feria de los discretos.
Pasan seis años y Quintín, convertido en un hombre de acción, que ha logrado triunfar política y económicamente mediante el engaño y la mentira, busca en el amor dar un sentido a su vida, algo que llene su corazón vacío; pero acaba tomando conciencia de que este sentimiento tan noble exige una honradez de la que él carece.
Resulta placentero leer esta novela, que en palabras de Pío Caro Baroja, sobrino del autor, “es la feria de los oportunismos, en un mundo violento y romántico: en consecuencia es también una novela romántica, con su simbolismo moral como colofón”. Además, para los que vivimos en Córdoba el placer es doble, porque nuestro compañero Benito Vaquero está preparando una ruta literaria por las calles y plazas de la ciudad, que aparecen en la novela, y que podríamos hacer.
Hablaremos de La feria de los discretos, en la próxima sesión del club de lectura del IES Gran Capitán, el 1 de abril, miércoles, a las 17:30, en la biblioteca, si el coronavirus no lo impide.