Esta novela de la que hablamos el pasado 26 de enero en el club de lectura del instituto tiene un inicio muy duro por la completa sumisión de Zuleijá, una mujer tártara, a su marido y a su suegra por quienes es humillada y maltratada. Es un ejemplo de sociedad patriarcal; pero la protagonista es discriminada también por un supuesto linaje inferior: “Murtazá y yo os enterraremos a todos, que nosotros salimos de una cepa recia, de una buena raíz (…) En cambio tú no tienes más que agua en las venas. Saliste enana y feucha. Sólo das a luz niñas. Y encima, se te mueren todas”.
El contexto histórico en el que se desarrolla la historia, después de la revolución de 1917, no es favorable a esta familia de campesinos tártaros, pues el estado comunista se apropia de sus cosechas de cereales con las colectivizaciones forzosas. Precisamente, este hecho marcará el futuro de la protagonista, que es deportada a la Siberia Oriental: “Zuleijá se da la vuelta. Desde lo alto de la colina, la llanura que se abre ante ella parece un inmenso mantel de color blanco en el que la mano del Altísimo hubiera desparramado los árboles como perlas y trazado los caminos como cintas. La caravana de los deportados enfila como un finísimo hilo de seda hacia el horizonte, donde cuelga un sol de color púrpura”. Así con esta sensibilidad y belleza se describe su marcha.
Zuleijá sufrirá durante el viaje: “Está cansada, cansada de sufrir. De sufrir por el hambre, por intentar convencer a sus entrañas insaciables de que no puede hacer más. Su estómago padece por la comida perniciosa que les dan. Sufre por levantarse con los huesos doloridos todas las mañanas. Y la hacen sufrir los piojos y las frecuentes náuseas. Y el dolor y la muerte que la rodean. Sufre por el miedo de que todo no hará sino empeorar. Y, lo peor, sufre por la vergüenza permanente que le embarga”.
El estilo en el que está escrita la novela es sencillo y austero, en ocasiones, lapidario y cinematográfico, como en este pasaje, después del asesinato del niño de doce años que trató de huir en la estación de ferrocarril:
“Su madre sólo es capaz de abrir la boca, sin emitir un sonido. Deja caer los brazos que ahora cuelgan como cuerdas. Los bebés que llevaba cargados han estado a punto de caer. Zuleijá agarra uno; el campesino, al otro. Los demás niños se aprietan contra las piernas de su padre.
-¡Andando, andando! ¡No se me paren aquí!
Las bayonetas señalan el camino como dedos de acero…”
Al final los campesinos e intelectuales supervivientes, apenas una treintena, bajo las órdenes de Ignatov, el comandante de la Ejército Rojo que guía la expedición, quedan solos en una de las orillas del río Angará, en medio de la taiga, en Siberia, donde forman una colonia de trabajo.
Zuleijá está embarazada y la descripción del parto, asistida por Leibe, es admirable sobre todo porque la autora alterna la locura que le afecta al profesor, que conocemos por sus pensamientos, con su instrucción en medicina que demuestra al extraer el cuerpo del bebé del vientre de la madre:
“Se siente ahogado, tiene la vista nublada, se encienden y enseguida se apagan lucecitas en su mente. Ya está, piensa Leibe apretando entre sus manos el escurridizo cuerpecito del bebé. Lo he conseguido. En el preciso instante en que los bordes del huevo comienzan a cerrarse deprisa e inexorablemente, el recién nacido abre la boca y deja escapar su primer grito. Grita tan alto que hasta el profesor debilitado y medio absorbido por el abrazo del huevo, lo oye con claridad”.
Paradójicamente, a pesar de las penalidades, Zuleijá se siente más libre en el campo de trabajo que con su marido y acaba tomando las riendas de su vida. Incluso se permite, en contra de la tradición religiosa en la que ha sido educada, pensamientos eróticos hacia Ignatov. Este es otro de los puntos de interés de la novela y que nos hace seguir leyéndola, la atracción entre ambos, primero anunciada sutilmente y, después, más explícita: “Ignatov siempre permanecía en silencio mirándola. Ella tenía la impresión de que él aspiraba su olor. Y le parecía también que allí reinaba un insoportable olor a miel. Las vendas y hasta el aguardiente, lo mismo. Y el cuerpo de Ignatov. Y su cabello. Todo olía allí a miel”.
Las dos dimensiones en las que se desarrolla la novela, la individual y la social, coexisten y se enriquecen mutuamente; pero poco a poco la primera, que supone la liberación de la protagonista como persona y como mujer, se va imponiendo a la segunda, tal y como sugiere el título; y a ello contribuye la gran perspicacia de Guzel Yájina para penetrar en el interior de los personajes, en especial de los que protagonizan la novela: Zuleijá, Ignatov y Leibe, que van cambiando a lo largo de la misma y son capaces de sorprendernos hasta el final.