Desgracia impeorable (1972) es un libro donde Peter Handke, Premio Nobel de Literatura de este año, no sólo evoca la figura de su madre, que se suicidó unos meses antes, sino que además reflexiona sobre su vida. Se refiere a su nacimiento en un ámbito patriarcal, cerrado y machista, donde las mujeres no tenían ninguna posibilidad de hacer algo diferente a lo que estaba previsto de antemano: casarse, para estar siempre subordinada al marido, formar una familia y tener hijos. Pero ella, desde pequeña, se reveló como una alumna inteligente, a la que los profesores le daban las mejores notas y que, pasado el tiempo, quiso aprender: “La cosa empezó así: de repente a mi madre le entraron ganas de hacer algo: quería aprender alguna cosa; porque aprendiendo, cuando era niña, había sentido algo de sí misma. Fue como cuando uno dice: «Me siento a mí mismo». Por primera vez un deseo; y un deseo, además, que se formula, una y otra vez, un deseo que al final se convirtió en una idea fija. Mi madre contaba que le había «mendigado» a mi abuelo que le dejara aprender algo”.
Se marchó a la ciudad, coincidiendo con el surgimiento del nazismo, una experiencia de vida en común, que en principio despertó grandes expectativas en el pueblo y que le ayudó a salir de sí misma y a hacerse independiente, porque se sentía una mujer distinta, con una naturaleza vital y dinámica. Pero la vida le dio la espalda, porque no llegó a aprender nada que le permitiera realizarse como persona, y porque se casó con un hombre al que no quería y que además la maltrataba. Acabó entrando en el sistema, y se transformó en una mujer mezquina y hacendosa; dejó de ser ella misma, si es que alguna vez lo había sido, y se convirtió en un tipo. Con la gente apenas contaba y de las cosas sólo podía disponer en pequeñas cantidades: “los zapatos del domingo no había que ponérselos durante la semana; cuando se venía de la calle había que colgar enseguida el vestido en la percha; la cesta de malla de la compra no era para jugar; el pan tierno, mañana. (Incluso el reloj que me regalaron para la confirmación, inmediatamente después de la ceremonia me lo quitaron y lo guardaron bajo llave.)”.
Con el paso del tiempo, empezó a encontrarse poco a poco a sí misma; leía periódicos y libros, aunque, al hacerlo, siempre establecía una relación con su propia vida, con lo que habría podido ser y no había sido; nunca en relación con el futuro, con lo que aún podría ser: “Está claro que estos libros los leía siempre como historias del pasado, nunca como sueños del futuro; allí encontraba ella todo aquello que se había perdido y que ya nunca más volvería a recuperar. Ella misma se había quitado de la cabeza, demasiado pronto, cualquier idea de futuro. Así, esta segunda primavera en realidad era ahora sólo una transfiguración de aquello que uno había vivido junto con los demás. La literatura no le enseñaba a pensar en sí misma de ahora en adelante, sino que le decía que era demasiado tarde para esto”.
Comenzaron los dolores de cabeza, el insomnio, la pérdida transitoria de la memoria, y la soledad: “No aguanto en casa y por esto voy corriendo de un lado para otro por los alrededores, da igual por dónde sea. Ahora me levanto algo más pronto; para mí es el momento más difícil, tengo que obligarme a hacer algo para no meterme otra vez en la cama. En estos momentos no sé qué hacer con mi tiempo. Hay una gran soledad en mí, no tengo ganas de hablar con nadie”.
Todos estos sinsabores y decepciones la llevan a pensar en el suicidio, que prepara con toda meticulosidad: “De verdad que me gustaría estar muerta, y cuando voy por la calle me entran ganas de dejarme caer cuando oigo un coche que viene a toda velocidad”.
Mientras escribe sobre su madre, Peter Handke reflexiona sobre sí mismo, porque, al recordarla, recuerda su propia vida, sus propios recuerdos, donde hay más cosas que personas, y de estas solo detalles (cabellos, mejillas, cicatrices… ); y reflexiona también sobre el proceso de escritura, sus dudas sobre si está siendo excesivamente franco, sin lograr distanciarse del relato, como le sucede habitualmente, al escribir otros libros: “Pero a veces, trabajando en esta historia, me he hartado de tanta franqueza y de tanta honradez y he deseado ardientemente escribir algo en lo que pudiera mentir un poco y en lo que pudiera disfrazarme, por ejemplo, una obra de teatro (…) Porque habitualmente lo que ocurre es que parto de mí mismo y de mis asuntos; a medida que voy avanzando en la escritura me voy liberando de todo ello y al final dejo a mis asuntos, y a mí mismo, seguir su camino como producto de mi trabajo, como mercancía que ofrezco”.
En efecto, no parece haber ninguna mentira en este libro, todo suena a auténtico, porque Handke no logra distanciarse lo suficiente: sólo la vida desgraciada de su madre, que incluso después de muerta estaba necesitada de amor, y él recordándola y escribiendo con objetividad, quizá como terapia para superar el dolor, a través de la palabra, para aclarar su mente y acabar con el embotellamiento en el que se encontra. Pero acaso esta madre no es una mujer especial sino que representa a muchas otras, que, como ella, no pudieron realizarse como personas.