Max está tan embebido en el partido de fútbol americano que retransmiten por televisión, la final de la Super Bowl del año 2022, que no se pierde ni la publicidad: “-Max no deja de mirar cuando llegan los anuncios. Se vuelve un consumidor sin intención de comprar nada. Un centenar de anuncios en las próximas tres o cuatro horas”. Mira y escucha, pero con el sonido bajo, de tal forma que, mientras tanto, puede hablar con los demás. Martín, por su parte, está también absorbido por el Manuscrito de 1912 de Eisntein sobre la teoría de la relatividad especial. Ellos dos y la mujer del primero, Diane, esperan la llegada de dos amigos, Jim y Tessa, que vuelan desde París a Nueva York.
Pero de súbito sucede algo: la señal de televisión se pierde, lo cual desconcierta a Max y, probablemente, a toda la gente que está viendo el partido, al sentirse “abandonada por la ciencia, la tecnología, el sentido común”. Diana intenta llamar a sus hijas con el móvil, pero tampoco éste da señales de vida. Entonces le pregunta a su marido: “¿Esto no será la aceptación que señala la caída de la civilización mundial?”
Mientras tanto, Jim y Tessa, van en una furgoneta con otros pasajeros heridos hacia una clínica, porque el avión ha sufrido un aterrizaje forzoso, en el momento del apagón. Cuando llegan a esta, toman conciencia de lo que ha sucedido, de lo que es un mundo sin tecnología, por la voz de una mujer que les atiende: “-Cuanto más avanzados, más vulnerables. Nuestros sistemas de vigilancia, nuestros dispositivos de reconocimiento facial, la resolución de nuestras imágenes. ¿Cómo sabemos quiénes somos? ¿Qué pasará cuando nos tengamos que marchar? Sin luz, sin calefacción. Irme a casa, al sitio donde vivo, encima de un restaurante que se llama Verdad y Belleza, si no funcionan el metro ni los autobuses, si no hay taxis, si el ascensor del edificio está bloqueado…”
A raíz del apagón tecnológico, la novela, que comienza de forma anodina, poco a poco coge vuelo y los personajes adquieren fuerza. Por ejemplo, Max habla solo, frente a la pantalla vacía, imaginando jugadas y anuncios, ante la estupefacción de su mujer: “Inalámbrico como tú quieres. Relaja e hidrata. Te da el doble por el mismo coste. Reduce el riesgo de enfermedades cardiovasculares”. Incluso se figura que baja al campo de juego con el micrófono invisible en la mano y se dirige a una cámara también imaginaria: “Aquí, en la banda del campo, este equipo rezuma confianza a pesar de la racha de lesiones”.
Martin piensa en alto, interrogándose por lo que ve: “Me miro en el espejo y no sé a quién estoy mirando. La cara que me mira no parece la mía. Pero, bien mirado, ¿por qué iba a serlo? ¿Acaso el espejo es una superficie realmente reflectante? ¿Y acaso es la primera cara que ven también los demás? ¿O bien es algo o alguien que me he inventado? (…) ¿Y qué ve la gente cuando camina por la calle y mira a otra gente? ¿Lo mismo que yo veo?”.
Diane habla continuamente de un viaje a Roma, sobre los techos pintados, sobre los turistas, sobre la figura de Jesús de Nazaret… Pero, aunque le pregunta a Max, éste no le contesta o lo hace con desgana, porque no hay comunicación entre ellos, sólo monólogos, cada uno en su mundo, como si el apagón hiciera imposible el diálogo.
Surgen reflexiones sobre la situación que están viviendo: “La inteligencia artificial que traiciona a quienes somos y nuestra forma de vivir y pensar”. Si falla la tecnología, queda el mismo vacío que el de la pantalla del televisor
Las historias de Max, Diane y Matin, y la de sus amigos, Jim y Tessa, que se han ido alternando, acaban fundiéndose con la llegada de estos al piso; y en un momento determinado los papeles de cada uno se definen. Es como si, libres de las ataduras de la tecnología, se encontrasen a sí mismos y, sin importarles contradecirse, empezaran a divagar en alto sobre lo que ha ocurrido o sobre la vida, diciendo simplemente lo que se les viene a la cabeza, sin ninguna pretensión de que los demás les escuchen, sólo para tomar conciencia de que están vivos:
“y luego el aterrizaje forzoso, un ruido gigantesco, como de un cohete, y el impacto que pareció la voz del mismo Dios, perdonadme, y me di en la cabeza con la ventanilla, alguien gritó fuego, había un ala en llamas, y sentí que me entraba sangre en el ojo y estiré el brazo para cogerle la mano a Tessa, la tenía allí, estaba diciéndome algo, y al otro lado del pasillo alguien medio gritaba y medio se asfixiaba…” (Jim)
“Aquí y ahora, en estas horas cruciales, me he abierto paso a golpes y codazos hasta esta calle y este edificio y he encontrado la llave de mi casa y he abierto la puerta de entrada y no hace falta que me lo recuerde a mí mismo, no hace falta ni decirlo, los ascensores no funcionan, así que me he puesto a subir despacio las escaleras, observando cada peldaño mientras subía, piso tras piso…” (Max)
“Mirar fijamente al espacio. Perder la noción del tiempo. Irse a la cama. Levantarse de la cama. Meses y años y décadas de dar clase. Los alumnos tienen tendencia a escuchar. Todos con orígenes distintos. Caras oscuras, claras, intermedias. ¡Qué está pasando en las plazas públicas de Europa, esos sitios en los que he caminado y mirado y escuchado? Me siento muy ingenua (…) Alguien que quería inspirar a sus alumnos (…) La película del fin del mundo. Gente atrapada en una habitación” (Diane)
“LLevo muchos años escribiendo en cuadernillos. Ideas, recuerdos, palabras, un cuaderno tras otro, ya hay muchísimos amontonados en los armarios, en los cajones y en todas partes, y a veces revisito cuadernos antiguos y me asombra leer lo que pensé en un momento dado que valía la pena escribir. Las palabras me devuelven a un tiempo muerto…” (Tessa)
“-Hora de terminar, ¿verdad? Pero no paro de ver el nombre. Einstein. La teoría de la relatividad de Einstein causando disturbios en las calles, ¿o acaso me lo estoy imaginando porque ya es tarde y no he dormido y apenas comido y la gente que hay aquí conmigo no está escuchando lo que digo?…” (Martin)
El silencio, que es lo que queda después del apagón tecnológico, es como el teatro del absurdo, donde los personajes apenas si se comunican y todo se presenta en un mundo vacío, aunque en esta novela no se deba a un gran conflicto bélico mundial; y lo mismo que en este tipo de teatro, Don DeLillo no nos ofrece respuestas, sino que deja a cada lector su propia interpretación.
Es difícil en poco más de cien páginas, mediante un lenguaje sencillo y preciso, dejar un poso tan profundo, hacernos reflexionar sobre un mundo dependiente de la tecnología, hasta el extremo de quedarnos vacíos, confundidos y sin capacidad de respuesta, si nos desaparece esta.
Al finalizar la novela, Martin, que estaba leyendo el manuscrito de Einstein sobre la relatividad, se refiere nuevamente a este científico, y a los lectores nos vuelve su pronóstico sobre el negro futuro de la humanidad con el que había comenzado: “No sé con qué armas se librará la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta se librará con palos y piedras”.