Una novela por la que no pasan los años

Me ha resultado especialmente placentero volver a leer Nada de Carmen Laforet, dejándome llevar por esta joven de dieciocho años, Andrea, que viaja a Barcelona, recién terminada la guerra civil, para estudiar en la universidad. Su anhelo de ser libre e independiente, de vivir con plenitud, choca con el ambiente sórdido del piso donde se aloja, en el que unos familiares suyos se pelean continuamente entre sí.

Pero, más allá de este viaje iniciático hacia una vida adulta, me ha interesado el punto de vista de la narradora protagonista que no se limita a contar lo que ve, sino que al mismo tiempo lo juzga y nos expresa sus sentimientos de hastío y tristeza. Así, la vamos conociendo poco a poco:  “¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias. Historias completas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido olor de mi casa, me causaba cierta náusea. Y sin embargo, había llegado a constituir el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mis ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que bullía en el piso de la calle de Aribau”.  

La frustración de Andrea se refleja también en las descripciones impresionistas: “Me quedé sin saber qué hacer con la larga calle Muntaner bajando en declive delante de mí. Arriba, el cielo, casi negro de azul, se estaba volviendo pesado, amenazador aún, sin una nube. Había algo aterrador en la magnificencia clásica de aquel cielo aplastado sobre la calle silenciosa. Algo que me hacía sentirme pequeña y apretada entre fuerzas cósmicas como el héroe de una tragedia griega”. Así, los objetos y los espacios aparecen distorsionados y se convierten en símbolos de lo que siente la protagonista.

Incluso el tiempo, el calor asfixiante del verano en Barcelona contribuye a exaltar aún más los ánimos de los personajes, especialmente de su tío Juan, que incrementa los malos tratos a su mujer, a la que golpea por cualquier motivo: “Yo me estaba vistiendo para salir a la calle cuando oí un gran escándalo en la cocina. Juan tiraba, poseído de cólera, todas las cacerolas de los guisos que hacía un momento habían excitado mi gula y pateaba en el suelo a Gloria, que se retorcía”.

La convivencia se vuelve cada vez más difícil en el piso de la calle de Aribau y parece que no hay salida para la delicada situación de Andrea, que acaba provocando nuestra inquietud como lectores, cuando recibe una carta que puede cambiar su futuro.

La aparición de Nada, con la que Carmen Laforet ganó el Premio Nadal de 1944, supuso, precisamente por su fuerte componente existencial, una ventana abierta en el panorama literario español de la época, dominado por un tipo de narrativa apologética que exaltaba la victoria militar en la guerra civil. Para mí volverla a leer ha supuesto el reencuentro con una novela que en su momento me impresionó y que, a pesar de los setenta y seis años transcurridos desde su publicación, ha mantenido mi interés, por su tono confesional e intimista al que me he referido, por su estilo entre realista y poético, y porque he descubierto a una Andrea más fuerte y transgresora de lo que me pareció la primera vez que la leí: falta a las clases en la universidad, pasea sola por la ciudad, se atreve a entrar en el barrio chino, se relaciona con artistas y personas inconformistas en un plano de igualdad, etc.

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