La novela está compuesta por tres historias principales que se desarrollan en tres tiempos históricos distintos, pero entre los que se establecen paralelismos:
En La Habana de 1939, durante la dictadura de Fulgencio Batista, se cuenta la historia del niño Daniel Kaminsky y su tío Joseph que observan aterrados cómo al trasatlántico Saint Louis, donde viajan los padres y la hermana del primero, se le deniega la entrada y tiene que regresar a la Alemania nazi.
En la Ámsterdam del siglo XVII, entre 1643 y 1648, se narra la historia de Elías Ambrosius, perseguido por su propia comunidad judía, a causa de la herejía de pintar
En La Habana del siglo XXI, entre el año 2007 y 2009, se cuenta la historia de Elías Kaminsky, hijo de Daniel, que se pone en contacto con Mario Conde para averiguar la propiedad de un cuadro de Rembrandt que está a punto de ser subastado en Londres.
Lo que da unidad a las tres historias es un cuadro de Rembrandt, que perteneció a la familia Kaminsky y que pudo haber salvado a algunos de sus miembros, durante la época de la Alemania nazi.
Leonardo Padura sabe cómo generar la intriga principal en torno al cuadro y las intrigas secundarias, pues suele terminar los capítulos dejando una interrogación o una duda, lo que incita a seguir leyendo. Por ejemplo, el capítulo 1 acaba con la llegada de la familia de Daniel en el Saint louis, con la incertidumbre de si lograrán desembarcar o no; el capítulo 2, con la sospecha de Elías de que su padre, Daniel, “le cortó el cuello a un hombre”; el capítulo 3, con Daniel renegando del judaísmo, después de que el Saint Louis se viera obligado a regresar a Europa; etc.
Otro de los atractivos de la novela es cómo vamos conociendo progresivamente a personajes, como Daniel, que nos sorprende por su inteligencia, su espíritu de superación, su pragmatismo y su sentido de la amistad: “El vacío que dejaba la muerte de aquel hombre bueno había caído sobre el estado de desorientación y la pesada tristeza que ya lo acompañaban, y le reveló la medida exacta de todas las pérdidas que acumulaba en aquel instante…”. O Elías Ambrosius, que defiende su libertad de pintar por encima de todo, incluso a costa de ser excluido de su comunidad judía. O Judy Torres que quería cambiar su vida, porque la consideraba un asco, y busca la alternativa de ser emo, para liberar su mente del cuerpo finito, que te pueden controlar.
Los tres personajes son herejes, como reza el título de la novela, porque ejercen su libertad frente a los preceptos religiosos que es necesario cumplir o frente a poderes políticos que establecen una presunta homogeneidad: “ser libre es una guerra donde se debe pelear todos los días,contra todo los poderes, contra todos los miedos”.
Las conversaciones sobre diversos temas, llenas de dudas y matizaciones, pero también de grandes verdades, reclaman nuestra atención y en ocasiones nos incitan a participar en ellas, como cuando Davide da Mantova, dirigiéndose a Elías, le dice: “Los hombres no van a perdonarte. Porque la historia nos enseña que los hombres disfrutan más castigando que aceptando, hiriendo que aliviando los dolores de los otros, acusando que comprendiendo…, y más si tienen algún poder”. O cuando el Maestro Rembrand lamenta el proceso a que han sometido a Elías por ejercer la libertad de pintar: “Lo que más me entristece es comprobar que deben ocurrir historias como la tuya (…) para que los hombres por fin aprendamos cómo la fe en un Dios, en un príncipe, en un país, la obediencia a mandatos supuestamente creados para nuestro bien, pueden convertirse en una cárcel para la sustancia que nos distingue: nuestra voluntad y nuestra inteligencia de seres humanos. Es un revés de la libertad”. O, en fin, cuando el rabino Samuel, después de contemplar el cuadro del Maestro, le dice a Elías Ambrosius: “El arte es poder; pero no para dominar países y cambiar sociedades, para provocar revoluciones u oprimir a otros. Es poder para tocar el alma de los hombres y, de paso, colocar allí las semillas de su mejoramiento y felicidad…”
El estilo claro y preciso de Leonardo Padura brilla especialmente en las descripciones, como esta de La Habana, una ciudad donde predomina la algarabía: “Muy pronto había descubierto que allí todo se trataba y se resolvía a gritos, todo rechinaba por el óxido y la humedad, los autos avanzaban entre explosiones y ronquidos de motores o largos bramidos de claxon, los perros ladraban sin motivo y los gallos cantaban incluso a media noche, mientras cada vendedor se anunciaba con un pito, una campana, una trompeta, un silbido, una matraca, un caramillo, una copla bien timbrada o un simple alarido “.
Al final, quizá de un modo un tanto forzado, confluyen los caminos de Daniel Kandinsky con los de Judith Torres, dos personajes diferentes y distantes en el tiempo; pero unidos por un sentimiento de inconformidad consigo mismos y el mundo en el que vivían: “Lo que más lo alarmaba era la concurrencia de motivaciones reveladas por el conocimiento que ahora poseía de las existencias y anhelos de Daniel Kaminsky y Judith Torres, aquellos dos seres empeñados, cada uno a su modo y con sus posibilidades, en encontrar un territorio propio, escogido con soberanía, un refugio en el cual sentirse dueños de sí mismos, sin presiones externas. Y las consecuencias a veces tan dolorosas que tales ansias de libertad podían provocar”.
Después de leer esta novela policial, muy próxima al género negro, porque saca a la luz la parte más oscura de la sociedad, nos queda el mensaje de que las personas, si queremos convivir en libertad y armonía, no podemos estar condenándonos unas a otras solo por pensar de forma diferente.