Es difícil estar apenas a un metro de distancia, viendo una representación teatral, y no advertir algún fallo, alguna caída de ritmo, algún gesto de fingimiento forzado. Es difícil, pero a mí me sucedió ayer, viernes, en la sala Guindalera, donde se representaba “Bailando en Lughnasa” de Brían Fríel, bajo la dirección de Juan Pastor.
La obra me recordó a “La casa de Bernarda Alba” en lo que tiene de lamento por la memoria de las mujeres rurales de la primera mitad del siglo XX. Pero no se plantea sólo la desesperación de estas mujeres, frustradas por la falta de varón, sino también su lado más vital y apasionado, que encuentra en el baile, ejecutado con maestría e intensidad, su mejor forma de expresión. Hay no pocos ecos, en la forma de interpretarlo, del teatro dionisíaco griego.
En el contraste entre estos dos extremos, reside la fuerza dramática de “Bailando en Lughnasa”. Cuando una actriz, como es el caso de María Pastor, interpretando a Cris, es capaz de pasar de la desesperación a la euforia o viceversa, en apenas unos segundos; cuando es capaz, además, de mostrar este proceso utilizando todos los recursos expresivos (el gesto, la voz, el movimiento), y el espectador puede apreciarlo, dejándose llevar, impregnado de la magia del auténtico teatro, ¿qué más se puede pedir? Pero no se trata sólo de esta excepcional actriz, es también la irrupción magnética, contagiosa de optimismo, del personaje Gerry, interpretado por Alex Tormo; la seriedad forzada de Kate, que oculta un torrente de placer; la actitud titubeante, divertidísima del padre Jack -¡cuánto se puede decir con tan pocos gestos, con tan pocas palabras!-; el doble papel de Michael, adulto y niño, a cargo de un mesurado, pero eficaz Raúl Fernández; la vitalidad que desprende Yolanda Robles por todos los poros de su piel, interpretando a Agnes; la ductilidad de Elia Muñoz; y cómo sabe transmitir la tragedia interior de su personaje Carmen Gutiérrez, con esa mezcla de ingenuidad y tristeza.
Es teatro con mayúsculas el que tuvimos la oportunidad de ver ayer en la Guindalera. Nos atrapó el montaje en su conjunto: la complicidad existente entre los actores, que se percibía sobre todo cuando escuchaban, absolutamente metidos en el papel; el ritmo, que nos venía dado por los dos planos en los que se desarrolla la obra: el presente y el pasado; la música evocadora, a través del aparato de radio Marconi; la magnífica coreografía; la sencilla decoración; etc. Sin duda un merecido Premio Ojo Crítico de Teatro 2009 el que se la ha concedido a esta sala alternativa de Madrid.