Originalidad

La palabra que mejor define quizá esta novela, por la que Jean Echenoz recibió el Premio Goncourt de 1999, es «originalidad» y se refleja en aspectos, como la estructura, el punto de vista narrativo y el estilo.

Comienza siendo una historia, que pronto se escinde en dos, protagonizadas por el mismo personaje, Félix Ferrer, aunque se desarrollan en tiempos y lugares diferentes: París, donde tiene su tienda de arte, y el Polo Norte, adonde ha ido en busca de un tesoro abandonado. Las dos historias se van alternando, pero en un momento determinado, aparece otro personaje, Baumgartner, con el que Ferrer aparentemente no tiene ninguna relación, y que pasa a protagonizar la primera de las historias. Se genera la intriga en torno a este personaje enigmático, que quiere pasar inadvertido y que viaja a España por razones que desconocemos… En realidad, Echenoz utiliza el método de la deconstrucción: ha dividido la historia de Ferrer en varias piezas y, como si se tratara de resolver un puzle, los lectores las vamos encajando cada una en su sitio. Así, hasta que las piezas se vuelven a unir, y esta unión le sirve al autor para resolver la intriga producida por la aparición repentina de Baumgartner y, a su vez, para generar otra intriga, que renueve nuestro interés.

Quien cuenta la historia es un narrador omnisciente, dinámico y divertido, que hace comentarios, dirigidos a los lectores sobre la propia narración: “Pero no estamos en eso. Primero hay que ir al cementerio”. O se pregunta por la agitada vida sentimental del protagonista: “¿no va siendo hora de que Ferrer se centre un poco? ¿Va a pasarse la vida coleccionando esas aventuras insustanciales cuyo desenlace conoce de antemano, aventuras de las que ni siquiera piensa ya como antes que esta vez será la buena?”. O reflexiona jocosamente sobre el perfume ácido y persistente de su vecina, Bérangère, con la que tiene una aventura: “Por más que ventilaba la casa a fondo, el olor tardaba horas en desaparecer, es más, nunca se iba del todo. Es más, era tan poderoso que bastaba que Bérangère llamase para que, difundido por los cables del teléfono, invadiese de nuevo la casa. Antes de conocerla, Ferrer ignoraba la existencia de Extatics Elixir. Ahora, lo respira de nuevo mientras se dirige de puntillas hacia el ascensor: el perfume penetra por el ojo de la cerradura, por los intersticios de la puerta, le persigue hasta su casa.”

Su sentido del humor se acentúa, además, en las situaciones dramáticas, como en el funeral de Delahaye, empleado en la tienda de arte: “El sacristán le alarga el hisopo, Ferrer lo coge sin saber si lo coge bien y se pone a agitarlo atolondradamente. Pese a que no se propone trazar figuras especiales en el aire, forma unos círculos y barras, un triángulo, una cruz de San Andrés, dando vueltas en torno al ataúd ante los atónitos ojos de la gente, sin saber cuándo ni cómo pararse, hasta que la gente empieza a murmurar. Entonces el capellán, sobria pero firmemente, le coge de la manga y lo repatria hacia su silla de la primer fila. Pero en ese instante, sorprendido por el vigor capellanil, sin dejar de blandir el hisopo, lo suelta: el objeto se estrella sobre el ataúd, que suena a hueco al recibir el impacto”.

La originalidad se refleja también en el estilo, combinando la narración en tercera persona con las intervenciones en primera persona, sin indicar estas mediante guiones, lo cual da fluidez al relato, al presentarlo como un todo continuo: “Su ultimo destino había sido La Salpétrière, departamento de inmunología, yo buscaba anticuerpos, comprobaba si los había, calculaba cuántos, intentaba ver de qué tipo eran, estudiaba su actividad, ya ve, ¿no? Claro, bueno, supongo, titubeó Ferrer, a quien, después de Baumgartner y conforme a las instrucciones de Sarrandon, le tocaría cambiar de habitación dos días más tarde y dos plantas más abajo”.

Y en el uso sugestivo del lenguaje. Como prueba, este símil comparando el ruido que produce el surtidor de una fuente, con los aplausos que recibe un artista sobre el escenario: “Aquí no hay jardín sino un patio con vetustos plátanos entre los que rebulle una fuentecilla, o más bien un grueso surtidor que se contonea sobre sí mismo produciendo un ruido espumoso e irregular. La mayor parte del tiempo, ese ruido parece querer remedar salvas moderadas de aplausos, dispersas, poco entusiastas o puramente corteses. Pero a ratos también entra en sincronía consigo mismo y produce entonces durante unos instantes esa escansión de aplausos regulares, un tanto ridículos y binarios –otra, otra- que se desencadena cuando un público reclama el regreso del artista al escenario.”

O este pasaje donde nos muestra el paso del tiempo, personificando las estaciones del año: “Por lo demás, el tiempo acaba de cambiar bruscamente como si el invierno se impacientase, anunciándose de un humor de perros y atropellando al otoño con amenazadoras borrascas para ocupar su sitio lo antes posible, eligiendo uno de esos días de noviembre para, en menos de una hora, despojar estruendosamente a los árboles de sus hojas encogidas y reducidas al estado del recuerdo.”

Esta originalidad formal le viene como anillo al dedo a una historia cambiante, como el mundo de hoy día: los personajes aparentemente muertos, en realidad, no lo están; se producen cambios repentinos de espacios geográficos (París, el Polo Norte, San Sebastián); aparecen súbitamente personajes extraños; etc. El propio título, “Me voy”, frase con la que empieza y acaba la novela, y que sugiere la vida inestable del protagonista, trasladándose de un lugar a otro y cambiando de pareja continuamente, confirma esta sensación.

Una buen lectura para las vacaciones que se aproximan.

La ley del menor

A pesar de su brevedad, es una novela muy bien documentada, lo cual da credibilidad a la historia que se cuenta. Lo apreciamos en diversos ámbitos, pero sobre todo en la administración de la justicia, pues Fiona, la protagonista, que ejerce como jueza, argumenta sus sentencias con rigor y meticulosidad, como por ejemplo el caso de los siameses Mark y Matthew, donde, basándose en la “doctrina de la necesidad”, autoriza la separación de ambos para salvar la vida del primero, aunque sabe que va a ocasionar la muerte del segundo.

También, se aprecia en el ámbito de la música, que es la afición favorita de Fiona: “Con infinita paciencia tanteaba dos notas que se repetían, añadía otra y después repetía las tres, y hasta la cuarta línea no se estiraba por fin, exuberante, hacía arriba, para convertirse en una de las más deliciosas que el compositor había concebido nunca”. Así, con esta sensibilidad y conocimiento musical describe su interpretación al piano de una pieza de Mahler.

E igualmente en el mundo de los testigos de Jehová, religión que practica Adam, quien se resiste a recibir una transfusión de sangre, porque lo prohíbe la Biblia: “Mezclar tu sangre con la un animal o la de otro ser humano es una infección, una contaminación. Es un rechazo del maravilloso don del creador. Por eso, Dios lo prohíbe específicamente en el Génesis, en el Levítico y en los Hechos”.

Esta meticulosidad en la documentación, que parece ser marca de la casa, se ajusta como un guante al carácter de Fiona, personaje que resulta admirable por la entrega absoluta a su trabajo, lo cual llega a afectar negativamente a su propia vida familiar. Tanta es su relevancia en la novela que, a pesar de estar escrita desde el punto de vista del narrador omnisciente, percibimos la presencia de Fiona tras esta voz narradora, impregnándola de una racionalidad que se refleja en el estilo frío, objetivo y austero en el que está escrita la novela.

No obstante, hay momentos en los que el lenguaje se enriquece con las galas de la literatura, como, cuando Fiona va al hospital para comprobar la madurez de Adam, en su drástica de decisión de rechazar la transfusión sanguínea, que puede costarle la vida. Ambos interpretan una canción, ella cantando y él tocando el violín, que va a abrirle al chico una perspectiva diferente de la vida:

“En la primera estrofa los dos fueron a tientas, casi como disculpándose, pero en la segunda sus miradas y, olvidando por completo a Marina, que ahora estaba de pie junto a la puerta, Fiona elevó la voz y el desmañado arqueo de Adam se volvió más osado, y acometieron el acento afligido del lamento que vuelve la vista atrás:

Estábamos junto al río mi amor y yo en un campo,

y en mi hombro inclinado ella posó su mano de nieve.

Me pidió que tomará la vida con calma,

tal como la hierba crece en las riberas;

pero yo era joven e insensato y ahora soy todo llanto»

Lo que expresan los versos de William Yeats es justo lo que Fiona le da a entender a Adam: que existe otra forma de vivir, que piense detenidamente su decisión. Y éste, un joven de 17 años, va a entender el mensaje, pero intentando unir su destino al de ella, una mujer madura, lo cual condiciona el desenlace de la historia, porque Fiona también va a experimentar un cambio, en ella también se produce una inmersión, que la conmueve por dentro y que la sitúa frente a su vida anterior.

Esta es la historia principal, un conflicto entre la racionalidad, representada por la jueza, y la fe, encarnada por Adam, aunque entre medias se suceden una serie de casos, que la primera debe resolver y donde aparecen temas de gran trascendencia social, como el radicalismo religioso, las separaciones matrimoniales y la prevalencia de las necesidades de los niños sobre las de los padres o viceversa.

Ian McEwan quizá trata de abarcar demasiado sin profundizar en nada; pero lo que no se le puede negar es su maestría para narrar:

“Fiona y Marina siguieron letreros escritos con rotulación de autopista. (…) Doblaron hacia un pasillo ancho y brillante que les condujo a un rellano de ascensores y subieron en silencio a la novena planta, donde otro pasillo idéntico las encaminó, después de doblar tres veces a la izquierda, hacia Cuidados Intensivos. Sobrepasaron un mural vistoso de unos monos cantando en la selva. Ahora, finalmente, el aire estancado olía a hospital, a comida cocinada y retirada hacía mucho tiempo, a antisépticos y, con intensidad más tenue, a algo dulce. Ni fruta ni flores.”

Con esta precisión y capacidad para sugerir el aspecto y el olor característico del hospital, cuenta el recorrido que hacen estas dos mujeres por el interior del mismo hasta el lugar donde se encuentra Adam.

Y también para generar la intriga, por ejemplo, cuando Fiona, antes de comenzar el concierto en honor de los magistrados, recibe una información por parte del juez Sherwood, que no sabemos cuál es, pero que, poco a poco, vamos intuyendo, por las sucesivas reacciones de ella: primero su compañero de concierto, Mark, le dice: “Estás pálida”; después, durante la interpretación, “Fiona tocaba como si el piano se ocupara de sí mismo” (…) “también sabía que avanzaba con paso majestuoso hacia algo horrible. Era verdad, no lo era. Sólo lo sabría cuando la música cesara y tuviera que afrontarlo” (…) “Tenía un gusto metálico en la boca”. Así, va creando la intriga, en torno a la noticia que le ha dado el juez, hasta que nos da la pista definitiva, cuando Fiona y Mark interpretan la misma canción que ella había interpretado con Adam en el hospital. Es el trágico desenlace de la novela, en el que ella se ve implicada, sin haber sido muy consciente de ello.

Hablaremos sobre esta novela el próximo lunes, 7 de noviembre, a las 18 horas, en la sesión del club de lectura del instituto.

Maus

Todo es sencillo en este cómic elaborado hace más de treinta años: la historia personal de la supervivencia en los campos de exterminio nazis, que le cuenta Vladek a su hijo Art; los textos, escritos en un lenguaje desprovisto de ostentación y adornos; y los dibujos simples y esquemáticos.

Esta sencillez contribuye a hacer más creíble el relato de unos hechos terribles. Así, recuerda Vladek la desaparición de su hermana Fela, de los hijos de esta y de su padre, que tuvo un comportamiento ejemplar, un día que los nazis concentraron, en un estadio, a todos los judíos de Sosnowiec para separarlos en dos grupos:

“PADRE DE VLADEK: La mandaron a la izquierda. Cuatro niños eran demasiados. ¡Fela!

(Dibujo)

¡Mi hija! ¿Cómo se las apañará sola con cuatro hijos a su cargo?

(Dibujo)

VLADEK: ¿Y qué hizo mi padre? ¡Saltó la valla al lado malo!

(Dibujo)

Los de ese lado nunca regresaron”

Para reforzar la ejemplaridad del cómic, Art Spiegelman utiliza el género didáctico de la fábula, pues los judíos aparecen convertidos en ratones débiles y esquivos; los nazis en gatos sagaces e inteligentes; y los polacos son cerdos estúpidos, sin capacidad de actuación.

Se alternan el presente, en que Vladek es entrevistado por Art, en Nueva York, entre 1978 y 1992, con el pasado aterrador de la Alemania nazi. La relación entre ambos personajes es tensa, porque el primero tiene un carácter fuerte y es perfeccionista hasta la obsesión, mientras que el segundo es neurótico y con sentimiento de culpa, por no haber cumplido las expectativas de su padre.

Pero el relato avanza de forma inexorable, descubriéndonos aspectos de la vida cotidiana de los judíos polacos, durante aquel periodo negro: la expropiación de sus bienes; las dificultades para sobrevivir; el traslado, primero, a los guetos, y, después, al campo de concentración de Auschwitz.

En éste, además, los prisioneros viven hacinados en barracones y sometidos a todo tipo de humillaciones: los obligan a desnudarse y a ducharse con agua helada en pleno invierno; les proporcionan ropa y calzado sin mirar la talla; apenas les dan de comer; y a los más débiles los asesinan sin más miramientos:

“VLADEK: Y no paraban de llegar trenes llenos de judíos.

(Dibujo)

Y los que terminaban en las cámaras de gas, antes de que los enterraran, eran los afortunados.

Los otros tenían que saltar a la tumba todavía con vida.

(Dibujo)

Prisioneros que trabajaban allí rociaban a los vivos y a los muertos con gasolina.

(Dibujo)

Y la grasa de los cuerpos en llamas la recogían y la vertían de nuevo para que todos se quemaran mejor.”

A medica que nos vamos aproximando al final, el estado físico y mental de Vladek empeora y, en la última entrevista, se produce la paradoja de que recuerda con precisión el pasado -su liberación del campo de exterminio y el reencuentro con su mujer, Anja- mientras que confunde a Art con su otro hijo fallecido.

Una experiencia grata y enriquecedora la relectura de Maus, libro que no sólo nos permite adentrarnos en el Holocausto nazi de una forma diferente, como si de un cuento se tratara, sino además conocer la vida de un hombre, Vladek Spiegelman, que probablemente, de no haber tenido un carácter tan singular, no habría sobrevivido.

Hablaremos de este cómic el 8 de junio, miércoles, a las 19 horas, en la próxima sesión del club de lectura. En la biblioteca del centro se pueden encontrar  ejemplares del mismo.

Con Labordeta entre bastidores

No he tenido conciencia real del número de personas que participamos en el Festival Homenaje a José Antonio Labordeta, hasta el día del estreno, 21 de abril, cuando nos juntamos todos entre bastidores. Creo que somos treinta y cuatro. La mayoría estamos sentados ahora a ambos lados del escenario, tras los telones azules, cruzando entre nosotros sonrisas y miradas de complicidad que dan unidad al grupo.

Carmen no sólo es la presentadora de este festival sino también la directora y principal animadora del mismo. Su capacidad organizativa y su constancia en el trabajo han hecho posible el brillante resultado final.

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Es la sesión de tarde, después de una exitosa sesión matinal ante el alumnado de 1º de Bachillerato y 4º de ESO. Los temores en cuanto a la asistencia de público se han visto disipados, pues hay más de media entrada en el salón de actos del IES Gran Capitán, en torno a ochenta personas, entre las que reconozco a Paula, la hija de José Antonio, y a Fede, gestora de la Fundación Labordeta, que nos han honrado con su presencia. Nos lo prometieron al grupo de profesores y profesoras que hicimos el viaje a Zaragoza en el mes de febrero y han cumplido su palabra.

Suena la música, que da entrada a la primera parte. Entre bastidores, escuchamos el saludo de Carmen a los asistentes y sus primeras palabras sobre José Antonio y su poliédrica figura: profesor, poeta, cantautor, naturalista, ecologista, comunicador, caminante, político… Añade que en el festival nos vamos a centrar en su poesía, la gran desconocida, que es íntima, introvertida, cotidiana, próxima. Ahora está explicando la estructura del mismo, y los que participamos en el primer bloque estamos listos para entrar en el escenario.

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Los compases de la pequeña orquesta (José Carlos Archilla, trompeta; Elisa González, clarinete; Alfonso Valdivia, batería; Cristina Moya, violín; Javier Fernández, guitarra; Paco Torres, bombardino; José Luis Rodríguez, cajón; y Carmen Bajo, flauta travesera) nos indican el momento de hacerlo. Ya nos encontramos sentados a la derecha y a la izquierda del escenario. El sonido de la trompeta, interpretando la jota aragonesa, sirve de preludio al primer poema “Cesaraugusta dos” (Gracia), al que le siguen: “La dulce foto” (Lola), “Acuérdate” (Maribel), «Primer recuerdo de mi padre” (Ana), “Te he visto envejecer” (Paqui), «Nos haces una falta sin fondo” (Matías), “Ella”, “Y te daré la paz” (María), “Tres cantos corporales” (Lorena y Aurora) y “Érase una vez” (Paula).

Para controlar los nervios, opto por no mirar al público y me concentro en las imágenes, seleccionadas primorosamente por Antonio, que se proyectan en la pantalla central, mientras recitan mis compañeros y compañeras. Todos lo hacen con pausa y poniendo el énfasis en las palabras adecuadas; todos se levantan de la silla y se acercan al atril, cuando aparece el nombre del poema y suenan las primeras notas de la música que lo acompaña, tal y como estaba previsto. Es el fruto del trabajo continuado y de los ensayos que hemos tenido, durante el curso. Ha ocurrido algo maravilloso: a medida que cada uno de nosotros hemos interiorizado los poemas que nos correspondían, y los hemos hecho nuestros, relacionando sus contenidos con situaciones de nuestra propia vida personal, la declamación ha ido mejorando, sobre todo en autenticidad, y tenemos el convencimiento de que quienes nos escuchan están viendo: a la ciudad de Zaragoza; al niño José Antonio Labordeta; a su querida madre; a su fallecido y llorado hermano Miguel; a su mujer trajinando en la cocina; a su hija Paula formulando preguntas ingenuas; etc.

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De nuevo, nos encontramos entre bastidores, ahora escuchando el taconeo del baile flamenco, ejecutado con maestría por Paula y Malena, al compás de la guitarra. Sólo alcanzamos a ver, en el círculo de luz, por detrás de la pantalla, sus sombras desplazándose armoniosamente. Le sigue Cristina, que ha dramatizado su poema “Veinte ocho estíos corren por mis manos”. Oímos las risas del público y cómo ella se detiene, hasta que se hace el silencio nuevamente. Nos cruzamos miradas de alegría, porque le está saliendo muy bien, a pesar de que estaba hecha un manojo de nervios.

Los poemas de este segundo bloque reflejan el paso del tiempo: “Treinta años y otra vez primavera” (Gracia), “Treinta y cinco veces uno” (Paco Ortiz), “Cuarenta y cinco veces” (Paco Pérez) y “El espejo” (Lola). Cada uno recita con su propio estilo: íntimo, sencillo, sentencioso, profundo.

Me toca de nuevo salir al escenario, porque vienen los poemas de la docencia, que vamos a declamar profesores eméritos, como le gusta llamarnos a Carmen. Música de batería, una mezcla de sonidos graves y agudos, anuncia nuestra textos: “Porque ya nunca haremos la revolución soñada” (Matías), “Mientras vosotros estáis con los grafismos” (Miguel), “Crecen sobre mis manos” (Benito) y “Días huidos” (Paqui). La autenticidad caracteriza, en general, las recitaciones de este bloque tercero.

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Estamos en el ecuador del festival y los versos de José Antonio Labordeta se vuelven críticos contra la banalidad y la hipocresía de sus contemporáneos. Benito, con su voz intensa y modulada, interpreta “No bomba”, un poema de corte surrealista al que ha puesto música y que acompaña con secuencias del cine mudo. Después, el trío formado por Lidia, Victoria e Isabel interpretan con brillantez “Canción tonta para concluir un curso de funcionario cultural”, con letra de Labordeta y música también de nuestro compañero Benito.

Le siguen los poemas de Miguel Labordeta, hermano de José Antonio. Son textos muy personales y difíciles de entender, a causa de sus imágenes oníricas y de su complejidad sintáctica; pero de gran calidad y hondura. Carmen en su presentación recuerda la importancia que tuvo Miguel en la vida del cantautor y el lugar preferente que ocupa su recuerdo en la Fundación Labordeta de Zaragoza.

Se oye el inicio del Himno de la República para introducir “1936” (Juan), donde se describen los efectos destructores de la Guerra Civil. El clarinete acompaña “La voz del poeta” (Matías), poema en el que se expresa la doble frustración de Miguel, por lo que contempla a su alrededor y por lo que observa dentro de sí mismo. El sonido de la batería coincide con “Puesto que el joven azul de la montaña ha muerto” (Lourdes), donde se plantea una huida del mundo antes de ser eliminado. Y un redoble de tambor acompaña a “Severa conminación de un ciudadano del mundo” (Paco Pérez), poema en el que se critica a los poderosos que provocan las guerras.

A estas alturas del festival, sabemos que todo marcha bien, con el ritmo y la fluidez adecuados, gracias en gran parte al trabajo de los técnicos Josua y Antonio. Lo comentamos entre bastidores, procurando no molestar a Carmen que en este momento anuncia el sexto bloque, impregnado de pesimismo, nostalgia y recuerdo. La música de la orquesta sirve de pórtico a los poemas que lo integran: “La vieja chaqueta” (Ana), que es –según el poeta- casi la epidermis cotidiana con la que uno crece; “Mi perro” (Marina), que “como yo, se abandona a la desesperanza de los atardeceres”; “Un mes inútil” (Lorena) que, a causa de la terrible enfermedad que afectaba a José Antonio, “invade las ventanas de una larga y suave melancolía”; “Origen” (Isabel) o los pasajes de su vida que recuerda cada hombre; “El viejo armario”(Gracia), que con su olor a alcanfor nos trae a la memoria “toda la historia vieja y personal”.

El grupo de músicos no se pone de acuerdo con Carmen, que es interrumpida cada vez que intenta retomar su labor de presentadora. La razón es que llegamos al bloque del humor, pues José Antonio era bastante irónico y socarrón. Ejemplo de ello son los poemas pertenecientes al mismo: “Los cultos” (Miguel), “Noche de Reyes” (Juan), “Escribo estas palabras” (Marina), y “Libro de familia” (Maribel). Todos son introducidos con música festiva.

El último bloque está constituido por tres poemas que nos invitan a soñar con manos extendidas y frágiles sonrisas, a amarnos en libertad, y a disfrutar de nuestras nietas, claro está, cuando las tengamos. Mientras se recitan, se oye de fondo el sonido de la flauta interpretando el “Canto a la libertad”.

Como broche final para el espectáculo, Lidia, Victoria e Isabel interpretan esta misma canción, acompañadas a la guitarra por Benito y Lola. Todos coreamos el estribillo:

“Habrá un día
en que todos
al levantar la vista
veremos una tierra
que ponga libertad”

La emoción está servida y las lágrimas corren por más de una mejilla. La hija de Labordeta, Paula, sube al escenario agradecida, y los aplausos atruenan en el salón de actos.

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Regular, gracias a Dios

José Antonio Labordeta, en estas memorias, escritas con sinceridad y autenticidad, parte de un presente doloroso, a causa de la enfermedad, y lo alterna con la evocación de diferentes momentos de su vida, contados en orden cronológico. En esta alternancia se basa la estructura del libro, desde aquel verano de 2006, cuando aún era diputado en el Congreso, en el que le diagnosticaron un cáncer de próstata:

“-José Antonio, ¿tú sabes lo que es el PSA? –me preguntó.
-¿No voy a saberlo…? –le dije. Si lo fundamos entre Emilio Gastón y yo, junto a las gentes de Andalán.
-Pues este PSA no tiene nada que ver con aquel –dijo-. Y además, lo tienes altísimo.”

Así, refiere un momento tan delicado como éste, haciendo gala de su proverbial sentido del humor.

Recuerda el colegio alemán, donde comenzó a estudiar; a su padre, un hombre íntegro, fallecido prematuramente a los 51 años; y a los maravillosos profesores del Santo Tomás de Aquino: “La llegada de un nuevo profesor, en este caso un tal Pedro Dicenta, de los Dicenta autores teatrales y actores, nos iba a introducir a toda una generación de adolescentes un impacto increíble. Dicenta traía la libertad y sus clases y sus tertulias llegaban con una aire nuevo. Leíamos en clase a Lorca, a Alberto, a Neruda, páginas de Maiakovski, o de Stendhal. Él tuvo la culpa de que muchos de nosotros comenzáramos a ser unos repugnantes intelectuales”.

Le siguen recuerdos de su madre, que en realidad era la madre de todos aquellos chavales, alejados de sus familias, que estudiaban internos en el colegio; de su tío Donato, un socialista al que le tocó ir a la guerra en el bando nacional; de Canfranc, el lugar al que regresaba buscando los nuevos aires, frente a la España cerrada del franquismo; de su primer viaje a París y la bohemia; de la Universidad, sus estudios de Filosofía y Letras y sus primeros contactos con el teatro; del lectorado en Burdeos, que le coincide con la guerra de independencia de Argelia; de su boda con Juana y el viaje de novios a Palma de Mallorca, donde conocen a Camilo José Cela; de sus años como profesor en Teruel, de gran dinamismo cultural, donde tuvo como alumno al inefable Federico Jiménez Losantos; de sus recitales por España y por diferentes países europeos:

“De los muchos conciertos que dimos en este país –se refiere a Alemania_ recuerdo especialmente uno: el que ofrecimos en Colonia ante gran número de brigadistas que acabaron entonando “¡Ay Carmela!”, mientras recordaban su tierra, Teruel, y nos preguntaban sobre esa España que acababa de despedir a Franco”.

También evoca a sus hermanos de la canción: “Pablo Guerrero y Luis Pastor trajeron Extremadura a Madrid y siempre que los he necesitado allí han estado. Luis es un hombre vital, amante de la vida; Pablo es mucho más reflexivo, tímido y lleno de ternura”; la experiencia aglutinadora de la revista cultural Andalán; la no menos enriquecedora de Un país en la mochila, programa de televisión con el que recorrió los pueblos de España y nos los dio a conocer a todos: “Todo queda en la memoria, mientras en las imágenes te vas viendo cada día más viejo, con las canas cubriéndote desoladoramente los años que te van cayendo; mientras los amigos te envían cartas desde el Rosal para recordarte sus vinos, o desde A Guarda para que disfrutes el sabor del marisco subastado en el puerto”.

Pero el presente, como se desprende de este pasaje, se impone sobre el pasado, como no podía ser de otra manera, y no sólo por el paso del tiempo, sino sobre todo por la terrible enfermedad: “Cada día lucho más contra esta indecente forma de hacerme viejo, casi anciano, y uno de mis deberes cotidianos es recorrer el pasillo de mi casa –lo recorro veinte veces por la mañana y otras veinte por la tarde- e imagino que las paredes son los árboles de Villanúa y el techo, ese cielo que en los atardeceres me acompañaba en Altafulla. (…) Yo, que para vivir necesitaba hacer tanto y tanto, estar con tanta y tanta gente, descubro ahora que la monotonía en la que se ha convertido mi vida ya no me resulta insoportable, sino extrañamente agradable”.

Son magníficas las páginas dedicadas a Casa Emilio, con las que se cierra el libro –¡Qué lástima no haberlas leído antes de nuestro viaje a Zaragoza! Ahora comprendo la emoción de Carmen, que sí las había leído, cuando comimos allí-, en particular la descripción del dueño del local: “es un ciudadano libre, abierto a todas las voces, amigo de las aventuras culturales y soñador utópico de poemas, de pinturas, de bocetos y de puestas en escena. Todo en esta casa que se mantiene de pie frente a los intereses de otros dueños, a los que les gustaría verla en el suelo. Nosotros la apoyamos porque es como un símbolo de resistencia contra la especulación y una galería abierta al buen humor”. Y sobre todo el recuerdo agradable de aquellas cenas, en compañía de amigos comprometidos con la libertad y contra la dictadura, en contraste con el presente amargo de la enfermedad: “Y allí de pie frente a mi imagen envejecida, pienso que loados sean los días en que los jóvenes corríamos por las desgastadas orillas del Pirineo a la búsqueda de las flores de nieve. Huyeron para siempre y sólo las últimas cenas de Casa Emilio me libera de la tristeza del tiempo que arruina”.

Muy reconfortante leer estas memorias de un hombre honesto e insobornable, especialmente en un momento de nuestra historia, como el actual, donde se necesitan ejemplos que nos sirvan de referencia. Además, su sentido del humor, al que nos hemos referido antes y que se reconoce en el propio título, «Regular, gracias a Dios», puede ayudarnos a afrontar con una cierta distancia los problemas que nos depare la vida.

La importancia de la atmósfera

Para Marlow, narrador protagonista de El corazón de las tinieblas, “la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino fuera, envolviendo la anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz”.

Y esta es la clave de las novelas de Joseph Conrad, particularmente de la que comentamos: la atmósfera misteriosa, que rodea el viaje al Congo, en busca de Kurtz, la percibimos desde el principio, con Marlow, sentado, durante la noche, en la cubierta del barco anclado en el Támesis, en medio de la niebla, y contando la historia del joven legionario romano, que llegó a Inglaterra, para conquistar un país desconocido e incomprensible para él, primitivo, pero que le provocaba una mezcla de miedo y fascinación.

La situación en la que se encuentra este joven romano, (“sin los alimentos a los que estaba acostumbrado (…), sin otra cosa para beber que el agua del Támesis (…) De cuando en cuando un campamento militar perdido en los bosques, como una aguja en un pajar. Frío, niebla, bruma, tempestades, enfermedades, exilio, muerte acechando siempre tras los matorrales.”) nos anuncia el destino del protagonista de El corazón de las tinieblas, Kurtz, un joven brillante enviado a África, que experimentará una terrible transformación.

Es la misma atmósfera oscura y tenebrosa que representa el mundo primitivo, no civilizado, al que pertenecía Inglaterra en la época de los romanos; y al que ahora, en el siglo XIX, donde se sitúa la historia de El corazón de las tinieblas, pertenece África, colonizada por los países europeos.

Los lectores, además, nos vemos envueltos en ella y experimentamos una inquietud que nos acompaña durante toda la novela, pues se nos habla de un personaje, que no hemos visto y del que no sabemos nada. Tan sólo que el contacto con la selva y las tribus indígenas le cambió radicalmente, pasando de ser un joven idealista, con deseos de llevar el progreso y la civilización a aquellas tierras, a un individuo abyecto capaz de cometer las peores fechorías:

“Aquellos bultos redondos no eran motivos ornamentales sino simbólicos. Eran expresivos y enigmáticos (…), alimento para los buitres, si es que había alguno bajo aquel cielo, y de todos modos para las hormigas, que eran suficientemente industriosas como para subir al poste”.

Esos bultos son cabezas de personas clavadas en estacas, con los rostros vueltos hacia la casa de Kurtz, pues no hay mejor manera de mantener el orden que sembrando y exhibiendo el terror, como hacía este siniestro personaje obsesionado con el marfil de África, producto que representa para él la riqueza necesaria para ser aceptado por la familia de su prometida.

Kurtz actúa con la misma crueldad como lo han hecho todos los países colonizadores en la historia de la humanidad: Bélgica en el Congo; Inglaterra en la India, España en América, etc. Una crueldad que en último extremo refleja el lado más instintivo y salvaje del hombre, que al propio Kurtz le lleva a gritar en los estertores de la muerte: “¡Es el horror, el horror!”. Es decir, lo que está viendo dentro de sí mismo y que le llevará a la condenación eterna.

Por eso, su muerte es como un triunfo para la selva invadida y maltratada. Así, recuerda Marlow sus últimos momentos:

“La visión pareció entrar en la casa conmigo: las parihuelas, los fantasmas camilleros, la multitud salvaje de obedientes adoradores, la oscuridad de la selva, el brillo de la lejanía entre los lóbregos recodos, el redoble de tambores, regular y apagado como el latido de un corazón… el corazón de las tinieblas vencedoras. Fue un momento de triunfo para la selva, una irrupción invasora y vengativa, que me pareció que debía guardar solo para salvación de otra alma.”

La búsqueda de la verdad

No es fácil escribir con palabras sencillas sobre grandes dramas personales, pero Sándor Márai lo consigue: “Pocos sabían que aquel hombre, que estaba por encima de todas las pasiones humanas, parco en palabras, inabordable y cerrado, era en su fuero íntimo una ruina viva, más miserable y desafortunado que un paralítico, lleno de dudas y heridas, desesperado aunque lo disimulara con una fuerza sobrehumana”. Así, describe al padre de Kristóf.

Ambos ejercieron la magistratura, como su abuelo, de tal modo que juzgar el comportamiento de los demás, cumpliendo las leyes y haciéndolas cumplir, formaba parte de la tradición familiar, era su contribución a la sociedad.

Precisamente, el tema de la novela, sugerido por el propio título, tiene que ver con esta profesión, porque corresponde a Kristóf Kömives, protagonista de Divorcio en Buda, juzgar un caso de separación entre un antiguo compañero de colegio, Imre Greimer, y una joven a la que conoció, cuando ya era juez, Anna Fazekas. De esta forma, Sándor Márai logra generar la intriga desde el principio de la novela.

Después, una vez enganchado el lector, se demora en la presentación de Kristóf, para que conozcamos su origen acomodado, su formación universitaria y su modo de pensar conservador, rasgos coincidentes con sus familiares, que les convierte en seres herméticos e incapaces de mostrar lo que sienten o lo que piensan, como su hermana Emma: “No parece feliz; su personalidad está completamente cerrada, como una planta que cierra su flor ante un peligro indefinido guiada por un instinto complejo y sensible. Se la puede destruir, se la puede aniquilar con un simple gesto, pero así nunca entregará su secreto a nadie”.

Pero lo que interesa a Sándor Márai no es contarnos el proceso divorcio entre Anna e Imre, sino mostrarnos el interior de estos personajes, a través de una conversación, que recuerda a la que mantienen Konrád y el general en El último encuentro, y en la que el marido le cuenta a Kristóf la historia de su mujer, su total dependencia de ella, su amor absorbente e incondicional y, al mismo tiempo, sus dudas de ser correspondido en la misma medida. Y con esta duda en el aire, avanzamos en la lectura, convencidos de que poco a poco iremos encontrando la respuesta que ya intuimos, con lo cual se establece una complicidad con el narrador y los personajes, que nos hace entrar en la historia como unos confidentes privilegiados, a los que se les va a desvelar un secreto, una verdad, que incluso había permanecido oculta a la propia Anna, aunque en realidad estaba dentro de ella.

La búsqueda de la verdad es una constante en las novelas de Sándor Márai. Sus personajes necesitan conocerla para seguir viviendo o para entregarse a la muerte. Suele ser una verdad compartida, como una frase que inicia un personaje y debe completar otro. Así, sucede en Divorcio en Buda.

Así empieza lo malo

Juan, que fue ayudante de Eduardo Muriel, famoso director de cine, cuenta la vida personal de éste, particularmente la difícil relación con su mujer, Beatriz. Este es el asunto que aborda Javier Marías en su última novela, Así empieza lo malo, con ese estilo introspectivo, que caracteriza su narrativa y que le lleva a reflexionar sobre la difícil perseverancia del amor; sobre la soledad y el sufrimiento, cuando no es correspondido y esperas inútilmente que todo vuelva a ser como antes; sobre la venganza que se impone cuando te has sentido engañado; etc.

Como en otras novelas, el título es una frase de Williams Shakespeare, que viene a significar que, cuando renunciamos a escuchar lo que dicen los demás, es decir, cuando dejamos de prestar atención a los rumores, entonces empieza lo malo, que es lo que no ha llegado. Porque el verdadero problema es saber las cosas, por ejemplo, lo que Muriel sabe de su mujer, que le impide seguir queriéndola. Incluso conociendo las verdades ingratas, el tiempo acaba minimizando su importancia: “Lo que importó ya no importa o muy poco, y para ese poco hay que hacer un esfuerzo; lo que resultó crucial se revela indiferente, y aquello que nos desgarró la vida se nos aparece como una niñería, una exageración, una tontería”. Además, la vida humana, como sostiene el narrador es un equilibrio de verdad y engaño, y contiene una dosis de verdades amargas, con la que hemos de convivir.

Como telón de fondo, y proporcionándole a la novela una dimensión histórica y una consistencia inusitada, el franquismo y el doble juego de algunos intelectuales, que aparentemente ayudaron a las víctimas del régimen; pero que en realidad las chantajearon y humillaron valiéndose de su situación privilegiada de superioridad.

Sabe Javier Marías demorarse en la descripción de los lugares donde ha sucedido algo relevante, para que nos fijemos en detalles aparentemente secundarios, siguiendo su ritmo lento: “La habitación era amplia, una especie de suite junior, como las llaman ahora, quizá no entonces, a Beatriz debía de darle lo mismo el gasto, si no iba a salir por su propio pie ni a cerrar ella la cuenta. No había nadie, allí no se había ahorcado ni estaba tirada ni acurrucada en la cama bajo la acción de pastillas, faltaba el cuarto de baño, cuya puerta no cedía por las buenas, tenía echado el pestillo, y desde sus interior no respondía nadie, ni protestaba por el atropello.” Y también sugerir lo que puede representar un simple gesto, ofreciéndonos las diferentes alternativas de interpretación, hasta casi agotarlas: “Extrañamente había dejado la mano sobre el teléfono, una vez colgado, y lo miraba con fijeza ensoñada, como si de ese modo tan visual y táctil quisiera prolongar el contacto con Muriel o retener un momento algunas de las palabras que le había escuchado por el aparato, tal vez el elogio si lo había habido. O como si ella le hubiera mentido en algo y estuviera esperando a que se disipara el embuste y él no volviera a llamarla escamado en el acto, antes de soltar la herramienta de la que se había servido.”

La precisión y la limpieza, sin adjetivos innecesarios, con que emplea la lengua castellana, se aprecia incluso en las escenas de sexo, poco habituales en sus novelas, como ésta que contempla el narrador, encaramado a un árbol: “Beatriz tenía los ojos cerrados con fuerza, no miraba hacia el exterior ni hacia ningún sitio, estaba absorta en sí misma, supuse, y en sus sensaciones. Imaginé que el hombre, al darle la vuelta, le habría subido la falda –ya no habría vaivén, o sería de otra clase- y le habría bajado medias y bragas hasta medio muslo para penetrar en ella con la comodidad imprescindible, dada la relativa incomodidad de la posición vertical de ambos.”

Resulta eficaz el punto de vista narrativo; esa primera persona que se corresponde con el joven Juan, el cual posee una curiosidad por saber, que logra transmitirnos a los lectores, para que sigamos atrapados por la historia. Además, cuenta ésta, años después de que sucediera, cuando ya sus dos protagonistas, Eduardo Muriel y Beatriz, han fallecido, y por tanto con la objetividad que dan la distancia y el tiempo.

En suma, una gran novela de Javier Marías, que crece extraordinariamente en interés, a medida que nos aproximamos al final y la implicación del narrador en la historia es mayor: se desvelan verdades que habían permanecido ocultas; suceden hechos que propician situaciones inesperadas; y se establecen paralelismos sorprendentes que generan nuevas incertidumbres.

El impostor

El juego metalingüístico de reflexionar sobre lo que vas a escribir o sobre lo que estás escribiendo es una constante en las novelas de Javier Cercas, desde Soldados de Salamina hasta Anatomía de un instante. Así lo refleja también la última que ha publicado, El impostor, donde el personaje del narrador, que representa al propio Cercas, se plantea por qué no quería escribir el libro que está escribiendo sobre Enric Marco -un barcelonés que, durante 30 años, se hizo pasar por un deportado en la Alemania nazi-, aunque finalmente lo escribe, para tratar de entender la impostura de este hombre, no para rehabilitarle de las afrentas sufridas, desde que estalló el escándalo.

Es un juego eficaz que nos sitúa a los lectores a la altura del escritor, en su misma perspectiva, con lo que podemos soñar o hacernos la ilusión de asistir al proceso de elaboración de la novela.

Parte de la convicción de que una mentira, como la impostura de hacerse pasar por un prisionero en el campo de concentración de Flossenbürg, sólo pudo triunfar, si estaba amasada de pequeñas verdades, y justamente eso es lo que se propone: reconstruir la vida verdadera de Enric Marco, para lo que lleva a cabo un trabajo de documentación arduo y en el que implica a su propia mujer e hijo. De este trabajo, que incluye entrevistas con el personaje, que cuenta ya con 90 años, pero que goza de una buena memoria, nos va dando cuenta Cercas, así como de las dudas de escribir el libro, que le asaltan continuamente.

Al reproducir las declaraciones de Enric Marco utiliza reiteradamente la forma verbal “dice”, quizá para que no olvidemos a quien corresponden las palabras, aunque es un recurso que empobrece el estilo envolvente y preciso de Cercas, y llega a resultar cansino: “Dice que hicieron el viaje de ida en un barco llamado Mar Negro (…) Dice que un recuerdo básico es un recuerdo básico de desorden absoluto y de desorganización permanente (…) Dice que viajó pegado a la protección real de su tío Anastasio (…) Dice que durante la travesía se unió a un grupo de chavales (…) Dice que cree recordar…”

En el proceso de investigación sobre la verdadera existencia del personaje, comprueba que no mintió sólo, haciéndose pasar por un deportado en el campo de concentración, sino también en su propia vida personal, pues cambió de ciudad, de mujer, de familia, de oficio e incluso de nombre, con lo cual llega a la conclusión -coincidiendo en esto con Vargas Llosa en un artículo publicado en El País- de que Enric Marco actúa como un novelista que inventa una vida ficticia para esconder su vida real, mezclando verdades y mentiras. Así, consigue engañar a miles de personas.

Lo cierto es que se convirtió en un símbolo de la recuperación de la memoria histórica del antifranquismo y del antifascismo, con sus numerosas charlas, sobre todo en centros de enseñanza secundaria, donde se mostraba, además, como una persona que había sufrido todo tipo de penalidades, pero que nunca se había dejado doblegar ni por la guerra civil ni por los campos de concentración nazis ni por la policía franquista.

Javier Cercas sostiene que Marcos construyó un pasado ficticio en una época, la de la transición de la dictadura a la democracia en España, donde muchísima gente también lo hizo “mintiendo sobre lo verdadero o maquillándolo o adornándolo con el deseo de probar que eran demócratas de toda la vida”.

No hay duda de que hubo personas que maquillaron su pasado, como algunos ministros de la UCD y del PP; pero no la mayoría. Del mismo modo que no se puede negar que la transición fue un pacto de olvido político, al contrario de lo que afirma Cercas, pues los crímenes del franquismo han permanecido impunes y los partidos de izquierdas, como el PSOE y el Partido Comunista, de firmes convicciones republicanas, aceptaron la monarquía parlamentaria como forma de estado.

Por eso, no es acertado el paralelismo entre Marco y la mayoría de la población, porque éste no fue una persona normal sino un impostor, que mintió a lo largo de toda su existencia, aunque tenga interés la aproximación crítica a nuestro pasado reciente, que plantea Cercas y que no debe limitarse a los años de la transición democrática.

Al final, da otra vuelta de tuerca a la historia, enfrentando al narrador y al protagonista, en un diálogo tenso, donde el segundo echa en cara al primero la misma impostura que éste ha mostrado de él, pues lleva toda la vida escondido detrás de lo que escribe. Así, se invierten los papeles y el acusado se convierte en acusador; el personaje literario, como en la novela Niebla de Miguel de Unamuno, se rebela contra su propio autor.

Con este enfrentamiento, podría haber acabado El impostor, pero Cercas aún quiere mostrarnos cómo la abierta animadversión del narrador hacia Enric Marco se convierte en comprensión, cuando éste aparentemente se quita la máscara y reconoce su culpa. No era necesario, porque este último diálogo entre los dos aporta poco literariamente a la novela, como lo que le dice Santi Fillol, director de una película sobre Marco, a Javier Cercas, en la cena que ambos comparten, que le demuestra justo lo contrario y que se ve confirmado en el viaje, que realiza con su hijo al campo de concentración de Flossenbürg.

En su intento de abarcar toda la realidad, estira quizá demasiado el proceso de investigación, cuando la historia ya no da más de sí; quiere contar todo lo que ha averiguado con pelos y señales, cuando ya los lectores tenemos una idea clara sobre el personaje y las razones de su impostura, con lo cual, llega a saturarnos.

No obstante, se trata de una novela que se lee con gusto, y en la que Javier Cercas consigue de nuevo seducirnos, a partir de un suceso real, llevando a cabo un proceso de investigación sobre el mismo, como ya había hecho en Soldados de Salamina y Anatomía de un instante.

1280 almas

Desde el principio, se sabe que Nick, protagonista de 1280 almas, es un hombre corrupto y desmesurado. También, desde las primeras líneas, advertimos que se dirige, mediante un lenguaje desenfadado y, en ocasiones, soez, a alguien cuya identidad desconocemos: “Bien, señor, el caso es que yo debería haberme encontrado a gusto, tan a gusto como un hombre puede encontrarse. Porque allí estaba, jefe de policía de Potts County ganando al año casi dos mil dólares, sin mencionar los pellizcos que sacaba de paso”.

Su mujer le considera un idiota, que carece de voluntad, y él mismo parece asumir estos defectos. Sin embargo, la forma de razonar de Nick, la lucidez al analizar su delicada situación como comisario del pueblo, cuando percibe que la gente no está satisfecha con él, lo aleja de estas coordenadas; y como lectores estamos un poco a la expectativa de lo que va a suceder, de los pasos que va dando, aunque dé muestras continuas de debilidad, como en el incidente del tren con el señor del traje a cuadros.

La sociedad tradicional en la que vive es sometida a una crítica sistemática, mediante un humor que conecta con el teatro del absurdo:

“Sí, claro –dijo Buck- Mira , Nick. Los negros no tienen alma porque no son personas.
-¿No? –dije.
-Toma, claro que no. Casi todo el mundo lo sabe.
-Pero si no son personas, ¿qué son entonces?
-Negros, negros y nada más. Por eso, la gente les dice negros y no personas.”

Así, con este diálogo disparatado nos muestra Jim Tompson el racismo predominante a principios del siglo XX, en Estados Unidos.

Y este mismo sentido del humor es el que utiliza para ridiculizar a personajes, como el comisario Ken, a quien Nick inopinadamente va a pedir consejo para solucionar sus problemas, cuando es un tipo que considera a los que leen libros como “puercos maníacos”.

Pero estamos ante una novela negra, donde no puede faltar la violencia gratuita, aunque el autor no se recrea en ella; tan sólo aparece como un ingrediente necesario de la narración:

“Buenas noches, gentiles caballeros –dije-. Hola y adiós.
El Ruby Clark hizo sonar la sirena.
Cuando se desvaneció el eco, Moose y Curly estaban ya en el río con un proyectil entre los ojos”.

Con estas escuetas palabras describe el primer crimen cometido por Nick.

Sabemos, pues, quién ejerce la violencia, a diferencia de lo que sucede en las novelas policiacas de Georges Simenon o Agatha Christie; pero vamos a ir averiguando los planes maquiavélicos del protagonista: cómo desvía su responsabilidad hacia otros y qué estrategia utiliza para conseguir la reelección en el cargo de sheriff, a pesar de su cobardía e ineptitud.

Este sería el principal mecanismo para generar la intriga, aunque también nos mantenemos a la espera de que nos sorprenda con una muestra de cinismo, desmesura o vulgaridad: “Y pienso: Hostia, Nick, si no tuvieras ya un empleo fijo serías poeta. El poeta laureado de los fuegos florales de Potts County, toma ya, y apañarías poesías que hablasen de la orina que tamborilea con múltiples ecos en los orinales, de los guripas con diarrea y los ojetes que descuelgan el mondongo y …”.

Porque Nick es una mezcla de inteligencia y necedad, de educación y vulgaridad, de simplicidad y desmesura, de racionalidad e irracionalidad. Los rasgos negativos lo convierten en un estúpido, tal como le ven los demás personajes de la novela, y los positivos, en un hombre inteligente, como le vemos los lectores. Esta disociación y el hecho de que sea el propio Nick el que nos cuente la historia hace que nos sintamos atraídos y alcancemos un grado de identificación con él.

Al presentarnos a un personaje tan abyecto, no pretende Jim Thompson darnos ninguna lección moral, simplemente viene a decirnos que la sociedad, no solo la de Potts County, es así de hipócrita, corrupta y violenta.

Hablaremos de 1280 almas, en la próxima sesión del club de lectura, el 24 de junio, miércoles, a las 12, en la Biblioteca. Animaos.