Una mujer vital y clarividente

Existen dos posiciones en torno a la prostitución: hay quien la condena sin paliativos, considerándola una humillación para las mujeres, y hay quien defiende la libertad de ejercerla. En este sentido, la historia que cuenta Alberto Moravia en la novela La Romana causaría hoy día bastante controversia: “Yo había perdido, al menos por ahora, el matrimonio y todas las modestas ventajas que de él me prometía; pero, en compensación, había recuperado mi libertad (…) Aquella mañana, por primera vez, consideré mi cuerpo como un medio bastante cómodo de conseguir los fines que el trabajo y la seriedad no me habían permitido alcanzar”.

A mí personalmente me ha desconcertado, pero al mismo tiempo me ha causado admiración este personaje, que es plenamente consciente de su situación en el mundo, hasta el punto de aceptar la prostitución de forma positiva, tomando las riendas de su destino, sin depender de los demás. Demuestra así su relativismo moral, tal y como afirma en el prólogo Ana María Moix, “Adriana no condena, en ningún momento, a ninguno de los retorcidos y complejos personajes con quienes entabla relación en su peculiar modo de ganarse la vida, ni siquiera juzga al asesino con el que se acuesta en una ocasión”. Ni tampoco condena a Gino del que estaba enamorada y que le traiciona ocultándole un aspecto importante de su vida. Se limita a vivir, aprovechándose de la hermosura y exuberancia de su cuerpo, y aunque en general no disfrute de las relaciones con los hombres, experimenta un fuerte sentimiento de complicidad y sensualidad, cuando le pagan por sus servicios. 

Hay una huella indudable del existencialismo en este novela, pues la protagonista, a la que acabamos de referirnos y que tiende a reflexionar sobre lo que le sucede, experimenta a menudo un extravío intenso, que le lleva a ver su vida y las cosas que hace carentes de significado, simples apariencias absurdas: “Me decía: Yo estoy aquí y podría estar en cualquier parte (…) Pensaba que había salido de una oscuridad sin fin y que pronto volvería a otra oscuridad igualmente ilimitada, y que mi breve paso habría estado marcado tan solo por actos absurdos y casuales. Comprendía entonces que mi angustia no era debida a las cosas que hacía, sino, más profundamente, al mero hecho de vivir, que no era ni malo ni bueno, sino sólo doloroso e insensato”.

Recuerda, en este sentido, al Meursault  de la novela El extranjero de Camus, al que la realidad le resulta absurda e inabordable, aunque Adriana, a diferencia de este personaje que no experimenta ningún tipo de sentimiento, pues todo en él es  indiferencia, abulia y apatía, sí siente, unas veces, alegría y satisfacción, y otras, como en el fragmento anterior, dolor y angustia. Su mayor asidero en este sentido es el amor, sentimiento que da sentido a su vida.

Después de la frustrada relación con Gino, encuentra en el joven estudiante, Jacobo, la posibilidad de ser feliz, aunque éste, que se deja guiar siempre por la razón, no le corresponde con la misma entrega e intensidad: “Hago todas las cosas del mismo modo… sin amarlas ni sentirlas en el corazón… sino sabiendo con la cabeza cómo se hacen y, a veces, haciéndolas incluso, en frío y desde fuera… soy así y, a lo que parece, no puedo cambiarme”. 

Sólo, cuando le lee en voz alta pasajes de sus libros favoritos, abre su alma y afloran sus sentimientos: “En verdad, durante estas lecturas, él se abandonaba del todo, sin temor ni ironía, como quien se encuentra a sí mismo en su elemento y no teme ya mostrarse sincero. Este hecho me impresionó, porque hasta entonces había pensado que el amor y no la lectura era la condición más favorable para que se abriera el alma humana. A Mino, en cambio, a lo que parecía, le pasaba lo contrario; y ciertamente nunca le vi en la cara tanto entusiasmo y tanto candor, ni siquiera en los raros momentos de sincero afecto hacia mí, como cuando, alzando la voz en curiosos tonos cavernosos o bajándola en manera discursiva, me recitaba a sus autores preferidos”.

Este canto a la lectura en voz alta enlaza con toda una tradición de literatura oral, porque no es lo mismo leer en silencio para uno mismo que hacerlo para los demás poniendo en juego la entonación y el timbre de la voz, para matizar o realzar el significado de las palabras.

Pero en la novela no importan sólo las reflexiones de Adriana sino que también hay una intriga que gira en torno a una polvera que robó en la casa donde trabajaba Gino, cuyas consecuencias condicionan su vida y la de los que le rodean. Alberto Moravia va dejando cabos sueltos sobre este hecho, que acaban relacionando a los personajes principales, para que permanezcamos atentos a la lectura.

Así se explica el final dramático donde se cruzan las vidas de tres de los amantes de Adriana: el oficial de policía secreta, Astarita, que ama a esta hasta la servidumbre, aunque no es correspondido; el siniestro asesino Sonzogno, que la trata como un objeto de su propiedad; y el mencionado Jacobo, que rechaza la idea de estar enamorado de ella. 

La romana , publicada en 1947, es una novela que se lee con facilidad, de la mano de una primera persona, que corresponde a la protagonista, Adriana, la cual cuenta la aventura de su existencia, como los pícaros de los Siglos de Oro. Tras el desconcierto inicial que nos causa, al conocer su decisión de dedicarse libremente a la prostitución, poco a poco, a través de sus reflexiones, acaba causándonos admiración por su vitalidad, capacidad y clarividencia para superar errores, contradicciones y sobre todo situaciones adversas: “Qué traición ni traición… se ha matado, ¿qué más quieren?, ninguno de ustedes dos hubiera tenido coraje de hacer otro tanto… y les digo también esto: ustedes dos no tienen ningún mérito si no han traicionado… porque son dos desgraciados, dos pobretones, dos miserables, y si las cosas van bien, tendrán al final lo que nunca han tenido y estarán bien ustedes y sus familias… pero él era rico, había nacido en una familia rica, era un señor, y si lo hacía era porque creía en ello y no porque esperaba nada… él tenía mucho que perder, al contrario de ustedes que solo pueden ganar… eso es lo que digo… y debieran avergonzarse de venir a hablarme de traición”. Con estas palabras lúcidas les réplica a los dos compañeros de Jacobo, que le habían insistido en la traición de éste, al delatarlos a la policía.

 

Hablaremos de esta novela de Alberto Moravia el 25 de septiembre, miércoles, a las 18 horas, en Club de Lectura del IES Gran Capitán.

 

La historia de una espera

Tom, casado con Berta Isla, define así a los espías: “Nosotros somos las atalayas, los fosos y los cortafuegos; somos los catalejos, los vigías, los centinelas que siempre estamos de guardia, nos toque esta noche o no. Alguien tiene que estar atento para que el resto descanse, alguien ha de detectar las amenazas, alguien ha de anticiparse antes de que sea tarde”. Porque, en efecto, esta última novela de Javier Marías, publicada en 2017, trata de este tipo de personas, que, según la definición de la RAE, observan o escuchan lo que pasa con disimulo y secreto para comunicarlo, después, al que tiene interés en saberlo, que normalmente es el Estado. Personas que garantizan que las cosas, incluidas las más corrientes, como que haya pan en las panaderías o  que cada uno reciba a fin de mes su salario, sucedan con normalidad. Personas imprescindibles e insustituibles, que están rindiendo un servicio esencial a los demás y que no pueden desaparecer, para que todo funcione.

La historia se cuenta desde dos puntos de vista: comienza con un narrador omnisciente que nos presenta a los personajes y la difícil situación en la que se encuentran, a pesar de que se conocían desde casi niños: “Berta Isla sabía que vivía parcialmente con un desconocido. Y alguien que tiene vedado dar explicaciones sobre meses enteros de su existencia se acaba sintiendo con licencia para no darlas sobre ningún aspecto. Pero también Tom era, parcialmente, una persona de toda la vida, que se da por descontada como el aire. Y uno jamás escruta el aire”. 

Después, la voz narradora pasa a la propia protagonista, la cual cuenta la vida con su marido, un hombre reclutado para los servicio secretos, por sus excepcionales cualidades para las lenguas y los acentos. La novela es, en este sentido, la historia de una espera, que se refleja en la imagen de ella misma asomada al balcón de su piso con la mirada perdida, como Penélope, que de noche destejía lo que había tejido de día, aguardando el regreso de Odiseo. Una espera y también la obligación de convivir en medio de la ocultación y el miedo, lo cual le lleva a plantearse el dilema de seguir o no al lado de Tom, “ignorando la mitad de su existencia (…), sin saber en qué andaba metido ni cuánto se manchaba las manos y el ánimo, si engañaba mucho, si traicionaba a quienes lo considerarían compañero o amigo, si los enviaría a prisión o a la muerte, y todo ello sin preguntar. Con riesgos para mí y para el niño…”.

Y es que, por encima de la anécdota y de la intriga, en torno a lo que sucede, que sabe generar Javier Marías, está su estilo introspectivo, ese indagar en el pensamiento de los personajes, en sus dudas, al tomar una decisión, como el dilema Berta, o las de Tom para contarle a esta lo que le obligó a llevar la vida de agente secreto; en la necesidad de callar lo que sucede en las misiones secretas, que para eso son estrictamente confidenciales: “Nada de eso existe para ti. No debería existir ni para mí. De hecho no existe, como quieres que te lo diga. No acontece, no tiene lugar (…) Estamos obligados.  Para siempre. De lo contrario nos acusarían de revelar secretos de estado, y eso no es ninguna broma, te lo aseguro”; en las dolorosas ausencias necesarias, que separan de su familia al que trabaja en este menester; en los posibles escrúpulos morales por haber propiciado la detención de quienes han depositado la confianza en ti. 

O reflexionar sobre la diferencia entre los servicios secretos de una democracia avanzada, como Inglaterra, que supuestamente deben atenerse a leyes estrictas y estar controlados por políticos elegidos y por jueces honrados, y los llamados sociales de nuestra dictadura, hacia los que sentíamos aversión y desprecio, por su comportamiento despiadado e indigno; sobre la veleidad del pueblo que nunca es responsable de nada: “¿Qué culpa tuvo del franquismo en España, como del fascismo en Italia o del nazismo en Alemania y Austria, en Hungría y Croacia? ¿Qué culpa del estalinismo en Rusia ni del maoísmo en la China? Ninguna, nunca; siempre resulta ser víctima y jamás es castigado”; o sobre la asunción de la muerte de un ser querido y el largo periodo en el que su ausencia se siente como transitoria.

Estas introspecciones a veces van acompañadas de textos de dos escritores ingleses: Shakespeare y  Eliot. Por ejemplo, una escena de Enrique V, en la que el Rey, la noche antes de la batalla, haciéndose pasar por una persona normal y corriente, escucha cómo un soldado se pregunta por la causa de la guerra, le sirve a Berta para cuestionar las razones por las que actúa su marido.  O el verso “Como la muerte se parece a la vida”, perteneciente al poema “Little Gidding”, describe la situación de Tomás, que lleva casi dos años sin regresar a casa, pues ambas, la muerte y la vida, son posibles en su caso: “Podía no regresar nunca, en todo caso, aunque aún respirara en un lugar lejano. Yo podía optar por no esperarlo más o seguirlo esperando, cabía ‘declararlo’ muerto a todos los efectos o ‘decidir’ que todavía pisaba la tierra y cruzaba el mundo; todo interiormente, para mis adentros”.

Hay también críticas a las malas prácticas de los Estados: “Si usted supiera la cantidad de gente en el mundo que cobra por no hacer nada, por figurar en un consejo de administración o ser miembro de un patronato, por asistir a un par de reuniones al año, por asesorar sin asesorar. En realidad cobra por estarse quieta y callar. Los Estados cargan con parásitos, y lo hacen de sumo grado”. Así, le justifica Tupra a Berta el sueldo que va a cobrar sin hacer absolutamente nada.

En el último tramo de la novela, cuando la ausencia de Tom se prolonga, cambia el punto de vista en favor de un narrador omnisciente, que le permite  a Javier Marías distanciarse de la historia, sin renunciar al mundo interior de los personajes, y al mismo tiempo aunar las perspectivas de ambos. Pero no solo eso, pues en la historia hay un cabo suelto, una intriga sin resolver, relacionada con Janet, que se retoma. El confidente de este secreto, y a través de él nosotros los lectores, es Mr Southworth, antiguo profesor de Tom en la universidad y con quién éste conversaba, cuando se le comunicó su posible implicación en la muerte de esta  joven.

Reaparece también la voz narradora de Berta para cerrar la novela. Ella y su futuro marido, cuando se enamoraron, no dudaban de que iban a ser importantes en la vida; pero con el tiempo, como suele ocurrir con todos los jóvenes, a medida que pasa el tiempo y se hacen mayores, toman conciencia de que pertenecen “a esa clase de personas que no se ven protagonistas ni de su propia historia, sacudida por otros desde el principio; que descubren a mitad del camino que, por únicas que todas sean, la suya no merecerá ser contada por nadie”. 

Las novelas de Javier Marías no defraudan, pues además de sus argumentos muy bien trabados y, en el caso de Berta Isla, su capacidad para generar la intriga y mantenerla hasta el final, está su estilo original, inconfundible; su frase larga para introducirse en la mente de los personajes y explorar los recovecos de la psicología humana.

La fuerza de una mujer para luchar contra la adversidad

El prólogo con el que se inicia esta novela, publicada por primera vez en 2007, es inquietante, por las referencias a una vida pasada infeliz; y el primer capítulo confirma este desasosiego, con la protagonista, Rebecca, que regresa a su casa del trabajo, en un cadena montaje de Chautauqua Falls, por un camino solitario de sirga, y es seguida por un individuo bien vestido y con un sombrero panamá: “El puente en Poor Farm Road estaba todavía a kilómetro y medio. ¿Cuántos minutos? No era capaz de calcularlo: ¿veinte? Y correr estaba descartado. Se preguntó qué sucedería durante aquellos veinte minutos”.

Mientras esto sucede, evoca, a través de un narrador omnisciente, su vida actual, con un hijo de tres años que la espera en casa de unos amigos; y un marido, Niles Tignor, que se ausenta durante semanas por razones supuestamente de trabajo. Pero también recuerda, veinte años atrás, en 1939, la vida con sus padres, que se vieron obligados a emigrar a Estados Unidos huyendo del nazismo; su difícil  integración en este país, sobre todo por las dificultades para aprender el nuevo idioma y por la decisión absurda de no hablar alemán ni siquiera en la intimidad de la casa. 

A estas dificultades de adaptación hay que añadir: el carácter violento y atormentado del padre, Jacob Schwart, como consecuencia de las calamidades pasadas, que lo habían llevado de profesor de Matemáticas en Munich, al trabajo agotador de sepulturero en Milburn, con un salario miserable; las crisis nerviosas de una madre pusilánime y tartamuda, Anna, que había sido una muchacha bonita y esbelta, que tocaba el piano en Alemania; los problemas de conducta del hermano mayor en la escuela; la vida miserable en la casa al lado del cementerio; el olor a hierba podrida, que impregnaba la piel y el pelo; las burlas de la gente del pueblo.

La situación en su familia se degrada de tal forma, sobre todo a raíz de la enfermedad de la madre, que se vuelven como animales, chapoteando en la miseria y en la suciedad: “Con frecuencia la comida se devoraba sacándola de la pesada sartén de hierro que permanecía más o menos continuamente sobre el fogón, tan cubierta y encostrada de grasa que ni siquiera era necesario limpiarla. Había además harina de avena en una olla en el fogón que tampoco se limpiaba nunca. Siempre había pan, mendrugos y cortezas de pan, y galletitas saladas Ritz, que se comían a puñados; latas de conservas: guisantes, maíz, remolacha, chucrut, judías verdes y alubias cocinadas que se comían directamente de la lata con una cuchara”. 

Los momentos de ternura y alegría son como leves destellos, en medio de la oscuridad, por ejemplo entre ella y su madre: “Rebecca secaba la vajilla para ayudar a mamá. Eran momentos felices para Rebecca. Sin que mamá diera la menor señal de notarlo, y menos aún de que lo considerase molesto, Rebecca podía pegarse a sus piernas, que despedían una tibieza extraordinaria. A través de unos párpados casi cerrados miraba hacia arriba, para ver a mamá que también la miraba”. O cuando esperan infructuosamente la llegada desde Europa, en el barco Marea, de la hermana de Anna y su familia, y comienzan a hacer planes para acondicionar mejor la casa, de manera que pudieran alojarse junto con ellos.

Pero el sentimiento de odio hacia todas las personas, incluidas ella y su madre, que se apodera del padre, como consecuencia del rencor y la frustración, desemboca en un estallido de violencia extrema.

Lo sorprendente es la sensatez que demuestra Rebecca, después de haber vivido en un ambiente familiar tan hostil, por ejemplo, cuando conocemos, a través del estilo indirecto libre, su pensamiento crítico sobre las clases que le daban en el instituto: “La asignatura que menos le gustaba era el álgebra. ¿Qué tenían que ver las ecuaciones con las cosas de verdad? Y en la clase de Lengua se veían forzados a memorizar poemas de Longfellow, Whittier, Poe, ridículas cantarinas, ¿qué tenían que ver las rimas de los poemas con las cosas?”. O cuando le pregunta con una lógica aplastante a la señorita Lutter, que acabó adoptándola: “¿Por qué permitió Jesús que lo crucificaran, señorita Lutter? No tenía por qué hacerlo, ¿verdad que que no, si era hijo de Dios?”.

Sin embargo, la adversidad va a seguir formando parte de su vida, después de casarse supuestamente con Tignor: “Bebía con él en las primeras horas de la mañana cuando no conciliaba el sueño. A veces lo tocaba, con suavidad. Con el cuidado de una mujer que toca a un perro herido que podría volverse contra ella, gruñéndole”. Incluso cuando huye con el hijo de ambos, Niley, y parece que las cosas le van ir mejor, la sombra de la violencia la persigue, o al menos eso es lo que se transmite a los lectores, que en cualquier momento esperamos su reaparición, quizá por el peso de un pasado que trata de olvidar o porque es una mujer frágil, insegura y vulnerable: “parecía una llama vertical, erguida, atraía las miradas, deslumbraba; pero una llama, después de todo, es una cosa delicada, una llama puede verse amenazada de repente, destruida”.

Se ve forzada a cambiar de identidad, convirtiéndose en Hazel Jones, lo cual le va a permitir continuar con su vida, así como encontrar la felicidad con Chet y la esperanza de un futuro para su hijo como pianista; pero la autora estadounidense, en un audaz juego de simetrías, aún nos tiene reservadas más sorpresas: la reaparición del hombre con el sombrero panamá, Byron Hendricks; el retorno del presentador del programa de jazz que escuchaba, de forma obsesiva, el hijo de la protagonista, cuando era pequeño; la vuelta del espíritu atormentado de la familia Schwart, que parece concentrarse en las manos delicadas de éste, con toda su fuerza, con sus ventajas e inconvenientes; el regreso a sus orígenes, como empleada de hotel, de la propia Hazel Jones, antes Rebecca Schwart; y sobre todo el reencuentro, mediante un delicioso intercambio de cartas, con su prima Freyda, 57 años después de que soñara con su llegada a Milburn. 

Para contar esta historia de violencia y superación, Joyce Carol Oates utiliza una escritura fluida y sencilla, que en ocasiones se ve interrumpida por frases filosóficas, algunas de grandes pensadores, que reflejan el temperamento obsesivo de los personajes, particularmente del padre: “La humanidad teme a la muerte… ¡Ocúltales tu debilidad y un día se lo devolveremos con creces!.. El individuo es confusión… La vida es lucha incesante, conflicto”.

Demuestra, además, una gran capacidad de sugerencia, dando a entender, por ejemplo, la violencia, a través de las consecuencias de la misma: “Rebecca se movía con dificultad y ocultaba el pelo bajo un pañuelo. En la cadena de montaje se vio que tenía la cara hinchada, y que su gesto era huraño. Cuando se quitó las gafas de sol con montura de plástico, de la clase barata y risueña que se compraba en las farmacias, y las reemplazó por los anteojos protectores se pudo ver que tenía el ojo izquierdo hinchado y amarillento. Cuando Rita le dio un codazo y le dijo al oído: «Vaya, corazón, ha vuelto. ¿No es eso?», Rebecca no respondió.”

Sus descripciones son impresionistas y mordaces: “Tignor era como una gran luna de rostro maltrecho en el cielo nocturno, y sólo veías la parte brillantemente iluminada, resplandeciente como una moneda, pero sabías que había otro lado, oscuro y secreto. Los dos lados de la luna marcada de viruela eran simultáneos, pero querías pensar, como una niñita, que sólo existía la parte iluminada”. Y sus imágenes expresivas y contundentes, como un golpe en pleno rostro: “Tenía la cabeza tan vacía como una nevera arrojada en un vertedero.”

La hija del sepulturero es una novela cuyo interés no decae en sus cerca de setecientas páginas, fundamentalmente por la fuerza y autenticidad de su protagonista, inspirada en su propia abuela, una mujer que tuvo que luchar contra un destino incierto e impregnado de violencia machista, y que representa un modelo de superación ante la adversidad, al descubrirnos cada día una razón para seguir viviendo dignamente. En este sentido, ha declarado Joyce Carol Oates: “Me gusta poner a los personajes en momentos de crisis para conocer su coraje, no es la violencia en sí lo que me interesa.”



Aquí no son ustedes mujeres, sino dependientas

Al leer Tea Rooms (1934), la primera novela que me viene a la cabeza es La Colmena de Camilo José Cela, pues ambas se desarrollan en su mayor parte en el interior de un local de ambiente relajado, a donde acuden personajes de distinta clase social y que ejercen diferentes profesiones. En las dos novelas vemos desfilar a la sociedad madrileña de la época, con una diferencia de 10 ó 15 años, que son los que separan la II República de la Dictadura franquista; pero, mientras el autor gallego se limita a mostrar con objetividad las vidas de estos personajes, Luisa Carnés  se detiene especialmente en las mujeres que trabajan en el salón de té, hasta descubrirnos el origen de sus desgracias: “Todos conocen ya su historia en el salón. La repite a cada momento. Parece encontrar en su origen miserable, en su vida de privaciones, un motivo de vanidad: el mismo que suscita en otros la opulencia. Tal vez alimenta la tesis de que la única nobleza del globo la constituye la casta de los oprimidos, y le enorgullece pertenecer a ella. Detalla la desventura de su hermana mayor, abandonada por el novio después de cuatro años de relaciones. («Cuando la hizo la niña, se largó»). La tragedia de su padre, parado hace cerca de un año. («Dice que un día se tira al Metro»). El constante batallar de su madre con las amas de casa pudientes; y luego, «aquellos críos», torturados por todas las escaseces imaginables”.

Así, resume la desgraciada historia de su familia, Marta, una chica que se siente orgullosa de pertenecer a la clase social de los oprimidos. Pero Luisa Carnés trasciende las vidas individuales de estas mujeres, hasta convertirlas en representativas del grupo social de personas menos favorecidas, al que pertenecen Marta y el resto de las que trabajan en el salón de té, incluida la protagonista, Matilde.

Al escribir esta novela, la autora se basa en su propia vida, pues trabajó durante un tiempo en un local de estas características, en Madrid, lo cual  explica la veracidad y el realismo de lo que cuenta. De hecho, la protagonista es un trasunto suyo y, a través de ella, expone su compromiso y solidaridad con los explotados, que se sienten desesperados por su situación: “Yo sí leo los periódicos -le dice Matilde a Antonia-. En todo el mundo, los obreros recorren las calles, hambrientos, y los niños se mueren de frío y de hambre. Las grandes fábricas, las minas , los comercios, las industrias, cierran sus puertas en todos los países. Cada día que pasa aumenta el número de hambrientos y de parados. Los campesinos se apoderan de las tierras y se las reparten. Los obreros asaltan las tiendas de comestibles. Los hambrientos quieren comer”.

Está haciendo referencia, con estas palabras, a la utopía comunista, pues hacía pocos años se había producido en Rusia la Revolución de Octubre, que despertó en las clases bajas de todos los países del mundo, incluido España,  la ilusión de que un mundo más justo es posible.

Pero las verdaderas protagonistas de Tea Rooms son las mujeres, doblemente discriminadas, como mujeres y como trabajadoras. Los casos más dramáticos son el de Marta, que tiene que prostituirse para sobrevivir, y el de Laurita, que queda embarazada del novio y acaba muriendo al abortar: “Ahí dentro, en una habitación reducida de paredes azuladas, queda el cuerpo exangüe de Laurita, envuelto en una sábana. Ayer tarde estaba en el salón de té, se movía de un lado para otro, sonreía llena de vida, hablaba, y ahora está inmóvil, marcado el rostro por una trágica amarillez, perdida hasta la última gota de su sangre juvenil”.

Luisa Carnés, por boca de Matilde, responsabiliza a la sociedad de esta discriminación de las mujeres: “Pero la sociedad no parece conmoverse por estos acontecimientos. Desde hace milenios vienen perpetrándose abortos ilegales y prostituciones sin que nadie se asombre por ello. La sociedad viene causando víctimas desde hace millares de años. Por lo tanto, no es una sociedad humanitaria. Es una sociedad llamada a desaparecer”.

Por eso, plantea la emancipación y la lucha por la verdadera igualdad de las mujeres -de ahí su mirada innovadora que la hace plenamente vigente- a través de la cultura y el trabajo más cualificado, que les hará pensar por sí mismas, al margen de la voluntad del marido, del padre, del jefe de la oficina o del patrono de la fábrica.

Esta defensa de los derechos de la mujer supone para Luisa Carnés un paso adelante en su compromiso social, que hay que enmarcar en las políticas progresistas del Frente Popular, así como en su acercamiento al Partido Comunista.

Tea Rooms, en este sentido, encaja dentro de la narrativa social anterior a la Guerra Civil, a la que pertenecen también otros autores, como Ramón J. Sénder, César Muñoz Arconada o Joaquín Arderius, y que tiene como fin transmitir a los lectores la necesidad de mejorar la condición de la clase trabajadora y de los más desprotegidos de la sociedad, en particular las mujeres. Esta finalidad explica el lenguaje sencillo en que está escrita, el predominio del diálogo, la preferencia por personajes que representan a un grupo social, la linealidad narrativa, y los monólogos reflexivos: “Los hombres que desfilan por el salón apenas miran a la dependienta. La dependienta, dentro de su uniforme, no es más que un aditamento del salón, un utilísimo aditamento humano. Nada más. Ella corresponde a esta indiferencia con desprecio. Para ella, el público se compone de una interminable serie de autómatas; de seres de ojos, palabras y ademanes idénticos -todos la misma actitud: el índice, tieso, indicando el dulce elegido y un brillo glotón en los ojos; un brillo repugnante- “Aquí no son ustedes mujeres; aquí no son más que dependientas”.

 

Hablaremos de Te Rooms de Luisa Carnés, el próximo 26 de junio, miércoles, a las 11:30, en el Club de Lectura del IES Gran Capitán. Será la última sesión de este curso académico.

 

Las palabras no se las lleva el viento

Gabriel se empeña en reunir a toda la familia, con motivo del cumpleaños de la madre, ya octogenaria, después de veinte años de pequeñas desavenencias y tensiones; pero estas amenazan con aflorar, porque las palabras no se las lleva el viento y están cansados de fingir que no pasa nada.

Este es el esquema argumental de Lluvia fina, última novela de Luis Landero, cuyos personajes nos resultan familiares, ya que se sienten insatisfechos y parecen vivir en la ficción. Son personajes que sueñan, buscando un sentido a la vida, que fantasean, como el padre que se inventaba historias, que tenían como protagonista al Gran Pentapolín, supuestamente un antepasado de la familia; u Horacio, al que le gustaba viajar con la imaginación, como los niños: “Un día le dijo -a Sonia- que quería tener dos hijos, que se llamarían Ángel y Azucena. Hablaba de ellos como si ya existieran y los viese correteando por el piso, y lo que más le preocupaba era que pudiesen hacer un estropicio con los juguetes o los cómics”; o Andrea que, primero, sueña una vida en común con Horacio, del que estaba locamente enamorada, aunque éste acabó casándose con su hermana mayor, y, después, con convertirse en una gran compositora e intérprete de canciones; o Gabriel que experimenta un interés desmedido por las cosas más insospechadas y heterogéneas, como el ajedrez, el yoga, la recolección de setas, la alquimia, la botánica, el esoterismo o el bricolaje; pero que lo mismo que surge se marcha, provocándole una insatisfacción permanente.

Las desavenencias entre los miembros de la familia hunden sus raíces en un pasado compartido, que recuerdan unos y otros, aunque de forma diferente y, a veces, antagónica, por ejemplo, la visita de Horacio a la mercería que daría lugar con el tiempo a su casamiento con Sonia, lo cuenta esta como algo orquestado por la madre, para quien, en cambio, se trató de un hecho casual. Por eso, la historia de esta familia no acaba nunca, porque cada uno de los componentes tiene su versión de cada episodio, con sus bifurcaciones y detalles, que cuentan a la confidente preferida por todos, Aurora, la cual, además de escuchar, tiene que “comentar, comprender, moderar, orientar, consolar, condolerse, alegrarse, negociar los silencios, ofrecer consejos y esperanzas…”.

Andrea es la más ligada al padre y por ende al pasado: “Porque yo creo en el ayer —dijo Andrea—. Ahora la gente se olvida enseguida de las cosas, pero yo no, yo creo en el ayer. Yo miro atrás todos los días y veo las huellas de mis pasos marcadas en el polvo del tiempo. Los recuerdos arden dentro de mí. ¿Cómo pudo mamá tirar a la basura el retrato del Gran Pentapolín? ¿Cómo se atrevió?”. Es un personaje inseguro y contradictorio, pues, si le dices que es feliz, te contesta enumerando sus desgracias, y viceversa. Su gran secreto y su gran tragedia es que se enamoró de Horacio de golpe y para siempre, oyendo a su madre hablar de él.

Gabriel, en cambio, adora a la madre, que siempre le ha favorecido como hijo varón. Sus hermanas, por eso, lo consideran un privilegiado, una persona feliz por naturaleza, casado con una mujer maravillosa, Aurora, y que sabe disfrutar el presente. Pero él también vive pendiente del pasado, pues la propia fiesta que quiere organizar tiene como finalidad cerrar viejas heridas y demostrar el amor y el cariño que tiene hacia su madre y hermanas y que hasta ahora, según él, no ha demostrado.

Sonia es la hija mayor, que sueña con viajar y aprender idiomas, pero a la que su madre, primero, obligó a hacerse cargo de la mercería, con 14 años, impidiéndole seguir estudiando, y, después, a casarse con Horacio, un joven al que no quería y del que acabó divorciándose. Ahora es feliz con su nueva pareja, pero también está condicionada por este pasado infeliz y frustrante.

Aurora tiene la virtud de saber escuchar, de ponerse en el lugar del otro, sin juzgar. Por esa razón, los demás le cuentan sus problemas: “Sonia y Andrea debieron de detectar de inmediato su carácter indulgente y acogedor, su mansedumbre y su aptitud innata para las confidencias, para escuchar y comprender y hacer suyos los relatos ajenos, porque enseguida empezaron a contarle pasajes de su vida, cada vez con más detalle, con más hondura e intención, con más libertad, y diríase también que con más desvergüenza”. No obstante, a ella también le gustaría que la escucharan: “Si tuviese a alguien a quien contarle sus recuerdos, una Aurora que la escuchara y acogiera con gusto sus palabras, quizá lograra comprender algo, o al menos desahogarse y aliviar esta pena que desde hace tiempo la carcome por dentro”. Pero no es así y la presión que sufre explica su sorprendente y desdichado final.

Se trata pues de una novela de personajes. Por eso, en su mayor parte, es dialogada y Landero demuestra gran habilidad para cruzar unos diálogos con otros, sin previo aviso, aunque se desarrollen en momentos diferentes, como por ejemplo aquí, donde mezcla uno entre Andrea y Gabriel, con otro posterior, que mantienen éste y Aurora:

“—Anoche te llamé cuatro o cinco veces y comunicabas —dijo Gabriel.

—Estaría hablando con Sonia —dijo Andrea.

—Sí, ya me ha dicho que estuvisteis hablando.

—¿Entonces para qué preguntas?

—Es tremenda. Siempre tiene la escopeta cargada. No hay palabra o silencio a los que no le saque punta.

—Ya sabes cómo es —dijo Aurora—. No sé de qué te extrañas. ¿Y tú qué le dijiste? —Nada, qué le iba a decir. Que qué le parecía la idea de hacerle una fiesta a mamá”.

Esto le da continuidad y viveza a lo que cuenta, porque los cruces o pequeños saltos de un diálogo a otro, siempre guiándose por el sentido, por lo que se está hablando, los repite, a lo largo de la novela, hasta formar una tupida red.

No utiliza, por tanto, un único punto de vista de narrador omnisciente, sino que son tantas perspectivas como personajes, porque no hay verdades absolutas en la memoria subjetiva, sino pequeños trozos de verdad y de mentira. No obstante, Aurora, escuchándolos a todos, hace de filtro para contar la historia.

Luis Landero sigue demostrando un extraordinario dominio del lenguaje y un fino sentido del humor, como por ejemplo, al describir la eclosión de la sexualidad en Sonia y cómo empezaba a gustar a los hombres, casi sin ser consciente de ello: “Mi propio cuerpo se sabía atractivo y hacía por su cuenta, sin que yo lo supiera, todo lo posible por gustar y excitar. Te juro que yo no era consciente de aquella conspiración del cuerpo contra mi verdadera voluntad. El pelo, que siempre lo tuve largo y espeso, ya no me obedecía. El culo y las caderas me llevaban como alzada en un trono, y el busto, las tetas, los hombros, parece que se sentían bien en aquellas alturas, tan a la vista de los hombres, tan expuestas a la admiración o a la curiosidad de unos y otros”.

Lluvia fina es una reflexión sobre la verdad y la mentira, sobre si la primera es necesaria para la convivencia, como sostiene Sonia, o si es la segunda la que la garantiza, como opina Guillermo. Leyendo esta novela y profundizando en los personajes; empapándose de la lluvia fina que constituyen sus historias, cualquiera se puede ver reflejado, porque todos hemos vivido experiencias parecidas en nuestras relaciones, no sólo familiares; todos hemos sentido esos agravios, esos pequeños rencores, que duermen en nuestro interior y que en un momento dado pueden salir a la luz.

En las entrañas del nazismo

El orden del día, premio Goncourt 2017, no es una novela al uso donde se cuenta una historia de ficción cronológicamente, pues su autor, Eric Vuillard recrea, utilizando fuentes diversas, una reunión secreta de Hitler con un grupo de grandes empresarios alemanes que acabaron donando grandes cantidades de dinero para financiar la campaña electoral del partido nazi, con la excusa de conseguir la estabilidad para Alemania. Es el primer paso del ascenso de Hitler al poder y de su dominio de Europa, con las consecuencias catastróficas que todos conocemos.

Vuillard va alternando diferentes momentos del pasado en su reconstrucción: antes de la guerra; al inicio de esta, cuando los grandes empresarios alemanes financian al partido nazi; durante la “invasión” de Austria; en el juicio de Núremberg; etc.

Una voz en primera persona, cuya identidad desconocemos, aunque puede ser el propio autor, cuenta los hechos y reflexiona sobre ellos, y juzga a los personajes. A veces, se vale de la ironía: “los venerables patricios intercambian palabras ligeras de tono, respetables; uno tiene la impresión de asistir a las primicias un tanto artificiales de una fiesta al aire libre”. Y en otras ocasiones utiliza metáforas descalificadoras: “Eran veinticuatro, junto a los árboles muertos de la orilla, veinticuatro gabanes de color negro, marrón o coñac, veinticuatro pares de hombros rellenos de lana, veinticuatro trajes de tres piezas y el mismo número de pantalones de pinzas con un amplio dobladillo”.

Leyendo estos pasajes, como también las conversaciones distendidas sobre música clásica, entre el que era Presidente de Austria, Schuschnigg, que pactó la entrega de su país a la Alemania nazi, y Seyss-Inquart, que ejercerá de Ministro sin cartera en el gobierno de Hitler; o el júbilo con el que esperaban los austriacos la llegada de los nazis, se nos hiela la sangre, al pensar cómo contribuyeron unos y otros al origen y crecimiento de la bestia.

Hay un pintor, Louis Soutter, ya anciano en aquella época y al que se refiere Vuillard en la novela, que, al final de su vida, dibujó sus angustias en forma de personajes oscuros, retorciéndose como alambres, y que parece estar presagiando con ellos los horrores del nazismo. Es la pincelada lírica de la novela.

Pero lo que sorprende es la mediocridad del ejército alemán, cuando avanza lentamente, en dirección a Austria: “Lo que acababa de averiarse no eran sólo unos tanques aislados, no era sólo un pequeño carro blindado aquí y allá: era la inmensa mayoría del ejército alemán; y ahora la carretera ha quedado enteramente bloqueada”. Una mediocridad que le lleva a afirmar a Vuillard que el mundo se rindió ante un bluff, a pesar de la propaganda alemana de la época, que presentaba a su ejército como una maquinaria de precisión.

También causa desconcierto el apoyo del pueblo austriaco a la invasión de su país por los nazis, así como el de la iglesia y los líderes socialdemócratas: “Con el fin de consagrar la anexión de Austria, se convocó un referéndum. Se detuvo a los opositores que quedaban. Los sacerdotes instaron desde el púlpito a votar a favor de los nazis y las iglesias se ornaron con banderas con cruces gamadas. Hasta el antiguo líder de los socialdemócratas pidió que se votara sí. Apenas se alzó alguna voz discordante. El 99,75% de los austriacos votó a favor de la incorporación al Reich”.

Sólo los más de mil setecientos suicidios acaecidos en una semana, se convierten en actos de resistencia y rechazo hacia los nazis, que ya humillaban a los judíos austriacos, rasurándoles la cabeza, llevándolos a rastras por las calles, obligándolos, a cuatro patas, a limpiar las aceras o a comerse la hierba. Sólo los que se quitaron la vida aquellos días parecieron entender que el crimen estaba cerca. Pero como la abyección no tiene límites y, dado que la mayoría de los suicidas lo hacía con gas y dejaban las facturas sin pagar, la compañía austriaca de gas les cortó el suministro a sus compatriotas.

No es, en efecto, El orden del día, una novela de ficción al uso; pero posee un alto valor literario, que reconocemos en la selección de los momentos históricos y en cómo los va alternando; en la voz narradora que valora los hechos, juzga a los personajes e interpela a los lectores; y sobre todo en el lenguaje cuidado y rítmico con el que está escrita.

Sólo te queda el resquemor de que esas grandes empresas alemanas (Bayer, BMW, Siemens, Shell, Telefunken, etc.), que financiaron al partido nazi y utilizaron mano de obra esclava de los campos de concentración (“Vivían allí negros de mugre, infestados de piojos, caminando cinco kilómetros tanto en invierno como en verano calzados con simples zuecos para ir del campo a la fábrica y de la fábrica al campo. Los despertaban a las cuatro y media… los golpeaban y torturaban”), obteniendo, así, grandes beneficios, no hayan respondido de sus crímenes. Como siempre ha sucedido, a lo largo de la historia, los poderes económicos se adaptan, sin ningún tipo de escrúpulo moral, a cualquier ideología y, además, suelen salir indemnes de sus fechorías, a diferencia de lo que nos ocurre al resto de los mortales.

La evocación de un mundo perdido


Esta novela, publicada en 1958, es el retrato de la decadencia de una familia aristocrática, la casa de Salina, como consecuencia de los cambios que se producen en Italia, a raíz del desembarco de Garibaldi en 1860: la caída de los Borbones, en el Sur, en favor de los Saboya, que se apoyan en la burguesía, y la unificación del país. Esta decadencia se aprecia en pequeños detalles, que va deslizando con sutilidad Lampedusa, el cual se inspira en su propia familia para escribir la novela: “No es preciso que te diga que el «príncipe de Salina» es el príncipe de Lampedusa, mi bisabuelo Giulio Fabrizio; todos los detalles son reales: la estatura, las matemáticas, la falsa violencia, el escepticismo, la mujer, la madre alemana, la negativa a ser nombrado senador. También el padre Pirrone es auténtico, incluso el nombre. Creo que a los dos les he atribuido una inteligencia superior a la que realmente tuvieron. Tancredi es Giò tanto físicamente como por su manera de comportarse; moralmente es una mezcla del senador Scalea y de su hijo Pietro. Angelica no sé quién es, pero recuerda que Sedàra, como nombre, se parece mucho a «Favara». Donnafugata, como pueblo, es Palma; como palacio, es Santa Margherita”.

Se detiene especialmente en la descripción de las cosas inanimadas: “Junto al edificio, un pozo profundo, vigilado por aquellos eucaliptos, ofrecía silencioso los diversos servicios de que era capaz: piscina, abrevadero, cárcel, cementerio. Calmaba la sed, propagaba el tifus, ocultaba personas secuestradas, cobijaba carroñas de animales y cristianos hasta que se reducían a pulidos y anónimos esqueletos”. Pero le interesan sobre todo los objetos artísticos, de tal modo que cada descripción resulta ser un agudo comentario, como esta de los candelabros de la casa de don Diego Ponteleone: “Al fondo se veía una mesa muy larga y estrecha, iluminada por los famosos doce candelabros de vermeil que el abuelo de Diego había recibido como regalo de la Corte de España al finalizar su embajada en Madrid: erguidas sobre altos pedestales de metal reluciente, seis figuras de atletas y otras seis de mujeres, alternadas, sostenían sobre sus cabezas las columnillas de plata dorada en cuya cima ardían doce candelas; la maestría del orfebre había sabido expresar con agudeza la calma segura de los hombres, el esfuerzo gentil de las muchachas, al sostener aquel peso desproporcionado. Doce piezas de primera calidad”. Porque la novela es un elogio continuo de la estética, un canto a la belleza en la que vive la aristocracia.

En correspondencia, utiliza un estilo refinado y elegante, excitando nuestros sentidos, como cuando describe este paisaje nocturno con el que se identifica, el protagonista, gran aficionado a la astronomía: “Abajo, el jardín dormía sumido en la oscuridad; en el aire inmóvil, los árboles parecían de plomo fundido; desde el campanario cercano llegaba el fabuloso silbido de los búhos. El cielo estaba despejado: las nubes que habían asomado al atardecer se habían ido quién sabe adónde, hacia pueblos menos culpables para los que la cólera divina había decretado condenas no tan severas. Las estrellas se veían turbias y sus rayos atravesaban con dificultad la mortaja de aire caliente. El alma de don Fabrizio se lanzó hacia ellas, las intangibles, las inalcanzables, las que dan alegría sin pretender nada a cambio, las que no hacen trueque; como muchas otra veces, imaginó que pronto estaría en aquellas heladas extensiones, puro intelecto provisto de una libreta de cálculos; cálculos dificilísimos…”.

Tras la brillantez del estilo, reconocemos a la casa de Salina, que tiene como emblema el gatopardo. Es una de las señas de identidad de esta novela: que al leerla, aunque no esté escrita desde el punto de vista de ninguno de los miembros de esta familia nobiliaria, tenemos la sensación de que quien narra la historia es alguien muy cercano a ellos, que conoce su vida contemplativa, entregada al ocio y los placeres. No es necesario reparar en la condición de noble de su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, ni siquiera en que esté contando la vida de un antepasado suyo, para tener esta certeza, a medida que avanzamos en su lectura: “Por lo demás, al príncipe las jornadas de caza le deparaban un placer que no dependía tanto de la abundancia del botín como de una multitud de pequeños episodios. Nacía mientras se afeitaba en el cuarto aún en sombras y la luz de la vela confería un aire teatral a sus movimientos al proyectarlos sobre las arquitecturas pintadas en el techo; crecía mientras atravesaba los dormidos salones y, alumbrado por la llama vacilante, iba esquivando las mesas, donde, entre naipes en desorden, fichas y copas vacías, asomaba el caballo de espadas augurándole viriles hazañas; mientras recorría el jardín inmóvil bajo la luz gris y los primeros pájaros de la madrugada agitaban las plumas para sacudirse el rocío; mientras se escabullía por la pequeña puerta enzarzada entre la hiedra…”

La aristocracia se presenta, con un grado de honestidad e integridad, de la que carece la burguesía, interesada en ganar dinero a toda costa, mediante cualquier tipo de artimaña. Así, por ejemplo, don Fabrizio es capaz de perdonar deudas o dejar de cobrar impuestos a sus súbditos, que le admiran y respetan, frente a don Calogero, que ha amasado toda su fortuna, muchas veces, recurriendo a procedimientos de dudosa moralidad. Esta es la imagen edulcorada que mayormente trata de presentarnos Lampedusa, probablemente en un intento por defender la clase social a la que él y sus antepasados pertenecían y que, en la época en la que se desarrolla la historia, está en franca decadencia. Y lo hace desde la amargura y el desaliento de quien ha sido importante y respetado y ya no lo es tanto. Por eso, apenas dice nada del sometimiento y, con frecuencia, humillación de las personas a su servicio, que hay detrás de ese cuidado de las formas, de esos modales exquisitos y de esa supuesta integridad moral. No obstante, a veces, es autocrítico: “toda aquella gente que llenaba los salones, esas mujeres feúchas, esos hombres estúpidos, esos dos sexos jactanciosos, eran sangre de su sangre, eran él mismo; solo con ellos se entendía, solo con ellos se encontraba a gusto. «Quizá sea más inteligente, seguro que soy más culto, pero soy de la misma calaña, debo solidarizarme con ellos.»”. Esta es la contradicción en la que viven los nobles, como don Fabrizio.

Curiosamente, en un momento dado, la supuesta superioridad moral que se atribuye a sí mismo el personaje y, a través de él, el propio autor, la reconoce también en el orgulloso pueblo de Sicilia: “los sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria; toda intromisión de extraños, ya sea por el origen o –si se trata de sicilianos–por la libertad de las ideas, es un ataque contra el sueño de perfección en que se hallan sumidos, una amenaza contra la calma satisfecha con que aguardan la nada; aunque una docena de pueblos de diversa índole hayan venido a pisotearlos, están convencidos de tener un pasado imperial que les garantiza el derecho a un entierro fastuoso”. Con lo cual, se produce una extraña identificación, con base en la inmovilidad, que nos sorprende, porque el pueblo malvive en la miseria, mientras que el Príncipe nada en la abundancia, y nos llena de curiosidad sobre el devenir de la historia que se cuenta.

En el mundo de los ricos, sean de rancio abolengo, como la familia Salina o de origen dudoso, como la de don Calogero, que también ha accedido a esta clase social, hay oscuros intereses. Incluso tras un sentimiento noble como el amor, se ocultan secretas aspiraciones, como las que tienen Tancredi y Angélica, cuando se casan. Pero también las clases humildes se guían por razones materiales y el mejor ejemplo lo tenemos en el tío del padre Pirrone, que llevaba sin hablar con la familia veinte años, por un asunto de tierras; pero que accede a un matrimonio de su hijo con una sobrina de éste, cuando conoce la dote que le va a corresponder.

No obstante, y esto es un valor más de la novela, los personajes evolucionan y cambian, a medida que se relacionan con los demás. Así, don Fabrizio, acaba apreciando la sabiduría y el pragmatismo de don Calogero, a pesar del desprecio que le causa su rudeza; y éste igualmente acaba valorando la educación y las buenas maneras de aquel, que hasta ese momento consideraba superfluas.

Don Fabrizio tiene la certeza, al final de su vida, de que el último Salina es él, porque Garibaldi se había salido con la suya: “Era inútil que intentara convencerse de lo contrario: el último Salina era él, el escuálido gigante que en aquel momento agonizaba en el balcón de un hotel. Porque un linaje noble solo existe mientras perduran las tradiciones, mientras se mantienen vivos los recuerdos; y él era el único que tenía recuerdos originales, distintos de los que se conservaban en otras familias”.

En efecto, es así, aunque sus tres hijas se empeñen inútilmente en dar continuidad a la casa nobiliaria, hasta que son abandonadas por su mayor aliado, la iglesia, y Concetta, una de ellas, acaba tirando a la basura el último símbolo de aquella, el perro disecado y conservado durante años: “Mientras se llevaban a rastras el guiñapo, los ojos de vidrio la miraron con la humilde expresión de reproche que aflora en las cosas a punto de ser eliminadas, anuladas. Unos minutos después, lo que quedaba de Bendicò fue arrojado en el rincón del patio que el basurero visitaba cada día: mientras caía desde la ventana, recobró por un instante su forma: hubiera podido verse danzar en el aire a un cuadrúpedo de largos bigotes, que con la pata anterior derecha levantada parecía imprecar. Luego todo se apaciguó en un montoncito de polvo lívido”.

Si la diferencia entre la buena y la mala literatura estriba en la forma, no hay duda de que El Gatopardo pertenece a la primera. Pero su valor va mucho más allá de lo formal, pues la historia nos atrapa desde el principio, con personajes complejos e imprevisibles: unos se adaptan a los cambios, para seguir gozando de sus privilegios, mientras que otros anteponen la fidelidad a sus principios a todo lo demás, con el coste que ello supone. Además, Lampedusa acierta plenamente con un final simbólico e imaginativo, que nos sorprende y nos hace volver sobre lo leído.

Hablaremos de esta El Gatopardo de Lampedusa el próximo miércoles, 15 de mayo, a las 18:30, en el Club de Lectura de nuestro instituto.

Teatro que recoge el latido social

Preferentes de Miguel Ángel Jiménez Aguilar es una obra de teatro escrita con sencillez e inteligencia, donde se aborda uno de los fraudes bancarios que ha causado mayores perjuicios a la sociedad, particularmente a los sectores más desprotegidos: la venta de las llamadas acciones preferentes a unos 700.000 clientes, la mayoría personas mayores, que desconocían el riesgo de su adquisición.

Desde el principio, queda claro que la protagonista, Carmen, ignora el riesgo de invertir en las acciones, que le propone Félix, empleado del banco y amigo de la familia:

“CARMEN: Participaciones. ¿Y eso qué es? ¿Qué diferencia hay? Explícame.

FÉLIX: Participaciones preferentes se llaman exactamente. Pero tú no te preocupes por eso. No tienes nada que temer, ni tienes que hacer nada. Sólo dejarnos que metamos ahí un dinero. Piensa que es un siete por ciento. ¡Un siete por ciento! Carmen” (pág. 28).

De esta confianza ciega en el banco de toda la vida se parte en la obra; pero el lector sabe que, tras la seguridad con la que habla Felix a Carmen, hay gato encerrado. Por eso, el conflicto se plantea, desde el principio, como se sugiere también el drama personal de esta mujer, cuyo marido experimenta los síntomas iniciales de Alzheimer y cuya hija, que vive en el extranjero, atraviesa por dificultades. Con lo cual hay, en realidad, un doble conflicto: el social y el personal.

La estructura de Preferentes es la de un juicio, porque el tiempo de estas conversaciones ha pasado y la estafa, que ya se ha producido, está siendo juzgada: Con la venia, Aportación de pruebas, Turno de la acusación, Protesta admitida, Turno de la defensa, Turno de alegaciones, Visto para sentencia y Veredicto.

A pesar de esta estructura, en el desarrollo de la obra, se mezclan la acción del juicio con las conversaciones entre empleado de banco y cliente, que tuvieron lugar antes, pasándose de una a otras, del presente al pasado, con sutilidad y eficacia dramática, pues le basta, a veces, un simple cambio en el tiempo verbal: “Pero su estado de enajenación mental -se refiere a su marido- era tal ya entonces, que no pudo siquiera entrar conmigo en la oficina. Tuvo que quedarse fuera, allí sentado, tranquilo, vigilándolo de cuando en cuando”, declara Carmen una de las veces que fue al banco a hablar con Félix. Y a continuación éste, ya no en el juicio, sino durante esa conversación, por tanto, se ha producido un salto atrás, dice: “Ahí fuera lo he dejado, en un sillón. Ahora mismo está tranquilo (…) Confía en mí (…) Estás en buenas manos. Hazme caso” (pág. 68).

Hay un especial interés por definir las palabras, porque, en el fondo, el juicio tiene mucho de discusión lingüística, dado que se parte de la confianza del cliente en el banquero y en cómo éste convence a aquel de las bondades de las Preferentes. Por ejemplo, Participación: “parte que se posee en el capital de un negocio o una empresa”; o Preferente: “que tiene preferencia o superioridad sobre algo…”. Al definir así estas palabras, Félix está planteando Participación preferente, como un derecho, que se puede ejercer o no y que la CNMV no prohibió, es decir, que él actuó dentro de la legalidad. Sin embargo, para Carmen Preferente “es aquella persona a quien se quiere y se le da importancia (…) No creí en ningún momento que a lo que él le estaba dando preferencia era a nuestro patrimonio. Nuestro único y hoy inexistente patrimonio”.

La tensión aumenta, a medida que avanza la obra, y alcanza su punto culminante en las escenas IX y X, de una gran fuerza dramática, y en donde se concentra todo la indignación de los clientes estafados y también la postura sin escrúpulos de los empleados de banca, al colocar las Preferentes: “Lo único que tuvimos claro fue que era necesario entonces, para evitar la quiebra (…) Y sobre todo vimos que la gente estaba dispuesta a firmar cualquier cosa, buscando lo mismo que nosotros: su propio interés. Al fin y al cabo, no somos tan diferentes” (pág. 87)

Sin embargo, al final, se produce un giro brechtiano, con la presencia en escena de los dos actores, que ya han dejado de interpretar a Carmen y Félix, para contarnos, objetivamente y con exhaustividad, lo que sucedió con las Preferentes, con lo cual se produce el efecto del distanciamiento en los espectadores, que acabamos comprendiendo racionalmente las auténticas dimensiones del fraude.

Es un libro, el de Miguel Ángel Jiménez Aguilar, contra las malas prácticas bancarias, que tienen como víctimas a clientes de toda la vida, y está escrito desde el punto de vista de estas. Si, como dijo Lorca, “El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso”, Preferentes encaja en esta definición, pues recoge, con realismo e inteligencia, un drama de gran repercusión social.  Solo nos falta asistir a su puesta en escena, pues el teatro está hecho para ser representado. Que sea lo antes posible.

 

Recordar tu propia vida


Leer esta novela, considerada por los críticos como la mejor del pasado año 2018, es estar recordando tu propia vida continuamente, tal es la cercanía y la veracidad de lo que se cuenta. A veces, con fino sentido del humor, su autor, Manuel Vilas, se fija en detalles, aparentemente accesorios, en la vida de una persona, pero que tienen su relevancia, porque dicen mucho sobre ella: “Mi padre siempre intentaba dejar el coche a la sombra. Si no lo conseguía, se malhumoraba. No entendíamos, ni mi madre ni yo, cuando éramos pequeños, aquella obsesión. íbamos a los sitios en función de si allí había sombra para el coche…”. Esta obsesión, que no entendía, cuando era pequeño, hoy la entiende, porque está en él, y la cuida y conserva, porque es un legado de su padre

En otras ocasiones, se muestra especialmente mordaz, provocando la carcajada del lector, como por ejemplo, cuando recuerda su primer año dando clases de Lengua Española a los alumnos de Formación Profesional: “Me pasaba el día explicando la tilde diacrítica. Todo los españoles que han ido a la escuela acaban distinguiendo el “tú” pronombre del “tu” adjetivo (…) Y a eso me dedicaba. Me pasé veintitrés años contemplando a ese maldito “tu” o “tú”. Y por eso me pagaban”. La crítica, como se puede advertir, no es contra los alumnos sino contra un sistema educativo elitista y absurdo, donde priman los conocimientos gramaticales y sintácticos sobre la adquisición de competencias que le permitan a estos integrarse en la sociedad, con una mínima preparación; un sistema educativo que “ya no funciona porque se ha quedado varado en el tiempo”.

La novela está escrita desde el punto de vista del narrador protagonista, porque, en realidad se trata de una autobiografía, pero aparece como contrapunto la voz de su conciencia, en tercera persona, para reconvenirle, para llamarle la atención sobre algún error de comportamiento o simplemente para reflexionar, y que nos permite acceder al mundo interior del narrador, en toda su complejidad: ”Mira, tienes delante la clase baja española, es un espectáculo histórico para el que pocos tienen entrada, disfruta; estos chavales son como ríos de sangre joven y barata, viven en pisos de mierda, duermen en camas malolientes y sus padres no valen nada (…) Mira cómo se matan, Tienes una entrada de palco. Eres escritor, o lo acabarás siendo. Es la España irredimible”. Así, con esta crudeza, analiza la trivialización de la violencia por parte de sus alumnos y las escasas posibilidades de redimirse, escapando de un contexto familiar desfavorable, que, en su opinión, les ha condenado de por vida.  

El ritmo deliberadamente caótico de la narración, introduciendo en ella su desasosiego personal e interpretando los hechos, unido al estilo sobrio, a base de un léxico sencillo y oraciones breves, en ocasiones, lapidarias, contribuye a ese efecto multiplicador de los significados de esta novela, tantos como lectores, porque, al tiempo que él se pregunta y reflexiona sobre sus seres queridos, nosotros lo hacemos también sobre los nuestros, construyendo nuestro propio libro.

Pero ese mismo caos hace que por momentos decaiga el interés por lo que estamos leyendo, aunque sean sólo momentos puntuales, porque acabamos recuperando el mismo, siempre de la mano del recuerdo, de la evocación que toma cuerpo y se hace presente, para referirse, por ejemplo, a la contención para expresar los sentimientos de sus padres, que él interpreta de forma positiva y en la que se reconoce: “Mi padre nunca me dijo que me quería, mi madre tampoco. Y veo hermosura en eso. Siempre la vi, en tanto en cuanto me tuve que inventar que mis padres me querían”; o a objetos que, en aquella época, supuestamente, anunciaban éxito en la vida, como la placa con el nombre de su padre en la puerta de casa, y que ahora está en la de su apartamento; o en fin la tendencia de su madre a romperlo todo, como el Belén: “Primero se cargó la mula. Decapitó la mula. A mi madre se le caían las cosas de las manos, no sabía cómo se sostiene algo en una mano, todo estaba en trance de romperse…”.

Hay un sentimiento de tristeza que atraviesa, de parte a parte, este libro autobiográfico de Manuel Vilas, pues la evocación de su pasado es una especie de antídoto frente a un presente que vive de forma desgraciada: “No me apetece quedar con nadie, porque estoy conmigo mismo, porque he quedado conmigo mismo, porque me ocupa mucho estar conmigo. Es una adicción estar conmigo mismo”.

Busca en su interior lo que desconoce sobre sus progenitores: “En realidad yo nunca supe quién era mi padre. Fue el ser más tímido, enigmático, silencioso y elegante que he conocido en mi vida. ¿Quién fue? Al no decirme quién era, mi padre estaba forjando este libro”.  Y al tratar de averiguarlo, en realidad, descubre cosas de sí mismo: “A mi padre también le pasaba, le ocurrían caídas de la voluntad. Como a mí. Hubo un momento en que ya no le compensaba salir a vender, tenía que pagar la gasolina, pagar las fondas, pagar las comidas, y vendía poco (…) Él vendía poco textil y yo vendo pocos libros, somos el mismo hombre”. Por eso, se siente enloquecer por el ruido de fondo de la vida de sus padres sonando en todas partes.

De súbito, se produce un cambio en los nombres de sus familiares: al hijo mayor lo va a llamar Brahms y al pequeño Vivaldi, porque son grandes compositores de sus vidas. A su abuela materna, Cecilia, patrona de la Música; a su tío Alberto, Monteverdi; a su padre, Bach, y a su madre, Wagner: “Ya los he transformado en música, porque nuestros muertos han de transformarse en música y en belleza”, escribe sobre ellos. ¿Por qué este cambio en los nombres?, me pregunto, pues el tono apesadumbrado, al recordar el pasado, sigue siendo el mismo. La respuesta que encuentro es que quizá le permita distanciarse de ellos y verlos con mayor objetividad.

En este transitar por la tristeza, hay un momento en que se produce una identificación entre él y las cosas: “La historia del edificio también era una historia de soledad. Lo acabaron de construir en 2008, justo cuando estalló la burbuja inmobiliaria en España, de modo que los pisos se quedaron sin vender, hasta que en 2014 decidieron bajar los precios. Los pisos, las escaleras, las paredes el ascensor se tiraron seis años sin nadie. Estaba triste el ascensor. Yo creo que ese ascensor agradeció mi presencia”.

Este viaje, que inicia Manuel Vilas,  desde el presente hacia el pasado, para encontrar una explicación a su vida, nos lleva mágicamente hasta su origen, hasta la noche de amor en que fue engendrado.

Ordesa, además de estar muy bien escrita, tiene la virtud de convertir anécdotas, aparentemente insignificantes, como la obsesión del padre de ir siempre muy bien peinado, en representativas de toda una generación; a lugares comunes, como Barbastro, pueblo donde nació, o el valle de los Pirineos, que da título a la novela, en míticos; y sobre todo a personajes, como su padre y su madre, en símbolos que evocan nuestra propia vida.

La lectura como terapia

La Sociedad Literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey es una novela escrita en forma epistolar, que comprende las cartas que se intercambiaron los miembros de la Sociedad con la escritora Juliet Ashton. A través de ellas, conocemos no sólo cómo funciona este peculiar club de lectura, sino también cómo fue la ocupación alemana de la isla y, en general, los horrores provocados por los nazis: “Imagino que ya habrá oído hablar de Belsen y de lo que pasó allí. Cuando bajamos del camión, nos dieron unas palas. Teníamos que cavar grandes fosas. Nos condujeron a través del campo hasta el lugar, y allí temí haber perdido la cabeza, porque todos los que veía estaban muertos. Incluso los vivos parecían cadáveres y los cadáveres yacían donde los habían tirado. No sabía por qué se preocupaban de enterrarlos. El hecho era que los rusos estaban llegando por el este y los aliados por el oeste, y esos alemanes estaban aterrorizados al pensar en lo que verían cuando llegaran allí”.

El inicio es algo tedioso, pero, poco a poco, a medida que vamos descubriendo a los integrantes de la Sociedad Literaria crece el interés de la lectura, porque se trata de personajes profundamente humanos, que ocultan historias conmovedoras, como la de Clovis que comenzó a leer poesía para seducir a la mujer que amaba: “Al final me gané el corazón de la viuda de Hubert, mi Nancy. Una tarde la llevé a pasear por los acantilados y le dije: «Mira eso, Nancy. La dulzura del cielo está en el mar. ¡Escucha! El ser poderoso está despierto». Me dejó que la besara. Ahora es mi mujer”. O la de Eben y su nieto: “Gracias por su carta y por sus amables preguntas sobre mi nieto Eli. Es hijo de mi hija Jane. Ella y su bebé recién nacido murieron en el hospital el día en que los alemanes nos bombardearon, el 28 de junio de 1940. Al padre de Eli lo mataron en el norte de África en el año 1942, así que ahora Eli está a mi cargo”.

Tanto le conmueven a Juliet las vidas de estos personajes que se decide a visitar la isla. Así, de esta forma emotiva, le cuenta a Sydney, su amigo y editor, cómo fue su llegada: “Mientras el barco entraba balanceándose en el puerto, vi los tejados de las casas de St. Peter Port salir por encima del mar, con una iglesia arriba, como la decoración de una tarta, y me di cuenta de que el corazón me iba a toda velocidad. Por mucho que intentara convencerme de que era la emoción del paisaje, sabía que era algo más. Toda aquella gente a la que había conocido e incluso empezado a querer un poco me habían venido a esperar. Y yo sin ningún periódico con el que esconderme”.

A partir de este momento, la novela alcanza otra dimensión, aunque los lectores seguimos conociendo los pormenores de la Sociedad Literaria, mediante cartas, ahora entre los integrantes de la misma, que se comunican con Sydney y con la hermana de éste. Elizabeth, a quien se le ocurrió la creación de la Sociedad, para librarse del castigo nazi por haber violado el toque de queda, adquiere también, aunque a través del recuerdo, un protagonismo especial por su comportamiento valiente y solidario. La propia Juliet la va convertir en protagonista del libro que está escribiendo sobre Guernsey. Además, de forma larvada, surge una historia de amor, que sólo al final se descubrirá.

No es habitual encontrarse con novelas escritas en forma epistolar, aunque en nuestro club de lectura ya hemos leído otras similares, como la inolvidable Cartas de una desconocida de Stefan Zweig. En La Sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey, de la que hablaremos, el próximo miércoles, no solo se encuentran, como hemos dicho, personajes auténticos que desbordan humanidad, sino que además se nos transmite el amor por los libros, lo cual no es poco en estos tiempos de comportamientos poco éticos y de escasez de lectores.