Una obra que te hace pensar sobre la humanidad

La carretera, Libros Prohibidos.

Cuenta la historia del fin del mundo, con un padre y un hijo como únicos supervivientes. El estilo es austero y preciso, lapidario, casi podría decirse: “Cruzaron la ciudad a mediodía del día siguiente. Él tenía la pistola a mano sobre la lona doblada que cubría el carrito. Llevaba el chico pegado a él. Casi toda la ciudad estaba quemada. No había señales de vida. Coches en la calle con una costra de ceniza, todo cubierto de ceniza y polvo. Rastros fósiles en el fango reseco. Un cadáver en un portal, tieso como el cuero. Haciéndole un mohín al día”. 

Caminan hacia el sur, hacia regiones más cálidas, pero apenas tienen para comer y las ropas y calzado de los que disponen no son suficientes para combatir el frío intenso, sensación que domina la novela de principio a fin. Ambos se necesitan mutuamente, pero todas las ciudades y casas que se encuentran están cubiertas por el polvo, que lo invade todo. Además, deben tener cuidado con las restantes personas que han sobrevivido a la catástrofe, algunas de las cuales han vuelto al canibalismo por necesidad.  

El hombre le explica a su hijo que, en esta lucha por la supervivencia, ellos son los buenos: “Querías saber qué pintan tenían los malos. Pues ya lo sabes. Podría ocurrir otra vez. (…) Se quedó allí sentado con la manta por capucha. Al cabo de un rato levantó la vista. ¿Todavía somos los buenos?, dijo. Sí. Todavía somos los buenos. Y lo seremos siempre”.

De vez en cuando, al padre le vienen los recuerdos de su mujer y madre de su hijo, que prefirió renunciar a seguir viviendo en una situación de apocalipsis como la que se encuentran: “Fui una estúpida. Ya lo hemos hablado un montón de veces. No me he convencido yo sola de esto. Me han convencido a la fuerza. Y no puedo más. Incluso había pensado no decirte nada”.

El que cuenta la historia es un narrador omnisciente, que se dirige a veces al hombre, cuya identidad desconocemos, para recordarle lo que tiene que hacer y el peligro que corre: “Tendrías que subir agua. Podrías ponerte al descubierto”. O para preguntarle: “Crees que tus padres están observando? ¿Que te ponderan en su libro mayor? ¿Con relación a qué?”.

En medio del desastre y la desolación, a veces, surgen momentos de extraordinaria ternura, como, cuando el hijo cree haber visto a otro niño en una ciudad calcinada: 

“El chico le estaba tirando de la chaqueta. Papá, dijo.

¿Qué?

Tengo miedo por ese niño.

Lo sé, pero no le pasará nada.

Deberíamos ir a buscarlo, papá. Podríamos llevarlo con nosotros. (…) Y yo le daría al niño la mitad de mi comida”. 

O en el mar, durmiendo sobre la arena, cuando el hombre recuerda otra noche junto a su mujer: “Cuando volvió al fuego, se arrodilló junto a ella y acarició sus cabellos mientras dormía y dijo que si él fuera Dios habría creado el mundo tal cual sin ninguna diferencia”.

La narración te absorbe, porque la situación del padre y el hijo es cada vez más dramática: “Efectivamente se estaban muriendo de hambre. Una región saqueada, esquilmada, arrasada. Desvalijada hasta la última migaja. Noches de un frío intenso y una negrura de ataúd y la mañana tardaba en llegar y traía consigo un silencio terrible”. 

Además, el pragmatismo del primero choca con el sentimiento de solidaridad del segundo, por ejemplo cuando encuentran al viejo medio ciego, que dice tener 90 años, al que el chico desea ayudar. También con el hombre harapiento que les robó el carrito con todas las provisiones en la playa, al que persiguen y acaban cogiendo. O cuando el padre quiere contarle un cuento y el chicó se niega: 

“Esos cuentos no son verdad.

No tienen por qué. Son Cuentos.

Sí, pero en esas historias siempre estamos ayudando a gente y nosotros no ayudamos a la gente.”

La suerte parece cambiar, cuando encuentran un refugio subterráneo con alimentos y bebidas; pero, en cuestión de poco tiempo, la situación vuelve a ser dramática. El chico se despierta asustado por la noche, aunque el padre trata de que no se rinda ante la adversidad: “Cuando sueñes con un mundo que nunca existió o con un mundo que no existirá y estés contento otra vez, entonces te habrás rendido. ¡Lo entiendes? Y no puedes rendirte. Yo no lo permitiré”.

La carretera, publicada en 2006, es una novela de ciencia ficción, descorazonadora, que nos habla del apocalipsis: las carreteras sembradas de escombros, las ciudades destruidas, el océano cubierto de ceniza, los bosques calcinados, los ríos secos o con las aguas turbias y lodosas, los puentes caídos, y sobre todo las personas, cuyos cadáveres se pudren en todos los lugares. No se sabe muy bien por qué ha sucedido esta catástrofe, pero afecta a todos los países del mundo. La penosa marcha a ninguna parte de los dos personajes, cada vez más lenta, refleja esta agonía del fin del del mundo; y, cuando sólo queda el hijo, continúa adelante, porque “no se sabe lo que puede deparar la carretera” y quizá pueda encontrar a los buenos. El lenguaje seco y frío, lapidario, sin apenas adorno, así como la ausencia de puntuación en los diálogos, contribuyen a esta atmósfera de desolación, Es probable que no sea la mejor lectura para esta situación en la que nos encontramos; pero tiene el ritmo sostenido y el poder de seducción de las grandes novelas.

Visión amarga de la realidad

Esta novela de cerca de seiscientas páginas cuenta la desdichada existencia de Ferdinand Bardamu, que tiene numerosos paralelismos con el propio Céline. El estilo aparentemente desenfadado, a base de frases cortas y palabras sencillas, sin excluir vulgarismos, así como su antibelicismo, se aprecian desde el principio de la novela: “Conque ¿no había error? Eso de dispararnos, así, sin vernos siquiera, ¡no estaba prohibido! Era una de las cosas que se podían hacer sin merecer un broncazo. Estaba reconocido incluso, alentado seguramente por la gente seria, ¡como la lotería, los esponsales, la caza de montería!”. Se trata de una primera persona que corresponde a un chico francés de 20 años que se ha alistado, de modo circunstancial y no del todo convencido, en la guerra contra Alemania, y se acaba arrepintiendo de ello, : “¡Ah, qué no habría dado, cretino de mí, en aquel momento por estar en la cárcel en lugar de estar allí!”. Lo dice, porque las balas de los alemanes vuelan por el aire, formando un estruendo que se mete en la cabeza y permanece en ella durante largo rato, incluso cuando ha cesado el tiroteo.

Son simples reflexiones, que reflejan una visión amarga de la existencia humana y una falta de confianza en los hombres, de los que hay que tener miedo, porque están locos. Pero el ritmo de la narración es dinámico, porque no dejan de suceder cosas: la muerte del coronel y del mensajero, la distribución de la carne para el regimiento, el desmayo, el nombramiento de cabo, el comandante Pinçon: “La aldea estaba reservada en exclusiva para el Estado Mayor, sus caballos, sus cantinas, sus bagajes, y también para el cabrón del comandante. Se llamaba Pinçon, aquel canalla, el comandante Pinçon. Espero que ya haya estirado la pata (y no de muerte suave). Pero en aquel momento de que hablo, estaba más vivo que la hostia, el Pinçon”. 

La sorna permanente, en especial, para criticar el trato humillante que recibían de los superiores, se convierte en un atractivo para los lectores, a quienes no cesa de sorprendernos el tono anti épico del narrador protagonista, contando sus recuerdos de la Primera Guerra Mundial, después de haber transcurrido muchos años. Además, hay algo que le diferencia de sus superiores y que él define así: “Cuando se carece de imaginación, morir es cosa de nada; cuando se tiene, morir es cosa seria” (27). Por eso, Bardamu se alegra de caer herido, para sobrevivir en un ambiente tan hostil, porque no le encuentra sentido a la guerra.

Resulta insólito que el protagonista de Viaje al fondo de la noche sea un cobarde o, por decirlo en sus propias palabras, un hombre que ama demasiado la vida como para perderla en la guerra, porque el protagonista habitual en este tipo de novelas solía ser un héroe, caracterizado por su valor en el campo de batalla, que es lo que la sociedad demanda, como escribe el propio Bardamu, ponderando la actitud de las enfermeras que trabajan en el bastión donde él convalece, precisamente a causa de su miedo a morir: “exigían héroes y quienes no lo eran del todo debían presentarse como tales o bien prepararse para sufrir el más ignominioso de los destinos”.

Al horror de la Guerra Mundial, le siguen, en este viaje continuo: el periodo de baja en París, donde se ve obligado a fingir para evitar ser enviado de nuevo al frente de batalla; la pobreza, el calor sofocante y las enfermedades de la selva africana, donde se siente solo; el aislamiento también en Nueva York, en medio de multitudes anónimas que se desplazan de un sitio a otro, y donde, como en toda América sólo hay o millonarios o muertos de hambre; y de vuelta en París, donde sobrevive ejerciendo la medicina, en un barrio marginal, en el que ni siquiera es capaz de cobrar sus honorarios. 

Como consecuencia de estas experiencias, aparecen de nuevo las reflexiones amargas: “A medida que te quedas en un sitio, las cosas y las personas se van destapando, pudriéndose, y se ponen a apestar a propósito para ti”. Y el hastío irresistible, que le lleva a plantearse las razones para seguir viviendo: “ánimo, Ferdinand, -me repetía a mí mismo, para alentarme-, a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a esos todos, a todos esos cabrones, y que deben de encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso, no van ellos hasta el fin de la noche”. Sólo encuentra un poco de paz y sentido a su vida en compañía de algunas mujeres, como Lola, la norteamericana que vino a ayudar a Francia, durante la Primera Guerra Mundial; y sobre todo Molly, una prostituta a la que conoce en su estancia en Detroit.

De su sátira no se salva nadie, ni siquiera los ancianos de un hospital, donde se halla convaleciente, que dedican todo su tiempo a cotillear de los demás, ni tampoco la iglesia, representada por Protiste, cura al que conoce cuando ejerce como médico en París y al que le echa en cara su regusto de superioridad: “Según su idea, estábamos, todos los humanos, en una especie de sala de espera de eternidad en la tierra con números. El número de él era excelente, por supuesto, y para el Paraíso. Lo demás se la sudaba”. Ni por supuesto los ricos: “Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, infelices, baqueteados por la vida (…) cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón. Es la señal infalible”.

Su situación parece cambiar en su último destino: el manicomio, donde se convierte en director y pasa por un periodo sin apuros económicos, aunque él cree que no va a durar: “Sólo que yo siempre había pensado que no duraría el milagro. Tenía un pasado con muy mala pata, que me repetía, como eructos del destino” (528). Y en efecto sucede algo que va a poner de manifiesto su falta de compasión hacia el ser humano.

En resumen, Ferdinand Bardamu, trasunto, como decíamos, del propio autor, huye continuamente de un sitio a otro, buscando un sentido a su vida; pero, como reza el título de la novela, se trata de un viaje al fin de la noche, el cual le hace reflexionar y hablarse a sí mismo, a veces, para animarse, pero con más frecuencia para lamentar su existencia, la indolencia a la que acaba llegando, incapaz de consolar a su amigo moribundo: “Pero sólo estaba yo, yo y sólo yo, junto a él, un Ferdinand muy real al que le faltaba lo que haría a un hombre más grande que una simple vida, el amor por la vida de los demás”. 

Leer esta novela de Céline, ahora, en la situación de confinamiento en la que nos encontramos, ha sido un disfrute continuo, por la historia que cuenta, por la visión amarga que ofrece de la realidad, por el tono sardónico y provocativo, por el ritmo dinámico, y por el lenguaje sencillo y directo, descarnado, que tanto recuerda a otros escritores, como Henry Miller, Charles Bukowski, o los de la Generación Beat, a los que sin duda influyó el escritor francés.

A seguir soñando con el porvenir

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Con Un faccioso más y algunos frailes menos (1879) concluyen los dos primeros tomos de los Episodios Nacionales, donde Benito Pérez Galdós abarca, veintinueve años de la historia de España, de 1805 a 1834. Al escribirlos, se propuso: “presentar en forma agradable los principales hechos militares y políticos del periodo más dramático del siglo, con objeto de recrear (y enseñar también, aunque no gran cosa) a los aficionados a esta clase de lecturas”. No le impulsó, por tanto, ningún deseo patriótico, contra Francia, como algún crítico francés de la época consideró: “La demencia patriótica que nuestros vecinos llaman chauvinisme es tan contraria a mi manera de sentir, que me tengo por libre de tal enfermedad ahora y siempre”.

Esta declaración de principios es interesante, porque sitúa a Galdós en una posición equilibrada y sensata con respecto a España, que se presta poco o nada a una posible utilización o apropiación del escritor, ahora que las efervescencias patrióticas han regresado con fuerza al panorama político nacional.

El inicio de la novela es algo tedioso, porque apenas hay acción y los personajes que aparecen son tantos, que cuesta identificarlos; no obstante, disfrutamos del estilo sencillo y, al mismo tiempo, expresivo de Galdós, y particularmente de su fino sentido del humor: “En la época en que nuevamente la encontramos, Doña María de la Paz se acercaba a una vejez apoplética, marchando a ella con los pies gotosos, la cabeza temblona, los hombros y el cuello grasos. Sus cabellos, no obstante, se conservaban negros lo mismo que el lunar, y era que ella perseguía las canas como si fueran liberales, y no daba cuartel a ninguna, siendo tan implacable con ellas, que cuando vinieron en tropel y no pudo arrancarlas por temor a quedarse en el puro casco, las disfrazó vistiéndolas de luto para que nadie las conociera”.

Hay un momento, a partir del diálogo entre el que se podría considerar protagonista, Salvador de Monsalud, y D. Carlos Navarro, alias Garrote, en que el interés crece, pues, al cruce de acusaciones mutuas, hay que añadir el desvelamiento de un secreto personal que, de alguna manera, los une. El enfrentamiento entre liberales y conservadores, que está detrás de toda la trama, aparece de modo explícito. 

Galdós se muestra crítico con los excesos de los dos bandos, pero especialmente con los segundos, a través del que parece su alter ego en en la novela, Salvador de Monsalud, que huye de Navarra, donde triunfó el alzamiento carlista: “Aquella misma tarde partió Salvador, deseando huir de un país que le infundía repugnancia y miedo, a causa de las muchas lecturas que en él había visto (…); un país que abandona en masa hogares, trabajo, campo y familia por conquistar una soberanía que no es la suya y una corona que no ha de aumentar sus derechos; ríos de sangre derramados diariamente entre hombres de una misma Nación; clérigos que esgrimen espadas (…) Así lo pensaba Salvador, huyendo de Elizondo y de Navarra, como el que huye de una epidemia, deseando perder de vista pronto a la gente facciosa y el sangriento teatro de sus hazañas, tomó el camino de Urdax con ánimo de salir de Navarra por los Pirineos y entrar en la España Isabelina por la Francia Orleanista”.  

La relación entre los dos hermanos va a mantener la intriga y es curioso cómo las asperezas y desacuerdos entre ellos representan, en cierto modo, el enfrentamiento entre los liberales y los carlistas, que va a desembocar en un suceso terrible, protagonizado por masas incontroladas con deseos de venganza: la matanza de los jesuitas, en 1834, a la que alude el título, porque se les acusaba absurdamente de ser responsables de la epidemia de cólera que asoló Madrid.  

Hechos como éste, que ponen de manifiesto, por una lado, la inutilidad de la violencia y por otro la negación de la ciencia en favor de la barbarie, le hacen ser pesimista a Salvador, que no coincide con los buenos propósitos de D. Benigno y sólo confía en las generaciones futuras: “En tanto, no puedo tener entusiasmo como usted, porque no creo en el presente. Me parece que asisto a una mala comedia. Ni aplaudo ni silbo. Callo, y quizás me duermo en mi luneta. No tengo que soñar en mi felicidad doméstica, que es ya un hecho positivo; soñaré con ese porvenir lejano de nuestra patria, con ese tiempo, querido amigo mío, en que la mayoría de los españoles se reirá de la angelical inocencia política de usted”.

Si analizamos lo sucedido en España, desde aquella época hasta la actualidad, casi doscientos años después, mucho me temo que habrá que seguir soñando, porque, aunque es verdad que hemos abrazado la bandera de la libertad, aún nos falta “admitir todos los progresos y aplicarlos a las leyes, a las costumbres, al vivir y al pensar, evitando guerras y colisiones”. Valga como ejemplo, un paralelismo entre lo que se cuenta en esta novela y la actualidad: si en 1834 la enfermedad del cólera diezmó la población española, particularmente la madrileña; en los tiempos que corren es la pandemia del coronavirus la que se está mostrando implacable en nuestro país. En aquel tiempo, lo que Galdós denomina el populacho culpó sin argumentos lógicos al clero de ser responsable y el resultado fue una tragedia; hoy día, los ánimos están más calmados, pero hay quien busca sacar réditos políticos de la desgracia de todos, en lugar de caminar juntos para superarla.

La feria de los oportunismos

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Pío Baroja, en toda su obra literaria, tiende a jugarlo todo desde un punto de vista moral, con palabras sencillas y precisas, porque cree que el novelista no sólo ha de interpretar la realidad sino que debe tener, además, una actitud crítica ante ella, aunque esto suponga el desmoronamiento de principios, oficios y categorías sociales establecidos. 

En La feria de los discretos (1905), novela ambientada en Córdoba, denuncia el atraso y la aversión a lo nuevo que no sólo se da en esta ciudad sino en toda España, como se observa en el pasaje donde el protagonista visita la casa de los Springer, familia de origen suizo, que llevaba viviendo en Córdoba más de treinta años: “¿Qué diferencia entre aquel hogar y la casa en donde Quintín había vivido con María Lucena y su madre! Allí no se hablaba de marqueses, ni de condes, ni de cómicos, ni de toreros, ni de jacas; allí no se hablaba, más que de trabajo, de perfeccionamiento de la industria, de arte y de música”. 

Es el narrador omnisciente, quien se expresa así, haciendo suyos los pensamientos críticos del protagonista, Quintín, un joven cordobés que ha pasado ocho años en un internado de Inglaterra, a donde le habían enviado supuestamente para endulzar su carácter y convertirlo en un hombre de bien, pues era un niño atrevido, valiente y fanfarrón: “La brutalidad de la educación inglesa tonificó a Quintín y lo hizo atlético y bienhumorado. Lo más importante que aprendió allá fue que hay que ser en la vida fuerte, listo, sereno y ponerse en condiciones de vencer siempre”.

Y con esta convicción, aunque desdeñando el respeto a los principios religiosos y patrióticos de sus condiscípulos ingleses, regresó a Córdoba, donde pronto descubrirá cierto misterio que envuelve su nacimiento. Por otra parte, en la ciudad se empiezan a observar los prolegómenos de la Revolución de 1868, que acabó con el reinado de Isabel II y trajo la democracia a España, aunque por un periodo breve de tiempo. 

Precisamente, uno de los puntos de interés de la novela estriba en descubrir este misterio y sus consecuencias en la vida del protagonista, que, en un momento determinado, a causa de un desengaño amoroso, decide convertirse en un hombre de acción; así como en constatar el avance de las intrigas de la logia masónica de la ciudad, que conducirán a la revolución liberal.

El otro nos viene de la mano del lenguaje, pues, desde el principio, se aprecia el estilo impresionista de Baroja, basado más en la sensaciones que en los detalles y que está lejos de las descripciones estáticas de los novelistas del siglo XIX:  “Al anochecer, la magia del crepúsculo daba al pueblo y al paisaje lejano luces de oro y de rosa, colores espléndidos de una magnificencia extraordinaria. Las nubes enrojecían, tomaban tonos escarlata…; el campo se doraba, y los últimos rayos del sol incendiaban los pedruscos y las matas de lo alto de la sierra. En las calles inundadas de luz, aparecía en la acera una cinta de sombra y se agrandaba y se ensanchaba hasta ocupar todo el empedrado. Luego subía lentamente por las paredes, llegaba a las rejas y a los balcones, escalaba los aleros torcidos… El sol desaparecía por completo de la calle, y sólo quedaban entonces restos de claridad en las torrecillas, en los altos miradores, en las centelleantes vidrieras…”

También se aprecia una perfecta imitación del habla cordobesa mediante la utilización de expresiones hoy día en desuso, como por ejemplo:  “pintar un jabeque”, para referirse al lanzamiento de la navaja a un objetivo determinado; o “la horca de los catalanes” o “los pavitos de la mae”, en alusión respectivamente a los número 11 y 22 del juego de la lotería. 

La novela alcanza su punto culminante cuando el protagonista logra salir vivo de la ciudad, perseguido por los hombres de Pacheco; pero antes publica un artículo de despedida, cargado de ironía, en el periódico local La Víbora, que acaba así: “¡Adiós, Córdoba, pueblo de los discretos, espejo de los prudentes, encrucijada de los ladinos, vivero de los sagaces, enciclopedia de los donosos, albergue de los que no se duermen en las pajas, espelunca de los avisados, cónclave de los agudos, sanedrín de los razonables! ¡Adiós, Córdoba!”.  Quizá esta crítica, explícita también en toda la novela, explica el enfado que causó en muchos cordobeses La feria de los discretos.

Pasan seis años y Quintín, convertido en un hombre de acción, que ha logrado triunfar política y económicamente mediante el engaño y la mentira, busca en el amor dar un sentido a su vida, algo que llene su corazón vacío; pero acaba tomando conciencia de que este sentimiento tan noble exige una honradez de la que él carece.

Resulta placentero leer esta novela, que en palabras de Pío Caro Baroja, sobrino del autor, “es la feria de los oportunismos, en un mundo violento y romántico: en consecuencia es también una novela romántica, con su simbolismo moral como colofón”. Además, para los que vivimos en Córdoba el placer es doble, porque nuestro compañero Benito Vaquero está preparando una ruta literaria por las calles y plazas de la ciudad, que aparecen en la novela, y que podríamos hacer.  

Hablaremos de La feria de los discretos, en la próxima sesión del club de lectura del IES Gran Capitán, el 1 de abril, miércoles, a las 17:30, en la biblioteca, si el coronavirus no lo impide.

Vigencia de Entre visillos

“Las mezquindades de la burguesía de posguerra, anquilosada en sus prejuicios y temerosa de cualquier mudanza, nos suministró a los prosistas de entonces una gran cantera de inspiración”. Así, se expresa la propia Carmen Martín Gaite, al analizar los cuentos de un escritor contemporáneo suyo, Ignacio Aldecoa, y esto mismo se podría decir de su novela Entre visillos (1958), donde cuenta la vida de una serie de personajes, pertenecientes a esta clase social, en el ambiente cerrado y agobiante de una ciudad de provincias, en plena dictadura franquista:

“Mercedes se salió del portal y la cogió por un brazo. Se puso a tirar hacia dentro y la otra se debatía riendo a pequeños chilliditos.

-Ay, ay, bueno, ya, que me tiras…

-Venga, déjanos en paz, si estás muerta de ganas…

Julia, apoyada en la pared, las miraba sin intervenir.

-Anda, no hagáis el ganso -dijo-. Os mira la gente.

La amiga, ya libre, se arregló las horquillas, sofocada.

-¿Pero tú ves las trazas que me ha puesto? No debía subir.

Subieron. Iba haciendo remilgos todavía por la escalera.

-Mira que eres faenista. Luego se me hace tarde. Si no fuera por lo bien que se está en el mirador…”

En este fragmento del inicio de la novela se aprecian los principales rasgos de la misma: el protagonismo fundamentalmente femenino; la perfecta imitación del habla coloquial; la preocupación por la opinión ajena que condiciona la vida de estas mujeres; la costumbre de mirar entre visillos, desde el interior de la casa, la realidad exterior, que se sugiere con la referencia al mirador; etc. 

Carmen Martín Gaite representa la vida ordinaria en una ciudad, sin ningún tipo de aderezo o falsedad, lo que nos hace creíble la historia; pero aún le da mayor credibilidad cómo estos personajes evolucionan y algunos de ellos se muestran inconformistas, rebelándose, de alguna forma, contra el ambiente provinciano, que les asfixia, como Julia que decide marcharse a Madrid con su novio, sin el permiso de su padre, el cual se opone a esta relación; o su hermana Natalia, quien influida por Pablo, rompe con el modelo tradicional de mujer, cuya vida se orienta irremisiblemente a la búsqueda de marido, tomando la determinación de estudiar una carrera universitaria para realizarse así como persona;  o la misma Elvira, que se empeña en ser una mujer independiente y segura de sí misma, aunque al final acabe aceptando un matrimonio del que no está muy convencida. 

Y lo más interesante es que dos de estos personajes, Pablo y Natalia, contribuyen a narrar la historia, desde su perspectiva, ella con un enfoque claramente intimista y subjetivo, por su corta edad y porque se trata de un diario personal; y él con una orientación más reflexiva y crítica sobre la España de aquella época. Ambos, además, entablan una relación de amistad y acaban coincidiendo en su oposición al ambiente opresivo que les rodea, aunque a Natalia le cuesta asumirlo, como refleja esta conversación que mantienen en un café: 

“—¿De qué se ríe? 

—De que estoy pensando si viniera mi padre. 

—¿Viene aquí? 

—A todos los cafés va. 

—Ojalá viniera ahora, para que me lo presentara usted. 

—¿Para qué? 

—Para que yo le hablara de eso de sus estudios. A ver si me explicaba él los inconvenientes que tiene para dejarla hacer carrera. Porque con usted no me entero. 

Pareció asustarse. 

—Huy, no, por Dios, si viene no le diga nada. 

—Pero, qué es lo que pasa con su padre, ¿le tiene usted miedo? Las cosas hay que hablarlas”.

Las dos voces de Pablo y Natalia se entremezclan con la narración objetiva en tercera persona, característica del realismo objetivista en el que se suele encuadrar la novela, lo cual hace que Carmen Martín Gaite trascienda esta corriente literaria y nos permite, además, a nosotros, los lectores, conocer la realidad de una forma más completa y global.

No parece que hayan pasado más de sesenta años desde la publicación de Entre visillos, porque, aunque la situación social y política de España ha cambiado sensiblemente -ya no vivimos en una dictadura sino que disfrutamos de una democracia- permanecen la frescura y autenticidad de los diálogos, y el protagonismo de las mujeres inconformistas, que luchan por sus derechos, particularmente las citadas Julia, Natalia y Elvira, le confiere gran actualidad.

Cubierta del libro Carta de una desconocida

El inicio de la carta que recibió el novelista R. en su casa no puede ser más desgarrador: “Mi hijo murió ayer. Durante tres días y tres noches he tenido que luchar con la muerte que rondaba a esa pequeña y frágil vida”. La autora de la misma sólo quiere compartir su desolación y su íntimo secreto con este hombre del que siempre ha estado enamorada, aunque él no lo ha sabido nunca. Cuenta su historia con sencillez, delicadeza y mesura, muy lejos del estilo retórico y altisonante de los folletines románticos, lo cual le da visos de autenticidad. Quizá por esto nos atrapa desde el principio, sin darnos tregua hasta el final, revelando poco a poco los pormenores del secreto, sin detenerse en detalles innecesarios, centrándose en lo esencial del mismo, que son los sentimientos de ella, que por la persistencia en el tiempo llegan a parecernos abrumadores. 

Pero, al mismo tiempo que nos introducimos en la psicología de esta mujer desconocida y conocemos su desgraciada historia, sentimos un cierto desasosiego por lo que debe estar experimentando el personaje del escritor, que lee la carta: si lamenta no haberla reconocido en los encuentros que tuvo con ella, si siente el deseo de volverla a ver, si se considera culpable de alguna manera por lo sucedido… 

En este sentido, Stefan Zweig demuestra una extraordinaria capacidad para sugerir mucho más que lo que cuenta, pues lo que sabemos sobre el destinatario de la carta es únicamente a través de la mujer desconocida, que sin duda está condicionada por la indiferencia de él. Sólo al final se nos da a entender algo sobre su estado anímico: “Él dejó caer la carta, las manos le temblaban. Entonces empezó a cavilar durante un buen rato. Recordaba vagamente a una niña vecina suya, a una joven, a una mujer que había encontrado en un local nocturno, pero era un recuerdo poco preciso y desdibujado, como un piedra que tiembla en el fondo del agua que corre”.

La estructura “in extrema res”, porque la novela se inicia en el punto final de la historia, cuando el novelista R. llega a su casa y ya ha pasado todo lo que se cuenta, supone aplicar un orden artificial, que no se corresponde con la sucesión cronológica normal de los hechos; pero resulta muy eficaz literariamente, pues vamos a conocer el secreto de la mujer, al mismo tiempo que él lee la carta, con lo cual le acompañamos en su más que probable desasosiego.

Cabe preguntarse por qué esta mujer se enamora de una forma tan obsesiva, casi patológica, desde que era una niña, aunque ella misma nos da alguna pista: “Antes de que tú mismo te hicieras presente en mi vida, había ya un nimbo alrededor de ti, una aureola de riqueza, de un ser especial y misterioso. Todos, en aquella casa del barrio bajo –quienes llevan una vida estrecha sienten curiosidad hacia un recién llegado-, esperábamos con impaciencia tu aparición”. Es decir, la atracción que siente no sólo es hacia la persona del escritor, sino también hacia la forma de vida desahogada y todo lo que rodea a esta: el mayordomo, el lujo, la sensibilidad…

La mujer desconocida se deja morir porque para la persona a la que ha amado durante toda su vida ella no existe, puesto que jamás la ha reconocido ni recordado: “No te dejo ninguna fotografía ni ninguna señal, del mismo modo que tú no me has dejado nada y nunca me reconocerás, nunca. Era mi destino en la vida; que lo sea también en la muerte, pues. No quiero llamarte para que acudas en mi última hora, me voy sin que conozcas mi nombre ni mi cara. Muero fácilmente porque tú desde lejos no puedes sentirlo”.

La referencia final al jarrón vacío, donde él solía poner las rosas blancas, ignorando que era ella quien las enviaba, y donde se detuvo su mirada, una vez leída la carta, es un símbolo del amor eterno, pues ambos acaban unidos de algún modo para siempre.

Representa a muchas otras mujeres

Desgracia impeorable (1972) es un libro donde Peter Handke, Premio Nobel de Literatura de este año, no sólo evoca la figura de su madre, que se suicidó unos meses antes, sino que además reflexiona sobre su vida. Se refiere a su nacimiento en un ámbito patriarcal, cerrado y machista, donde las mujeres no tenían ninguna posibilidad de hacer algo diferente a lo que estaba previsto de antemano: casarse, para estar siempre subordinada al marido, formar una familia y tener hijos. Pero ella, desde pequeña, se reveló como una alumna inteligente, a la que los profesores le daban las mejores notas y que, pasado el tiempo, quiso aprender: “La cosa empezó así: de repente a mi madre le entraron ganas de hacer algo: quería aprender alguna cosa; porque aprendiendo, cuando era niña, había sentido algo de sí misma. Fue como cuando uno dice: «Me siento a mí mismo». Por primera vez un deseo; y un deseo, además, que se formula, una y otra vez, un deseo que al final se convirtió en una idea fija. Mi madre contaba que le había «mendigado» a mi abuelo que le dejara aprender algo”. 

Se marchó a la ciudad, coincidiendo con el surgimiento del nazismo, una experiencia de vida en común, que en principio despertó grandes expectativas en el pueblo y que le ayudó a salir de sí misma y a hacerse independiente, porque se sentía una mujer distinta, con una naturaleza vital y dinámica. Pero la vida le dio la espalda, porque no llegó a aprender nada que le permitiera realizarse como persona, y porque se casó con un hombre al que no quería y que además la maltrataba. Acabó entrando en el sistema, y se transformó en una mujer mezquina y hacendosa; dejó de ser ella misma, si es que alguna vez lo había sido, y se convirtió en un tipo. Con la gente apenas contaba y de las cosas sólo podía disponer en pequeñas cantidades: “los zapatos del domingo no había que ponérselos durante la semana; cuando se venía de la calle había que colgar enseguida el vestido en la percha; la cesta de malla de la compra no era para jugar; el pan tierno, mañana. (Incluso el reloj que me regalaron para la confirmación, inmediatamente después de la ceremonia me lo quitaron y lo guardaron bajo llave.)”.

Con el paso del tiempo, empezó a encontrarse poco a poco a sí misma; leía periódicos y libros, aunque, al hacerlo, siempre establecía una relación con su propia vida, con lo que habría podido ser y no había sido; nunca en relación con el futuro, con lo que aún podría ser: “Está claro que estos libros los leía siempre como historias del pasado, nunca como sueños del futuro; allí encontraba ella todo aquello que se había perdido y que ya nunca más volvería a recuperar. Ella misma se había quitado de la cabeza, demasiado pronto, cualquier idea de futuro. Así, esta segunda primavera en realidad era ahora sólo una transfiguración de aquello que uno había vivido junto con los demás. La literatura no le enseñaba a pensar en sí misma de ahora en adelante, sino que le decía que era demasiado tarde para esto”.

Comenzaron los dolores de cabeza, el insomnio, la pérdida transitoria de la memoria, y la soledad: “No aguanto en casa y por esto voy corriendo de un lado para otro por los alrededores, da igual por dónde sea. Ahora me levanto algo más pronto; para mí es el momento más difícil, tengo que obligarme a hacer algo para no meterme otra vez en la cama. En estos momentos no sé qué hacer con mi tiempo. Hay una gran soledad en mí, no tengo ganas de hablar con nadie”.

Todos estos sinsabores y decepciones la llevan a pensar en el suicidio, que prepara con toda meticulosidad: “De verdad que me gustaría estar muerta, y cuando voy por la calle me entran ganas de dejarme caer cuando oigo un coche que viene a toda velocidad”. 

Mientras escribe sobre su madre, Peter Handke reflexiona sobre sí mismo, porque, al recordarla, recuerda su propia vida, sus propios recuerdos, donde hay más cosas que personas, y de estas solo detalles (cabellos, mejillas, cicatrices… ); y reflexiona también sobre el proceso de escritura, sus dudas sobre si está siendo excesivamente franco, sin lograr distanciarse del relato, como le sucede habitualmente, al escribir otros libros: “Pero a veces, trabajando en esta historia, me he hartado de tanta franqueza y de tanta honradez y he deseado ardientemente escribir algo en lo que pudiera mentir un poco y en lo que pudiera disfrazarme, por ejemplo, una obra de teatro (…) Porque habitualmente lo que ocurre es que parto de mí mismo y de mis asuntos; a medida que voy avanzando en la escritura me voy liberando de todo ello y al final dejo a mis asuntos, y a mí mismo, seguir su camino como producto de mi trabajo, como mercancía que ofrezco”.

En efecto, no parece haber ninguna mentira en este libro, todo suena a auténtico, porque Handke no logra distanciarse lo suficiente: sólo la vida desgraciada de su madre, que incluso después de muerta estaba necesitada de amor, y él recordándola y escribiendo con objetividad, quizá como terapia para superar el dolor, a través de la palabra, para aclarar su mente y acabar con el embotellamiento en el que se encontra. Pero acaso esta madre no es una mujer especial sino que representa a muchas otras, que, como ella, no pudieron realizarse como personas.

Bartleby

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Leyendo Bartleby, el escribiente, me viene a la mente el existencialismo de Albert Camus, quien reconoció la influencia de esta novela de Herman Melville en su obra. En efecto, tanto Mersault, protagonista de El extranjero, como Bartleby comparten un sentimiento de apatía e indiferencia con respecto a la realidad, que en el caso de éste último se resume en la frase “Preferiría no hacerlo”, que repite una y otra vez, negándose a realizar su trabajo. También recuerda a los personajes de las novelas de Franz Kafka, pues se trata de un antihéroe trágico que se siente acosado no se sabe muy bien por qué, como el Gregorio Samsa de La metamorfosis, que despierta una infausta mañana convertido en un enorme insecto; o Josef K., que protagoniza El proceso y que es arrestado, juzgado, condenado y ejecutado, supuestamente por un delito, que nunca se sabe cuál es; o, en fin, el protagonista de El castillo, el agrimensor K. que lucha en vano por acceder a al castillo para realizar un trabajo que ignora en qué consiste. Incluso la actitud de Bartleby puede recordar movimientos de resistencia pasiva, como el llevado a cabo por Gandhi, negándose a colaborar con el Imperio Británico, que a la larga dio sus frutos, logrando la liberación de la India y Pakistán.

Pero la novela Herman Melville, publicada bastantes años antes, hay que analizarla en su época, mediados del siglo XIX, cuando se produce la Revolución Industrial en Estados Unidos, una revolución  que defraudó las expectativas de la clase obrera, que realizaba un trabajo alienante, durante largas jornadas, en condiciones penosas y a cambio de un escaso salario. Y también hay que tener en cuenta el subtítulo de las ediciones en inglés de la obra, “Una historia de Wall Street”, nombre de la calle donde se encuentra la bolsa de Nueva York, es decir, el mundo financiero de Estados Unidos.

En este contexto, Bartleby, el escribiente se puede entender como una crítica al sistema capitalista y, en particular, al trabajo deshumanizador. El protagonista, que había trabajado antes en la Oficina de las Cartas Muertas, es decir, cartas llenas de vida, pero que carecen de destinatario, se niega ahora a desarrollar su nueva ocupación de copista de textos que tampoco se dirigen a nadie. Son dos trabajos alienantes que no le producen ninguna satisfacción y que no le permiten realizarse como persona. Por eso, su “preferiría no hacerlo” representa la negativa a colaborar con el sistema, pues no está dispuesto ni a producir ni a consumir.

Claro que se han barajado otras interpretaciones: un ejercicio de libertad de Bartleby frente a un destino arbitrario y determinista; la muestra de un caso de depresión, ya que el protagonista presenta todos los síntomas, como la ausencia de motivación o la pérdida del deseo de vivir; el anuncio del hombre aplastado y mecanizado de las grandes ciudades, como Nueva York, donde se desarrolla la historia; la inutilidad de la vida; etc. 

Mención aparte merece el narrador de esta historia que corresponde a un abogado prudente y metódico, que no revela su identidad y que tuvo trabajando a Bartleby en su despacho, junto a otros tres escribientes más. Su actitud no deja de sorprendernos, pues duda entre la simpatía hacia su empleado y la desesperación que le produce su desobediencia: “Con cualquier otro hombre me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba”.

No obstante, estas dudas las compartimos los lectores, a quienes Bartleby nos acaba resultando entrañable, pues, a pesar de su negativa a trabajar, no muestra la menor incomodidad, enojo o impaciencia, cuando le dice a su jefe ”Preferiría no hacerlo”. La misma fórmula que emplea, que no es exactamente un rechazo sino una preferencia, contribuye a esta cordialidad y cercanía hacia el personaje.

El mensaje final de esta novela corta, que no fue entendida en su época, se resume en la última frase. “¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!, pues la actitud de no acción de este personaje y su destino final, se interprete como una crítica al sistema capitalista, o un gesto de rebeldía frente al mismo o un ejercicio de libertad, se puede identificar con el conjunto de los seres humanos.

Historia de una parábola


En pocas novelas están los personajes tan plenamente integrados en la naturaleza, como en las de John Steinbeck: “Kino se levantó antes del amanecer. Las estrellas aún brillaban y el día había dibujado apenas un pálido bosquejo de luz en la parte baja del cielo, en dirección al este. Los gallos habían estado cantando desde hacía rato, y los primeros cerdos ya habían comenzado su incesante voltear de ramitas y aserrín para ver si había algo de comer que hubiese pasado inadvertido. Afuera de la choza, en el montón de atún, una bandada de pajaritos gorjeaban y agitaban, sus alas”.


Este es el inicio de ​La perla​, con el protagonista, Kino, levantándose antes del amanecer en medio de la naturaleza, con las estrellas brillando en el cielo y los animales iniciando sus primeros cantos y movimientos de la mañana. Su cabaña hecha de ramas se encuentra al lado de otras, donde también reina la tranquilidad y sólo se escucha la Canción clara y delicada de la Familia. Pero cuando surge algún tipo de peligro se oye una nueva canción, la Canción del Mal, “la música del enemigo, de un enemigo de la familia, una melodía salvaje, secreta y peligrosa”, porque todo lo que veían, hacían o escuchaban lo convertían en canción.


Él pertenece a uno de los dos pueblos antagónicos, que aparecen en la novela, el de los indígenas, que están sometidos a los blancos, los cuales constituyen el pueblo explotador. Steinbeck precisamente denuncia esta explotación y la estructura social que la permite y la perpetúa. Mientras que los indios, como hemos visto, viven en contacto íntimo con la naturaleza; los blancos, en cambio, viven de espaldas a ella, aislados en sus casas lujosas de las ciudades.


Sucede un hecho, el hallazgo de la perla más hermosa y más grande jamás vista, que va poner al descubierto el engaño y el acoso de una sociedad materialista, traída por los hombres blancos, los cuales demuestran una hipocresía y un interés que los define, como grupo social. Pero este efecto perverso va a afectar también al propio Kino a quien el hallazgo de la perla despierta un ansia de mejorar que al final acaba volviéndose en su contra, a pesar de la legitimidad de este deseo, que pasa fundamentalmente por que su hijo, Coyotito, estudie: “Mi hijo abrirá los libros y los leerá. Y mi hijo sabrá de números. Y esto nos hará libres porque sabrá, y, como él sabrá, nosotros aprenderemos de él”. La educación como vía para la liberación y la emancipación de los pobres. ¡Ahí es nada!

La lectura se hace amena, gracias a un lenguaje sencillo y al simbolismo que le confiere una dimensión poética a la novela, aunque al mismo tiempo nos hace sufrir la peripecia vital de Kino y su familia, que despierta la solidaridad de los de su clase; pero también la envidia de los poderosos, que tratan de quitarle la perla, utilizando todo tipo de argucias.


El maravilloso final nos deja la duda de si el protagonista ha fracasado o, por el contrario, hemos de interpretarlo como el resultado de un aprendizaje, que le lleva rechazar un mundo materialista donde prima el dinero por encima de la dignidad. Su vuelta a La Paz, que se produce curiosamente al atardecer (“El dorado atardecer estaba declinando cuando unos niños, a la carrera, llegaron histéricos al pueblo y corrieron la voz de que Kino y Juana se encontraban de vuelta. Y éste fue quizás el detalle que más impresionó a aquellos que los vieron”), supone la reintegración definitiva de Kino en el mundo natural al que pertenece.

La vida de las mujeres

En su única novela, Alice Munro, Premio Nobel de Literatura 2013, cuenta la infancia y adolescencia de Del, en un pueblo de Canadá, y su camino de iniciación en el mundo de la escritura guiada por la curiosidad y la inteligencia. Esto, unido al hecho de estar escrita en primera persona, ha llevado a pensar que puede tratarse de recuerdos de la propia autora, aunque ella misma haya declarado que la novela “sólo es autobiográfica en la forma, no en los contenidos”.

Lo cierto es que, desde la primera página, tenemos la certeza de algo vivido, con personajes excéntricos, como el tío Benny, con su manía de guardar objetos averiados e inservibles, y con una ingenuidad que nos conmueve, por ejemplo, cuando cuenta lo que le sucedió en la ciudad de Toronto al ir a buscar a su mujer huida: 

“-Primero pregunté a un tipo que me dijo que, cruzado un puente, llegaría a un semáforo rojo donde se suponía que tenía que torcer a la izquierda; pero cuando llegué allí no supe qué hacer. No sabía si torcer a la izquierda con el semáforo rojo o esperar a que se pusiera verde para hacerlo. -Tuerces a la izquierda con el semáforo verde -gritó mi madre, desesperada-. Si tuerces a la izquierda con el semáforo rojo te topas con todos los coches que están cruzando delante de ti. 

-Sí, lo sé, pero si tuerces a la izquierda con el semáforo verde te topas con los coches que vienen en dirección contraria.

-Pues esperas a que haya una brecha.

-Pero entonces te puedes pasar todo el día esperando, porque nadie te deja pasar.”

El lenguaje utilizado por Munro es sencillo y preciso también cuando se refiere, como de pasada, a la época en la se encuentran: 

“Owen se columpiaba en la puerta mosquitera, cantando en un tono cauteloso y despectivo, como solía hacer cuando se mantenían conversaciones largas: 

Tierra de esperanza y gloria, 

madre de los que son libres, 

cómo podremos alzarte 

nosotros que hemos nacido de ti. 

Esa canción se la había enseñado yo; aquel año cantábamos esa clase de himnos todos los días en el colegio, para ayudar a salvar Gran Bretaña de Hitler.”

O cuando alude a la complicidad entre todos los miembros de su familia, sin necesidad de hablar: “Mi madre se quedó sentada en su silla de lona y mi padre en una de madera; no se miraron. Pero estaban conectados, y esa conexión era clara como el agua, y existía entre nosotros y tío Benny, entre nosotros y Flats Road, y seguiría existiendo entre nosotros y cualquier cosa.”

Otro personaje redondo, aunque en las antípodas del tío Benny, es la madre, Addie, defensora de los derechos de la mujer, con inquietudes culturales y que se ha hecho a sí misma: “La timidez y la vergüenza son lujos que yo nunca pude permitirme”, le dice a Del, cuando esta decide no seguir colaborando con ella, porque le da reparo contestar en público a las preguntas sobre el contenido de las enciclopedias que vendía.

También sus tías Grace y Elspeth son personajes logrados, con su sentido del humor ingenuo y desconcertante, como cuando le preguntaron a Del por la inquilina que tenían en su casa de la ciudad, a la que habían oído cantar en una fiesta la canción What Is life without my lover?: “¿Qué tal vuestra inquilina? ¿Qué le parece la vida sin su amante?”. Y Del les explicó que esa canción provenía de una ópera, que era una traducción, y sus tías gritaron: “¿ Ah, sí? ¡Y nosotras lamentándolo por ella!”.

Y es que La vida de las mujeres es una novela de personajes, con los que la narradora protagonista compartió su infancia y adolescencia, especialmente mujeres tradicionales, cuya existencia sometida al hombre y con el único destino del matrimonio y los hijos, refleja críticamente: “¿Qué era una vida normal? Era la vida de las chicas que trabajaban con ella, las fiestas de homenaje, las sábanas de hilo, las baterías de cocina y la cubertería de plata, ese complicado orden femenino; y por otro lado, era la vida del salón de baile Gay-la, ir borracha en coche por carreteras negras, escuchar chistes de hombres, soportar y pelearte con hombres y conseguirlos, conseguirlos: un lado no podía existir sin el otro, y al asumir y acostumbrarse a ambos, un chica se ponía camino del matrimonio. No había otra manera. Y yo no iba a ser capaz de hacerlo. No. Me quedaba con Charlotte Brontë”.

Hay momentos especialmente hermosos como la descripción sutil de su despertar sexual, el día que conoció a Garnet en la iglesia, mientras escuchaban al pastor baptista: “Pero toda mi atención estaba centrada en nuestras manos apoyadas en el respaldo de la silla. Él movió un poco la suya. Yo moví la mía, volví a moverla. Hasta que las pieles se tocaron, ligera pero vívidamente, se apartaron, regresaron y permanecieron juntas, apretadas la una a la otra. Luego los meñiques se frotaron con delicadeza, el suyo se montó poco a poco sobre el mío. Un titubeo; mi mano se abrió ligeramente, su meñique me tocó el anular y el anular quedó capturado, y así sucesivamente hasta que, en fases tan formales como inevitables, con reticencia y certeza, su mano cubrió la mía. Entonces él la levantó del respaldo y la sostuvo entre los dos. Me invadió una gratitud angelical, como si realmente hubiera alcanzado otro nivel de existencia. Me pareció que no era necesario más reconocimiento, no era posible más intimidad”.

La vida de las mujeres concluye con un giro metaliterario: Del, después de su ruptura con Garnet, cuando éste amenaza su libertad, decide escribir una novela para realizarse como persona: “Llegó un momento en que todos los libros de la biblioteca del ayuntamiento no fueron suficientes para mí; necesitaba tener libros propios. Comprendí que lo único que podía hacer con mi vida era escribir una novela. Escogí a la familia Sheriff para escribir sobre ella; lo que le había sucedido la aislaba de forma impresionante, la condenaba a ser material de ficción.”

En realidad, la novela que pretende escribir y que supone el descubrimiento de su vocación literaria, es la que nosotros estamos leyendo. Por eso, aunque Alice Munro haya declarado que La vida de las mujeres es autobiográfica sólo en la forma, los lectores tenemos el derecho a dudar de esa afirmación y considerar que tiene una base real: “Jerry -el amigo superdotado de Del- contemplando y dando la bienvenida a un futuro que aniquilaba Jubilee (…) yo haciendo planes secretos de convertirla en una fábula negra y fijarla en mi novela”. 
Además, en el epílogo la narradora-protagonista llega a explicarnos su aspiración como escritora, que podría firmar la propia Alice Munro y que consiste en buscar la autenticidad, partiendo de una realidad, recreada mediante el trabajo literario: “Y ninguna lista podía contener lo que yo quería, porque lo que yo quería era hasta el último detalle, cada capa de discurso y pensamiento, cada golpe de luz sobre la corteza o las paredes, cada olor, bache, dolor, grieta, engaño, y que se mantuvieran fijos y unidos, radiantes, duraderos.”