Un montaje atrevido y transgresor el que vimos ayer de Tres sombreros de copa en el Teatro Góngora de Córdoba; pero que encaja dentro de la filosofía teatral de Miguel Mihura, como explicó, Álvaro Morte, director de la compañía 300 pistolas, después de la representación. Sabemos que el autor madrileño no pudo estrenar la obra, hasta 20 años después de escribirla, en 1932, porque los empresarios y actores madrileños no la entendieron, y el público burgués, que solía ir al teatro, estaba acostumbrado a un humor de risa fácil o de frase soez, no a un humor basado en situaciones insólitas y diálogos disparatados, como el que proponía Mihura. Por esta razón, cambió su forma de hacer teatro, para acomodarse a los gustos tradicionales de este tipo de público.
Pero Tres sombreros de copa se inspira en los cómicos de principios de siglo, como Buster Kiton, Charles Chaplin o los hermanos Marx, particularmente en estos últimos que practicaban un humor aparentemente ilógico. Y este es el enfoque que ha querido darle la compañía 300 pistolas, que ha hecho una adaptación, como homenaje al autor madrileño y al cine mudo, llevando hasta el extremo el absurdo.
El montaje consta de un prólogo y un epílogo, que sirven de marco a la representación propiamente dicha. Este planteamiento justifica la ausencia de una escenografía específica, así como la duplicidad de los actores y actrices, al interpretar a varios personajes.
Desde la primera escena, don Rosario marca el ritmo de la obra, con una movilidad y gesticulación, que por momentos nos hace olvidar al personaje original, causándonos una cierta desorientación, pero es solo la primera impresión, porque enseguida percibimos que el respeto al texto de Mihura es máximo. Es cuestión de aceptar la propuesta que nos hace la compañía: el ritmo frenético, que se refleja incluso en una forma rápida y antinatural de decir los textos; los guiños al cine mudo -maravillosa la escena en la que don Rosario imita a Harpo Marx levantado la rodilla, ante la perplejidad de Dionisio-; la polivalencia de elementos escenográficos, como las maletas, que tan pronto valen de asiento como de muro de separación entre los dos mundos que representan Dionisio y Paula; la incorporación de música a textos que no estaban pensados para ser cantados, como el tango que interpretan en la fiesta del segundo acto; el teatro de sombras, que supone una prolongación del escenario; etc.
Los actores y actrices brillan a gran altura, pues, aparte de duplicar sus papeles, demuestran un perfecto dominio de todos los recursos interpretativos: voz, gesto, movimiento, baile, etc. Además, logran construir personajes complejos: una inolvidable Paula, mezcla de ingenuidad y picardía; un Dionisio, que evoluciona, desde la candidez inicial hasta la plenitud emocional, con momentos sublimes de interpretación, como la escena de la visita de don Sacramento, cuando tiene que disimular la presencia en la habitación del cuerpo desfallecido de Paula; un don Rosario insólito por su movilidad y onmipresencia en el escenario, que distorsiona el dramatismo del recuerdo de su hijo muerto, con gestos ridículos, que repite una y otra vez, y que acabaron cautivando a los jóvenes espectadores; un don Sacramento, tocado con chistera y bastón, como homenaje a Charles Chaplin, y esquematizado en sus gestos y movimientos, pero que responde perfectamente a la seriedad y conservadurismo del personaje; etc.
En resumen, una apuesta atrevida y transgresora, que acaba convirtiéndose en un espectáculo total, y que entusiasmó a todos los espectadores. Como propina, la compañía 300 pistolas nos regaló un coloquio, en el que nuestros alumnos de 4º de ESO, que habían leído y trabajado en clase Tres sombreros de copa, demostraron, con sus preguntas y curiosidades, que habían seguido con interés la representación. De eso se trata: de crear futuros espectadores.