Un Mihura transgresor

Un montaje atrevido y transgresor el que vimos ayer de Tres sombreros de copa en el Teatro Góngora de Córdoba; pero que encaja dentro de la filosofía teatral de Miguel Mihura, como explicó, Álvaro Morte, director de la compañía 300 pistolas, después de la representación. Sabemos que el autor madrileño no pudo estrenar la obra, hasta 20 años después de escribirla, en 1932, porque los empresarios y actores madrileños no la entendieron, y el público burgués, que solía ir al teatro, estaba acostumbrado a un humor de risa fácil o de frase soez, no a un humor basado en situaciones insólitas y diálogos disparatados, como el que proponía Mihura. Por esta razón, cambió su forma de hacer teatro, para acomodarse a los gustos tradicionales de este tipo de público.

Pero Tres sombreros de copa se inspira en los cómicos de principios de siglo, como Buster Kiton, Charles Chaplin o los hermanos Marx, particularmente en estos últimos que practicaban un humor aparentemente ilógico. Y este es el enfoque que ha querido darle la compañía 300 pistolas, que ha hecho una adaptación, como homenaje al autor madrileño y al cine mudo, llevando hasta el extremo el absurdo.

El montaje consta de un prólogo y un epílogo, que sirven de marco a la representación propiamente dicha. Este planteamiento justifica la ausencia de una escenografía específica, así como la duplicidad de los actores y actrices, al interpretar a varios personajes.

Desde la primera escena, don Rosario marca el ritmo de la obra, con una movilidad y gesticulación, que por momentos nos hace olvidar al personaje original, causándonos una cierta desorientación, pero es solo la primera impresión, porque enseguida percibimos que el respeto al texto de Mihura es máximo. Es cuestión de aceptar la propuesta que nos hace la compañía: el ritmo frenético, que se refleja incluso en una forma rápida y antinatural de decir los textos; los guiños al cine mudo -maravillosa la escena en la que don Rosario imita a Harpo Marx levantado la rodilla, ante la perplejidad de Dionisio-; la polivalencia de elementos escenográficos, como las maletas, que tan pronto valen de asiento como de muro de separación entre los dos mundos que representan Dionisio y Paula; la incorporación de música a textos que no estaban pensados para ser cantados, como el tango que interpretan en la fiesta del segundo acto; el teatro de sombras, que supone una prolongación del escenario; etc.

Los actores y actrices brillan a gran altura, pues, aparte de duplicar sus papeles, demuestran un perfecto dominio de todos los recursos interpretativos: voz, gesto, movimiento, baile, etc. Además, logran construir personajes complejos: una inolvidable Paula, mezcla de ingenuidad y picardía; un Dionisio, que evoluciona, desde la candidez inicial hasta la plenitud emocional, con momentos sublimes de interpretación, como la escena de la visita de don Sacramento, cuando tiene que disimular la presencia en la habitación del cuerpo desfallecido de Paula; un don Rosario insólito por su movilidad y onmipresencia en el escenario, que distorsiona el dramatismo del recuerdo de su hijo muerto,  con gestos ridículos, que repite una y otra vez, y que acabaron cautivando a los jóvenes espectadores; un don Sacramento, tocado con chistera y bastón, como homenaje a Charles Chaplin, y esquematizado en sus gestos y movimientos, pero que responde perfectamente a la seriedad y conservadurismo del personaje; etc.

En resumen, una apuesta atrevida y transgresora, que acaba convirtiéndose en un espectáculo total, y que entusiasmó a todos los espectadores. Como propina, la compañía 300 pistolas nos regaló un coloquio, en el que nuestros alumnos de 4º de ESO, que habían leído y trabajado en clase Tres sombreros de copa, demostraron, con sus preguntas y curiosidades, que habían seguido con interés la representación. De eso se trata: de crear futuros espectadores.

 

Pedro y el capitán por Círculo teatro

Esta obra de Mario Benedetti es una larga conversación entre un torturador y un torturado, donde el maltrato físico no está presente como tal, aunque sí como una sombra que pesa sobre ambos. Esta ausencia nos permite a los espectadores, como dice el autor uruguayo en el prólogo, mantener una mayor objetividad para juzgar el proceso de degradación que sufre el primero de estos personajes, el capitán, pues el segundo, Pedro, acaba siendo el vencedor moral, al preferir la muerte a la delación de sus compañeros.

La sobriedad en la escenografía del montaje que la compañía cordobesa Círculo Teatro nos ofreció ayer -una mesa con un flexo, y dos sillas- contribuyó a que nos centráramos sobre todo en la interpretación. Hablando con Blanca Vega, directora de la compañía, conocimos que llevan 46 representaciones, muchas de ellas realizadas en pequeños espacios, incluido el salón de su propia casa, donde los actores deben hacer uso de todos sus recursos expresivos.

El aspecto físico de Antonio Aguilar y Manuel Monzón se compagina con los papeles que representan: la delgadez y las ojeras pronunciadas del primero le van como anillo al dedo al personaje de Pedro; y el físico más contundente del segundo, responde a  las características del capitán.

Así pues, todo hacía presagiar que asistiríamos a un gran representación; todo menos la actitud de un grupo de alumnos de 1º de Bachillerato, quienes con sus risitas, comentarios e incluso conversaciones prolongadas, impidieron la concentración necesaria de los actores y perjudicaron el seguimiento de la obra por parte de los que asistíamos a la representación, que prácticamente completamos el aforo del salón de actos del IES Gran Capitán.

Una lástima, la verdad, porque, si algo exige un representación teatral es el silencio, más, si cabe, en una obra, como la de Benedetti, donde aparecen en escena: un personaje que acaba de sufrir torturas terribles y, en consecuencia, expresa con el cuerpo, con la voz y con los gestos, todo su dolor; y otro que evoluciona desde la prepotencia de quien se siente en poder de la razón, hasta la angustia que acaba provocándole la toma de conciencia de un trabajo indigno.

No obstante, y a pesar de las dificultades externas para identificarnos con los dos personajes, que se desnudan anímicamente ante nosotros, pudimos reconocer el trabajo minucioso que hay detrás de la construcción de los mismos: los movimientos y los gestos medidos, que reflejan la prepotencia y la ironía del capitán, convencido de vencer la resistencia de Pedro; y el cuerpo desmadejado, los espasmos nerviosos, y la mirada perdida de éste, que expresan la voluntad de mantenerse fiel a sus principios éticos. E igualmente el esfuerzo de los dos actores por imitar en su forma de hablar el acento uruguayo, que consiguen con nota y que contribuye a situarnos en este país latinoamericano, donde se desarrolla la acción.

Hubo momentos, en el primer acto y en el cuarto, donde Manuel Monzón y Antonio Aguilar brillaron con especial intensidad, mostrándonos los matices expresivos a los que acabamos de referirnos. Lo pudimos apreciar mejor los espectadores que nos encontrábamos junto a ellos en el escenario.

Quizá donde más se resintió el montaje, a causa de los factores externos mencionados, es en la evolución de los personajes, porque exigía de los actores una concentración máxima, en particular del capitán, que experimenta un cambio más radical. Además, en una obra de ritmo lento, como esta, los espectadores disponemos de más tiempo para fijarnos en los gestos y movimientos que reflejan estos cambios.

La música, especialmente en las transiciones entre los actos, con esos aldabonazos secos que nos aplastaban contra los asientos, coadyuvó a que nos imagináramos las torturas infligidas al detenido. La iluminación, predominantemente blanca, estuvo en consonancia con los interrogatorios que se llevan a cabo en escena. Y el vestuario, el adecuado: traje y corbata, el capitán; y pantalones sucios y desgarrados, Pedro.

Gracias a  la Compañía Círculo Teatro por ofrecernos este montaje tan cuidado, donde se denuncia la violencia ejercida por los sistemas represivos, y por haber desafiado la leyenda –como afirma su directora en el programa de mano- de que para crecer en la profesión de actor hay que emigrar a tierras más prósperas en el negocio, como Madrid y Barcelona. Claro que para que los grupos cordobeses permanezcan en nuestra ciudad debemos tratarlos como se merecen: con respeto y consideración.

 

 

Actualidad de Chéjov

La historia de la humanidad, desde sus orígenes, se caracteriza por ser una historia de amos y esclavos, de señores y siervos, de explotadores y explotados. Carlos Marx denominó a estas dualidades lucha de clases que, según él, obedecía, en último extremo, a intereses económicos contrapuestos.

El teatro de Antón Chéjov también se rige por un principio dramático parecido: el conflicto entre un personaje dominador y su víctima. Así, en La gaviota, Trigorin, afamado escritor, acaba destruyendo la candidez de Nina, que aspira a triunfar en el mundo de la escena y volar libremente como una gaviota;  Arkádina, actriz superficial y egoísta, que es víctima de los desaires de aquel, arruina las esperanzas como creador de su hijo, Treplev, que quiere instaurar nuevas formas de representación teatral; éste,  por su parte, al ignorar su amor, provoca la infelicidad de la joven Masha, la cual a su vez  responde con indiferencia a los sentimientos de Medvedenko.

Así pues, los dominadores se convierten en víctimas  y las víctimas en dominadores de otros personajes; y  los que en apariencia no padecen se sienten igualmente frustrados e infelices, tal y como le confiesa Trigorin a Nina:

“Nunca me he sentido contento de mí mismo. No me gusto como escritor. Lo peor es que me encuentro como en cierto estado de embriaguez y, a menudo, no comprendo lo que escribo. . . A mí me encanta, mire, esta agua, los árboles, el cielo; siento la naturaleza, que despierta en mí la pasión, un deseo irresistible de escribir. Pero no soy sólo un paisajista; soy, además, un ciudadano, quiero a mi patria, al pueblo: siento que, si soy escritor, estoy obligado a hablar del pueblo, de sus sufrimientos, de su futuro; siento que estoy obligado a hablar de la ciencia, de los derechos del hombre, etcétera, y hablo de todo, me doy prisa, por todas partes me espolean, se impacientan, siguen adelantándose y yo voy quedándome atrás, cada vez más atrás, como mujik que llega tarde al tren; al final siento que sólo soy capaz de describir el paisaje y que, aparte de esto, cuanto escribo suena a falso y es falso hasta la médula.”

Lejos, por tanto, del maniqueísmo de la literatura que divide a los personajes en buenos y malos, Chéjov nos presenta a seres humanos ambiguos y contradictorios, capaces de amar y odiar, de disfrutar y sufrir, de ilusionarse y decepcionarse, aunque les falta capacidad para luchar por el cumplimiento de sus objetivos vitales, pues se muestran demasiado apáticos y resignados a su infelicidad.

Estos entrecruzamientos implican, además, la existencia de varias líneas de acción, rompiendo así con la teoría de las tres unidades. En La gaviota, al principio parece que no sucede nada, apenas hay acción, con los personajes reunidos en una casa de campo y manteniendo conversaciones aparentemente anodinas; sin embargo, poco a poco van aflorando las pasiones y los sufrimientos de cada uno de ellos, sus filias y sus fobias, sus conflictos internos, y con ello la tensión dramática crece, hasta acabar en un desenlace fatal, que Chéjov tiene la habilidad de sugerir antes de que suceda.

Releer esta obra es como entrar en contacto con la vida misma, con sus miserias, con sus contradicciones, con los errores que todos cometemos, con la incapacidad que, a veces, nos impide afrontar los problemas.

Una visita original al Palacio de Viana

Hubo un tiempo en el que utilizar recursos propios del teatro de la provocación era algo habitual y saludable en las salas españolas. Existía la conciencia de que no utilizarlos era hacer un teatro antiguo, pasado de moda; pero la repetición mecánica de estos recursos (implicación de los espectadores en la representación, ruptura del espacio escénico, etc.) acabó convirtiéndose en una rutina y perdiendo su sentido original de causar asombro.

Sin embargo, en ocasiones, surge la chispa de la creación y la rutina se transforma en frescura y originalidad. El viernes pasado, en la visita dramatizada al Palacio de Viana, tuvimos la oportunidad de disfrutar de una de esas ocasiones.

El montaje de la compañía Ñaque Teatro, dirigido por José Antonio Ortiz, contó con el siguiente elenco de actores:

  • Nieves Palma y Alejandro Bueno (pareja de turistas catalanes).
  • Ricardo Luna (duque de Rivas y mayordomo).
  • Federico Vergne (enamorado y rey Alfonso XIII)
  • Carlos de Austria (Teobaldo y José de Saavedra).
  • Belén Benítez (enamorada y criada).
  • Lua Santos y Pilar Nicolás (criadas).

La música interpretada al piano correspondió a Alberto de Paz.

Aproximadamente a las 8:30 de la tarde, hora anunciada para la representación, se abrieron las puertas del palacio y los cincuenta privilegiados espectadores penetramos en el patio del Recibo. Pasaban los minutos y la obra no comenzaba. Este leve retraso era el primer recurso teatral utilizado, pues entre los espectadores se encontraban dos actores de la compañía, interpretando a un matrimonio catalán, que empezaba a discutir. Aparentemente, se trataba de dos turistas que esperaban impacientes el inicio de la visita; pero en realidad iban a ser ellos los encargados de guiarnos. ¡Qué espontaneidad y qué capacidad de improvisación la mostrada por esta pareja! Interactuaban continuamente con los sorprendidos espectadores; se reprochaban cosas entre sí, como cualquier matrimonio, y todo dicho con un acento catalán muy conseguido. En su compañía, nos adentramos en el palacio de Viana para conocer su historia y sus características arquitectónicas. Pero en las diferentes dependencias del mismo nos esperaban nuevas sorpresas: en la sala de Firmas, el duque de Rivas conversaba con uno de sus hijos, Teobaldo, que a la postre sería el primer marqués; en la reja de Don Gome disfrutamos de una escena de amor entre Filomena y Pepe, que incluso pudo seguirse en la calle contigua; en otra de las salas, ya sentados, escuchamos la historia del palacio y de sus dueños, contada por dos criadas en un diálogo chispeante y lleno de gracia.

Después, Jordi y Montse, que formaban el entrañable matrimonio catalán,  nos dirigieron a las dependencias de la planta alta. A estas alturas de la visita, como dijo el primero, ya nos habíamos convertido en amigos. En el salón, donde los marqueses solían recibir a las visitas importantes, asistimos a un diálogo entre Alfonso XIII y José de Saavedra, que nos situó en la época histórica. Mientras que Federico Vergne construye con solidez su personaje del rey, a Carlos de Austria, que nos deleitó hace unas semanas con su Jerry de «Historia del zoo», lo notamos algo inseguro.

Pero lo mejor de la visita estaba por llegar. De nuevo en la planta baja y, guiados por la música lejana de un piano tocado por las manos inconfundibles del siempre brillante Alberto de Paz, penetramos en una amplia sala, donde los marqueses celebraban las cenas. El diálogo que entablaron las criadas y el mayordomo, ingenioso y divertido, puso el broche final al recorrido. Particularmente, la interpretación de Ricardo Luna hizo las delicias de todos los que nos encontrábamos allí, con réplicas, a cuál más graciosa; y con gestos y movimientos, que recordaban al mejor Charles Chaplin.

Una vez más, José Antonio Ortiz nos sorprendió con un montaje sumamente original, en el que cada pieza encaja dentro del engranaje general. Quizá hay alguna caída de ritmo, como en la escena del duque de Rivas y Teobaldo, que suena un tanto a impostada; pero en conjunto predomina la calidad y el buen tono. Durante la hora, aproximadamente, que duró la visita, respiramos un atmósfera de libertad creativa y espíritu de experimentación de la mano de una incomparable pareja de cómicos, que recordaban a los primeros happening del Black Mountain College, entreverada de escenas interpretadas con el rigor y la profesionalidad, marca de la compañía.

Ñaque Teatro consiguió convertir en arte un acto de nuestra vida cotidiana, como la visita cultural a un palacio. Al final, todos salimos convencidos de que esta había sido como un lienzo pintado a la limón por actores y espectadores.

Larga vida a estas originales visitas al palacio de Viana.

P.D. Hemos conocido que Carlos de Austria tuvo apenas dos días para preparar los dos papeles que interpreta, lo cual explica las dudas que mencionábamos.

 

Éxito de las III Jornadas de Teatro y Gastronomía

Al recordar hoy la representación de “Novecento”, que tuvo lugar el pasado viernes en nuestro instituto, me vienen a la mente no sólo el personaje de Tim Tooney, que cuenta la historia, sino también el propio Novecento, el jazzman del Viginian, el marinero Danny Boodmann, el pianista de jazz Jelly Roll Morton y hasta 16 personajes más, cada uno con su voz y con su gesto. El mérito es del director del montaje, José Antonio Ortiz, pero sobre todo de quien da vida a estos personajes, Ricardo Luna, que ha alcanzado la madurez del actor que domina todos los recursos expresivos y que posee un gran sentido del tempo o ritmo teatral. Su compenetración con el siempre brillante Alberto de Paz, autor e intérprete de la música, es total. Ningún momento de espera, nigún gesto demás, cuando la música, tocada en directo, tenía que entrar, entraba, para complementar las palabras del actor.

Desde su estreno, en el teatro Circo de Puente Genil hace seis años, pasando por el teatro Alfil de Madrid, donde permaneció un mes, y el Gran Teatro de Córdoba, hasta el viernes pasado, en nuestro centro, la obra ha adquirido la madurez y el equilibrio que te hacen verla con naturalidad, con la naturalidad de la vida misma. 

El espacio de la representación no podía ser mejor: nuestro salón de actos convertido en la sala de máquinas del transatlántico Virginian, con todos los elementos necesarios: la iluminación en penumbra que le daban las velas, el humo que expulsaban dos artefactos estratégicamente situados, y el sonido del golpeteo del agua contra la madera del casco. Al fondo, el escenario con el andamio, que simula el interior del barco, por donde se movía Ricardo Luna, como pez en el agua.

Primero, fue la representación de Novecento y, después, la cena, con la que se ponía punto final a unas exitosas III Jornadas de Teatro y Gastronomía. El Departemento de Hostelería, sus alumnos y profesores, demostraron creatividad e imaginación, tanto en la ambientación del salón de actos, ya comentada, como en el diseño del menú, inspirado en la obra de Alessandro Baricco. En el primer acto, los berberechos al vapor, servidos en una lata, que recordaba a las utilizadas en los barcos; la mini-burger de osso-buco hacía referencia al destino norteamericano del Virginian; y el ravioli de boletus al país de procedencia del autor de la obra: Italia. En el segundo acto, un plato en continuo movimiento: la ensalada de mar con agua de tomate: En el tercero, el duelo entre la lubina asada y las manitas estofadas, que evoca el que mantienen al piano Jelly Roll Morton y Novecento. Así, hasta llegar al quinto y último, con la bomba de chocolate con corazón tierno, fiel reflejo del destino final y del carácter del protagonista. 

Este perfecto maridaje entre teatro y gastronomía nos recordó a tiempos pasados en nuestro instituto, cuando estábamos en la antigua universidad laboral de Córdoba. Me refiero a las inolvidables Jornadas de Cine y Gastronomía, impulsadas por nuestro compañero Benito Vaquero. Las buenas cosas permanecen, como debe ser.

Enhorabuena a todos los que han hecho posible estas III Jornadas Teatro y Gastronomía.

UNA HISTORIA DEL ZOO QUE NOS EMOCIONÓ

Ayer asistimos, dentro de las III Jornadas de Teatro y Gastronomía, organizadas por nuestro centro, a la representación de “Una historia del zoo” de Edward Albee, dirigida por Federico Vergne e interpretada por Carlos de Austria, en el papel de Jerry, y Rafael de Vera, en el de Peter. 

La buena acogida de estas jornadas por la sociedad cordobesa y, en particular, por los vecinos del barrio de Fátima es ya un hecho, pues el aforo del salón de actos, 250 espectadores, prácticamente se completó. Especial importancia tuvo la presencia masiva de alumnos del instituto, de distintos niveles educativos, que previamente habían trabajado la obra en clase con sus profesores de Lengua Española.

El salón de actos se vistió de gala para el evento, con las paredes cubiertas de telones negros, de los que colgaban cuadros abstractos de la pintora Lola Ortega. Más que el aula de un instituto parecía una sala alternativa de teatro independiente, como La Guindalera o el Teatro de Cámara Chejov de Madrid.

La música de jazz, que se podía escuchar, desde minutos antes de la representación, contribuyó a trasladarnos a la ciudad de Nueva Cork, donde se desarrolla la acción, a finales de los años cincuenta del pasado siglo. Estados Unidos, ya recuperado de su participación en la segunda guerra mundial, atraviesa por un periodo de esplendor económico, aunque sus ciudadanos, a los que representan Peter y Jerry, no se sienten realizados como personas. El primero, perteneciente a la clase media, lo tiene todo y nadie diría que es infeliz. Está leyendo relajadamente en un banco del parque, mientras el segundo se le acerca con actitud aparentemente divertida. No se conocen de nada y, a lo largo de la representación, se produce un proceso de alejamiento-acercamiento, en el que los dos actores, que los representan, nos dan una auténtica lección de interpretación, de saber estar sobre el escenario. Desde el principio, se establece entre ellos una complicidad con las miradas, sobre todo por parte de un Peter, sorprendido por la presencia de Jerry, o indignado, cuando le habla de matar a sus periquitos; y también por parte de éste último, cuando, dirigiéndose a los espectadores, con una mirada diabólica de satisfacción, nos descubre sus verdaderas intenciones de provocar que Peter acabe con su vida.

El nivel interpretativo sube aún más, en la parte central de la obra, con la historia triste de Jerry y el perro. Los dos actores lo bordan. El recurso de señalar con el dedo un lugar de la escena, donde supuestamente se encuentran las distintas habitaciones de la pensión hace que Peter y todos los espectadores con él desplacemos nuestras miradas hacia allí y veamos al perro negro, con los ojos sanguinolentos, o a la casera suplicándole que rezara por su animalito. El monólogo se convierte en un diálogo en el que Jerry habla con las palabras y Peter con los miradas y los gestos; y a veces, en momentos especialmente cómicos, los dos valiéndose de la expresión no verbal. 

El enfrentamiento final por la posesión del banco pone al descubierto la infelicidad de los dos personajes, pero especialmente de Peter, que, a pesar de tenerlo todo, anhela la vida de Jerry, que él considera llena de emoción, pero que es en realidad miserable y carente de sentido. 

La escenografía muy simple: el césped de un parque; un banco, cuyo respaldo blanco simula la lápida de un cementerio, porque tanto Peter como Jerry son como dos muertos en vida; y una farola con forma de jaula, que simboliza la incomunicación de ambos personajes. La iluminación en blanco, que no cambia en toda la representación, crea un ambiente neutro que no condiciona al espectador, con el fin de que se centre en lo que dicen y hacen los dos actores. 

Se agradece que pudiéramos disfrutar ayer de un montaje tan cuidado y profesional, donde todos los elementos (escenografía, iluminación, maquillaje, interpretación…) se integran para hacernos creíble la vida de dos personajes desgraciados que nos calaron hondo y que, a pesar del tiempo transcurrido, tienen más actualidad de la que se pudiera pensar.

MALOS TIEMPOS PARA LA CULTURA

Últimamente, se escuchan quejas por los recortes que se están produciendo en el ámbito de la cultura. Ayer mismo la Orquesta Sinfónica de la Comunidad de Murcia ofreció un concierto ante la Consejería de Cultura, para protestar por la situación que atraviesan sus trabajadores, a causa de los continuos retrasos en los pagos de sus salarios y el recorte de un 47 % en los presupuestos de 2012, que va a poner en riesgo su continuidad. “No tenemos ni para pagar las partituras” declaró uno de los componentes de la orquesta.

La razón que dan las autoridades autonómicas para explicar esta reducción es que la política de austeridad para superar la crisis económica, así lo exige.

Hace unos días, en el programa cultural de Radio Nacional de España “El ojo crítico”, Ángel Gutiérrez, director del Teatro de Cámara Chejoc de Madrid, lanzó un SOS, anunciando el cierre inminente de éste, porque la Comunidad de Madrid ha reducido a la mitad la  subvención económica, que les permitía pagar el local, donde ensayan y representan sus obras.

También en este caso la justificación que dan las autoridades tiene que ver con los recortes para hacer frente a la crisis.

Malos tiempos para la cultura, cuando un orquesta sinfónica y una sala de teatro, que existe desde hace 30 años, corren peligro de desaparecer. Decía García Lorca, del que ahora celebramos el 75 aniversario de su muerte, que “el teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país y el barómetro que marca su grandeza y su descenso”. Y añadía: “un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo”.

Estas palabras podrían extenderse a la cultura en general, porque es esta, junto con la educación, la que nos convierte en ciudadanos responsables y críticos, que piensan por sí mismos y no aceptan las cosas porque sí, o porque las manden los mercados o las agencias de calificación, que al fin y al cabo son los que están imponiendo las políticas de austeridad a nuestros gobiernos.

 

UN CYRANO DE BERGERAC MÁS HUMANO

La representación teatral es un hecho irrepetible, pues nunca se vuelve a hacer igual en todo. No sólo cambia el día y la hora, sino también el público, que asiste a la misma, y los actores, que, a medida que interpretan una obra, van haciendo suyos los personajes y se compenetran mejor con sus compañeros de reparto.

Esto es lo que sucedió ayer con el montaje de “Cyrano de Bergerac”. Lo volvimos a ver, un año después de su estreno en el Teatro Circo de Puente Genil, y fue como verlo por primera vez. La principal diferencia: que el espacio escénico estaba situado a ras de suelo, como en las representaciones griegas, según nos explicó Miguel Osuna, en la charla del pasado martes. Así, la separación entre los actores y los espectadores, desapareció, y sentimos un Cyrano más cercano a nosotros, como si presenciáramos una historia que se desarrolla en nuestra propia casa. También para los actores constituía un reto, una experiencia distinta, pues cualquier error en el texto, cualquier duda, cualquier lapsus de concentración es percibido, de inmediato. Pero nada de esto sucedió, pues consiguieron hacer creíble la historia que nos contaron: el drama de un hombre, al que un defecto físico, le impide declararse a la mujer amada.

La adaptación del Cyrano de Bergerac, que ha hecho José Antonio Ortiz Ponferrada, le ha permitido reducir a una hora media las casi tres, que dura la representación de la obra original. Se trata de una reducción obligada por las características de la compañía Ñaque Teatro. Las escenas y personajes, que ha eliminado, apenas afectan a la acción principal, que gira en torno a Cyrano.

Son muchos los valores del montaje que vimos ayer: la original escenografía, con la ductilidad de las jaulas, que tan pronto representan el balcón de Rosana, como el campo de batalla o el convento; la interpretación, que ha ganado enormemente, en cuanto a la compenetración entre los actores; la música en vivo, interpretada magistralmente por Alberto de Paz; el vestuario de época; y sobre todo el ritmo, incluso en los momentos de transición entre acto y acto, con los actores moviendo las jaulas al compás de la música.

Además, las explicaciones sobre el montaje, que dio José Antonio, por la mañana, a los alumnos de 1º de Bachillerato nos ayudaron a entender mejor algunos aspectos del mismo como: el simbolismo de las jaulas, que se pueden relacionar con la ausencia de libertad de Cyrano para amar, aunque, al mismo tiempo sea prisionero del amor de Rosana; la lucha de espadas, que también tiene, en ocasiones, un valor simbólico, representando lo que sienten los personajes que no están luchando; el enorme esfuerzo que realizan los actores y actrices, que interpretan a varios personajes; el paso del tiempo, que se manifiesta, a veces, en la forma más dificultosa de caminar de los personajes, o en el cambio de vestuario, o en el uso de un simple objeto, como un bastón; etc.

El momento culminante, la muerte de Cyrano, nos atrapó a todos, incluidos los espectadores más jóvenes, porque una de las ventajas de trasladar el espacio escénico al nivel de los espectadores es que apreciamos mejor cada detalle de la interpretación, particularmente los gestos de ese personaje bravucón que se enternece ante su amada Rosana y acaba admitiendo su impostura. Cuando pierde el equilibrio, por efecto de la herida mortal, y es sujetado por los demás personajes, el silencio se podía cortar con los dedos en el salón de actos.

Un montaje, en suma, lleno de imaginación y de matices, un Cyrano de Bergerac más humano, que recibió el aplauso unánime del público; y unas II Jornadas de teatro que, de nuevo, han conseguido la implicación de la comunidad educativa del IES Gran Capitán y han calado hondo.

UN MAESE PATHELIN MEJORADO

Desde la primera vez, que tuvimos la oportunidad de ver este montaje de José Antonio Ortiz, al que vimos, el pasado jueves, en nuestro centro, se ha producido una mejora sensible, pues se han mantenido los aciertos, que fueron muchos, y se han pulido los aspectos menos conseguidos, que fueron los menos. Lo comentamos en el coloquio posterior a la representación: el montaje de Maese Pathelin, como los buenos vinos, ha ido a mejor, adquiriendo un ritmo continuado, que le hace más compacto, y un equilibrio interpretativo entre la naturalidad del teatro neoclásico y la exageración de la comedia del arte, necesario en una género cómico, como la farsa, donde los diálogos son fundamentales.

Los que asistimos a esta segunda representación de las Primeras Jornadas de Teatro del IES Gran Capitán, que casi llenamos el aforo del salón de actos, pasamos un rato muy agradable. Desde la primera escena, en la que Maese Pathelin le comunica a su mujer su disposición de engañar a la vendedora, con un Ricardo Luna -cada vez más seguro de sí mismo y al que se veía disfrutar en el escenario- los espectadores nos sentimos implicados en la acción. A pesar de las limitaciones de espacio, los actores se movían con agilidad entre las columnas -de la casa del protagonista al puesto de la vendedora, y a la inversa-, produciendo la sensación de que verdaderamente existían estos dos lugares.

El momento cumbre lo alcanza la obra, cuando la vendedora, interpretada por una sobria y contenida Lua Santos, va a reclamar el dinero del paño y Maese Pathelin finge estar loco. Ya lo comentamos en la anterior crítica, pero hay  que volverlo a resaltar, porque la escena tiene una vivacidad y un dinamismo, en tan reducido espacio,  y los actores se mueven con tanta gracia, en especial, Ricardo Luna, que producen el verdadero regocijo de los espectadores.

La escena del juicio, esta vez sí la hemos disfrutado, escuchando con nitidez los ingeniosos diálogos entre el juez –sorprendente la transformación de Pilar Nicolás, que hace también el papel de Dorotea-, Maese Pathelin, la vendedora y la pastorcita. Nieves Palma, además, interpretando a esta última, consigue el necesario equilibrio entra la naturalidad y la exageración, sin renunciar al tono de voz y a los gestos, que la identifican como pueblerina.

El mensaje de la obra sigue teniendo una gran actualidad, pues cada vez se conocen más casos de personas, que medran socialmente, utilizando medios ilegítimos, es decir, mediante el engaño.

Enhorabuena, a la compañía Uno Teatro. A ver si las instituciones públicas cordobesas, comenzando por la que gestiona el Gran Teatro, incluyen en sus programaciones anuales a grupos como éste. Una de las asistentes a la representación del jueves sugirió que “Maese Pathelin pasara por todos los institutos de Córdoba. No estaría mal, porque como dijo Lorca “El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para edificar un país”. Se refería a que un teatro de calidad que refleje los problemas sociales puede cambiar la sensibilidad de un pueblo. Él llevó a cabo esta labor edificadora con su grupo La Barraca, representando obras del teatro clásico español por  los pueblos más recónditos del territorio nacional. Compañías como Uno Teatro podrían hacer la misma labor por los institutos de Andalucía. Claro que necesitarían el apoyo de las instituciones públicas, como el que recibió Lorca, durante la Segunda República.

NOS QUEDAMOS CON NOVECENTO

Ayer iniciamos las Primeras Jornadas de Teatro en el IES Gran Capitán con la representación de “Novecento” de Alessandro Baricco, un montaje dirigido por José Antonio Ortiz e interpretado por Ricardo Luna, como actor, y Alberto de Paz, como músico.

Estas primeras jornadas responden a una doble intención: abrir el instituto al barrio de Fátima, ofreciéndole una actividad cultural diferente, y darle a los alumnos de 1º de Bachillerato la oportunidad de ver representada la obra, que previamente habían leído en la clase de Lengua Española.

Aunque había algunas dudas sobre la venta de todas las entradas, finalmente se colocó el cartel de no hay billetes, lo cual nos ha llenado de satisfacción a los organizadores.

El encuentro previo, que tuvimos, por la mañana, con la Compañía Ñaque Teatro (director, actor y músico), fue de lo más ilustrativo, para los alumnos y profesores que asistimos. En un mundo elitista, como el del teatro, es difícil encontrar a un grupo de profesionales que descubra las claves de su trabajo; pero ellos lo hicieron y, además, con claridad y sencillez.

Después de este encuentro, nos quedó claro a los asistentes que una representación teatral es un espectáculo, en el que todos los elementos (luces, música, escenografía, vestuario e interpretación) están perfectamente integrados.

Y justo esta idea, este concepto del teatro, es el que vimos materializado en la representación de “Novecento”, donde todas las piezas encajan en su sitio, lo cual es mérito sobre todo del director, José Antonio Ortiz.

La obra, que cuenta la historia de un hombre que nació en un trasatlántico y no salió jamás de él, nos enganchó desde los primeros acordes del piano, tocado con maestría y emoción por Alberto de Paz. Cabría recordar unas palabras en boca de Tin Toone referidas a su amigo Novecento y a él mismo: “Nos dejaron continuar durante un rato, a mi trompeta y a su piano, por última vez, diciéndonos allí todas las cosas que no pueden ser dichas con palabras”. Así nos hemos sentido los espectadores, escuchando las interpretaciones de Alberto de Paz, como si estuviera diciéndonos las cosas que no nos puede decir con palabras Ricardo Luna, con el que ha logrado, después de cincuenta representaciones, una sintonía casi perfecta.

Un solo actor, el citado Ricardo Luna, interpreta a todos los personajes. Con qué naturalidad pasa de uno a otro, valiéndose sobre todo de su tono de voz –hasta 12 registros diferentes-. En un visto y no visto, deja de ser el narrador, Tin Toone y pasa a ser Novecento o el jazzman de navío, y los espectadores lo seguimos, mirándole a los ojos, porque también, a través de ellos, podemos leer el mundo que, como el de Novecento, está contenido en las 88 teclas del piano.

La escenografía consiste en un andamio de dos pisos que simboliza el esqueleto del trasatlántico, es decir, su interior, donde ha nacido y ha decidido vivir Novecento. Una escenografía austera y funcional, que permite los desplazamientos por los distintos espacios que genera, facilitando así el ritmo del montaje, y que contribuye a que nuestra atención se centre en los gestos y movimientos del actor.

El vestuario es de época, principios del siglo XX, y las luces permiten diferenciar los dos ambientes en los que se desarrolla la acción: el salón de baile y la sala de máquinas del barco.

En conjunto, un montaje rodado, que capta la esencia de la obra de Baricco y en el que los espectadores acabamos identificándonos con el personaje Novecento, que decidió no bajar del trasatlántico Virginia, cuando iban a volarlo. Tampoco nosotros nos bajamos de la felicidad que ha supuesto asistir a esta representación; preferimos quedarnos en ella y recordarla durante mucho tiempo. Nuestros deseos, como los de Novecento, están cumplidos.