“EL LECTOR” O EL JUEGO DE LAS MIRADAS

Muchos pueden ser los motivos que nos impulsan a seguir leyendo una obra literaria: el enigma de los manuscritos de Melquíades en “Cien años de soledad”; la rebeldía de Adela en “La casa de Bernarda Alba”; el secreto del protagonista en “San Manuel Bueno, mártir”; etc.

En “El lector”, la razón que me ha incitado a seguir leyendo ha sido la relación amorosa entre Michael y Hanna: la seducción inicial; el enamoramiento; los roles que desempeñan cada uno de ellos; la traición; la separación; las consecuencias de ésta; el reencuentro en la distancia y la ruptura definitiva.

Bernhard Schlink, a través de la figura del narrador, se encarga de recordarnos que el hilo existente entre los dos amantes se mantiene, incluso cuando ella huye repentinamente o cuando es juzgada y cumple condena.

La seducción se produce por una mirada de Michael, a través de la puerta entornada de la cocina, donde Hanna se pone las medias:

“Yo no podía apartar la vista de ella. De su nuca y de sus hombros, de sus pechos, que la combinación realzaba más que ocultaba, de sus nalgas, que se apretaron contra la combinación cuando ella apoyó el pie sobre la rodilla y lo puso sobre la silla, de su pierna, primero desnuda y pálida y luego envuelta en el brillo sedoso de la media.”

A partir de este momento, se inicia la relación y, aunque, a veces, podemos pensar que es sólo Michael el que siente amor hacia Hanna, si leemos detenidamente, nos damos cuenta de que el enamoramiento es recíproco e incluso mayor de ella hacía él.

Hay dos miradas que nos confirman esta impresión:

Cuando Hanna, antes de huir, va a buscar a Michael a la piscina, donde éste se encuentra con sus amigos:

“No me acuerdo en absoluto de lo que estaba haciendo –cuenta Michael- cuando levanté la vista y la vi. Estaba a unos veinte o treinta metros, con pantalones cortos y una blusa desabrochada, anudada en la cintura y me miraba. Yo la miré a ella. A aquella distancia no pude interpretar la expresión de su cara. En vez de levantarme de un salto y echar a correr hacia ella, me quedé quieto preguntándome qué hacía ella en la piscina, si acaso quería que yo la viera, que nos viesen juntos, si quería yo que nos viesen juntos. Nunca nos habíamos encontrado casualmente y no sabía qué hacer. Y entonces me puse en pie. En el breve instante en que aparté la vista de ella al levantarme, Hanna se fue.”

Y cuando Michael va a visitarla, por primera vez, a la prisión, días antes de que la pongan en libertad. Él la busca con la mirada en el jardín, hasta que la reconoce, sentada en un banco:

“Se dio cuenta de que la miraba y giró la cara hacia mí. Vi la emoción en su rostro, lo vi resplandecer de alegría al reconocerme, vi sus ojos tantear toda mi cara. Y cuando me acerqué, los vi buscar, preguntar, y enseguida volverse inseguros y tristes, hasta que se apagó el resplandor. Cuando llegué junto a ella, me sonrió con amabilidad, pero con gesto cansado.”

Son dos miradas, en la distancia, que reflejan los auténticos sentimientos de Hanna, y que representan la entrega amorosa, que tanto echaba en falta Michael. Éste, en cambio, en ninguno de estos dos momentos, está a la altura de las circunstancias: en la piscina, a causa de sus dudas e inseguridad; y en el jardín de la prisión, porque su amor ya ha disminuido y el aspecto descuidado de ella acaba por extinguirlo definitivamente.

La reacción de Michael, ante estas miradas de Hanna, condiciona las dos decisiones radicales que toma esta: la huida repentina, que pone fin a la relación amorosa y el suicidio, porque, habiendo comprobado que él ya no la quiere, su vida carece de sentido. 

Pero hay una mirada más: la que le dirige Hanna a Michael en el juicio, después de que se descubra que las favoritas, que tenía en el campo de concentración, le leían libros noche tras noche:

“Entonces Hanna se volvió y me miró. Su mirada me localizó de inmediato, y comprendí que ella había sabido todo el tiempo que yo estaba allí. Se limitó a mirarme. Su cara no pedía nada, no reclamaba nada, no afirmaba ni prometía nada. Se mostraba, eso era todo. (…) Al verme enrojecer, apartó la mirada y volvió a fijarla en el tribunal.”

Quizás es el momento en que Michael descubre que es analfabeta y que, por esta razón, las chicas judías, en el campo de concentración, y él mismo, cuando la conoció, eran sus lectores.

Curiosa novela esta en la que las miradas significan más que las palabras, pues nos desvelan los sentimientos verdaderos de los personajes y sus más íntimos secretos.

EL TÍTULO DE LOS LIBROS

Una de las cuestiones sobre las que solemos reflexionar en clase es el título de los libros. Hace unos días, debatiendo sobre “Bodas de sangre”, comentamos lo acertado del título, pues en él se sugiere su argumento. No obstante, para algunos alumnos esto le restaba interés a la lectura, porque se sabe, desde el principio, lo que va a ocurrir. Si ya, desde el título, adivinamos el argumento de una obra, ¿dónde reside el interés de la misma?, se preguntaban. La respuesta es en la forma, que es lo que hace diferente a la literatura. Técnicamente, se denomina predominio de la función poética, la cual refleja una especial preocupación por el modo en que está escrito el mensaje.

En la misma línea de adelantar los acontecimientos, está “Crónica de una muerte anunciada” de García Márquez, que leímos el curso pasado en el club de lectura y cuyo título nos indica la construcción de la novela.

Otras veces, los libros llevan como título el nombre del protagonista, como, por ejemplo: “Don Quijote de la Mancha”, “Lazarillo de Tormes”, “Edipo Rey”, “Don Juan Tenorio” o, sin ir más lejos, la novela de Unamuno que leímos, hace dos meses, “San Manuel Bueno, mártir”.

En ocasiones, se utilizan títulos simbólicos, como “La colmena” de Camilo José Cela, que alude al ir y venir constante de los personajes, que el autor va tomando, dejando y volviendo a tomar, o “El tragaluz” de Buero Vallejo, que no sólo es una ventana del semisótano donde se desarrolla la acción, sino que representa, además, las obsesiones de los personajes y el ruido del tren.

Incluso hay títulos no exentos de ironía, como “Un mundo feliz”, pues la auténtica felicidad no puede ser impuesta a las personas, en una sociedad donde todo está planificado y donde triunfan los dioses del consumo y la comodidad.

En cualquier caso, la elección del título de una obra siempre pretende captar la atención de los posibles lectores y supone un esfuerzo para el escritor: hay quien pone el título y, a partir del mismo, va definiendo el camino de los personajes, y quien no se lo plantea hasta el final.

Os invito a comentar los títulos de las obras que hayáis leído: lo acertado o desacertado de los mismos; si pensáis que es fácil o complejo titular un libro; si el título debe sugerir o no su contenido; etc.

LA OBLIGACIÓN DE SER FELICES

Curiosamente, la última novela, sobre la que hemos debatido en el club de lectura, habla de un mundo, donde están prohibidos los sentimientos.

Uno de los personajes, Helmholtz, se ve obligado a ocultar su deseo de expresar éstos poéticamente. Así, se lo cuenta a Bernard:

“¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti hay algo que sólo espera que le des una oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no empleas, como el agua que se desploma por una cascada, en lugar de caer a través de las turbinas?”

Y más adelante, le explica lo que es para él la poesía:

“Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te traspasan. Esta es una de las cosas que intento enseñar a mis alumnos: a escribir de manera penetrante.”

Un día, se decide a leer sus versos a los alumnos de «Ingeniería emotiva», para inducirles a sentir lo mismo que él sentía, al escribirlos. La consecuencia fue la amenaza de expulsión y quedar marcado, desde ese momento, por el estigma de la diferencia. Como lo estaban otros dos personajes de la novela: el Salvaje, por su afición a la lectura prohibida de los dramas de Shakespeare, que atentan contra la estabilidad social; y Bernard, que deseaba tener la libertad de ser feliz, en un mundo donde todos lo eran por obligación:

“Sí, hoy día todo el mundo es feliz. Esto es lo que ya le decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz… de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.”

Este es el aspecto que más me ha interesado de la novela y que, desde mi punto de vista, más actualidad tiene: el valor de lo diferente. Frente a un mundo que trata de uniformar las conductas y controlar las vidas de las personas, en nombre de una falsa idea de progreso, los tres personajes citados defienden el derecho a ser diferentes. Por eso, son rechazados: porque piensan por sí mismos y tienen sus propias ideas; porque son vulnerables y accesibles; porque poseen sensibilidad; porque, a veces, se sienten tristes.

De la misma manera que el verbo “leer” no soporta el imperativo, la felicidad nunca puede ser una obligación, aunque debamos hacer lo posible para que todas las personas la disfruten.

LA FUERZA IRRESISTIBLE DE “BODAS DE SANGRE”

Hay dos requisitos que cualquier lector, mínimamente exigente, demanda de una obra literaria: que el lenguaje te sorprenda y cautive, y que el autor despierte tu interés por lo que cuenta y logre mantenerlo hasta el final.

Ambos requisitos los cumple sobradamente “Bodas de sangre” de Federico García Lorca.

La inquietud de que algo grave va a ocurrir, que sugiere el propio título, aparece, desde la primera página, con las palabras de la madre sobre el instrumento del sacrificio:

“La navaja, la navaja… Malditas sean todas y el bribón que las inventó…”

Ella misma explica su temor, con el ejemplo de un hombre que sale a las viñas y no vuelve:

“O si vuelve, es para ponerle una palma encima o un plato de sal gorda para que no se hinche. No sé –le dice a su hijo- cómo te atreves a llevar una navaja en el cuerpo, ni cómo yo dejo a la serpiente en el arcón.”

El lenguaje, como vemos, se carga de simbolismo y se produce la relación mágica entre el plano de la expresión y el del contenido, formando un solo elemento.

Los lectores, alertados, por estos indicios, de los hechos trágicos que van a suceder y cautivados por el lenguaje conciso y enérgico, cargado de connotaciones, avanzamos en la lectura.

La intensidad dramática es cada vez mayor, porque los elementos simbólicos se acumulan: los colores que acompañan en el desarrollo de la acción (el amarillo de las obsesiones de la madre, el rosa de la vida, el rojo de la sangre…); el caballo que representa  la pasión desenfrenada del amante; la luna que simboliza la muerte; etc.

Y antes de la luna, los leñadores hablando en el bosque húmedo, como un coro de tragedia griega, que anuncia el lugar donde se encuentran los enamorados, el lugar de la tragedia:

“LEÑADOR 1º: ¿Y los han encontrado?

LEÑADOR 2º: No. Pero los buscan por todas partes.

(…)

LEÑADOR 1º: Cuando salga la luna, los verán.

Así, hasta el fatal desenlace, a que les arrastra la pasión amorosa, que no han podido refrenar:

“¡Ay que sinrazón! No quiero

contigo cama ni cena,

y no hay minuto del día

que estar contigo no quiera,

porque me arrastras y voy,

y me dices que me vuelva

y te sigo por el aire

como una brizna de hierba.”

Hay una fuerza superior, que actúa sobre ellos: la fuerza del destino de las tragedias griegas, a la que no pueden sustraerse; como los lectores no hemos podido sustraernos a la fuerza irresistible de esta obra de Lorca.

LIBROS QUE HAN CAMBIADO NUESTRA VIDA

“Cien Años de soledad”, sobre la que debatimos en la última reunión del Club de Lectura, marcó a mi generación, de tal modo, que se puede hablar de un antes y un después de la lectura de esta novela de García Márquez. Nos impresionó como lectores y también como escritores, porque, cuando uno empieza a leer,  suele tener, igualmente, la tentación de escribir.

Fue a finales de los ochenta, cuando cayó en mis manos un ejemplar de “Cien años de soledad”, publicado por la Editorial Sudamericana. Su lectura supuso para mí descubrir una forma distinta de hacer literatura. La mezcla de realidad y fantasía que, desde la primera página, con la llegada del gitano Melquíades, nos plantea el escritor colombiano, constituyó un reto, que podía aceptar o no. Obviamente, lo acepté, como acepté también una forma de escribir envolvente, que apenas te da tregua y te impulsa a no dejar de leer, arrastrado, además, por una historia y unos personajes extraños, tanto por su forma de comportarse como por las cosas que les suceden. Pienso, por ejemplo, en José Arcadio Buendía, que se entusiasma con los inventos de Melquíades, hasta perder el juicio; también, en este enigmático personaje y sus no menos misteriosos escritos; en Úrsula, que nos descubre cómo el tiempo parece no avanzar y “da vueltas en redondo”; en Remedios la Bella, que rechazó a todos sus pretendientes y ascendió a los cielos, como una virgen; o en Mauricio Babilonia, cuya presencia era  anunciaba siempre por una nube de mariposas amarillas.   

Contribuyó, igualmente, a esta fascinación por “Cien años de soledad” la concepción cíclica del tiempo: cómo se van sucediendo las generaciones de los Buendía; cómo se repiten los mismos sueños; cómo heredan los mismos gustos e inclinaciones; cómo se transmiten las mismas cualidades y defectos. Por ejemplo, la tendencia a la introversión de los personajes que se adentran en los manuscritos de Melquíades, con la finalidad, casi bíblica, de descifrarlos, como si fuera un estigma que los persigue. Así, hasta el final apoteósico con que se cierra la novela, en el que se desvela este secreto.

Nada volvió a ser igual, desde la lectura de “Cien años de soledad”, pues mis gustos se decantaron inevitablemente por la corriente literaria que ha recibido el nombre de realismo mágico; y mi forma de escribir, incluso para redactar un informe profesional o un trabajo de clase, tendía inconscientemente a imitar el estilo de García Márquez.  

Pues bien, ahora, transcurrido bastante tiempo de aquella lectura, he vuelto a coger entre mis manos el viejo ejemplar de la Editorial Sudamericana y, afortunadamente, a pesar de mis temores iniciales –porque me ha sucedido con otras obras que no soportaron bien el paso de los años- las buenas sensaciones han vuelto a repetirse: la imperiosa necesidad de seguir avanzando en la lectura, que me ha atrapado desde el principio; la fuerza de los personajes, que no han cesado de sorprenderme; el placer de reconocer una construcción narrativa envolvente;  la satisfacción final de un desenlace inesperado, que tiene el poder de evocarte, en un instante, la historia completa de los Buendía…  

Os invito a que comentéis qué libro ha cambiado vuestra vida. Sí, ya sé que, para los más jóvenes, las lecturas no han sido tan numerosas; pero seguro que hay un libro que no habéis olvidado, porque os mantuvo intrigados desde el principio, o porque os sentisteis identificados con alguno de los personajes, o porque la historia os conmovió…

SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR

Hay un poema de Antonio Machado, en el que habla de una angustia, que le ha acompañado desde siempre y que él compara con la que puede experimentar un niño que se pierde en una noche de fiesta. Es la angustia, como el propio poeta nos descubre en el último verso, del que busca a Dios entre la niebla, del que se debate entre el corazón, que le impulsa a creer, y la razón, que le niega esa posibilidad.

Al volver a leer, un año más, “San Manuel Bueno, mártir” de Miguel de Unamuno, he recordado este poema de Machado, porque el protagonista de la novela vive inmerso también en esa lucha existencial, que actúa como motor de su vida.

Frente a este tipo de personas, que afrontan la realidad espiritual en términos dinámicos, están los que se sienten seguros, bien, porque afirman la existencia de Dios, o bien, porque la niegan.

Pero el problema de Manuel Bueno es su condición de sacerdote, la cual incrementa su sufrimiento, porque le obliga a fingir, continuamente, ante sus feligreses, su fe en la vida eterna.

Podríamos preguntarnos si es un mal sacerdote, a causa de este fingimiento o, por el contrario, como él mismo considera, lo verdaderamente importante es que los demás crean, en especial, los más desfavorecidos de este mundo, que encontrarán la felicidad en el cielo.

Los habitantes de Valverde de Lucerna, donde ejerce de párroco, lo adoran y la narradora, Ángela Carballino, lo considera su padre espiritual, aunque comprende que no debe revelarle al obispo, que ha promovido la beatificación de don Manuel, el secreto de éste: “Confío en que no llegue a su conocimiento todo lo que en esta memoria dejo consignado. Les temo a las autoridades de la tierra, a las autoridades temporales, aunque sean las de la Iglesia.”

En cambio, el propio Unamuno en el epílogo de la novela, manifiesta estar convencido de que, si el pueblo hubiese conocido el secreto, no lo habría creído, porque, por encima de las palabras, están las obras, la conducta irreprochable de don Manuel, siempre entregado a los demás.

También cabe preguntarse si es válida esta forma de entender la religión, como opio del pueblo, tal y como la definió Carlos Marx; es decir, como algo que consuela y da felicidad al pueblo de sus males de este mundo.

Además, de sobre estas cuestiones, os invito a que expreséis vuestra opinión sobre esta novela breve, pero densa, que ha sido considerada por los críticos como el testamento espiritual de Miguel de Unamuno:  si os ha resultado pesada su lectura, por la ausencia de acción, o por el contrario, os habéis sentido atraídos por la intensidad de su contenido.

LA SÁTIRA

El diccionario de la Real Academia Española define la sátira como un escrito o discurso, cuyo objeto es censurar o poner en ridículo a alguien o algo.

Este procedimiento fue el que utilizó el grupo de teatro Els Joglars, el pasado viernes,  en el Gran Teatro de Córdoba, en su obra “2036 Omega – G”, que es una parodia de la vejez,  representada por los propios componentes del grupo, convertidos en ancianos.

Pero la sátira se ha utilizado, desde siempre. Si nos fijamos en la historia de la literatura española, durante la Edad Media, circularon poemas anónimos, en los que se ridiculizaba al rey Enrique IV y a otros personajes de la Corte. Son las famosas coplas de “Mingo Revulgo”. En el Renacimiento, el autor también anónimo del “Lazarillo de Tormes” critica la avaricia del clérigo de Maqueda, mediante este mismo recurso. Francisco de Quevedo en “El Buscón” lleva hasta el extremo de la caricatura el hambre que pasaba el protagonista. También, en el siglo XIX, Mariano José de Larra utiliza la sátira para criticar la ineficacia de la administración del estado o las zafias costumbres de los castellanos viejos.

Precisamente, en junio de este año, en la prueba de selectividad de Lengua Castellana, pusieron un texto periodístico titulado “Sátiras”, en el que su autor, Jon Juaristi, a partir de una original propuesta del escritor inglés Martin Amis de que se instalen, en las calles del Reino Unido, cabinas, donde los ancianos puedan poner fin a su penosa e inútil existencia, defiende el uso de la sátira para llamar la atención sobre los problemas sociales.

Cabe preguntarse si habría que poner límites a la utilización de este recurso, aunque sea muy saludable tener sentido del humor, según los psicólogos, o, por el contrario, todo es susceptible de burla y cualquier situación es válida para provocar o despertar el interés hacia algo.

MIGUEL HERNÁNDEZ

Hay en la historia de la literatura española numerosos casos de escritores, donde la vida y la obra aparecen íntimamente unidas: desde Garcilaso de la Vega, en el siglo XVI, hasta Gustavo Adolfo Bécquer, en el XIX. Pero es difícil encontrar un autor enfrentado a circunstancias vitales tan adversas como Miguel Hernández.

Precisamente, en estas circunstancias, que condicionaron su existencia, centra su excelente biografía Eutimio Martín.

La primera de ellas fue que su padre le obligó a salir del colegio -donde había demostrado sus cualidades para el estudio- a los 15 años, lo cual le causó una profunda frustración. Años más tarde, escribió Miguel Hernández:

“Al hijo del rico se le daban a escoger títulos y carreras; al hijo del pobre siempre se le ha obligado a ser el mulo de carga de todos los oficios. No le han dejado ni tiempo ni voluntad para elegir un camino en el trabajo. (…) Las universidades no han tenido puertas ni libros para los hijos pobres (…) los hijos de los ricos, por muy dignos de cuidar cerdos que fueran, gozaban de todo y sólo para ellos se abrían las aulas.”

La segunda circunstancia adversa fue la frustración amorosa, a pesar de que se incluya a la pareja Miguel y Josefina, su mujer, entre los amantes célebres. Tanto su primer libro de poemas “Perito en lunas”, como su segundo “El rayo que no cesa”, ocultan una libido desenfrenada:

 

“¿No cesará este rayo que me habita

el corazón de exasperadas fieras

y de fraguas coléricas y herreras

donde el metal más fresco se marchita?

 

¿No cesará esta terca estalactita

de cultivar sus duras cabelleras

como espadas y rígidas hogueras

hacia mi corazón que muge y grita?

 

Este rayo no cesa ni se agota:

de mí mismo tomó su procedencia

y ejercita en mí mismo sus furores.

 

Esta obstinada piedra de mí brota

y sobre mí dirige la insistencia

de sus lluviosos rayos destructores.”

Considera Eutimio Martín que el rayo que no cesa de herir al poeta es la consecuencia angustiosa de un deseo sexual insatisfecho.

La tercera fue la guerra civil, cuyo desenlace acabó no sólo con el ideal republicano de convertir a España en un país más justo, sino también con su aspiración personal de ejercer con libertad el oficio de poeta:

“Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.

Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.”

Tras la guerra civil, estando Miguel Hernández en la cárcel, condenado a muerte por haber permanecido, durante toda la contienda, en la zona roja, escribiendo y hablando en defensa de la causa republicana, se negó a colaborar con la nueva prensa del régimen franquista, sabiendo que, si aceptaba, podía conseguir su liberación. Fue el último ejemplo de coherencia y fidelidad a sus ideas.

En estos tiempos que corren, donde la corrupción está a la vuelta de la esquina, recordar a Miguel Hernández, con motivo del primer centenario de su nacimiento, es recordar a un poeta entregado con pasión al oficio de escribir y a una persona digna e íntegra.

Finaliza Eutimio Martín su muy recomendable biografía con estas palabras dichas por el poeta de Orihuela al escultor Alberto Sánchez, pero que se podrían aplicar a él mismo:

“La vida de los hombres suele ser retorcida como las raíces de los tomillos en su lucha por subsistir; pero hay muy pocos que al final de esta lucha huelan tan profundamente y limpiamente como éste.”

 

JOSÉ SARAMAGO

Ayer murió el escritor portugués, afincado en España, José Saramago, que había recibido el Premio Nobel de Literatura en 1998. Entre todas sus novelas, recomendamos la lectura de “Todos los nombres”, cuyo argumento es bien sencillo: un funcionario, que trabaja en la Conservaduría General del Registro Civil, cansando de su vida rutinaria, decide investigar la vida de una mujer, cuya ficha de nacimiento ha caído al azar entre sus manos.

Don José, éste es el nombre del funcionario, representa la lucha del individuo frente a la sociedad, que trata de convertirlo en una pieza más del engranaje, sin capacidad de pensar, un ser adscrito a un lugar de trabajo y a una casa, como los siervos de la gleba, rodeado de compañeros, que apenas le dirigen la palabra, y de fichas con nombres.

Ante esta opresión, se rebela de  un modo muy particular, iniciando la búsqueda de una mujer desconocida, pero recreándose en el proceso de localización. Los lectores le acompañamos en el mismo, entre complacidos e intrigados, conociendo poco a poco las reacciones del personaje en situaciones insólitas, que él mismo va creando, asistiendo a sus conversaciones con el techo, y guiados por un narrador que hace, al mismo tiempo, las veces de lector, con juicios y comentarios sobre la actuación de don José.

El escritor portugués utiliza así la misma técnica que los juglares de la Edad Media, los cuales, al recitar los cantares de gesta, interpelaban a los oyentes, con la finalidad de implicarlos en lo que estaban narrando.

Después de mostrarnos el comportamiento hostil, en el que vive el protagonista y de contar la búsqueda de la mujer desconocida, que va a dar sentido a su existencia, Saramago nos ofrece un desenlace sorprendente, entre los muchos que se imagina el lector, pues, en el desarrollo de la novela, se da pie a que pensemos en diferentes finales para la aventura de don José.

Valga la recomendación de esta lectura, como recuerdo y homenaje a un escritor comprometido, que denunció, a través de sus obras, aunque sin renunciar a la calidad literaria de las mismas, los problemas del mundo contemporáneo, en especial los de las personas más desfavorecidas.

¿QUÉ PERSONAJE LITERARIO TE HUBIERA GUSTADO SER?

El Suplemento Cultural Babelia, que publica los sábados el periódico El País, ha propuesto a algunos escritores, en su blog “Papeles perdidos”, qué personaje de la literatura le hubiera gustado ser. Así, por ejemplo:

Ángeles Caso ha elegido Ulises, porque “el personaje de Homero tiene un valor extraordinario y se enfrenta a las situaciones más catastróficas, siendo muy conciente de lo que le está pasando sin perder el coraje”.

Javier Marías, ha optado por Sherlock Holmes, porque “es una persona muy inteligente que vive en permanente alerta y captando lo que le rodea de la gente, mucho más de lo que cualquiera de nosotros solemos hacer”.

Julia Navarro, ha preferido Dulcinea, “porque sin ella no se puede entender Don Quijote, la obra de Cervantes. Ella es la persona por la que él hace todo lo que hace. Me conmueve el personaje por ser Dulcinea en la realidad y por la imagen que se tiene de ella. A todos nos gustaría que nos vieran a través de ese filtro de los sueños”.

Os propongo que digáis vosotros qué personaje literario os hubiera gustado ser. A mí, particularmente, me han interesado mucho los personajes de las novelas de Luis Landero y, en especial, la relación que establecen Gregorio Olías y Dacio Gil en “Juegos de la edad tardía”. Los dos sienten que sus vidas son un fracaso. Se conocen por casualidad, a través del teléfono, y poco a poco van tomando confianza. Dacio, que vive en el pueblo, le pide a Gregorio que le informe de lo que sucede en el mundo. Éste lo hace puntualmente, todos los lunes y jueves, primero, siendo fiel a la realidad, pero, después, alterando ésta e incluso inventándosela, para dar satisfacción a tan fiel admirador. Así, hasta que Gregorio Olías se convierte para Dacio Gil en el poeta Augusto Faroni, que será un ejemplo para él, una luz en la noche, que le guiará a través de los misterios del mundo y le mostrará el camino de la modernidad.

Me hubiera gustado ser este personaje de ficción dentro de la ficción, que representa los sueños de Dacio Gil y Gregorio Olías.