LOS ENAMORAMIENTOS

La última novela de Javier Marías trata, como indica su título, sobre los enamoramientos; pero sobre todo de lo que somos capaces de hacer para materializarlos. En una época, caracterizada por lo políticamente correcto, la publicación de una novela en la que los sentimientos doblegan a los principios, que nos permiten vivir en sociedad, no deja de ser un acto de provocación, para que tomemos conciencia de que no todos evitamos hacer lo que es condenable para la mayoría.

Los personajes que la protagonizan pertenecen a la estirpe de los que anteponen sus deseos a todo lo demás. El estado de enamoramiento les hace ver incluso el asesinato o su ocultación como un recurso más que proporciona sentido a sus vidas. Estamos, pues, ante personajes que no estarían bien vistos en nuestra sociedad occidental, pero que también forman parte de eso que llamamos civilización.

Predomina, como en otras novelas suyas, el tono reflexivo, porque a Javier Marías le gusta introducirse en la mente de sus seres de ficción -aunque también los toma de la realidad, como el caso del profesor Francisco Rico, a quien describe de forma brillante y con gran sentido del humor- y acompañarles en sus pensamientos:

“El mundo es tan de los vivos, y tan poco en verdad de los muertos –aunque permanezcan en la tierra todos y sin duda sean muchos más- que aquellos tienden a pensar que la muerte de alguien querido es algo que les ha pasado a ellos más que al difunto, que es a quien de verdad pasó.”

Quien así reflexiona es la protagonista, María, que actúa también como narradora, y se refiere a que son los muertos los que se pierden lo que está por venir; los que ya no verán crecer a sus hijos; los que dejarán proyectos sin realizar y palabras sin decir. Se sitúa, de esta manera, al analizar los hechos, en un ángulo insólito, aunque quizá más auténtico, de la realidad, como cuando nos descubre los pensamientos de Luisa, que acaba de perder a su marido, sobre el matrimonio:

“Ya sabes: conocer a alguien nuevo, contarle la propia vida aunque sea a grandes rasgos, dejarse cortejar o ponerse a tiro, estimular, mostrar interés, enseñar la mejor cara, explicar cómo es uno, escuchar cómo es el otro, vencer recelos, habituarse a alguien y que ese alguien se habitúe a uno, pasar por alto lo que desagrada.”

O cuando nos desvela –y este es el tema principal de la novela- el estado de enamoramiento de Díaz-Varela, del que ella, a su vez, está enamorada:

“Lo que es muy raro es sentir debilidad, verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles. Eso es lo determinante, que nos impida ser objetivos y nos desarme a perpetuidad y nos haga rendirnos en todos los pleitos (…) Uno sabe que es incondicional de esa persona, que la va a ayudar y a apoyar en lo que sea, aunque se trate de un empeño horrible (…) y que hará por ella lo que se tercie”.

En esto consiste el estilo narrativo de Javier Marías: en descubrirnos lo que piensan los personajes, sus intenciones, sus temores, sus debilidades y las de los demás, sus dudas, los pros y los contras de las cosas, con lo que nos da una dimensión completa de los mismos. La novela se convierte en una especie de confesión, en la que el lector es el único que escucha, como quizá sucede en todas las novelas, pero en esta más, porque su arquitectura se basa en una reflexión continua y envolvente, a veces cansina, que nos obliga con frecuencia a volver atrás para releer algún pasaje, con el fin de no perder el hilo del discurso. Así, progresivamente, va generando nuestra intriga e inquietud, al hacernos imaginar, por ejemplo, qué responderá un personaje, después de haber conocido lo que presupone otro de él, si lo que diga le merecerá credibilidad o no; y nos va introduciendo en una trama aparentemente sencilla, pero que nos reserva alguna que otra sorpresa.

Javier Marías cierra muy bien “Los enamoramientos”, recuperando e integrando en la historia citas literarias y palabras pronunciadas por los personajes, que parecían quedar en el olvido, y un sentimiento, el de los celos retrospectivos de la protagonista, que mantiene la incertidumbre hasta el final.

EL VALOR DE LA LENTITUD

Me refería, en la entrada anterior, al consejo que le da el señor Ibrahim a Momo:

«-La lentitud, ése es el secreto de la felicidad.”

Quiere decirle que, para ser feliz, hay que detenerse en los lugares por los que pasamos y tomarnos nuestro tiempo para ver pasar a la gente y para realizar nuestro propio trabajo:

“-Tal vez me haya pasado la vida entera trabajando, pero he trabajado lentamente.”

Esta reflexión me ha hecho pensar en grandes maestros de la lentitud, como Antonio López, Antonio Muñoz Molina o Víctor Erice.

Hay una película de éste último, “El sol del membrillo”, que es un canto a la lentitud. En ella nos muestra el proceso evolutivo de la creación de una obra de arte: un membrillero pintado por Antonio López, durante el otoño. La película da cuenta de esta experiencia, en la que el pintor, armado de paciencia, trata de introducir entre las hojas del membrillo los rayos del sol.

En cuanto a Muñoz Molina, recuerdo la lectura de su novela “Plenilunio” y cómo se recreaba en la descripción de los personajes (en la figura del asesino o en la del comisario), invitando al lector a fijarse en detalles, que habitualmente pasan inadvertidos, pero que serán clave en la resolución del caso.

Ni la pintura de Antonio López, ni las películas de Víctor Erice, ni las novelas de Antonio Muñoz Molina son aptas para gente con prisa. Estamos en una época, en la que la paciencia no es una de las principales virtudes. Es frecuente interrumpir a la persona que habla, porque sabemos o intuimos lo que va a decir y no podemos perder tiempo; los alumnos aguantan con dificultad una explicación que dure más de quince minutos; los lectores ejercen cada vez más el derecho a saltarse páginas; y todos, en general, somos esclavos de los horarios, del consumo, de la hipoteca y de lo que espera la sociedad de nosotros.

Reivindiquemos el valor de la lentitud como alternativa al mundo vertiginoso en el que vivimos. Incluso en el ámbito político, hay que reivindicar el cambio, la reconstrucción de la democracia de la que habla Manuel Castell, despacio .

Ahora, que estamos en verano y los biorritmos bajan, es buen momento para comenzar: si vamos a la playa, disfrutemos del atardecer, escuchando el sonido de las olas; si nos quedamos en Córdoba, gocemos del paseo nocturno por las calles estrechas del casco antiguo y del olor del jazmín y de la dama de noche; no le tengamos miedo a perder el tiempo; hagamos de la lentitud un principio de nuestra vida o al menos dediquemos a las cosas el tiempo que merecen, porque, como dice Carl Honoré, “vivir deprisa no es vivir, es sobrevivir”.

UNA NOVELA TESTIMONIAL

El propio autor dice en el prólogo que su intención, al escribir esta novela fue “dar una imagen positiva del Islam en un momento en que los terroristas desfiguraban esa fe entregándose a actos inmundos”. Y bajo este prisma he leído “El señor Ibrahim y las flores del Corán”: como un testimonio de cohabitación entre dos personas de origen y religión diferentes.

El inicio (“A los trece años, rompí mi cerdito y me fui de putas”) es desconcertante, pero atractivo, al mismo tiempo, porque, aunque no es habitual que un niño de esta edad se inicie en el sexo con prostitutas, justo por eso consigue llamar la atención del lector.

A partir de este momento, comienza a hablarnos del señor Ibrahim, un comerciante árabe, a quien, desde el principio, se presenta como un sabio que, poco a poco, nos va llegando al corazón por la generosidad y los buenos sentimientos hacia Momo. Este cuenta su relación con él, de una forma sencilla y directa, como si fuera una confesión, lo cual contribuye a hacer más creíble la historia. No obstante, el contraste entre la bondad y calidez del señor Ibrahim y la indiferencia y frialdad del padre acaba resultando demasiado artificioso, por su maniqueísmo.

En estos momentos, el interés de la historia decae, aunque se recupera con los diálogos chispeantes, cargados de humor y sabiduría, entre los dos amigos:

“-Esto es un locura, señor Ibrahim, hay que ver lo pobres que son los escaparates de los ricos… ¡Ahí dentro no hay nada!

-Eso es el lujo, Momo: nada en el escaparate, nada en la tienda, todo en el precio.”

O con reflexiones certeras, como la de Momo, cuando lee en el diccionario la definición de la palabra “sufismo” (“corriente mística del Islam nacida en el siglo VIII. Opuesto al legalismo, pone el acento en la religión interior”):

“Ahí lo tienes, ¡otra vez igual! Los diccionarios no aciertan a explicar más que las palabras que uno ya conoce.”

A raíz de la desaparición del padre, el centro de atención pasa a ser exclusivamente la relación entre Momo y el señor Ibrahim, y en cómo éste va enseñándole un concepto de la vida, desconocido para aquel:

“La lentitud ése es el secreto de la felicidad” le dice un día, en el sentido de que conocer a las personas y la naturaleza, así como disfrutar en el trabajo, requiere su tiempo.

O cuando le hace entrar en los templos religiosos con los ojos vendados para que adivine la religión por el olor:

“Ahí huele a velas, es una iglesia católica. (…) Aquí huele a incienso, es ortodoxa. (…) Y aquí huele a pies, es una mezquita musulmana”.

O cuando le enseña a bailar, como los derviches, girando sobre sí mismo, hasta perder toda referencia terrenal y vaciarse de odio.

Eric-Emmanuel Schmitt podía haber profundizado en este proceso de aprendizaje, que es lo más atractivo de la novela; pero opta por acabar con la relación entre los dos personajes, de una manera abrupta, que nos deja con la miel en los labios, aunque en nuestro recuerdo permanezca el señor Ibrahim, ese anciano entrañable, que representa la imagen más positiva del Islam, “una religión -como afirma el autor en el prólogo- cuya sabiduría milenaria guía a millones de hombres”.

LA SOLEDAD DEL TÚNEL

El protagonista de “El túnel” padece el problema de la soledad y la incomunicación; y esto explica su desconfianza hacia la mujer de la que está enamorado, sus celos absurdos, sus dudas… Ahora bien ¿está justificada esta desconfianza?, ¿María, en verdad, no se entrega totalmente a él?, ¿simula el placer, durante las relaciones sexuales? Quizá sean preguntas inútiles o, en todo caso, las respuestas a las mismas, si las conociéramos, no iban a ayudarnos a entender mejor la novela, porque esta gira en torno a las reflexiones del protagonista para explicar por qué acabó con la vida de esta mujer:

Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.”

Así, con esta declaración de intenciones, comienza “El túnel”, lo cual activa la mente del lector, pues nos obliga, a estar atentos, atando cabos, relacionando hechos y comportamientos, e interpretando la más mínima señal, con el fin de descubrir la causa del crimen, antes de que el propio narrador nos la cuente.

Juan Pablo Castel es un hombre contradictorio: primero, tiene la intuición de que la mujer que se detuvo a mirar la ventanita de su cuadro representaba una vía de comunicación para él; pero, después, su forma de proceder racional, a veces en contra de lo que siente, le conduce a la desesperanza y al odio hacia esta mujer, y a desconfiar de la naturaleza humana.

Es una forma de proceder excesivamente reflexiva, que acaba condenándole a vivir en el túnel, como el Gregorio Sansa de “La metamorfosis”, en el caparazón de una araña. Un túnel que representa la actitud de duda en la que se debate, revisando continuamente los sentimientos de María hacia él y sus propios sentimientos; pero, sobre todo, la soledad e incomunicación, que ha padecido desde que era niño:

En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida.”

Esta novela de Ernesto Sábato, escritor argentino, fallecido recientemente, no puede dejar indiferente a nadie, porque nos pone en contacto con los estratos más profundos del ser humano; un territorio donde coquetean peligrosamente la vida y la muerte, el amor y el odio, la verdad y la hipocresía, la ternura y la crueldad, el bien y el mal. Y es justamente esto lo que le confiere actualidad, porque quién no ha bordeado los límites de estas actitudes y estados de ánimo contrapuestos; quién no ha analizado el comportamiento de los demás, tratando de averiguar en sus palabras y gestos algún sentimiento de aceptación o de rechazo; quién no ha tratado de adelantarse mentalmente a lo que va a suceder, imaginando actitudes y respuestas; etc.

Además, está escrita en un lenguaje sobrio, hasta la sequedad; pero al mismo tiempo denso, casi explosivo, en cuanto a la concentración de sentimientos, y con un ritmo que va creciendo en intensidad dramática, a medida que nos aproximamos al final.

Cuando acabamos su lectura, nos embarga una profunda sensación de tristeza, porque Juan Pablo Castel, con su crimen, se cierra la única puerta para poder salir del túnel. Tomamos conciencia de la miseria de la condición humana.

ELOGIO DE LOS SENTIDOS

“El perfume” es un canto al mundo de los sentidos y muy en particular al del olfato. Para disfrutar con esta novela, hay que aceptar el reto que, desde un principio, nos propone su autor: la existencia de  un hombre dotado de un sentido del olfato extraordinario. Una vez asumido el personaje, la historia nos envuelve por sí sola, pues contiene los ingredientes necesarios para ello: el inicio inquietante y la capacidad de supervivencia de Grenouille; la intriga en torno a los fines que se traza y a los procedimientos que va a utilizar para conseguirlos; la desgracia que sobreviene a las personas que abandona; los crímenes que va cometiendo; etc.

Los contrastes le sirven de base a Patrick  Süskind para ir elaborando la trama de esta sorprendente historia: Grenouille, el protagonista, nace en un lugar nauseabundo y, sin embargo, está dotado de un sentido del olfato fuera de lo común; su actitud con los demás es irreprochable, pero estos siente aversión hacia él por su ausencia de olor; el propio narrador omnisciente nos lo describe como una cucaracha, por su aspecto deforme, y como un monstruo por su comportamiento, pero será capaz de provocar la admiración y el amor de todos los que le rodean; etc.

Sorprende la rapidez con la que se resuelven las situaciones, en teoría, más interesantes para el lector, como la reanudación de los crímenes, años después del primer asesinato, o el momento de su detención.

De la primera, nos da cuenta, sin previo aviso, presuponiendo que el lector sabe quién es el asesino; tan sólo nos informa del hallazgo de una serie de muchachas vírgenes, todas muertas violentamente con un fuerte golpe en la nuca, desnudas y sin la cabellera. Este uso de la elipsis activa nuestra imaginación para que completemos la información que falta.

De la segunda, nos informa, poco tiempo después del último crimen, sin alargar innecesariamente este momento de la detención, porque a Süskind no le interesa generar intriga en torno a estas situaciones, que en cualquier otra novela podrían haber dado un juego extraordinario.   

En cambio, se demora hasta en los más mínimos detalles al describir los olores, el proceso de aprendizaje del oficio de perfumista por parte de Greouille y, sobre todo, en los efectos que produce su perfume, que constituye el eje, en torno al que se estructura el libro:

“Mientras tanto, el pueblo del otro lado de la barricada se entregaba cada vez con más descaro a la inquietante borrachera de sentimientos ocasionada por la aparición de Greouille. Los que al principio sólo habían experimentado compasión y ternura al verle, estaban ahora invadidos por un deseo sin límites; los que habían empezado admirando y deseando, se encontraban ahora en pleno éxtasis. Todos consideraban al hombre de la levita azul el ser más hermoso, atractivo y perfecto que podían imaginar.”

Esta orgía colectiva a la que se entregan todos los que van a asistir a la ejecución es provocada por el perfume de Grenouille, que en ese momento ve satisfecha su venganza, después de haber sido criado sin amor y haber sobrevivido sin el calor del alma humana. Porque esta novela nos ofrece una visión crítica de la sociedad, donde se ponen de relieve aspectos como: el afán de poder, la hipocresía, la soledad, el deseo de venganza, etc.

Que en el siglo XVIII, donde se desarrollan los hechos, conocido como el siglo de los luces y del imperio de la razón, suceda una historia tan fantástica, donde priman el mundo de los instintos y la irracionalidad, no deja de ser una ironía y una lección moral que nos quiere dar Patrick Süskind.

NO TENGAS MIEDO

 

“¿Cómo es posible que la persona que más me ha querido haya destrozado mi vida? No lo entiendo” le dice Silvia a la psicóloga que la está tratando el cuadro de ansiedad, que padece, después de haber sufrido abusos sexuales por parte de su padre, desde los 5 años.

Este breve diálogo pertenece a la última película de Montxo Armendáriz “No tengas miedo”, donde aborda con valentía y sencillez, sin caer en los tópicos al uso, el problema de la pederastia.

Durante los 90 minutos que dura la proyección, nos acompaña una sensación de malestar e impotencia, que en ningún momento nos abandona. La joven protagonista vive en una auténtica esquizofrenia, pues, por un lado, siente cariño hacia su padre y, por otro, repulsión por los abusos que está sufriendo. Montxo Armendáriz no nos da tregua, mostrando primeros planos de Silvia, cogida de la mano de sus padres, cuando es niña; montada en el autobús y abrazada a su inseparable violonchelo, ya adolescente; caminando por las calles con la mirada perdida y un rictus permanente de tristeza; o tocando el violonchelo y extrayendo de él una música triste, como un grito de protesta por lo que le está pasando, pero que nadie sabe interpretar.

Los que vemos la película esperamos una denuncia, un gesto de solidaridad hacia ella, alguien que la ayude o con quien se pueda sincerar; pero, pasan los minutos, y su miedo, su angustia, su confusión mental, se apoderan de nosotros; es como un pellizco en el estómago, que nos impide relajarnos. Solo las sesiones de terapia colectiva, los testimonios de las personas que han sufrido abusos, como la protagonista, nos dan a entender que algo se puede hacer para superar el problema, porque las víctimas, al fin, se atreven a contar su historia a los demás.

“No tengas miedo” es, como “Secretos del corazón”, dirigida también por Armendáriz y que pudimos ver ayer, en TVE-1, sin cortes ni publicidad, una película sencilla, donde las imágenes sugieren mucho más que lo que, aparentemente, dicen, lo cual, en una época de excesos de artificio y montajes de ordenador, es siempre de agradecer.

EL ORIGEN DEL LENGUAJE Y LAS JARCHAS

Según las últimas investigaciones del biólogo neozelandés Quentin D. Atkinson, el habla humana, tal y como hoy la entendemos, tiene entre 50.000 y 100.000 años de antigüedad, cuando la lingüística tan sólo le daba 9.000.

La utilización del lenguaje por el hombre y la posibilidad de nombrar los seres y las cosas que le rodeaban le dio el dominio de la naturaleza y del reino animal. A través de este instrumento, fue capaz de transmitir la cultura y de elaborar textos orales y escritos, en los que no siempre lo importante era el contenido sino también la forma de expresar éste.

Así surge la literatura, que es una forma especial de utilizar el lenguaje. En castellano, las primeras manifestaciones literarias, que nos han llegado, son las jarchas, breves poemas en mozárabe, que actuaban como estribillos de una composición mayor, llamada moaxaja, y que datan los más antiguos del siglo X.

Al leer en el periódico la noticia de las investigaciones de Quentin D. Atkinson sobre el origen del lenguaje, he pensado en estos breves poemas, protagonizados por mujeres, que hablan de sus experiencias amorosas:

“¡Tanto amar, tanto amar,

amado, tanto amar!

Enfermaron mis ojos brillantes

y duelen tanto.”

* * * *

“Mi corazón se va de mí.

Oh Dios, ¿acaso volverá a mí?

¡Tan fuerte mi dolor por el amado!

Enfermo está, ¿cuando sanará?”

(Traducción al castellano moderno)

Cada curso, cuando leo en clase las jarchas, me identifico con esas voces femeninas que expresan la intensidad de su amor o lamentan la pérdida o la ausencia de la persona amada, y no deja de sorprenderme que, mediante un lenguaje tan sencillo, valiéndose sólo de las exclamaciones, las repeticiones y los diminutivos, calen tan hondo. Y cuando, a veces, compruebo que los alumnos experimentan las mismas sensaciones, mi satisfacción, como profesor de lengua, es doble. Esos momentos placenteros me reconfortan y me resarcen de otros, que no lo son tanto.

DUELO POR LOS DERROTADOS

Con esta novela, que consiguió el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa del año 2004, Alberto Méndez cumple con el duelo por los que sufrieron la derrota en nuestra Guerra Civil. “El duelo -dice Carlos Piera en el prólogo- no es ni siquiera cuestión de recuerdo: no corresponde al momento en que uno recuerda a un muerto sino a aquel en que se patentiza su ausencia definitiva”.

Esta es la sensación que produce la lectura de “Los girasoles ciegos”: hacer nuestra la ausencia definitiva de los derrotados. Durante muchos años -los que duró la dictadura del general Franco- los españoles del bando republicano habían permanecido en el olvido, como si representaran al maligno, a esa parte oscura del ser humano, que aflora sin que la podamos controlar y que nos trae las mayores desgracias.

En este sentido, “Los girasoles ciegos” es un libro necesario sobre las consecuencias de la Guerra Civil. Las cuatro historias que se cuentan nos llegan al corazón: la decisión del capitán Alegría de rendirse, un día antes de finalizar la contienda, porque los sublevados estaban prolongando innecesariamente esta, para matar al mayor número de republicanos; el relato del joven poeta, que huye atemorizado con su mujer embarazada, a la que acaba perdiendo en el parto; el profesor de música que decide acabar con la impostura, para que el hijo del coronel franquista pueda ser considerado como lo que fue: un asesino; y la vida clandestina, que se ve obligado a pasar Ricardo Mazo.

Todas son historias de derrotados o de quienes sufrieron las consecuencias de la derrota. Cuatro relatos sutilmente engarzados entre sí y contados desde diferentes puntos de vista. Esto último no le resta unidad a la novela; al contrario, nos ofrece perspectivas distintas de un elemento común: la derrota. Además, las historias están escritas como una necesidad:

“Escribo porque no quiero recordar cómo se reza ni como se maldice” -leemos en el manuscrito del joven poeta, Eulalio Ceballos-, es decir, como una forma de superar el dolor.

“Aún estoy vivo, pero cuando recibas esta carta ya me habrán fusilado (…) Renuncio a seguir viviendo con toda esta tristeza” le escribe a su novia Juan, horas antes de contarle al coronel y a su mujer el criminal de baja estofa que había sido su hijo.

“Recuerdo aquellos años como una inmensidad vivida en un espejo, como algo que tuve la desdicha de sufrir y observar al mismo tiempo”. Quien así se expresa es Lorenzo, ya adulto, recordando una niñez, en la España de Franco, que sigue asustándole.

Es esta forma de escribir como un necesidad lo que nos atrapa, porque da verosimilitud a las historias que se cuentan y nos hace sentir el dolor de la derrota como nuestro.

Reconforta leer “Los girasoles ciegos”, especialmente, ahora, en que los sectores más conservadores del país se oponen a la Ley de la Memoria Histórica y a la exhumación de los restos de los soldados republicanos fusilados y enterrados en fosa comunes. Aunque solo sea para rendirles un último y merecido homenaje a los muertos de nuestra posguerra, merece la pena embarcarse en la lectura de esta novela. Además, el lenguaje en el que está escrita posee la propiedad y la precisión de lo que ha sido pensado y madurado durante mucho tiempo.

En vuestra intervenciones, podéis comentar el contenido de esta entrada, u opinar sobre cualquiera de los aspectos de la guía de lectura, o simplemente valorar el libro en su conjunto, mencionando lo que más os ha gustado y lo que menos. Eso sí, tened en cuenta que la extendida estrategia de copiar y pegar está rigurosamente prohibida por razones de higiene mental y, sobre todo, por la violación de los derechos de autor.

EL COMPROMISO EN LA LITERATURA

Al estudiar en clase la literatura española, a partir de 1940, hemos comentado una corriente, denominada realismo social, que se manifiesta en la narrativa, la lírica y el teatro. Los autores de la misma se plantean con sus obras transformar la sociedad, expresando su solidaridad con los humildes y oprimidos, y denunciando las injusticias.

Así, por ejemplo, Gabriel Celaya escribe:

«Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto
para ser y, en tanto somos, dar un “sí” que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
la poesía no puede ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.»

Sus versos, por tanto, se dirigen a las personas que sufren y tienen como finalidad denunciar sus problemas, porque, España está viviendo bajo la opresión de una dictadura, que reprime a los ciudadanos (“vivimos a golpes”) y les impide expresar lo que sienten (“porque apenas si nos dejan decir que somos quien somos”).

También Armando López Salinas en su novela “La mina” aboga por un cambio, al denunciar el absentismo de los señoritos en el campo andaluz, que provoca el paro y la emigración de las familias hacia el norte de España, en busca de trabajo:

«-Yo creo que esta tierra la hacen mala los hombres. Tienen tierras y no viven en ellas, las tienen en barbecho porque el campo no pide pan como las criaturas. Toda la vida he trabajado y toda la vida ando maldiciendo esta puta tierra –comentó el tío Emilico.»

Observemos el uso de un lenguaje sencillo, imitando el habla coloquial, con el fin de llegar a los lectores menos instruidos.

Y un tercer ejemplo del género teatral, donde Carlos Muñiz pone al descubierto, en clave paródica, la esclavitud del trabajador en la oficina:

«FRANK. (Frotándose las manos.) –Señor Crock… Usted comprenderá que todo lo que hace no está bien. Se ha reído hace un momento. Lo he visto con mis propios ojos.
CROCK. –Sí, señor, Lo reconozco. A veces, me río.
FRANCK. –Y usted estaba hablando por teléfono.
CROCK. –Sí, señor.
FRANCK. –Y usted comprenderá que si el señor Director prohíbe hablar por teléfono, no se debe hablar por teléfono.
CROCK. –Era mi amigo. Tenía que darme un recado.
FRANCK. –¡No hay recados! ¡No hay amigos! ¡No hay nada contra las órdenes del señor Director!
CROCK. -¡Hombre, señor Franck… Yo creo que…
FRANCK. –Usted no puede creer nada. El señor Director lo ha prohibido. Y procure no retrasarse por las mañanas. Hoy se ha retrasado cinco minutos.»

A Crock se le niega su condición humana (reír, pensar…), como si esta fuera algo anormal, de tal modo que, si quiere seguir trabajando, debe ocultarla.

Esta corriente de realismo social, a la que pertenecen los tres textos comentados, responde a unas circunstancias históricas concretas -la dictadura opresora del general Franco- y se sustenta en la idea de que la obra literaria debe ser útil para cambiar la sociedad y dirigida a un público lo más amplio posible. Sin embargo, al cabo de algunos años, los autores, que se incluyen en ella, acabaron desengañados, porque sus obras sólo alcanzaban a una minoría de lectores.

Os planteo algunas preguntas para reflexionar sobre lo expuesto:

¿Estáis de acuerdo con los objetivos del realismo social? ¿Deben comprometerse los escritores ante los males que aquejan a la sociedad y ponerse al servicio de los cambios? ¿Han de adoptar una actitud crítica hacia el mundo concreto que les ha tocado vivir? ¿Debe contribuir la literatura, y el arte en general, a construir una sociedad más justa? ¿Se ha de subordinar la forma al contenido, con el fin de llegar a las personas que tienen menos instrucción o, por el contrario, los valores estéticos están por encima de cualquier otra consideración?

INSULTAR

Dice Pardal, el niño que protagoniza el cuento “La lengua de las mariposas”: “Yo había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían las dos cosas: me cago en Dios, me cago en el diablo”.

Tiene razón Pardal, pues, se crea  o no se crea en Dios, cuando algo nos sale mal o algo nos molesta, los hombres blasfemamos, como si haciéndolo, por un lado, reafirmáramos nuestra hombría y, por otro, nos sintiéramos con más fuerzas para superar el problema.

También, cuando alguien nos hace una trastada o incluso por el simple hecho de llevarnos la contraria, solemos maldecirle o insultarle, eso sí, nunca en su presencia, con el fin de evitar que la situación derive en un enfrentamiento físico del que podemos salir malparados.

Esta costumbre de utilizar palabras soeces o insultar está muy extendida. El ejemplo más claro lo tenemos en los llamados “reality shows”, donde la descalificación, incluso entre personas con formación universitaria, es habitual. Probablemente sea un recurso más para atraer la audiencia; pero, en realidad, como dice el filósofo Emilio Lledó, los insultos tiene como objeto “la anulación del prójimo”, es decir, se recurre a ellos, cuando se carece de argumentos.

En el centro, es frecuente escuchar a los alumnos decir tacos e insultar a los compañeros, como si eso formara parte del uso normal del lenguaje. Hace unos días, llamé la atención de uno de ellos, porque le había dado el profesor la tarjeta amarilla para ir al servicio y, más que desplazarse hacia este lugar, estaba dando un paseo por las diferentes dependencias del centro, aparte de saludar y conversar amigablemente con los compañeros que se iba encontrando. La primera reacción fue negar la evidencia de lo que estaba haciendo y caminar con más lentitud si cabe; después, como le llevé a Jefatura de Estudios, acabó refiriéndose a mí despectivamente.

No sé que influencia pueden tener los medios de comunicación y, en particular, los programas de televisión, donde los contertulios se insultan, en hechos como el acabo de relatar. Lo cierto es que nuestros alumnos los ven y pueden tenerlos como referentes, a la hora de comportarse en la vida. Pero lo peor es lo que se oculta detrás de estas actitudes: la ausencia de argumentos y la descalificación del que piensa diferente.

Al final del cuento “La lengua de las mariposas”, el maestro, que ha sido detenido por los franquistas, cuando se inicia la guerra civil, es insultado,  primero, por el padre de Pardal,  que le llama: “¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!”; y, después, por éste último, que utiliza para ofenderle las palabras raras que el propio maestro le había enseñado: “¡Tilonorrinco! ¡Iris!.

Ninguno de los dos tiene argumentos morales para insultarle: el padre, porque comparte la ideología republicana con el maestro; y el hijo, porque lo considera buena persona, y siente por él una verdadera admiración. Pero acaban cometiendo esta traición, para salvar la vida.