1280 almas

Desde el principio, se sabe que Nick, protagonista de 1280 almas, es un hombre corrupto y desmesurado. También, desde las primeras líneas, advertimos que se dirige, mediante un lenguaje desenfadado y, en ocasiones, soez, a alguien cuya identidad desconocemos: “Bien, señor, el caso es que yo debería haberme encontrado a gusto, tan a gusto como un hombre puede encontrarse. Porque allí estaba, jefe de policía de Potts County ganando al año casi dos mil dólares, sin mencionar los pellizcos que sacaba de paso”.

Su mujer le considera un idiota, que carece de voluntad, y él mismo parece asumir estos defectos. Sin embargo, la forma de razonar de Nick, la lucidez al analizar su delicada situación como comisario del pueblo, cuando percibe que la gente no está satisfecha con él, lo aleja de estas coordenadas; y como lectores estamos un poco a la expectativa de lo que va a suceder, de los pasos que va dando, aunque dé muestras continuas de debilidad, como en el incidente del tren con el señor del traje a cuadros.

La sociedad tradicional en la que vive es sometida a una crítica sistemática, mediante un humor que conecta con el teatro del absurdo:

“Sí, claro –dijo Buck- Mira , Nick. Los negros no tienen alma porque no son personas.
-¿No? –dije.
-Toma, claro que no. Casi todo el mundo lo sabe.
-Pero si no son personas, ¿qué son entonces?
-Negros, negros y nada más. Por eso, la gente les dice negros y no personas.”

Así, con este diálogo disparatado nos muestra Jim Tompson el racismo predominante a principios del siglo XX, en Estados Unidos.

Y este mismo sentido del humor es el que utiliza para ridiculizar a personajes, como el comisario Ken, a quien Nick inopinadamente va a pedir consejo para solucionar sus problemas, cuando es un tipo que considera a los que leen libros como “puercos maníacos”.

Pero estamos ante una novela negra, donde no puede faltar la violencia gratuita, aunque el autor no se recrea en ella; tan sólo aparece como un ingrediente necesario de la narración:

“Buenas noches, gentiles caballeros –dije-. Hola y adiós.
El Ruby Clark hizo sonar la sirena.
Cuando se desvaneció el eco, Moose y Curly estaban ya en el río con un proyectil entre los ojos”.

Con estas escuetas palabras describe el primer crimen cometido por Nick.

Sabemos, pues, quién ejerce la violencia, a diferencia de lo que sucede en las novelas policiacas de Georges Simenon o Agatha Christie; pero vamos a ir averiguando los planes maquiavélicos del protagonista: cómo desvía su responsabilidad hacia otros y qué estrategia utiliza para conseguir la reelección en el cargo de sheriff, a pesar de su cobardía e ineptitud.

Este sería el principal mecanismo para generar la intriga, aunque también nos mantenemos a la espera de que nos sorprenda con una muestra de cinismo, desmesura o vulgaridad: “Y pienso: Hostia, Nick, si no tuvieras ya un empleo fijo serías poeta. El poeta laureado de los fuegos florales de Potts County, toma ya, y apañarías poesías que hablasen de la orina que tamborilea con múltiples ecos en los orinales, de los guripas con diarrea y los ojetes que descuelgan el mondongo y …”.

Porque Nick es una mezcla de inteligencia y necedad, de educación y vulgaridad, de simplicidad y desmesura, de racionalidad e irracionalidad. Los rasgos negativos lo convierten en un estúpido, tal como le ven los demás personajes de la novela, y los positivos, en un hombre inteligente, como le vemos los lectores. Esta disociación y el hecho de que sea el propio Nick el que nos cuente la historia hace que nos sintamos atraídos y alcancemos un grado de identificación con él.

Al presentarnos a un personaje tan abyecto, no pretende Jim Thompson darnos ninguna lección moral, simplemente viene a decirnos que la sociedad, no solo la de Potts County, es así de hipócrita, corrupta y violenta.

Hablaremos de 1280 almas, en la próxima sesión del club de lectura, el 24 de junio, miércoles, a las 12, en la Biblioteca. Animaos.

Actualidad del Quijote

He vuelto a leer algunos capítulos de la segunda parte del Quijote y me han parecido de una actualidad extraordinaria. Lo comentamos en el Club de Lectura el pasado miércoles. Tiene uno la impresión de estar leyendo una novela recién salida de la imprenta, a pesar de que hayan transcurrido ya 400 años de su publicación. Por ejemplo, este ejercicio metaliterario, en el que Don Quijote, enterado de que su historia ha sido impresa y leída por mucha gente, pregunta:

“-Pero dígame vuestra merced, señor bachiller: ¿qué hazañas mías son las que más se ponderan en esa historia?

-En eso –respondió el bachiller-, hay diferentes opiniones, como hay diferentes gustos: unos se atienen a la aventura de los molinos de viento, que a vuestra merced le parecieron Briareos y gigantes; otros, a la de los batanes; éste, a la descripción de los dos ejércitos, que después parecieron ser dos manadas de carneros; aquel encarece la del muerto que llevaban a enterrar a Segovia; uno dice que a todas aventaja la de la libertad de los galeotes; otro, que ninguna iguala a la de los dos gigantes benitos, con la pendencia del caleroso vizcaíno.”

Esta ubicuidad de estar presente, al mismo tiempo, en las dos partes del libro, en la segunda, como personaje real, y en la primera, como aludido, me parece de una gran modernidad.

Más adelante, en casa de los duques de Barcelona, sucede algo también verdaderamente insólito: éstos, que ya han leído la novela publicada en 1605, reciben a don Quijote como una auténtico caballero andante (“¡Bien sea venido la flor y la nata de los caballeros andantes!”) y le hacen creer que debe luchar contra el gigante Malambruno para deshacer un encantamiento. Y resulta asombroso cómo es Sancho el que fantasea sobre el supuesto viaje por los aires, a lomos del caballo Clavileño, y don Quijote el que representa el sentido común:

“-Yo, señora, sentí que íbamos (…) volando por la región del fuego, y quise descubrirme un poco los ojos; pero mi amo, a quien pedí licencia para descubrirme, no lo consintió; mas yo, que tengo no se qué briznas de curioso y de desear saber lo que me estorba e impide, bonitamente y sin que nadie me viese, por junto a las narices aparté tanto cuanto el pañizuelo que me tapaba los ojos, y por allí miré hacia la tierra, y parecióme que toda ella no era mayor que un grano de mostaza, y los hombres que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas, porque se vea cuán altos debíamos de ir entonces.

(…)

-Como todas estas cosas y estos tales sucesos van fuera del orden natural, no es mucho que Sancho diga lo que dice. De mí sé decir que ni me descubrí por alto ni por bajo, ni vi cielo, ni la tierra, ni la mar, ni las arenas.”

Así pues, asistimos a un proceso sutil y progresivo de quijotización de Sancho y sanchificación de don Quijote, fruto del trato y la amistad que han trabado ambos.

Pero quizá lo que le da más actualidad a la novela sea la defensa incondicional de sus ideales por parte de don Quijote, un personaje incorruptible donde los haya, particularmente su amor hacia Dulcinea del Toboso. Ni siquiera, cuando es derrotado en la playa de Barcelona por el Caballero de la Blanca Luna, reconoce que no es la mujer más bella del mundo.

Sólo al final de sus días, cuando la muerte se le acerca, abomina de los libros de caballería y renuncia a sus ideales, aunque en ese momento será Sancho el que recoja el testigo, culminando de esta forma el doble proceso de sanchificación y quijotización:

“¡Ay –respondió Sancho, llorando- No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora Dulcinea desencantada, que no haya más ver.”

¡Vivan, pues, muchos años don Quijote y Sancho!

La utilidad del teatro en la educación

El salón de actos está engalanado con las fotografías de los alumnos y profesores que participan en el Proyecto Comenius, muy en consonancia con el viaje de Sancho a la ínsula Barataria, donde los duques de Barcelona, cumpliendo una promesa de Don Quijote, le han ofrecido ejercer de gobernador. En realidad, se trata de una burla, que acabará volviéndose contra los burladores, porque Sancho, bajo la apariencia de hombre cazurro e ignorante, demuestra una gran sabiduría y una lógica aplastante para administrar justicia.

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Mientras comienza la representación de Sancho Panza en la ínsula, se oye la música de “Entre dos aguas”, interpretada por la guitarra mágica de Paco de Lucía.

Toma la palabra Carmen Jurado, la directora, para presentar el espectáculo, que se enmarca en las actividades organizadas en el centro con motivo del cuarto centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote.

La escenografía sobria –estrado y sillón cubierto por un paño negro, para Sancho; y mesa pequeña para el Cronista- nos sitúa en el espacio donde se va a desarrollar la acción: la sala de justicia. En el telón de fondo se lee la inscripción: “Hoy tomó posesión de esta ínsula Barataria el señor don Sancho Panza, que muchos años goce”.

Desde el principio, se aprecia el esfuerzo realizado por cada uno de los alumnos para interpretar a su personaje y algunos a dos, como José Manuel Estepa, Francisco Javier Sabalete, Noelia Gracia, Mariano Ordoñez y Leticia Albernaz. A destacar: la espontaneidad y el desaliño de Sancho, interpretado por Rafael Prieto; el saber estar de Alba Rivas en el papel de Administradora, siempre en su sitio y con una perfecta dicción; el desenfado y la picaresca de Alicia Haro en la Graciosa; y la convicción y la ductilidad para cambiar de registro de Myrian Trujillo interpretando a la Buscona.

El montaje de esta obra -que el propio Alejandro Casona representó con su compañía por los pueblos de España, dentro de las tareas de las Misiones pedagógicas, durante la segunda República- tiene ritmo, con la dificultad que ello supone, considerando que la acción se desarrolla en un único lugar. Las entradas de las parejas protagonistas de los casos que debe resolver Sancho, se anuncian con un doble toque de corneta y tambor, que resulta de lo más convincente.

Enhorabuena a todos: a los alumnos de 3º de Diversificación por su interpretación; pero sobre todo por el camino recorrido, es decir, por el trabajo que les ha conducido a ella, que, como se lee en el programa de mano, les ha hecho más seguros de sí mismos, más útiles y más necesarios; y por supuesto a Carmen Jurado, su profesora del Ámbito Sociolingüístico, que ha sabido motivarlos y dirigirlos en este montaje de mucho mérito.

Dora Bruder

Identidades borradas

Los hechos se cruzan unos con otros en esta novela, que cuenta la historia de una joven de 16 años, Dora Bruder, que se fugó del internado en diciembre de 1941, cuando los nazis ocupaban París. Su huida se entrelaza con la del propio narrador, sucedida 20 años antes; con la del protagonista de la película “Primera cita”, que probablemente vio Dora Bruder, porque se estrenó el mismo año de su desaparición; y con la de Jean Valjean y Cosette, perseguidos por el comisario Javert en la novela “Los miserables” de Víctor Hugo. La búsqueda que inicia el padre de Dora poniendo un anuncio en el periódico se entrecruza con la de él mismo perseguido por los nazis y, como si un destino fatal persiguiera a la familia, también acaban confluyendo las muertes de ambos.

Estas extrañas casualidades de hechos reales y ficticios, sin embargo, no producen sensación de irrealidad, pues el andamiaje de la novela se sostiene, como en La calle de las tiendas oscuras, en un proceso que se inicia con la lectura del anuncio, y que lleva al narrador a examinar los archivos policiales y a recorrer lugares de París donde estuvo la chica y él mismo vivió su infancia. Son constantes, en este sentido, sus referencias a dicho proceso de investigación: ”Ignoro si Dora Bruder se enteró en seguida de la detención de su padre. Supongo que no. En marzo aún no había vuelto al bulevar Omano. Eso es al menos lo que sugieren las pistas que subsisten en los archivos de la Prefectura de policía”.

En ningún momento se pierde el hilo de la historia real, aunque sabemos, al mismo tiempo, que estamos leyendo una obra de ficción, en la que el narrador reflexiona sobre sus propias indagaciones. Por ejemplo, sobre la participación de la policía francesa en las redadas contra los judíos: “Muertos desde hace mucho tiempo están los inspectores que participaron en la busca y captura de judíos y sus nombres resuenan con un eco lúgubre y despiden un olor a cuero podrido y tabaco frío”.

El estilo periodístico, conciso y sencillo, que emplea Modiano para contarnos la historia contribuye a esta impresión de objetividad, de algo ocurrido realmente: “El domingo 22 de junio, a las cinco de la mañana, varios autobuses fueron a buscarlas para llevárselas al campo de Drancy. Ese mismo día fueron deportadas en un convoy con más de novecientos hombres. Era el primero que salía de Francia con mujeres. La amenaza que se cernía sin que pudiera dársele un nombre y que acababa olvidándose se hizo realidad para las judías de Tourelles”. Así, de esta forma lapidaria y descarnada, se refiere al traslado de Dora al campo de concentración.

Pero el autor-narrador está con las víctimas y no le importa manifestarlo. Por ejemplo, muestra solidaridad con los que se vieron obligados a robar para sobrevivir, durante la ocupación alemana; o reproduce literalmente las fichas policiales o las cartas escritas por los familiares de los que se encontraban en los campos de concentración. Y sobre todo se identifica con Dora, haciendo el mismo recorrido que ella, cuando regresaba los domingos por la tarde al pensionado o experimentando la misma sensación de vacío interior ante el muro del antiguo cuartel, donde estuvo prisionera, antes de ser trasladada al campo de Auschwitz.

La historia de Dora Bruder y su familia representa a los millares de judíos asesinados por los nazis, cuyas identidades fueron borradas con la colaboración de las autoridades francesas. Pero, como apenas consigue descubrir algo sobre ella, es también la historia de cualquier persona que, cuando muera, solo vivirá en la memoria de sus seres queridos.

Werther

Sólo se puede comprender la historia que cuenta esta novela, y particularmente su dramático final, si nos situamos en una sociedad que se rige por unos principios estrictos en cuanto a los comportamientos de las personas, no necesariamente la Alemania de finales del siglo XVIII, país en el que se desarrolla la historia.

Desde el punto de vista literario, Las penalidades del joven Werther, de la que hablaremos el próximo martes en el club de lectura, está impregnada del espíritu romántico, desde el inicio de la misma, con el protagonista feliz, rodeado de la naturaleza y plenamente integrado en ella:

“La soledad que se respira en esta paradisíaca comarca es bálsamo delicioso para mi corazón y esta juvenil época del año inflama de lleno este tan a menudo zozobrante corazón. Cada árbol, cada seto es un ramillete de flores y uno quisiera volverse mariposa para revolotear en este mar de perfumes y poder encontrar en él todo su alimento”.

Y a medida que avanzamos en su lectura la impregnación es mayor, sobre todo desde el momento en que Werther conoce a Lotte. La belleza que había encontrado en la naturaleza, ahora la reconoce en esta joven, de la que se enamora perdidamente:

“De cómo me deleitaba con sus ojos negros mientras hablaba… cómo sus labios rebosantes de vida y sus frescas y alegres mejillas cautivaban mi alma entera… cómo estaba absorto en el magnífico contenido de su conversación, a menudo ni oía las palabras que pronunciaba…, puedes hacerte una idea –le escribe a su amigo Wilhelm– puesto que me conoces bien”.

Las referencias literarias, primero, a la Odisea de Homero, que le ofrece al protagonista modelos de conducta (la hospitalidad que recibe Ulises, la sencillez con la que vive éste, su amor a la naturaleza, etc.) y, después, al poeta irlandés Ossian, con cuyos personajes angustiados se identifica Werther, no hacen más que confirmar que estamos ante la obra emblemática del movimiento romántico en Europa.

Formalmente, presenta una estructura epistolar, pues incluye las cartas que Werther, joven impulsivo y sentimental, dirige a su amigo Wilhem, para contarle su estancia en el pueblo de Wahlheim, donde conoce a Lotte, que está prometida a otro hombre. Esta estructura, y el estilo arrebatado, con frecuentes exclamaciones e interpelaciones a su amada, es quizá lo que más le conviene a una novela como esta, pues le permite a Goethe descubrirnos, de una forma natural, la intimidad de Werther: sus sentimientos, sus gustos literarios, el dolor por la imposibilidad de materializar su amor. Además, el escritor alemán intercala, entre las cartas, notas del editor, con lo que consigue marcar la distancia necesaria entre el lector y los hechos que se cuentan, para que estos sean creíbles.

Es verdad que el argumento se reduce únicamente al amor imposible de Werther hacia Lotte; pero, más allá de este amor, Goethe nos muestra una forma de afrontar el dolor y una actitud ante la propia existencia, que fue imitada por la juventud alemana de la época.

Habiendo transcurrido más de doscientos años de su publicación, quizá la historia resulte un tanto trasnochada y el estilo en el que está escrita recargado; pero el amor no deja de ser un sentimiento universal, que cualquier persona ha podido experimentar y, por tanto, mientras se lee esta novela, podemos abstraernos e identificarnos con el personaje de Goethe, hasta el punto de olvidar el mundo que nos rodea.

Calle de las tiendas oscuras

El pretexto para contar la historia es original: un hombre, que ha sufrido una amnesia de repente, que le borra su pasado, inicia un proceso de investigación para recuperarlo. Emplea pues, Patrick Modiano, una técnica propia de la novela policiaca, de tal modo que el narrador-protagonista va buscando pistas que le conduzcan hacia esa identidad perdida.

Una de estas pistas, la primera, es un músico, Waldo Blunt, que toca el piano en un bar, en medio del ruido ocasionado por las voces y carcajadas de los clientes: “Me daba pena: me decía que en alguna etapa de su vida lo habían escuchado cuando tocaba el piano. Desde entonces, había debido de acostumbrarse a ese zumbido perpetuo que ahogaba la música que interpretaba.” La situación de este pianista es parecida a la de los profesores que explicamos pacientemente en el aula, elevando nuestra voz, por encima de las conversaciones de los alumnos.

Las pistas le llevan a los recuerdos, aunque primero son atisbos de estos, sacudidas que revuelven el interior de su mente: “Entonces me saltó por dentro un resorte. Las vistas desde aquella habitación me provocaban una sensación de inquietud, una aprensión que ya había sentido antes.” Como, cuando volvemos, a nuestra ciudad natal, después de muchos años fuera de ella, y recorremos sus calles con todos los sentidos alerta, nos detenemos frente a alguna fachada, y nos fijamos en la cara de algún viandante, con la intención de encontrar algo que nos devuelva al pasado.

Poco a poco, los resortes van adquiriendo forma y se convierten en personas a las que conoció: “Cada vez que Mansoure pronunciaba ese nombre de sonoridades lunares y quejumbrosas, notaba que se posaban en mí los ojos pálidos de Denise, como la primera vez.” Así, hasta que parece encontrar su propia identidad, en la época de la ocupación nazi de Francia; pero los recuerdos no son agradables: “Estoy solo. Vuelvo a tener miedo, ese miedo que siento cada vez que bajo por la calle Mirabeau, miedo que se fijen en mí, de que me detengan, de que me pidan la documentación.”

Demuestra Patrick Modiano una especial habilidad para describirnos este proceso de búsqueda. Lo comprobamos, sobre todo, al releer algunos pasajes que nos permitan recomponer el puzle. Además, lo hace mediante un lenguaje claro y sencillo, al que de vez en cuando incorpora imágenes llenas de expresividad: “Tenía una forma de beberse tus palabras, con los ojos como platos y la frente arrugada, igual que si estuvieras profiriendo oráculos”. Se refiere a la extraordinaria atención que ponía al escucharle Wrede, otra persona que se cruzó en la vida del protagonista. O cuando describe la inexpresividad de un japonés con el que coincide en un bar: “Estaba inmóvil, con la cara inexpresiva, y temí que se tambalease en el sillón al mínimo soplo de aire, porque seguramente se trataba de un cadáver embalsamado”.

Quien cuenta la historia desde el presente es Guy Roland –nombre que le puso su amigo y jefe de la agencia de detectives donde trabaja, después de sufrir la amnesia-, pero, a medida que va encontrando pistas, el pasado irrumpe y se va alternando con el presente. Del mismo modo que se alternan su voz narradora con la de una tercera persona, quizá en aras de la objetividad.

Cuando parece que el pasado fluye y que Guy ha logrado recuperarlo, surge la bruma que lo hace desaparecer (el paso frustrado de la frontera, la nieve que le produce sensación de ahogo, la calle de las tiendas oscuras…). Lo que viene a decirnos Patrick Modiano es que la memoria, como la vida misma, es frágil y se esfuma con la misma rapidez que el llanto de un niño.

El balcón en invierno

“Pero el caso es que comencé a escribir y, la verdad, no hay tarea más gratificante que esta cuando las cosas salen bien, cuando la mente se te llena con la música del lenguaje y las palabras y las imágenes acuden solícitas al reclamo de la frase y las frases fluyen sin tropiezo, una le pasa el testigo a la otra, como los corredores por equipos, o como futbolistas que combinan entre ellos amasando la jugada y madurando la ocasión de gol”

Así, describe Luis Landero, en su última “novela”, el momento gozoso de ponerse a escribir, con el símil preciso y expresivo de los atletas en las carreras por equipos y el de los futbolistas, cuando se pasan el balón unos a otros, buscando el gol. Pero escribir ficción no es sólo eso, sino también la relectura de lo escrito, que no siempre produce el mismo placer.

Esta es la reflexión de la que parte el escritor extremeño, para llegar a la conclusión de que la alternativa a la ficción es escribir sobre su propia vida. Sin embargo, cuando se pone a ello, cuando recuerda a su padre, un hombre soñador, incapaz de expresar los sentimientos, estamos reconociendo en él al Dámaso de Hoy, Júpiter, que deposita en su hijo, del mismo nombre, la esperanza de superar sus propias frustraciones, de materializar sus sueños. O cuando evoca la figura de Paco, el primo hermano, admirado por su padre a causa de sus muchas y raras cualidades, nos viene a la mente Bernardo, personaje también de la novela citada, en quien confía ciegamente Dámaso. O al describir a su madre, estamos viendo el sentido común y el pragmatismo de la mujer de éste: “Mi madre ponía en la voz y en el trato con los demás, y en todos sus actos, el mismo paciente primor que en la costura. Siempre serena, jamás enfadada, nunca agria ni especialmente dulce. Nunca distante, nunca demasiado efusiva, siempre apacible en su lugar”.

Es decir, que la realidad y la literatura conforman un mismo mundo, porque el escritor se inspira fundamentalmente en la primera para crear la segunda. Este es uno de los descubrimientos más placenteros para los que hemos leído las novelas de Luis Landero: descubrir en El balcón en invierno los entresijos de estas, sus fuentes de inspiración.

Además, nos revela, por boca de su madre, la afición a mentir desde pequeño, donde probablemente está el germen del escritor en el que se convertiría tiempo después, como el destino inevitable de un padre soñador. También contribuyó a esto la costumbre de contar, al calor de la lumbre, tan arraigado en su familia: “Mi abuela Frasca había sido pastora de la niñez hasta el matrimonio y era totalmente analfabeta, pero dominaba como nadie el arte de contar, y eso se notaba enseguida en el tono, en la línea melódica de la voz, en las pausas, en el movimiento acompasado de las manos, en cómo unía entre sí las frases, que parecía que una atraía como un imán a la siguiente…”

El cambio del pueblo a la ciudad, que tanto le marcó, como a Rafael Alberti, y las cosas que se llevaron: sus cachivaches campesinos, el gato, seis gallinas y un gallo, el acento rústico y sobre todo las palabras. Es un auténtico regalo para los oídos leer en alto términos, no recogidos la mayoría de ellos por la Real Academia Española; términos ya casi moribundos, porque los jóvenes de los pueblos extremeños no los utilizan, y no tardarán en olvidarse, como: farraguas, gaspartillo, arrepío, arrancharse, milgueras, brutarate, perrengue, safar, panfarta, morrocate, etc.

Y, de vez en cuando, al hilo de la narración de su vida, una voz que se dirige a él, al propio escritor, en segunda persona, una voz reflexiva que confirma o desmiente, que añade o matiza sobre lo escrito, y que en todo caso contribuye a dar verosimilitud y frescura a lo que cuenta: “Total que tú, el que llegarías a ser escritor, no conociste los libros de niño, casi ni siquiera físicamente, salvo El calvario de una obrera y quizá los libros de texto de tus hermanas mayores, si es que tenían libros de texto, y el libro del maestro que te enseñó a leer y a escribir, don Pedro Márquez”.

Todo contado con el estilo brillante, al que nos tiene acostumbrados el escritor extremeño, y con el sentido del humor que da la distancia, el tiempo que devuelve a la memoria las vivencias en clave humorística. Además, siguiendo un orden caprichoso, el de la propia memoria, que no se atiene a la cronología de los hechos, de tal manera que vuelve una y otra vez sobre lo mismo, aportando nuevas y jugosas precisiones, como la imagen obsesiva del padre, su muerte anunciada en el hospital, y el juramento, ante su cadáver, de un Luis Landero, con apenas veinte años, de convertirse en un hombre de provecho. Son enternecedoras y bellísimas las palabras en las que evoca la última vez que lo vio con vida: “Mi padre ya había empezado con las ansias de la muerte. Se sentaba en la cama, iba al sillón, volvía a la cama, se tumbaba, se incorporaba, quejoso y suspirante, como un animal acorralado intentando huir de sus perseguidores. Y en un momento dado, una de las veces que se sentó en la cama, me miró. Yo no le había visto nunca aquella mirada. Era una mirada de miedo, indefensa, y sobre todo implorante. Me miraba implorando algo, quizá mi cuidado, mi cariño, mi protección. Fue algo fantástico, como un sueño. De repente yo me había convertido en el padre y él era el hijo, el desvalido y el desamparado, la víctima que mendiga un poco de piedad a quien tiene poder para otorgarla. Fue una mirada larga, de una intensidad reveladora: en un instante nos dijimos más cosas que en toda nuestra vida.”

Es un libro distinto, El balcón en invierno, a mitad de camino entre la ficción y la realidad, teniendo en cuenta sobre todo la reflexión inicial sobre el acto literario de la creación. Pero muy ilustrador sobre las dudas que en un momento dado de la vida le pueden sobrevenir a un escritor; sobre si en realidad está haciendo lo que le gustaría hacer; sobre si merece la pena seguir escribiendo novelas, cuando el oficio predomina sobre la devoción, que debe acompañar a toda actividad humana.

Además, o quizá por encima de lo que acabo de exponer, El balcón en invierno es, como afirma el propio Landero, la narración emocional de una infancia en una familia de labradores de un pueblo de Badajoz, y de por qué un chico perteneciente a esa familia, donde apenas había un libro, llegó a convertirse en escritor.

Una palabra tuya

Se siente uno cercano a las dos mujeres, Rosario y Milagros, que protagonizan esta novela, porque su drama en un mundo, donde priman el individualismo y el culto al cuerpo, es más común de lo que puede parecer a primera vista. Ambas trabajan de barrenderas y padecen una soledad radical: la primera, porque ha vivido desde pequeña con el estigma del patito feo, que se ve acentuado por su inteligencia; la segunda, porque, ya en la escuela, era objeto de burlas por parte de sus compañeros, a causa de su inocencia y obesidad.

Pero la cercanía llega sobre todo por el tono confesional con el que se cuenta la historia. En efecto, la voz narradora corresponde a la protagonista, Rosario, que se expresa mediante un lenguaje directo y desenfadado: “No me gusta ni mi cara ni nombre. Bueno, las dos cosas han acabado siendo la misma. Es como si me encontrara infeliz dentro de este nombre pero sospechara que la vida me arrojó a él, me hizo a él y ya no hay otro que pueda definirme como soy. Y ya no hay escapatoria. Digo Rosario y estoy viendo la imagen que cada noche se refleja en el espejo, la nariz grande, los ojos también grandes, pero tristes, la boca bien dibujada pero demasiado fina.”

Así, con esta confesión, empieza Una palabra tuya, de la que hablaremos el próximo martes en el club de lectura del instituto, y que para mí ha sido un descubrimiento, pues tan sólo conocía a su autora por la novela juvenil Manolito Gafotas y por los artículos periodísticos publicados en el diario El País.

Rosario habla de sí misma, de sus dificultades para comunicarse con los demás, de la difícil relación con su madre, de sus manías, de su falta de generosidad; pero también nos muestra cómo es su amiga Milagros: “ella era sí, hablaba de lo que se le pusiera por delante. Tú sacabas un tema con Milagros y te lo desarrollaba hasta la extenuación. Y hablaba de un forma un poco pomposa, como si fuera una experta, hablaba de la gente, de mí, de la vida, farfullaba, hacía como que sabía, hablaba por hablar y era de esas personas que no conocen el punto y aparte”.

Un personaje, el de Milagros, que acaba resultando entrañable por su simplicidad y generosidad; como Morsa, compañero de trabajo de ambas; y como la madre y la hermana de Rosario, con ese orgullo infundado de pertenecer a una clase social superior, cuando en realidad son víctimas, seres igualmente infelices.

Elvira Lindo sabe generar la intriga en torno a estos personajes, cuyo pasado, donde está el origen de sus frustraciones, nos desvela poco a poco, jugando con la memoria veleidosa de Rosario, que nos lleva de un tiempo a otro, aunque manteniendo siempre ese tono confesional, ese estilo directo y desenfadado, al contar la historia, que impregna esta de autenticidad.

Rinconete y Cortadillo

He abierto un nuevo blog Y Cortadillo con el que se completa el título de la famosa novela ejemplar de Miguel de Cervantes, que tan solo se sugería en éste, donde ahora escribo. Ambos son como las dos caras de la misma moneda, como el haz y el envés de la misma hoja, como los dos yoes de la misma persona. Si Rinconete está relacionado fundamentalmente con mi trabajo como profesor de Lengua Española en este centro, Y Cortadillo tiene que ver más con mi vida personal, en el más amplio sentido de esta expresión: inquietudes, opiniones, gustos, aficiones, etc.

Matar a un ruiseñor

Publicada en 1960, es la primera y única novela de la autora norteamericana Harper Lee. Aborda el problema del racismo en uno de los estados del Sur, Alabama, durante la depresión económica que siguió al desplome de la bolsa de Nueva York en 1929. Aunque pueda parecer algo superado actualmente teniendo en cuenta, por ejemplo, que una persona de color ejerce como presidente de los Estados Unidos, lo cierto es que todavía hay comportamientos o situaciones racistas, como han demostrado las recientes protestas por la muerte de un joven negro desarmado, a manos de un policía blanco, en el estado Misuri.

El racismo en el condado de Maycomb, donde se desarrolla la historia, aparece como un sentimiento irracional. Así, de esta forma tan didáctica, le explica Atticus a su hijo Jem el comportamiento del jurado que condenó injustamente a Tom:

“Aquellos hombres, los del jurado, eran doce personas razonables en su vida cotidiana, pero ya viste que algo se interponía entre ellos y la razón. Viste lo mismo aquella noche delante de la cárcel. Cuando el grupo se marchó, no se fueron como hombres razonables, se fueron porque nosotros estábamos allí. Hay algo en nuestro mundo que hace que los hombres pierdan la cabeza; no sabrían ser razonables aunque lo intentaran. En nuestros tribunales, cuando la palabra de un negro se enfrenta con la de un blanco, siempre gana el blanco.”

La racionalidad que falta en esta localidad es quizá el rasgo que mejor define a Atticus, auténtico protagonista de la novela. Su integridad moral se eleva por encima de los afectos e intereses personales, lo cual lo convierte en un modelo no sólo de abogado sino también de hombre.

Matar a un ruiseñor –título que simboliza la inocencia- se estructura en dos partes claramente diferenciadas, que se unen al final: por un lado, el misterio en torno al personaje de Boo Radley, que ejerce una extraordinaria influencia sobre los niños y que la autora sabe generar desde el principio dejando pistas, como los regalos en el hueco del árbol; y por otro, el juicio a un hombre negro, Tom Robinson, acusado injustamente de violar a una mujer blanca, y cuya defensa le encargan a Atticus

La historia la cuenta, años después de que suceda, la hija de éste, Scout, una niña curiosa e inteligente, que posee la ingenuidad propia de su edad y, en consecuencia, la capacidad para juzgar los hechos, sin los prejuicios raciales que dominan en Maycomb. Es un de los principales logros de la novela, pues esta voz narradora resulta convincente en todo momento por su verosimilitud y espontaneidad. Ni siquiera desentonan sus reflexiones sobre los hechos, que nos anuncian a la mujer madura y juiciosa en la que se acabará convirtiendo.

Además, Matar a un ruiseñor está escrita con fluidez narrativa y con precisión lingüística, a lo que hay que añadir un fino sentido del humor, como cuando la maestra le dice a Scout que tiene que corregir el perjuicio que Atticus le ha ocasionado enseñándola a leer y escribir; o cuando se describe la inusitada expectación que había despertado el juicio a Tom Robinson:

“Parecía una fiesta mayor. En el poste de amarre no había sitio para atar ni un animal más; debajo de todos los árboles posibles había mulas y carros parados. La plaza de delante del edificio del juzgado estaba cubierta de gente sentada sobre periódicos, comiendo bollos con jarabe y empujándolos gaznate abajo con leche caliente traída en jarros de fruta. Algunos mordisqueaban tajadas frías de pollo y de cerdo. Los más pudientes regaban el alimento con Coca-Cola de la tienda, bebida en vasos abombados. Unos niños de cara sucia correteaban por entre la multitud, y los bebés almorzaban en los pechos de sus madres.”

Leer esta novela, más de cincuenta años después de su publicación, es no solo un ejercicio de reflexión sobre uno de los problemas más graves que ha padecido la humanidad, el racismo, sino también un disfrute para los aficionados a las buenas historias.