Es una película, ambientada en la guerra de Irak, que te atrapa desde la primera escena, en la que un grupo de artificieros estadounidenses llegan a una plaza de Bagdad, para desactivar una bomba, y se sienten intimidados por los ciudadanos iraquíes que les observan desde sus casas y lugares de trabajo. Para los soldados, que se encuentran a miles de kilómetros de sus hogares y en un país radicalmente distinto al suyo, cada una de estas miradas representa un peligro en potencia, porque el lenguaje gestual y corporal no es suficiente para distinguir a los amigos de los enemigos, y porque, en el fondo, tienen la convicción de no ser bien recibidos.
Como el propio título sugiere, los espectadores nos sentimos, durante las aproximadamente dos horas que dura la película, en territorio hostil, acompañando a este grupo de artificieros, experimentando sus mismos miedos y sensaciones, gracias a una concepción del tiempo, cercana a la realidad, y a un predominio de los primeros planos, a veces agobiante, que nos permite percibir cualquier mínimo gesto de los personajes.
En este sentido, queda para el recuerdo la larga y tensa secuencia, en la que los protagonistas, tumbados en la arena del desierto, con sus rostros desencajados por el cansancio y el sufrimiento, disparan con sus armas automáticas, a un grupo de iraquíes, que se encuentran parapetados en una casa en ruinas. También permanecen en nuestra memoria: el absurdo de una guerra, decidida en los despachos de los dirigentes políticos, pero vivida y padecida por los ciudadanos de a pie; y ese extraño sentido del riesgo de algunos soldados estadounidenses, que acaba convirtiéndose en una adicción.