Nuestros fetiches

Al diseñador Darragh Casey se le ocurrió la brillante idea de contar su vida y la de sus allegados a través de los objetos que poseen. Así, su abuela de 84 años eligió dos panes que representan el trabajo realizado en la granja durante años; su madre, un cactus evocador de las vacaciones familiares; su padre, varias botellas vacías que simbolizan los sucesivos intentos de hacer vinos; su hermano Alan, los libros de la carrera que no terminó, a través de los cuales habla de la ambición frustrada; su amigo Laszlo, los cuadernos de croquis que reflejan su pensamiento y su trabajo como diseñador; etc.

Todos se dejaron retratar con estos y otros objetos, que dibujan una especie de mapa de sus vidas y de las decisiones que fueron tomando a lo largo de ellas. Para facilitar la elección de los objetos, Darragh Casey les preguntaba qué salvarían en un incendio.

Me planteo yo mismo esta pregunta, naturalmente no con el ánimo de hacer una obra de arte, sino como un mero juego. Estando lejos de Córdoba y, por tanto, de mi vivienda habitual, donde podría encontrar estos objetos, lo que me viene a la mente son los libros que me han hecho disfrutar y, al mismo tiempo, como profesor de Lengua Española, me han permitido vivir. Pero son demasiados para salvarlos en un hipotético incendio y me propongo elegir un máximo de cinco. ¿Por qué cinco y no diez o quince? Simplemente, porque me parece un número más razonable en un caso extremo como éste. Descarto los no leídos, tanto los que no he terminado, como los que ni siquiera he empezado. También los manuales, en general, que son meros libros de consulta, aunque parece ser que Jorge Luis Borges, cuando quería leer algo importante, leía la Enciclopedia Británica; y las biografías, porque siempre me han gustado más los libros de ficción que los que cuentan la vida de una persona con pelos y señales.

De los libros de poesía, me inclino por La realidad y el deseo de Luis Cernuda, por la belleza y profundidad de sus versos:

Donde habite el olvido,

En los vastos jardines sin aurora;

Donde yo sólo sea

Memoria de una piedra sepultada entre ortigas

Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje

Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,

Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,

No esconda como acero

En mi pecho su ala,

Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,

Sometiendo a otra vida su vida,

Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,

Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;

Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,

Disuelto en niebla, ausencia,

Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;

Donde habite el olvido.

 

Y Su nombre era el de todas las mujeres de Luis Alberto de Cuenca, fundamentalmente por su sentido del humor:

Me gustas cuando dices tonterías,

cuando metes la pata, cuando mientes,

cuando te vas de compras con tu madre

y llego tarde al cine por tu culpa.

Me gustas más cuando es mi cumpleaños

y me cubres de besos y de tartas,

o cuando eres feliz y se te nota,

o cuando eres genial con una frase

que lo resume todo, o cuando ríes

(tu risa es una ducha en el infierno),

o cuando me perdonas un olvido.

Pero aún me gustas más, tanto que casi

no puedo resistir lo que me gustas,

cuando, llena de vida, te despiertas

y lo primero que haces es decirme:

«Tengo un hambre feroz esta mañana.

Voy a empezar contigo el desayuno».

 

Entre las novelas, opto por Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, porque su lectura supuso para mí una forma diferente de hacer literatura, con personajes extraños e inolvidables, como José Arcadio Buendía o Remedios la Bella, y una concepción cíclica del tiempo, que hace que los hechos se repitan, aunque en circunstancias diferentes; y Anatomía de un instante de Javier Cercas, por el doble interés con que la leí: histórico, ya que analiza minuciosamente las causas del intento de golpe de estado de 1981, y literario, porque narra los hechos con un estilo fluido y envolvente, a base de repeticiones, paralelismos y simetrías entre los personajes y los hechos que sucedieron.

 

Finalmente, escojo, entre las obras de teatro, Luces de bohemia, de Valle-Inclán, por el estilo brillante con que está escrita, así como por su carga crítica, que sigue teniendo plena vigencia:

 

EL MINISTRO: ¡No has cambiado!… Max, yo no quiero herir tu delicadeza, pero en tanto dure aquí, puedo darte un sueldo.
MAX: ¡Gracias!
EL MINISTRO: ¿Aceptas?                                                                                                                                                                                                                                                                                            MAX: ¡Qué remedio!
EL MINISTRO: Tome usted nota, Dieguito. ¿Dónde vives, Max?
MAX: Dispóngase usted a escribir largo, joven maestro: -Bastardillos, veintitrés, duplicado, Escalera interior, Guardilla B-. Nota. Si en este laberinto hiciese falta un hilo para guiarse, no se le pida a la portera, porque muerde.
EL MINISTRO: ¡Cómo te envidio el humor!
MAX: El mundo es mío, todo me sonríe, soy un hombre sin penas.
EL MINISTRO: ¡Te envidio!
MAX: ¡Paco, no seas majadero!
EL MINISTRO: Max, todos los meses te llevarán el haber a tu casa. ¡Ahora, adiós! ¡Dame un abrazo!                                                                                                                                                  MAX: Toma un dedo, y no te enternezcas.
EL MINISTRO: ¡Adiós, Genio y Desorden!
MAX: Conste que he venido a pedir un desagravio para mi dignidad, y un castigo para unos canallas. Conste que no alcanzo ninguna de las dos cosas, y que me das dinero, y que lo acepto porque soy un canalla. No me estaba permitido irme del mundo sin haber tocado alguna vez el fondo de los Reptiles. ¡Me he ganado los brazos de Su Excelencia!

 

El primer hombre

El que fue su maestro en Primaria, Germain Louis, le escribió a Albert Camus, después de que éste recibiera el Premio Nobel: “Tengo la impresión de que los que tratan de penetrar en tu personalidad no lo consiguen. Siempre has mostrado pudor instintivo ante la idea de descubrir la naturaleza de tus sentimientos. Cuando mejor lo consigues es cuando eres simple, directo”. Este pudor se refiere sobre todo a la situación de pobreza en la que vivía su familia, que el maestro no sospechaba, pues la cara del niño en clase expresaba optimismo y placer.

El primer hombre, novela en la que estaba trabajando el escritor en el momento de su muerte, sí refleja, aunque de modo indirecto, a través de su protagonista, Jacques, la vida de Camus en Argel, ciudad donde nació. Era un niño inquieto y curioso, que disfrutaba con las pequeñas cosas de la vida: en la calle con los amigos, los días de caza con su tío Ernest, en la escuela, etc. Sentía una atracción especial por esta última, no sólo porque le permitía evadirse de la miseria en la que vivía, sino también porque alimentaba en él su hambre de descubrir y le inculcaba, además, valores como: la equidad, la responsabilidad, el hábito de estudio, el respeto al diferente, etc.

Pero había también una parte oscura en su personalidad, que acompañaba a su deseo de vivir; una parte oscura, que se refleja en los ojos silenciosos de su madre, y que está de acuerdo con el país al que lo habían arrojado -su familia emigró a Argel, cuando él no había nacido- y donde se siente como el primer hombre, por la falta de raíces, por la ausencia de un padre, muerto en el frente, durante la Primera Guerra Mundial.

Jacques, con la edad de 40 años, regresa a Argel, en busca de estas raíces y de noticias del padre al que no llegó a conocer; pero no encuentra nada, sólo un inmenso olvido, “que era la patria definitiva de los hombres de su raza, el lugar final de una vida que había empezado sin raíces, y tantos informes en las bibliotecas de la época sobre la manera de emplear en la colonización de ese país a los niños abandonados, sí, aquí todos eran niños abandonados y perdidos que edificaban ciudades fugaces para morir definitivamente en sí mismos y en los demás”.

En este proceso de búsqueda, el drama de la emigración se muestra con toda su crudeza: llegar a un país lejano, sin dinero, sin casa, sin un palmo de tierra cultivada; convivir con personas de raza y cultura diferentes, etc. También la tragedia de la Primera Guerra Mundial, que acabó con la vida del padre: “la guerra justamente formaba parte de su universo, era lo único de lo que oían hablar, había influido en tantas cosas a su alrededor que no les costaba comprender que se pudiera perder en ella un brazo o una pierna y que incluso se la pudiera definir como una época de la vida en que se perdían los brazos y las piernas”.

Camus juega con el tiempo, yendo continuamente del presente al pasado y del pasado al presente, sin previo aviso, lo cual desconcierta, en un principio, al lector, y le obliga a releer pasajes ya leídos. Pero este vaivén continuo, le permite mostrar el paso inexorable del tiempo. Así, con esta sencillez y precisión, describe la relación entre su madre y su tío, al visitarlos 40 años después, en Argel, cuando las canas han arrasado sus cabezas, sus piernas se han arqueado aún más de lo que estaban y sus espaldas se han encorvado: “Desde la muerte de la abuela y la partida de los hijos, el hermano y la hermana vivían juntos y no podían estar el uno sin el otro. Ernest necesitaba que alguien se ocupara de él, y desde ese punto de vista, Catherine era su mujer, hacía la comida, le preparaba la ropa, le cuidaba si hacía falta (…) Habían vivido, sí, como marido y mujer, no según la carne, sino según la sangre, ayudándose a vivir cuando sus invalideces les hacían la vida tan difícil, continuando una conversación muda, iluminada de vez en cuando por fragmentos de frases, pero más unidos y sabiendo más el uno del otro que muchas parejas normales”.Ni siquiera en el uso de las figuras retóricas, abandona Camus la sencillez y precisión referidas, como cuando compara la parte oscura de su ser con las aguas profundas que corren debajo de la tierra y que, aunque nunca han visto la luz, “reflejan un resplandor sordo que no se sabe de dónde viene”.

Dos personajes influyen sobre Jacques, por encima de los demás, y contribuyen a que vaya madurando y haciéndose a sí mismo. Por una parte, su madre, una mujer dulce y conciliadora, aunque aislada en su semisordera y casi inaccesible: “sí, toda la vida había tenido el mismo aire temeroso y sumiso, y sin embargo, distante, los mismos ojos con los que veía, treinta años, atrás, sin intervenir, cómo su madre lo castigaba con el látigo, ella, que jamás había tocado, realmente ni siquiera reprendido, a sus hijos, ella, a quien sin duda esos golpes también dolían pero que inhibida por la fatiga, por la incapacidad de expresión y por respeto a su madre, lo permitía (…), como aguantaba para ella misma la dura jornada de trabajo al servicio de los demás, los suelos lavados de rodillas, la vida sin hombre y sin consuelo entre los restos engrasados y la ropa sucia de los otros”. Y por otra parte, su maestro, que daba a la enseñanza un tono viviente y divertido, mostrando a los alumnos la colección de minerales, las mariposas e insectos disecados o los mapas; haciéndoles proyecciones sobre historia natural o geografía; organizando concursos de cálculo mental; leyéndoles relatos, que para Jacques eran la encarnación del exotismo; etc.

Curiosamente, tras estos dos personajes, se encuentran la madre y el maestro de Primaria de Albert Camus, a quienes dedicó el Premio Nobel de Literatura.

Leer El primer hombre es entrar en contacto con la pobreza que asola los países colonizados, como Argel, y que padecen tanto los árabes originarios del lugar como los emigrantes franceses; una miseria contra la que no pueden hacer nada y que les lleva en ocasiones a hacerse daños unos a otros, incluso dentro de la misma familia, como cuando la abuela y el tío de Jacques le reprochan a a la madre de éste, Catherine, que intente gustar a un pretendiente, cortándose el pelo y poniéndose un vestido de colores alegres.

Si la novela comienza con la evocación del nacimiento del protagonista, finaliza con su deseo de envejecer y morir sin rebeldía, impulsado por la misma fuerza oscura y misteriosa que le había dado razones para vivir. Para ser una novela no revisada por Camus, posee la solidez narrativa, la profundidad reflexiva y la limpieza de estilo de las obras maestras.

 

El pasado nunca muere

Durante las últimas semanas, los compañeros me preguntan qué siento estando tan cerca de la jubilación. Les respondo que nada especial, pues las clases me absorben y no me da tiempo a pensarlo; pero no es del todo cierto, porque, después de casi treinta y seis años en la enseñanza, mi vida va a cambiar. Hace unos días, mientras me dirigía conduciendo al instituto, pensaba en ello y de súbito me invadió un sentimiento de nostalgia de algo que todavía no se había producido; pero que inevitablemente se producirá, a partir del próximo curso. Sentí pena de verme ausente del instituto y pensé que al Seat Toledo que conducía también le iba a cambiar la vida. Al dejar de utilizarlo diariamente, quedará aparcado en algún lugar de la calle y, con el paso de los días, el polvo y la suciedad se apoderarán de él.

Así que el sentimiento de nostalgia era doble: por mí y por mi vehículo. Y vino a mi mente la copla de Jorge Manrique:

 

Recuerde el alma dormida,


avive el seso y despierte,


contemplando


cómo se passa la vida,


cómo se viene la muerte


tan callando;


cuán presto se va el plazer,


cómo después, de acordado,


da dolor;


cómo, a nuestro parescer,


cualquiera tiempo passado


fue mejor.

 

Con estos versos, la tristeza originada por el recuerdo de algo que aún no había perdido se acentuó. Pero también pensé en Faulkner, el maestro de la narrativa moderna, cuando escribió: “El pasado nunca muere, ni siquiera es pasado”. Y apliqué esta gran verdad a mi vida: mi experiencia como docente nunca terminará de pasar; siempre estará ahí operando sobre el presente, formando parte de él, cuidándome, de igual modo que yo puedo cuidar la carrocería del Seat Toledo, lavándolo de vez en cuando.

Cantautores

Leyendo en clase de 4º de ESO a los escritores de la Generación del 50, y en concreto los poemas “Me queda la palabra” de Blas de Otero y “Palabras para Julia” de José Agustín Goytisolo, he recordado a los cantautores que pusieron música a estos textos. Eran los últimos años de la dictadura franquista y, en la Universidad de Extremadura, como en todas las del Estado Español, se organizaban manifestaciones a favor de la libertad y se aprovechaba cualquier acto público para reivindicarla. Los estudiantes universitarios vivimos con especial intensidad aquel tiempo, que intuíamos de transición de la dictadura a la democracia, y escuchábamos en nuestras casas los discos de vinilo o las cintas de radiocasete, grabadas y regrabadas, de cantautores como: Paco Ibáñez, Pablo Guerrero, Luis Pastor, Elisa Serna, Rosa León, Lluis Llach, Raimon y un largo etcétera.

Recuerdo, en particular, los dos poemas citados, a los que puso música Paco Ibáñez. Su doble elepé grabado en el teatro Olympia de París, se convirtió en nuestra música de cabecera, no sólo porque disfrutábamos escuchándolo, sino también por las largas y fructíferas conversaciones que suscitaban las letras de las canciones, escritas por los autores más importantes de la Literatura Española.

En Me queda la palabra, Blas de Otero viene a decir que, aunque el tiempo pasa y seguimos padeciendo los efectos perniciosos de la dictadura (“Si abrí los labios para ver el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí los labios hasta desgarrármelos”), nos queda la palabra, por encima de todas las limitaciones, como instrumento para expresar esa pérdida y ese dolor, y para reivindicar un cambio.

Igualmente, Palabras para Julia de José Agustín Goytisolo contiene un mensaje positivo. El poeta se dirige a su hija para decirle que la vida sólo tiene un sentido y, por eso, debe mirar hacia adelante, por muy angustiosa que pueda llegar a ser la realidad. Añade que su destino –entendemos también que el nuestro- está en los demás, en luchar por aquellos a los que puede hacer feliz:

“Pero cuando te hablo a ti

cuando escribo estas palabras

pienso también en otra gente.

Tu destino está en los demás

tu futuro es tu propia vida

tu dignidad es la de todos.

Otros esperan que resistas

que les ayude tu alegría

tu canción entre tus canciones”

Cuando escuchábamos esta música, en aquella época oscura que nos tocó vivir, nuestro ánimo se levantaba y experimentábamos un deseo intenso de cambiar las cosas. Ahora, al escucharla vosotros, espero que reflexionéis sobre la capacidad de defender siempre aquello en lo que creéis, aunque las circunstancias a veces os sean desfavorables.

Intemperie

Pocos títulos son tan acertados como éste para una historia que nos atrapa desde el principio, con un niño escondido en la tierra y oyendo el eco de las voces de los que le llamaban. La posición inverosímil en la que se halla, tumbado sobre un costado y con apenas espacio para moverse, nos lleva a preguntarnos: ¿quién es ese niño?, ¿por qué ha huido? Si seguimos leyendo, vamos encontrando algunos atisbos de respuesta, como cuando se alude a los galgos, en cuyos costados flamean líneas rojas, recuerdos de fustas de sus amos, “las mismas que en el secarral sometían a niños, mujeres y perros”.

En efecto, estamos ante una historia de violencia y sometimiento, que se desarrolla en un lugar seco, sin apenas vegetación que nos proteja del ardiente sol, a la intemperie, como el propio título sugiere. Y empleo la primera persona, porque Jesús Carrasco consigue, desde la primera línea, meternos en la piel de ese niño, especialmente desvalido, que lucha frente a todo: su familia, el alguacil, la naturaleza que le rodea.

Es una novela de emociones fuertes y sentimientos contenidos. No se sabe nada de los personajes, ni su nombre; tampoco del lugar donde se desarrollan los hechos. Pero tanto a unos como a otro los percibimos como reales, como si los conociéramos de toda la vida. Uno, no obstante, piensa, tratando de ubicar la historia, en la tierra natal del autor, Extremadura, y más concretamente la provincia de Badajoz, la inmensa llanura que la atraviesa de parte a parte. Pero es lo de menos, porque lo verdaderamente relevante es que los personajes, el niño y el viejo, carecen de protección alguna, como los escasos animales que les acompañan, que tienen las mismas necesidades que ellos.

Leyendo Intemperie, nos viene a la memoria el Lazarillo de Tormes, pues en ambas novelas los jóvenes protagonistas, condicionados por su pasado, huyen del ambiente familiar en el que les ha tocado vivir e inician un proceso de aprendizaje que les llevará a madurar y adquirir los rudimentos del juicio. La diferencia estriba en que Lázaro aprendió a sobrevivir en la indignidad, pues acaba casado con la barragana del Arcipreste de Toledo, probablemente porque sus amos eran más pícaros que él; mientras que el niño de la novela que comentamos aprende a vivir con honradez, pues su maestro es un hombre especialmente íntegro y solidario.

Pero, por encima de la gran historia que cuenta, Intemperie tiene interés por el estilo en el que está escrita, con un lenguaje rico, por la extraordinaria variedad de términos utilizados, y preciso, por la exactitud sobre todo al nombrar los distintos elementos de la naturaleza.  A esto hay que añadir la habilidad en el uso de técnicas narrativas, en particular, la capacidad–poco extendida entre los novelistas- de sugerir más que decir, como por ejemplo la amistad entre el niño y el viejo (“se incorporó hasta quedarse sentado en la manta y buscó la mirada del cabrero, pero éste no le prestó atención. A su lado, el cuenco que vació la noche anterior volvía a estar lleno de gachas con leche recién ordeñada. Tomó el tazón entre sus manos y notó la tibieza de la madera. Buscó de nuevo los ojos del pastor y, aunque sabía que no le iba a mirar, levantó el alimento hacia él en señal de gratitud.”). También el saber anticipar los hechos antes de que sucedan, como la llegada del alguacil (“Mientras estuvo observando al tullido, no logró hilvanar dos pensamientos seguidos y su mente sólo se entretuvo en recorrer fascinada el extraño cuerpo postrado. Únicamente habría necesitado un par de minutos de lucidez para recordar las huellas de los caballos separándose junto a la alberca (…) Tampoco fue capaz de distinguir la línea amoratada que había dejado la soga…”). Y la habilidad para utilizar la elipsis, como cuando se omite la paliza que propinan al viejo, porque son más relevantes sus efectos (“Pasó la noche acurrucado junto al viejo inmóvil. Corría una brisa tibia aderezada con el rumor de algunas cabras nerviosas. Al hombre le ardía la frente y gemía en sueños su dolor como una salmodia ininterrumpida y acromática.”).

Extraordinario debut de Jesús Carrasco en el mundo de la novela, pues, como ha escrito algún crítico recientemente, una vez que se ha leído Intemperie, es difícil quitársela de la cabeza.

Suite francesa

El proyecto del libro comprendía cinco partes; pero Irène Némirovsky sólo pudo escribir las dos primeras, pues fue detenida por los gendarmes franceses y deportada al campo de concentración de Auschwitz, donde la asesinaron el 17 de agosto de 1942. Las escribió en un cuaderno con letra minúscula para economizar la tinta, que lograron salvar sus dos hijas, de forma casi milagrosa, en el interior de una maleta, mientras huían de la persecución nazi.

Como dice Myriam Anissimoc en el prólogo, Suite francesa es un retrato sobrecogedor de la Francia ocupada por los nazis, durante la segunda Guerra Mundial: miles de refugiados huyendo de París; automóviles cargados de muebles, parados sin gasolina en mitad de la carreteras; familias burguesas, con temor de mezclarse con el pueblo llano y preocupadas únicamente por salvar su dinero y  joyas; un cura conduciendo a un grupo de huérfanos, que acaban asesinándolo; etc.

En la primera parte, “Tempestad en junio”, la huida de los refugiados hacia Tours pone de manifiesto las miserias humanas, la falta de solidaridad en los lugares por donde pasaban: “¡Qué cansados parecen! ¡Qué calor deben estar pasando! –decía la gente, pero a nadie se le ocurría invitar a su casa a alguno de aquellos desventurados, dejarlo entrar en uno de aquellos paraísos de sombra que se adivinaban vagamente detrás de las casas…”. También el esteticismo clasista de personajes, como Charles Langelet, embebido en el mundo del arte, que se siente superior al resto de los hombres: “¡pobre chusma! ¿Qué les preocupaba? ¿Lo que comerían? ¿Lo que beberían? Él pensaba en la catedral de Ruán, en los castillos del Loira, en el Louvre… Una sola de sus venerables piedras valía más que mil vidas humanas.” Y el egoísmo de los ricos: “La caridad cristiana, la mansedumbre de los siglos de civilización se le caían como vanos ornamentos y dejaban al descubierto su alma, árida y desnuda”.

En cambio entre los pobres sí existe la solidaridad: “Entre ellos había piedad, caridad, esa simpatía activa y vigilante que la gente del pueblo no testimonia más que a los suyos, a los pobres, y sólo en circunstancia excepcionales de miedo y miseria”.

Irène Némirovsky demuestra gran habilidad para unir  las diferentes historias que cuenta desde el principio. Los cruces de unas y otras se producen con naturalidad, y en ningún momento tenemos la impresión de algo forzado.

En la segunda parte, “Dolce”, pasa del drama de los refugiados franceses a introducirse en la psicología de los soldados alemanes, que hasta ese momento desconocíamos. Así describe la doble moral de un joven oficial, Kurt Bonnet, al que ordenan abatir a los prisioneros que flaqueen: “lo había hecho sin remordimientos, e incluso de buena gana con quienes le resultaban antipáticos. En cambio, se había mostrado infinitamente humano y compasivo con ciertos prisioneros que le cayeron en gracia”.

Inevitablemente surgen relaciones entre los invasores y los invadidos, unidos por un mismo deseo de libertad, en una sociedad condicionada por normas que coartan a la persona. Lucile, engañada por su marido y despreciada por su suegra, defiende su derecho a mantener la amistad que le une a Bruno, un joven oficial alojado en su casa: “Odio ese espíritu comunitario con el que nos machacan los oídos. Los alemanes, los franceses, los gaullistas, todos coinciden en una cosa: hay que vivir, pensar, amar como los otros, en función de un estado, de un país, de un partido. ¡Oh, Dios mío! ¡Yo me niego! Soy una pobre mujer, no sirvo para nada, no sé nada, pero ¡quiero ser libre!”. Y esto mismo sostiene Bruno, cuando piensa en una Lucile cercana a él, una Lucile que le acompañe a la fiesta con un vestido diseñado por los ojos de su imaginación.

La narración está salpicada de descripciones paisajísticas, de extraordinaria fuerza poética y poder evocador, que tan pronto nos sitúan en la Francia ocupada como nos trasladan a la patria de los invasores alemanes: “aquel viento hosco, frío y puro le recordaba el de su Prusia Oriental. ¡Ah, cuándo volvería a contemplar aquellas llanuras cubiertas de pálida hierba, aquellos pantanos, la extraordinaria belleza de los cielos de primavera, la tardía primavera de los países del norte! Cielo de ámbar, nubes de nácar, juncos, cañas, bosquecillos dispersos de abedules…”

Suite francesa, en suma, profundiza en la vida cotidiana y afectiva, durante la ocupación alemana de Francia. Es la guerra vista desde la perspectiva de las personas concretas, que están afectadas, de una u otra forma, por esta; no es la guerra de los generales que la planifican con la frialdad que da la distancia. Por eso, surgen los sentimientos y la amistad, de tal modo que, cuando los alemanes se disponen a abandonar Francia, con destino al frente ruso, se plantean si los franceses les echaran de menos, pues habían vivido en sus casas, les habían enseñado fotos de su familia, habían comido y bebido con ellos. Y los franceses, por su parte, sienten una especie de melancolía, de calor humano, que les une a los alemanes.

La amistad

En los discursos de Graduación que habéis elaborado como producción escrita para el tercer trimestre del curso, mencionáis a los amigos, como las personas que os han ayudado en las situaciones difíciles y con las que habéis pasado los momentos más felices en el instituto.

También existieron relaciones de amistad entre los componentes de la Generación del 27, que estamos estudiando en clase. Una amistad que fraguaron en lugares, como la Residencia de Estudiantes, donde coincidieron algunos de ellos, atraídos por las tertulias y las actividades culturales que allí se organizaban.

Un hermoso testimonio son estos versos de Luis Cernuda dedicados a Federico García Lorca, cuando conoció la triste noticia de su asesinato, al principio de la Guerra Civil:

 

La sal de nuestro mundo eras, 


Vivo estabas como un rayo de sol, 


Y ya es tan sólo tu recuerdo 


Quien yerra y pasa, acariciando 


El muro de los cuerpos 


Con el dejo de las adormideras 


Que nuestros predecesores ingirieron 


A orillas del olvido.

 

Si tu ángel acude a la memoria

Sombras son estos hombres

Que aún palpitan tras las malezas de la tierra;

La muerte se diría

Más viva que la vida

Porque tú estás con ella,

Pasado el arco de tu vasto imperio,

Poblándola de pájaros y hojas

Con tu gracia y juventud incomparables.

 

Aquí la primavera luce ahora. 


Mira los radiantes mancebos 


Que vivo tanto amaste 


Efímeros pasar junto al fulgor del mar. 


Desnudos cuerpos bellos que se llevan 


Tras de sí los deseos 


Con su exquisita forma, y sólo encierran 


Amargo zumo, que no alberga su espíritu 


Un destello de amor ni de alto pensamiento.

 

Son versos elogiosos hacia el difunto, como corresponde a una elegía; pero que encierran un profundo sentimiento de amistad, como cuando dice: La muerte se diría / Más viva que la vida / Porque tú estás con ella. Hay también una referencia explícita a la homosexualidad de Lorca (Mira los radiantes mancebos 
/ Que vivo tanto amaste), que éste nunca reconoció públicamente en vida, a causa de la sociedad tradicional e hipócrita en la que le tocó vivir.

Y es que tanto vosotros como ellos habéis aprendido a ser mujeres y hombres dialogantes y respetuosos con el diferente, en gran parte gracias a los amigos, porque la amistad consiste en escuchar y ser escuchado, en disfrutar con los éxitos y las alegrías de la persona a quien profesamos un afecto desinteresado, en ofrecerle la mano para que no caiga o en llorar con ella cuando sufre.

Mujeres escritoras

Zenobia Camprubí Aimar (1887-1956) y Juan Ramón Jiménez, poeta al que estamos leyendo en 4º de ESO, eran muy diferentes: él, idealista, melancólico e introvertido; ella, en cambio, pragmática, alegre y extrovertida. En la relación epistolar que mantuvieron, antes de casarse, Zenobia le echa en cara a Juan Ramón su tristeza y ensimismamiento: “¿Por qué está usted siempre con esa cara de alma en pena?”, “Yo le voy a curar a usted de raíz, pero de raíz”, “¿Para qué le sirven sus benditos versos, si no le florece el corazón nunca, si es usted un ciprés, más parado y sombrío que los del Generalife”.

Tuvo que perseverar Juan Ramón hasta conseguir doblegar las dudas de la joven: “Todos los días –cuenta Rafael Alarcón en su biografía- se sentaba el poeta en un banco de la Castellana, enfrente del piso de los Camprubí, con la esperanza de verla. Allí se lo encontraban sus amigos y conocidos”.

Sin embargo, a partir del momento en que se casaron en Nueva York, el 2 de marzo de 1916, la entrega de Zenobia a Juan Ramón fue absoluta y total, hasta el punto de que sacrificó su propia carrera como escritora –profesión para la que estaba muy dotada- por la de su marido. No sólo hacía las labores del hogar sino que también ejercía de administradora y eficaz secretaria, lo cual le permitía al poeta dedicarse sin preocupaciones a su producción literaria durante el día entero.

Un caso parecido es el de Josefina Blanco (1878-1957), esposa de Valle-Inclán, que abandonó su profesión de actriz para entregarse en cuerpo y alma a su vida matrimonial. Consiguió con esto que el escritor gallego abandonara un estilo de vida bohemio y desordenado.

Pero los ejemplos que más llaman la atención son los de escritoras que ocultaron su personalidad, sobre todo a causa de la desconfianza que inspiraban en la sociedad, que identificaba el papel de la mujer con el de ama de casa. Así, recurrían a mencionar, tras su propio apellido, el de su marido, unidos por un “de”; o a reducir el primer apellido a la letra inicial y en ocasiones a suprimirlo; o a utilizar un nombre falso, como Cecilia Böhl de Faber, que firmaba su obra con el pseudónimo de Fernán Caballero (1796-1877).

Con todo, el caso más significativo es el de María de la O Lejárraga (1874-1974), casada con el conocido dramaturgo Gregorio Martínez Sierra, que actuó de negro de éste escribiendo casi todas sus obras de teatro. Sin embargo, ella sorprendentemente nunca tuvo conciencia de ser explotada por su marido, pues incluso, después de su ruptura matrimonial, siguió “colaborando” literariamente con él. Que una mujer de izquierdas y feminista, como ella, se comportase con ese grado de sumisión sólo puede obedecer a una causa: la sociedad patriarcal en la que le tocó vivir, donde todo giraba en torno al hombre.

Hoy día, aunque las cosas han cambiado, pues se ha conseguido un gran avance, aún estamos lejos de la igualdad entre hombres y mujeres en el mundo de la literatura. El domingo pasado, Rosa Montero, en un artículo publicado en El País Semanal, exponía datos muy significativos: “De los 36 premios Nacionales de Narrativa que ha habido desde la Transición, sólo dos han ido a parar a escritoras. Y entre los 66 premios de la Crítica, sólo hay tres mujeres. (…) En el Nobel sólo hay un 12 % de mujeres (en todas las categorías); en el Goncourt, un 6 %”.  En fin, queda camino por recorrer.

El amor regenera la vida

«Voy por tu cuerpo como por el mundo
tu vientre es una plaza soleada,
tus pechos dos iglesias donde oficia
la sangre sus misterios paralelos,
mis miradas te cubren como yedra,
eres una ciudad que el mar asedia,
una muralla que la luz divide
en dos mitades de color durazno,
un paraje de sal, rocas y pájaros
bajo la ley del mediodía absorto,
vestida del color de mis deseos
como mi pensamiento vas desnuda,
voy por tus ojos como por el agua,
los tigres beben sueño de esos ojos,
el colibrí se quema en esas llamas,
voy por tu frente como por la luna,
como la nube por tu pensamiento,
voy por tu vientre como por tus sueños,
tu falda de maíz ondula y canta,
tu falda de cristal, tu falda de agua,
tus labios, tus cabellos, tus miradas,
toda la noche llueves, todo el día
abres mi pecho con tus dedos de agua,
cierras mis ojos con tu boca de agua,
sobre mis huesos llueves, en mi pecho
hunde raíces de agua un árbol líquido,
voy por tu talle como por un río,
voy por tu cuerpo como por un bosque,
como por un sendero en la montaña
que en un abismo brusco se termina
voy por tus pensamientos afilados
y a la salida de tu blanca frente
mi sombra despeñada se destroza,
recojo mis fragmentos uno a uno
y prosigo sin cuerpo, busco a tientas»
Estos versos, pertenecientes al poema «Piedra de sol» de Octavio Paz (1914-1998), forman parte de mi vida y de la de muchas otras personas que vivieron los últimos años del franquismo. Recuerdo haberlos escuchado, en interpretación de Luis Pastor, con la emoción de quien escucha un himno, un canto al amor como fuerza que regenera la vida, que nos permite volver al principio, donde no hay tú ni yo, mañana ni ayer, sólo dos cuerpos que se aman.
Para los que padecimos los últimos coletazos de la dictadura, escuchar estos versos significó, también, apostar por el cambio, porque, como dice más adelante el poema:
«amar es combatir, si dos se besan
el mundo cambia, encarnan los deseos,
el pensamiento encarna, brotan alas
en las espaldas del esclavo, el mundo
es real y tangible, el vino es vino,
el pan vuelve a saber, el agua es agua,
amar es combatir, es abrir puertas,
dejar de ser fantasma con un número
a perpetua cadena condenado
por una amo sin rostro»
Y es que dos cuerpos desnudos y enlazados tienen el poder de saltar el tiempo y de cambiar el mundo, devolviéndolo a su origen, donde no había clases sociales, ni injusticias, ni desahucios, ni dictaduras.

Un Mihura transgresor

Un montaje atrevido y transgresor el que vimos ayer de Tres sombreros de copa en el Teatro Góngora de Córdoba; pero que encaja dentro de la filosofía teatral de Miguel Mihura, como explicó, Álvaro Morte, director de la compañía 300 pistolas, después de la representación. Sabemos que el autor madrileño no pudo estrenar la obra, hasta 20 años después de escribirla, en 1932, porque los empresarios y actores madrileños no la entendieron, y el público burgués, que solía ir al teatro, estaba acostumbrado a un humor de risa fácil o de frase soez, no a un humor basado en situaciones insólitas y diálogos disparatados, como el que proponía Mihura. Por esta razón, cambió su forma de hacer teatro, para acomodarse a los gustos tradicionales de este tipo de público.

Pero Tres sombreros de copa se inspira en los cómicos de principios de siglo, como Buster Kiton, Charles Chaplin o los hermanos Marx, particularmente en estos últimos que practicaban un humor aparentemente ilógico. Y este es el enfoque que ha querido darle la compañía 300 pistolas, que ha hecho una adaptación, como homenaje al autor madrileño y al cine mudo, llevando hasta el extremo el absurdo.

El montaje consta de un prólogo y un epílogo, que sirven de marco a la representación propiamente dicha. Este planteamiento justifica la ausencia de una escenografía específica, así como la duplicidad de los actores y actrices, al interpretar a varios personajes.

Desde la primera escena, don Rosario marca el ritmo de la obra, con una movilidad y gesticulación, que por momentos nos hace olvidar al personaje original, causándonos una cierta desorientación, pero es solo la primera impresión, porque enseguida percibimos que el respeto al texto de Mihura es máximo. Es cuestión de aceptar la propuesta que nos hace la compañía: el ritmo frenético, que se refleja incluso en una forma rápida y antinatural de decir los textos; los guiños al cine mudo -maravillosa la escena en la que don Rosario imita a Harpo Marx levantado la rodilla, ante la perplejidad de Dionisio-; la polivalencia de elementos escenográficos, como las maletas, que tan pronto valen de asiento como de muro de separación entre los dos mundos que representan Dionisio y Paula; la incorporación de música a textos que no estaban pensados para ser cantados, como el tango que interpretan en la fiesta del segundo acto; el teatro de sombras, que supone una prolongación del escenario; etc.

Los actores y actrices brillan a gran altura, pues, aparte de duplicar sus papeles, demuestran un perfecto dominio de todos los recursos interpretativos: voz, gesto, movimiento, baile, etc. Además, logran construir personajes complejos: una inolvidable Paula, mezcla de ingenuidad y picardía; un Dionisio, que evoluciona, desde la candidez inicial hasta la plenitud emocional, con momentos sublimes de interpretación, como la escena de la visita de don Sacramento, cuando tiene que disimular la presencia en la habitación del cuerpo desfallecido de Paula; un don Rosario insólito por su movilidad y onmipresencia en el escenario, que distorsiona el dramatismo del recuerdo de su hijo muerto,  con gestos ridículos, que repite una y otra vez, y que acabaron cautivando a los jóvenes espectadores; un don Sacramento, tocado con chistera y bastón, como homenaje a Charles Chaplin, y esquematizado en sus gestos y movimientos, pero que responde perfectamente a la seriedad y conservadurismo del personaje; etc.

En resumen, una apuesta atrevida y transgresora, que acaba convirtiéndose en un espectáculo total, y que entusiasmó a todos los espectadores. Como propina, la compañía 300 pistolas nos regaló un coloquio, en el que nuestros alumnos de 4º de ESO, que habían leído y trabajado en clase Tres sombreros de copa, demostraron, con sus preguntas y curiosidades, que habían seguido con interés la representación. De eso se trata: de crear futuros espectadores.