El domingo el diario El País se hacía eco, en uno de sus editoriales, de una noticia, que conocimos el martes de la semana pasada: la Enciclopedia Británica dejará de publicarse en papel.
Estas obras de consulta surgieron hace más de dos siglos como respuesta al viejo proyecto de la Ilustración de saberlo todo, lo cual hoy día está fuera de lugar en un mundo donde basta con apretar un botón en el teclado del ordenador o en nuestro móvil para acceder a cualquier tipo de información. En efecto, Internet nos ofrece, de forma inmediata, los conocimientos almacenados por las enciclopedias, que todavía adornan los muebles y estanterías de nuestras casas.
Me pregunto si también los libros de lectura impresos y los periódicos están a punto de pasar a la historia.
Sé de compañeros que ya han adquirido “tablets” o dispositivos de lectura inalámbricos. Algunos de ellos leen prácticamente todo, incluidas novelas, obras de teatro o libros de poesía, en estos soportes, porque entienden que el futuro, ya presente , se encuentra en la red y en las nuevas tecnologías. Otros, en cambio, se resisten a utilizarlos, porque están habituados al formato impreso y porque asocian la lectura al tacto y al olor del papel.
Yo, personalmente, estoy más cerca de estos que de aquellos, aunque entiendo que el periódico, que aún compro todos los días en el quiosco y los libros que, con frecuencia, adquiero en las librerías, tienen los días contados, como la Enciclopedia Británica.
Supongo que será cuestión de tiempo acostumbrarnos a la ausencia de olor de las nuevas tecnologías y a pasar páginas con apenas un roce de nuestro dedo sobre la pantalla.
En cualquier caso, la magia y la intimidad del acto de leer permanecerán. Parafraseando las palabras de Paul Auster, cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias, en la lectura de un libro, con independencia del formato utilizado, colaboran a partes iguales dos personas extrañas, que se encuentran en condiciones de absoluta intimidad: el autor y el lector.