LA SOLEDAD DEL TÚNEL

El protagonista de “El túnel” padece el problema de la soledad y la incomunicación; y esto explica su desconfianza hacia la mujer de la que está enamorado, sus celos absurdos, sus dudas… Ahora bien ¿está justificada esta desconfianza?, ¿María, en verdad, no se entrega totalmente a él?, ¿simula el placer, durante las relaciones sexuales? Quizá sean preguntas inútiles o, en todo caso, las respuestas a las mismas, si las conociéramos, no iban a ayudarnos a entender mejor la novela, porque esta gira en torno a las reflexiones del protagonista para explicar por qué acabó con la vida de esta mujer:

Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.”

Así, con esta declaración de intenciones, comienza “El túnel”, lo cual activa la mente del lector, pues nos obliga, a estar atentos, atando cabos, relacionando hechos y comportamientos, e interpretando la más mínima señal, con el fin de descubrir la causa del crimen, antes de que el propio narrador nos la cuente.

Juan Pablo Castel es un hombre contradictorio: primero, tiene la intuición de que la mujer que se detuvo a mirar la ventanita de su cuadro representaba una vía de comunicación para él; pero, después, su forma de proceder racional, a veces en contra de lo que siente, le conduce a la desesperanza y al odio hacia esta mujer, y a desconfiar de la naturaleza humana.

Es una forma de proceder excesivamente reflexiva, que acaba condenándole a vivir en el túnel, como el Gregorio Sansa de “La metamorfosis”, en el caparazón de una araña. Un túnel que representa la actitud de duda en la que se debate, revisando continuamente los sentimientos de María hacia él y sus propios sentimientos; pero, sobre todo, la soledad e incomunicación, que ha padecido desde que era niño:

En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida.”

Esta novela de Ernesto Sábato, escritor argentino, fallecido recientemente, no puede dejar indiferente a nadie, porque nos pone en contacto con los estratos más profundos del ser humano; un territorio donde coquetean peligrosamente la vida y la muerte, el amor y el odio, la verdad y la hipocresía, la ternura y la crueldad, el bien y el mal. Y es justamente esto lo que le confiere actualidad, porque quién no ha bordeado los límites de estas actitudes y estados de ánimo contrapuestos; quién no ha analizado el comportamiento de los demás, tratando de averiguar en sus palabras y gestos algún sentimiento de aceptación o de rechazo; quién no ha tratado de adelantarse mentalmente a lo que va a suceder, imaginando actitudes y respuestas; etc.

Además, está escrita en un lenguaje sobrio, hasta la sequedad; pero al mismo tiempo denso, casi explosivo, en cuanto a la concentración de sentimientos, y con un ritmo que va creciendo en intensidad dramática, a medida que nos aproximamos al final.

Cuando acabamos su lectura, nos embarga una profunda sensación de tristeza, porque Juan Pablo Castel, con su crimen, se cierra la única puerta para poder salir del túnel. Tomamos conciencia de la miseria de la condición humana.

ELOGIO DE LOS SENTIDOS

“El perfume” es un canto al mundo de los sentidos y muy en particular al del olfato. Para disfrutar con esta novela, hay que aceptar el reto que, desde un principio, nos propone su autor: la existencia de  un hombre dotado de un sentido del olfato extraordinario. Una vez asumido el personaje, la historia nos envuelve por sí sola, pues contiene los ingredientes necesarios para ello: el inicio inquietante y la capacidad de supervivencia de Grenouille; la intriga en torno a los fines que se traza y a los procedimientos que va a utilizar para conseguirlos; la desgracia que sobreviene a las personas que abandona; los crímenes que va cometiendo; etc.

Los contrastes le sirven de base a Patrick  Süskind para ir elaborando la trama de esta sorprendente historia: Grenouille, el protagonista, nace en un lugar nauseabundo y, sin embargo, está dotado de un sentido del olfato fuera de lo común; su actitud con los demás es irreprochable, pero estos siente aversión hacia él por su ausencia de olor; el propio narrador omnisciente nos lo describe como una cucaracha, por su aspecto deforme, y como un monstruo por su comportamiento, pero será capaz de provocar la admiración y el amor de todos los que le rodean; etc.

Sorprende la rapidez con la que se resuelven las situaciones, en teoría, más interesantes para el lector, como la reanudación de los crímenes, años después del primer asesinato, o el momento de su detención.

De la primera, nos da cuenta, sin previo aviso, presuponiendo que el lector sabe quién es el asesino; tan sólo nos informa del hallazgo de una serie de muchachas vírgenes, todas muertas violentamente con un fuerte golpe en la nuca, desnudas y sin la cabellera. Este uso de la elipsis activa nuestra imaginación para que completemos la información que falta.

De la segunda, nos informa, poco tiempo después del último crimen, sin alargar innecesariamente este momento de la detención, porque a Süskind no le interesa generar intriga en torno a estas situaciones, que en cualquier otra novela podrían haber dado un juego extraordinario.   

En cambio, se demora hasta en los más mínimos detalles al describir los olores, el proceso de aprendizaje del oficio de perfumista por parte de Greouille y, sobre todo, en los efectos que produce su perfume, que constituye el eje, en torno al que se estructura el libro:

“Mientras tanto, el pueblo del otro lado de la barricada se entregaba cada vez con más descaro a la inquietante borrachera de sentimientos ocasionada por la aparición de Greouille. Los que al principio sólo habían experimentado compasión y ternura al verle, estaban ahora invadidos por un deseo sin límites; los que habían empezado admirando y deseando, se encontraban ahora en pleno éxtasis. Todos consideraban al hombre de la levita azul el ser más hermoso, atractivo y perfecto que podían imaginar.”

Esta orgía colectiva a la que se entregan todos los que van a asistir a la ejecución es provocada por el perfume de Grenouille, que en ese momento ve satisfecha su venganza, después de haber sido criado sin amor y haber sobrevivido sin el calor del alma humana. Porque esta novela nos ofrece una visión crítica de la sociedad, donde se ponen de relieve aspectos como: el afán de poder, la hipocresía, la soledad, el deseo de venganza, etc.

Que en el siglo XVIII, donde se desarrollan los hechos, conocido como el siglo de los luces y del imperio de la razón, suceda una historia tan fantástica, donde priman el mundo de los instintos y la irracionalidad, no deja de ser una ironía y una lección moral que nos quiere dar Patrick Süskind.

EL ORIGEN DEL LENGUAJE Y LAS JARCHAS

Según las últimas investigaciones del biólogo neozelandés Quentin D. Atkinson, el habla humana, tal y como hoy la entendemos, tiene entre 50.000 y 100.000 años de antigüedad, cuando la lingüística tan sólo le daba 9.000.

La utilización del lenguaje por el hombre y la posibilidad de nombrar los seres y las cosas que le rodeaban le dio el dominio de la naturaleza y del reino animal. A través de este instrumento, fue capaz de transmitir la cultura y de elaborar textos orales y escritos, en los que no siempre lo importante era el contenido sino también la forma de expresar éste.

Así surge la literatura, que es una forma especial de utilizar el lenguaje. En castellano, las primeras manifestaciones literarias, que nos han llegado, son las jarchas, breves poemas en mozárabe, que actuaban como estribillos de una composición mayor, llamada moaxaja, y que datan los más antiguos del siglo X.

Al leer en el periódico la noticia de las investigaciones de Quentin D. Atkinson sobre el origen del lenguaje, he pensado en estos breves poemas, protagonizados por mujeres, que hablan de sus experiencias amorosas:

“¡Tanto amar, tanto amar,

amado, tanto amar!

Enfermaron mis ojos brillantes

y duelen tanto.”

* * * *

“Mi corazón se va de mí.

Oh Dios, ¿acaso volverá a mí?

¡Tan fuerte mi dolor por el amado!

Enfermo está, ¿cuando sanará?”

(Traducción al castellano moderno)

Cada curso, cuando leo en clase las jarchas, me identifico con esas voces femeninas que expresan la intensidad de su amor o lamentan la pérdida o la ausencia de la persona amada, y no deja de sorprenderme que, mediante un lenguaje tan sencillo, valiéndose sólo de las exclamaciones, las repeticiones y los diminutivos, calen tan hondo. Y cuando, a veces, compruebo que los alumnos experimentan las mismas sensaciones, mi satisfacción, como profesor de lengua, es doble. Esos momentos placenteros me reconfortan y me resarcen de otros, que no lo son tanto.

DUELO POR LOS DERROTADOS

Con esta novela, que consiguió el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa del año 2004, Alberto Méndez cumple con el duelo por los que sufrieron la derrota en nuestra Guerra Civil. “El duelo -dice Carlos Piera en el prólogo- no es ni siquiera cuestión de recuerdo: no corresponde al momento en que uno recuerda a un muerto sino a aquel en que se patentiza su ausencia definitiva”.

Esta es la sensación que produce la lectura de “Los girasoles ciegos”: hacer nuestra la ausencia definitiva de los derrotados. Durante muchos años -los que duró la dictadura del general Franco- los españoles del bando republicano habían permanecido en el olvido, como si representaran al maligno, a esa parte oscura del ser humano, que aflora sin que la podamos controlar y que nos trae las mayores desgracias.

En este sentido, “Los girasoles ciegos” es un libro necesario sobre las consecuencias de la Guerra Civil. Las cuatro historias que se cuentan nos llegan al corazón: la decisión del capitán Alegría de rendirse, un día antes de finalizar la contienda, porque los sublevados estaban prolongando innecesariamente esta, para matar al mayor número de republicanos; el relato del joven poeta, que huye atemorizado con su mujer embarazada, a la que acaba perdiendo en el parto; el profesor de música que decide acabar con la impostura, para que el hijo del coronel franquista pueda ser considerado como lo que fue: un asesino; y la vida clandestina, que se ve obligado a pasar Ricardo Mazo.

Todas son historias de derrotados o de quienes sufrieron las consecuencias de la derrota. Cuatro relatos sutilmente engarzados entre sí y contados desde diferentes puntos de vista. Esto último no le resta unidad a la novela; al contrario, nos ofrece perspectivas distintas de un elemento común: la derrota. Además, las historias están escritas como una necesidad:

“Escribo porque no quiero recordar cómo se reza ni como se maldice” -leemos en el manuscrito del joven poeta, Eulalio Ceballos-, es decir, como una forma de superar el dolor.

“Aún estoy vivo, pero cuando recibas esta carta ya me habrán fusilado (…) Renuncio a seguir viviendo con toda esta tristeza” le escribe a su novia Juan, horas antes de contarle al coronel y a su mujer el criminal de baja estofa que había sido su hijo.

“Recuerdo aquellos años como una inmensidad vivida en un espejo, como algo que tuve la desdicha de sufrir y observar al mismo tiempo”. Quien así se expresa es Lorenzo, ya adulto, recordando una niñez, en la España de Franco, que sigue asustándole.

Es esta forma de escribir como un necesidad lo que nos atrapa, porque da verosimilitud a las historias que se cuentan y nos hace sentir el dolor de la derrota como nuestro.

Reconforta leer “Los girasoles ciegos”, especialmente, ahora, en que los sectores más conservadores del país se oponen a la Ley de la Memoria Histórica y a la exhumación de los restos de los soldados republicanos fusilados y enterrados en fosa comunes. Aunque solo sea para rendirles un último y merecido homenaje a los muertos de nuestra posguerra, merece la pena embarcarse en la lectura de esta novela. Además, el lenguaje en el que está escrita posee la propiedad y la precisión de lo que ha sido pensado y madurado durante mucho tiempo.

En vuestra intervenciones, podéis comentar el contenido de esta entrada, u opinar sobre cualquiera de los aspectos de la guía de lectura, o simplemente valorar el libro en su conjunto, mencionando lo que más os ha gustado y lo que menos. Eso sí, tened en cuenta que la extendida estrategia de copiar y pegar está rigurosamente prohibida por razones de higiene mental y, sobre todo, por la violación de los derechos de autor.

EL COMPROMISO EN LA LITERATURA

Al estudiar en clase la literatura española, a partir de 1940, hemos comentado una corriente, denominada realismo social, que se manifiesta en la narrativa, la lírica y el teatro. Los autores de la misma se plantean con sus obras transformar la sociedad, expresando su solidaridad con los humildes y oprimidos, y denunciando las injusticias.

Así, por ejemplo, Gabriel Celaya escribe:

«Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto
para ser y, en tanto somos, dar un “sí” que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
la poesía no puede ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.»

Sus versos, por tanto, se dirigen a las personas que sufren y tienen como finalidad denunciar sus problemas, porque, España está viviendo bajo la opresión de una dictadura, que reprime a los ciudadanos (“vivimos a golpes”) y les impide expresar lo que sienten (“porque apenas si nos dejan decir que somos quien somos”).

También Armando López Salinas en su novela “La mina” aboga por un cambio, al denunciar el absentismo de los señoritos en el campo andaluz, que provoca el paro y la emigración de las familias hacia el norte de España, en busca de trabajo:

«-Yo creo que esta tierra la hacen mala los hombres. Tienen tierras y no viven en ellas, las tienen en barbecho porque el campo no pide pan como las criaturas. Toda la vida he trabajado y toda la vida ando maldiciendo esta puta tierra –comentó el tío Emilico.»

Observemos el uso de un lenguaje sencillo, imitando el habla coloquial, con el fin de llegar a los lectores menos instruidos.

Y un tercer ejemplo del género teatral, donde Carlos Muñiz pone al descubierto, en clave paródica, la esclavitud del trabajador en la oficina:

«FRANK. (Frotándose las manos.) –Señor Crock… Usted comprenderá que todo lo que hace no está bien. Se ha reído hace un momento. Lo he visto con mis propios ojos.
CROCK. –Sí, señor, Lo reconozco. A veces, me río.
FRANCK. –Y usted estaba hablando por teléfono.
CROCK. –Sí, señor.
FRANCK. –Y usted comprenderá que si el señor Director prohíbe hablar por teléfono, no se debe hablar por teléfono.
CROCK. –Era mi amigo. Tenía que darme un recado.
FRANCK. –¡No hay recados! ¡No hay amigos! ¡No hay nada contra las órdenes del señor Director!
CROCK. -¡Hombre, señor Franck… Yo creo que…
FRANCK. –Usted no puede creer nada. El señor Director lo ha prohibido. Y procure no retrasarse por las mañanas. Hoy se ha retrasado cinco minutos.»

A Crock se le niega su condición humana (reír, pensar…), como si esta fuera algo anormal, de tal modo que, si quiere seguir trabajando, debe ocultarla.

Esta corriente de realismo social, a la que pertenecen los tres textos comentados, responde a unas circunstancias históricas concretas -la dictadura opresora del general Franco- y se sustenta en la idea de que la obra literaria debe ser útil para cambiar la sociedad y dirigida a un público lo más amplio posible. Sin embargo, al cabo de algunos años, los autores, que se incluyen en ella, acabaron desengañados, porque sus obras sólo alcanzaban a una minoría de lectores.

Os planteo algunas preguntas para reflexionar sobre lo expuesto:

¿Estáis de acuerdo con los objetivos del realismo social? ¿Deben comprometerse los escritores ante los males que aquejan a la sociedad y ponerse al servicio de los cambios? ¿Han de adoptar una actitud crítica hacia el mundo concreto que les ha tocado vivir? ¿Debe contribuir la literatura, y el arte en general, a construir una sociedad más justa? ¿Se ha de subordinar la forma al contenido, con el fin de llegar a las personas que tienen menos instrucción o, por el contrario, los valores estéticos están por encima de cualquier otra consideración?

INSULTAR

Dice Pardal, el niño que protagoniza el cuento “La lengua de las mariposas”: “Yo había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían las dos cosas: me cago en Dios, me cago en el diablo”.

Tiene razón Pardal, pues, se crea  o no se crea en Dios, cuando algo nos sale mal o algo nos molesta, los hombres blasfemamos, como si haciéndolo, por un lado, reafirmáramos nuestra hombría y, por otro, nos sintiéramos con más fuerzas para superar el problema.

También, cuando alguien nos hace una trastada o incluso por el simple hecho de llevarnos la contraria, solemos maldecirle o insultarle, eso sí, nunca en su presencia, con el fin de evitar que la situación derive en un enfrentamiento físico del que podemos salir malparados.

Esta costumbre de utilizar palabras soeces o insultar está muy extendida. El ejemplo más claro lo tenemos en los llamados “reality shows”, donde la descalificación, incluso entre personas con formación universitaria, es habitual. Probablemente sea un recurso más para atraer la audiencia; pero, en realidad, como dice el filósofo Emilio Lledó, los insultos tiene como objeto “la anulación del prójimo”, es decir, se recurre a ellos, cuando se carece de argumentos.

En el centro, es frecuente escuchar a los alumnos decir tacos e insultar a los compañeros, como si eso formara parte del uso normal del lenguaje. Hace unos días, llamé la atención de uno de ellos, porque le había dado el profesor la tarjeta amarilla para ir al servicio y, más que desplazarse hacia este lugar, estaba dando un paseo por las diferentes dependencias del centro, aparte de saludar y conversar amigablemente con los compañeros que se iba encontrando. La primera reacción fue negar la evidencia de lo que estaba haciendo y caminar con más lentitud si cabe; después, como le llevé a Jefatura de Estudios, acabó refiriéndose a mí despectivamente.

No sé que influencia pueden tener los medios de comunicación y, en particular, los programas de televisión, donde los contertulios se insultan, en hechos como el acabo de relatar. Lo cierto es que nuestros alumnos los ven y pueden tenerlos como referentes, a la hora de comportarse en la vida. Pero lo peor es lo que se oculta detrás de estas actitudes: la ausencia de argumentos y la descalificación del que piensa diferente.

Al final del cuento “La lengua de las mariposas”, el maestro, que ha sido detenido por los franquistas, cuando se inicia la guerra civil, es insultado,  primero, por el padre de Pardal,  que le llama: “¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!”; y, después, por éste último, que utiliza para ofenderle las palabras raras que el propio maestro le había enseñado: “¡Tilonorrinco! ¡Iris!.

Ninguno de los dos tiene argumentos morales para insultarle: el padre, porque comparte la ideología republicana con el maestro; y el hijo, porque lo considera buena persona, y siente por él una verdadera admiración. Pero acaban cometiendo esta traición, para salvar la vida.

BIBLIOTECAS

Ayer sábado, venía publicada, en el diario El País, la noticia de que la sociedad británica se está movilizando para salvar sus bibliotecas, amenazadas por los drásticos recortes del gasto público impuestos por el Gobierno de Davis Cameron. “Al menos cuatro centenares y medio de estos centros repartidos por la geografía británica deberán echar el cierre” –leemos en el citado periódico.

Ahora que estamos analizando, en clase, los poemas de Antonio Machado, a quien se le incluye en la Generación del 98, conviene recordar lo que escribió Pedro Salinas, al aplicar los requisitos de Peterson, a este grupo de escritores: que no hay homogeneidad en su formación, aunque existe una unidad en el modo como se formaron, el autodidactismo, pues todos ellos, grandes lectores, frecuentaron la mejor Universidad del mundo: una biblioteca.

A Machado, después de pasar por la Institución Libre de Enseñanza, sin exámenes ni libros de texto, los estudios de bachillerato le resultaron extremadamente aburridos; sin embargo, por esta época, finales del siglo XIX, según uno de sus biógrafos, Ian Gibson, “lee incansablemente en la Biblioteca Nacional de Madrid, sobre todo teatro clásico”.

Hoy día, es verdad que las bibliotecas no son tan frecuentadas, al menos para leer, aunque sí para estudiar exámenes o para preparar trabajos en grupo. En nuestro instituto, estamos, especialmente, empeñados, a través del Plan de Lectura, coordinado por Lola Pérez Ebrero, en que la biblioteca se utilice y, poco a poco, vamos consiguiéndolo. De hecho, las reuniones del Club de Lectura las celebramos en sus instalaciones.

Sin embargo, y a tenor de lo que está sucediendo en Inglaterra, se avecinan malos tiempos para estos espacios de lectura. Por lo pronto, el líder de la oposición de nuestro país, en una entrevista reciente, publicada por este mismo diario, anunció que su política económica, en el caso de presidir el Gobierno, sería parecida a la de Davis Cameron. Como dice el refrán “Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar”.

DISCRIMINADAS POR SER MUJERES

Hoy hemos comentado, en clase, un texto de “La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca, donde el pueblo quiere linchar a una joven por haber matado a su hijo recién nacido:

PONCIA. La hija de la Librada, la soltera, tuvo un hijo no se sabe con quién.

ADELA. ¿Un hijo?

PONCIA. Y para ocultar su vergüenza lo mató y lo metió debajo de unas piedras, pero unos perros, con más corazón que muchas criaturas, lo sacaron y, como llevados de la mano de Dios, lo han puesto en el tranco de su puerta. Ahora la quieren matar…

Todas las mujeres de la casa apoyan este linchamiento, con la excepción de Adela, que, en ese momento, puede estar embarazada de Pepe el Romano:

BERNARDA. (Bajo el arco). ¡Acabad con ella antes deque lleguen los guardias! ¡Carbón ardiendo en el sitio de su pecado!

ADELA. (Cogiéndose el vientre). ¡No! ¡No!

BERNARDA. ¡Matadla! ¡Matadla!

En el debate posterior, ha quedado claro que el motivo por el cual quieren matarla no es tanto el crimen cometido, como el haber violado las leyes de la decencia, engendrando a su hijo fuera del matrimonio.

Las cuestiones de honor, en aquella época (principios del siglo XX), se resolvían, con frecuencia, al margen de las autoridades competentes, como sucede hoy día, en algunos países islámicos, donde es la propia familia la que se encarga de castigar a mujeres, por el mero hecho de mantener relaciones con hombres no aceptados por ella. Ayer mismo, publicaba El País, el caso de una chica paquistaní, asesinada por este motivo. Y aportaba el dato terrible de 650 mujeres, que murieron en 2009, por crímenes de honor, aunque se considera que la cifra real puede ser mayor, ya que muchas de esas muertes no salen a la luz. En la misma página, aparecía la crónica del juicio por el asesinato de Marta del Castillo, que, al parecer, se produjo, porque se negó a darle un beso a su presunto asesino, Miguel Carcaño, con el que había mantenido una relación amorosa.

Todas son mujeres, de la realidad o de la ficción; mujeres que han sufrido y sufren discriminación por haber ejercido su libertad, por haber intentado realizarse como personas, viviendo la vida en plenitud.

UN VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR

“Un viejo que leía novelas de amor es, por encima de todo, una novela de aventuras y, como tal, contiene la dosis necesaria de acción, peligro y suspense para mantener la aten­ción del lector.

Estos tres ingredientes son característicos del espa­cio donde se desarrollan los hechos: la selva virgen a donde llegó hace muchos años el protagonista, Antonio José Bolívar Proaño, un viejo sabio y experimentado,  que tiene la extraña afición de leer novelas de amor; la selva desconocida donde vi­ven los shuar, pueblo indígena cuyos habitantes hipnoti­zan a las serpientes venenosas imitando su silbido y sus movimien­tos para extraer­les el veneno; la selva llena de peligros donde habita también el tigre cuya presencia al princi­pio indi­rectamente, a través de las refe­rencias a los daños que está ocasionando y, después en el duelo extra­ordinario que mantiene con Antonio José Bolívar, hace que crezca paulatina­mente la tensión y el suspense.

Pero es también una novela ecológica, pues en ella se expresa una crítica a los que corrompen «la virginidad de la amazonía» buscando oro o matan­do anima­les indiscriminadamente para conseguir sus pieles, a los que encarnan la barbarie humana y anteponen sus intereses perso­nales a todo lo que les rodea. El mensaje último es el grito de dolor de la naturaleza simbolizado en el llanto del viejo al lado del cadáver de la tigrilla.

Está escrita en un estilo direc­to, sin concesiones a la retó­rica, aunque con frecuentes imágenes originales («la eternidad verde del río»; «el tábano de la soledad»). Esto, unido al predominio de la narración sobre la descripción y a la abun­dancia de diálo­gos, hace su lectura extraordinariamente amena.

Además, la frecuencia con la que aparecen términos y expresio­nes del español de América («cojudo»; «gringo»), y, especial­men­te, palabras relacio­nadas con la selva («guatusas»; «capi­ba­ras»; «saínos») colabo­ra a crear, por su componente exótico, ese clima de miste­rio tan caracterís­tico de las nove­las de aventu­ras.

Si a todo esto, le añadimos que Un viejo que leía novelas de amor se acaba en un suspiro -sus escasas 140 páginas se «devo­ran» de una sentada- no hay excusas paro no dedicarle un par de horas en las próximas vacaciones de navidad.”

Esta fue la crítica que publiqué, hace algunos años, en nuestra desaparecida Revista Cultural “¡BUFP…!”. He vuelto a leer la novela, pues está como lectura obligatoria en 2º de Bachillerato, y  me reafirmo en todo lo expresado. Creo que no ha perdido un ápice de su interés.

Os sugiero que opinéis, en general, sobre ella, diciendo si os ha gustado o no y por qué. También, sobre algunos de los temas que se plantean (la destrucción de la naturaleza; la lectura elegida por placer; la libertad de los shuar frente a la esclavitud de los cazadores; etc.); o sobre los personajes, en particular, Antonio José Bolívar, ese viejo entrañable, que ha sabido llegar a nuestro corazón.

POR QUÉ LEEMOS

El domingo pasado, en El País Semanal, se publicó un reportaje titulado “Por qué escribo”, en el que se le formulaba esta pregunta a una serie de escritores conocidos. Las respuestas fueron de lo más variadas: por vocación, por placer, por insatisfacción, para divertirse, para emular a los autores que se ha leído, por necesidad vital, para ganarse la vida, etc.

Algunas de ellas llamaron mi atención por su originalidad: 

  • Javier Marías: “Escribo para no tener jefe, ni verme obligado a madrugar. 
  • Luis Mateo Díez: “Escribo para disimular la incapacidad de hacer cualquier otra cosa”. 
  • Luisa Castro: “La escritura para mí es una rendición.” 
  • Juan José Millás: “Escribo por las mismas razones que leo, porque no me encuentro bien”. 
  • Andrés Neuman: “Escribo porque sólo así puedo pensar”. 
  • José Manuel Caballero Bonald: “Empecé a escribir porque quería parecerme a Espronceda”. 
  • David Safier: “Escribo para jugar con mi imaginación”. 
  • Jorge Semprún: “Escribo para encontrar respuestas”. 
  • Andrés Trapiello: “Acaso se escribe por miedo a quedarse uno a solas con su dolor”. 
  • John Boyne: “Escribo porque estoy tratando de entenderme a mí mismo, mi vida, la razón por la que nací.” 
  • Santiago Roncagliolo: “Escribo historias para inventar algo que tenga sentido, porque la realidad no lo tiene”.

Uno de los autores encuestados, Mario Vargas Llosa, reciente Premio Nobel de Literatura, decía que la escritura era el complemento indispensable de la lectura, que para él seguía siendo la experiencia más enriquecedora, la que más le ayudaba a enfrentar cualquier tipo de adversidad o frustración.

Siguiendo su pensamiento, os planteo la pregunta: ¿Por qué leemos?

Yo adelanto mi respuesta: leo no sólo para entretenerme, sino, además, para conocer el mundo mejor; para pensar en cuestiones en las que habitualmente no pienso; para mirar lo que pasa inadvertido, y también para dejarme llevar por el barco maravilloso de las palabras, y seguir su rumbo…