Alea iacta est

El domingo el diario El País se hacía eco, en uno de sus editoriales, de una noticia, que conocimos el martes de la semana pasada: la Enciclopedia Británica dejará de publicarse en papel.

Estas obras de consulta surgieron hace más de dos siglos como respuesta al viejo proyecto de la Ilustración de saberlo todo, lo cual hoy día está fuera de lugar en un mundo donde basta con apretar un botón en el teclado del ordenador o en nuestro móvil para acceder a cualquier tipo de información. En efecto, Internet nos ofrece, de forma inmediata, los conocimientos almacenados por las enciclopedias, que todavía adornan los muebles y estanterías de nuestras casas.

Me pregunto si también los libros de lectura impresos y los periódicos están a punto de pasar a la historia.

Sé de compañeros que ya han adquirido  “tablets” o dispositivos de lectura inalámbricos. Algunos de ellos leen prácticamente todo, incluidas novelas, obras de teatro o libros de poesía, en estos soportes, porque entienden que el futuro, ya presente , se encuentra en la red y en las nuevas tecnologías. Otros, en cambio, se resisten a utilizarlos, porque están habituados al formato impreso y porque asocian la lectura al tacto y al olor del papel.

Yo, personalmente, estoy más cerca de estos que de aquellos, aunque entiendo que el periódico, que aún compro todos los días en el quiosco y los libros que, con frecuencia, adquiero en las librerías, tienen los días contados, como la Enciclopedia Británica.

Supongo que será cuestión de tiempo acostumbrarnos a la ausencia de olor de las nuevas tecnologías y a pasar páginas con apenas un roce de nuestro dedo sobre la pantalla.

En cualquier caso, la magia y la intimidad del acto de leer permanecerán. Parafraseando las palabras de Paul Auster, cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias, en la lectura de un libro, con independencia del formato utilizado, colaboran a partes iguales dos personas extrañas, que se encuentran en condiciones de absoluta intimidad: el autor y el lector.

 

 

La antiutopía de Fahrenheit 451

Hay temas que preocupan a Ray Bradbury, como el futuro, el desarrollo tecnológico, la destrucción del mundo, o la vida en otros planetas, y que se repiten en su obra literaria: en sus cuentos, como los incluidos en el libro “Crónicas marcianas”, y en sus novelas, como esta que comentamos: “Fahrenheit 451”, que se ha convertido en un clásico de la literatura universal.

Su protagonista, Guy Montag, es un bombero que disfruta quemando libros, en la brigada, comandada por el capitán Beatty, porque viven en un país donde están prohibidos. Pero su encuentro casual con un chica joven, Clarisse, va a cambiar su forma de ver la vida, suscitándole dudas sobre su trabajo y el sentido del mismo.

Sin embargo, lo que en verdad se plantea en esta novela es una antiutopía: lo que puede ser la vida humana programada por un estado omnipresente, que aparentemente vela por la felicidad, aunque se trata de una felicidad artificial, no elegida por sus ciudadanos, cuyos movimientos, e incluso sus pensamientos, son controlados en todo momento. De ahí que esté prohibido pensar y preocuparse por los problemas, porque éstos no existen y, si existen, los soluciona papá estado: “Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno. O, mejor aún, no le des ninguno.”

Recuerda este mundo descrito por Ray Bradbury a los regímenes totalitarios, que no respetan las libertades individuales y adoctrinan a sus ciudadanos, desde pequeños, tal como sucedió en la dictadura franquista, en la Alemania nazi o en el régimen de Stalin; por ejemplo, en la época de Franco, se impartía en las aulas “Formación del Espíritu Nacional”, para educar a los alumnos en los principios y valores del régimen. Un mundo donde no se hacen preguntas: “ha de saber que nunca hacemos preguntas o, por lo menos, la mayoría no las hace; no hacen más que lanzar respuestas, y nosotros sentados allí durante otras cuatro horas de clase”. Por eso, se le da a la gente concursos televisivos que puedan ganar recitando de memoria canciones populares o nombres de capitales; no materias que hagan pensar, como la filosofía o la sociología, pues por este camino se llega a la melancolía. 

Pero Ray Bradbury no sólo describe lo que sucede en las dictaduras, sino que se anticipa al mundo de hoy día, en especial, en la función que atribuye a la televisión de entretener a las personas, evitándoles que piensen y cuestionen al poder establecido. También en esa visión de la felicidad, como algo obligatorio y programado, que conecta con el hedonismo predominante en la actualidad.

Una obra, Fahrenheit 451, que quizá no nos cautive por la forma en que está escrita; pero que nos pone en alerta sobre el futuro que se avecina, ya bastante presente, si descuidamos la defensa de las libertades individuales y el valor de los libros, impresos o digitales, indispensables para pensar y cuestionarnos las verdades impuestas.

HISTORIA DEL ZOO

A finales de los años 50 del siglo pasado, época en la que se sitúa la acción de esta obra de Edward Albee, ya se había publicado la novela emblemática de la Generación Beat “En el camino”, donde Jack Kerouac, nos muestra lo distinta que puede ser la vida, lejos de las oficinas y de las certezas que ofrece una carrera profesional.

En “Historia del zoo”, se percibe, a través de sus protagonistas, el mismo deseo de libertad y autenticidad, aunque no se nos señala el camino a seguir, sino las causas de este deseo: la vida atormentada de Jerry y la existencia sin alicientes ni emociones de Peter.

La década de los 50 confirma el predominio mundial de Estados Unidos, cuyos habitantes gozan de pleno empleo, pero no se sienten realizados, al contrario, tienen una sensación de pérdida de autenticidad y de estar sometidos a trabajos rutinarios y aburridos, que no les proporcionan felicidad.

La obra comienza con Peter sentado en el banco del Central Park de Nueva York, a donde va a leer todos los domingos, y Jerry intentando hablar con él. Es este intento de comunicación con alguien desconocido el que nos pone en alerta, dándonos a entender que algo no va bien. Las preguntas, aparentemente absurdas, del segundo nos van desvelando poco a poco una vida atormentada desde la infancia, y las respuestas lacónicas del primero nos ponen al descubierto un ser igualmente insatisfecho, a pesar de su trabajo seguro y de su vida familiar, en apariencia, placentera. 

El principal valor de “Historia del zoo” es precisamente el proceso de alejamiento-acercamiento de estos dos personajes y cómo Albee nos prepara para un final dramático, que en ningún momento podemos imaginar. Resulta muy eficaz el recurso del banco; me refiero a la utilización de este espacio-objeto para que se produzca el enfrentamiento entre Jerry y Peter. 

La situación absurda del principio acaba desembocando en un drama humano, mejor dicho, en dos dramas humanos, que nos quedan un sabor amargo y la convicción, a pesar de los años transcurridos, de pertenecer a un mundo que no proporciona la felicidad a las personas. Creo que así lo percibieron ayer los alumnos de 4º A, después de la respetuosa lectura en alto que hicimos en clase.

 

METRO

Decía Gil de Biedma que el ritmo es lo que diferencia un buen poema de un mal poema. Él solía memorizarlos, en el momento de la inspiración, y luego sólo pasaba a escrito los que, al cabo del tiempo, le volvían a la mente con ritmo.

Leer “Metro”, libro por el que nuestro compañero Federico Abad ha recibido el XIV Premio de Poesía Eladio Caballero, es dejarse llevar por esta ordenación armoniosa y regular, basada en los acentos y el número de sílabas.

Comienza el poemario con el ritmo ágil de la seguidilla:

Eres dulce y callada.

Siento vergüenza

de mirarte a los ojos

y que no adviertas

cuánto es mi miedo:

si pronuncio tu nombre

ardo y me quemo.

De esta primera estación de “Metro”, pasamos a la segunda, la octava real, donde el ritmo se remansa con el endecasílabo:

Tantos años pasados, tal deseo

dormido en la memoria de tus ojos,

tanta intención fingida que entreveo

al ver cómo sonríen tus labios rojos.

Si tan dulce fue amar, en su apogeo

el amor cosechó sólo despojos

de la luz con que alguna vez brillaste.

Nada queda. Con todo terminaste.

En la siguiente parada, la décima, vuelve el verso de arte menor y surge la ironía:

Vas pasando distraída,

en medio de tanta gente

te escribo este apunte urgente:

desconoces la medida

en que un hombre se suicida

al cruzarse en tu mirada”.

Mi desdicha no es causada

por falta de atrevimiento;

con tu edad, cualquier intento

sería una payasada.

Y llegamos al soneto, donde se aprecia, especialmente, el buen oficio de Federico Abad: el ritmo acentual; el uso suave del encabalgamiento; la sucesión de adjetivos, como los grandes clásicos; la interrogación en el primer terceto; y el sentido del humor para cerrar el poema:

Esa manera tuya de quererme

lleva el color del cielo en primavera.

Es roja y es azul esa manera

de asaltarme con besos y vencerme.

Caigo rendido, derretido, inerme

ante tus dulces labios. Si pudiera

discurrir como un río en tu ribera,

ver tu cuerpo anegado en absorberme;

si pudiera… ¿Por qué tanto deseo

despiertan los manejos de tu boca,

su loca agitación, entre la mía?

Lo nuestro es algo más que un jugueteo,

es el amor en llamas que provoca

un arrebol en mi alma cada día.

Del soneto a la lira, y de la lira a la fluidez narrativa del romance, evitando la rima fácil de los tiempos verbales. Así, viajando en “Metro”, hasta llegar a la última estación, el ovillejo, siempre acompañados de un sentido del humor sutil:

Hoy cuento todas las horas

e ignoras

-ay, amor, menudo trago-

lo que hago

cuando vuelvo de la muerte

al verte.

Ahora bendigo mi suerte,

pues aunque un vampiro soy

en tu dormitorio estoy

e ignoras lo que hago al verte.

Recuerdan estos poemas de Federico Abad, por la sencillez con que están escritos, por su brevedad, por su temática amorosa, por su sentido del ritmo y, sobre todo, por el tono humorístico, al libro de Luis Alberto de Cuenca “Su nombre era el de todas las mujeres”.

El título, como ya habréis constatado, tiene un doble sentido: medida peculiar de cada clase de verso y ferrocarril aéreo o subterráneo que circula por las grandes ciudades. Como profesor de Lengua Española, lo utilizaré con el primero de estos significados, para explicar a mis alumnos la métrica clásica; pero también les invitaré a subir al metro de la poesía, para disfrutar de cada una de sus estaciones.

MUJERES ESCRITORAS, AUTORES HOMOSEXUALES

Hace unos días, mientras leíamos, en clase, las rimas de Bécquer, un alumno me preguntó por qué en la poesía siempre era un hombre el que expresa su amor hacia una mujer. ¿Es que no ha habido poetas homosexuales o mujeres que expresen sus sentimientos hacia un hombre?

Me pareció un pregunta muy interesante, porque, de una manera natural y espontánea, podía abordar uno de los temas transversales del currículum: la educación en la igualdad.

Le respondí que, en la historia de la literatura española, la inmensa mayoría de los autores eran hombres, que son contadas las mujeres que figuran en ella, sobre todo, antes del siglo XX. Las razones hay que buscarlas en que las mujeres han sufrido una clara discriminación, con respecto a los hombres, a lo largo de la historia, pues apenas han tenido acceso a la educación y a la cultura, y además, desgraciadamente, han carecido de la independencia económica y personal, para ejercer la tarea de escritoras.

Sin embargo -añadí-, dentro del romanticismo, al que pertenece Bécquer, nos encontramos a dos poetisas: Rosalía de Castro y Carolina Coronado. La primera está a la misma altura literaria que el autor sevillano, aunque, en los centros educativos andaluces se suele estudiar a éste, del mismo modo que, en los gallegos, se estudia a Rosalía de Castro, o, en los extremeños, a Carolina Coronado.

En cuanto a los poetas homosexuales -expliqué- que su presencia ha estado directamente relacionada con la aceptación social de la homosexualidad, en España. Hasta bien entrado el siglo XX, los autores debían elegir entre ignorar la temática homosexual o representarla de forma negativa. Los que se atrevieron a expresar, a través de la poesía, su amor hacia un hombre, como es el caso de Luis Cernuda en su libro “Los placeres prohibidos” sufrieron la marginación de la crítica y la sociedad:

Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos,
Como nace un deseo sobre torres de espanto,
Amenazadores barrotes, hiel descolorida,
Noche petrificada a fuerza de puños,
Ante todos, incluso el más rebelde,
Apto solamente en la vida sin muros.

Corazas infranqueables, lanzas o puñales,
Todo es bueno si deforma un cuerpo;
Tu deseo es beber esas hojas lascivas
O dormir en esa agua acariciadora.
No importa;
Ya declaran tu espíritu impuro.”

Así comienza el poemario, con la explicación de su nacimiento, en medio de la incomprensión de la sociedad de la época, que considera el amor homosexual como algo impuro.

Otro alumno comentó que la explicación de que haya más poetas hombres que mujeres radica en que son ellos los que llevan la iniciativa en el tema amoroso, es decir, los que dan el primer paso. Naturalmente, no todos estuvieron de acuerdo con esta afirmación, que suscitó un animado debate, en la clase.

Os invito a que expreséis vuestras opiniones, por escrito y con buena letra. Podéis plantearos, por ejemplo, por qué han existido tan pocas mujeres escritoras y si han cambiado los tiempos. En cuanto a la escasez de autores que hayan expresado su amor homosexual, también sería interesante que os preguntarais las causas. Finalmente, podéis opinar sobre quién lleva la iniciativa en el amor.

ACTUALIDAD DE “LA METAMORFOSIS”

La primera percepción que he tenido, al releer “La metamorfosis” de Franz Kafka, es encontrarme ante una novela muy actual, tanto por su contenido como por el estilo en el que está escrita. Parece como si los casi cien años transcurridos desde su publicación, en 1916, no hubieran pasado por ella.

La situación inverosímil en la que se encuentra el protagonista que, en un principio, le desconcierta y nos desconcierta es aceptada, poco a poco, tanto por él mismo, como por nosotros, los lectores:

“La comida muy pronto dejó de producirle la menor alegría, y así fue tomando, para distraerse, la costumbre de trepar zigzagueando por las paredes y el techo…”

Las reflexiones de Gregorio Samsa sobre su trabajo alienante, las insidias del gerente de la empresa, echándole en cara su escaso rendimiento, nos llevan a entender que su transformación en un monstruoso insecto es una forma de expresar la frustración que siente. Es una metáfora empleada por Kafka para dar rienda suelta a todo el malestar acumulado, en su trabajo rutinario y aburrido, que le provocaba insomnio, como el del propio protagonista, y que representa a un mundo laboral, en el que el interés de la empresa está muy por encima del de los trabajadores.

No han cambiado tanto los tiempos, desde que se publicó esta novela: en la actualidad, las medidas que han tomado los gobiernos de los países de nuestro entorno están mermando, gradualmente, los derechos adquiridos de los trabajadores: hay más facilidad para el despido, se está retrasando la edad de jubilación, se han reducido los sueldos de los funcionarios, etc.

En cuanto a la forma en que está escrita, la sencillez del léxico y la simplicidad de la sintaxis contribuyen a que la historia sea creíble, porque no hay adornos, que entretengan al lector, sólo la metamorfosis, la inconcebible transformación de Gregorio Samsa en un monstruoso insecto centran toda nuestra atención; un insecto, que trepa por las paredes de nuestra imaginación, hasta convertirse en algo normal, porque, en realidad, a quien estamos viendo es a un pobre hombre, que se ve obligado a desempeñar un trabajo, que no le realiza como persona, y a vivir con una familia, donde predomina el interés material, por encima del afecto.

En este sentido alegórico, por sus indiscutibles rasgos precursores, “La metamorfosis” de Kafka no es sólo una obra maestra del siglo XX, sino de la literatura universal.

¿De quién nos enamoramos?

En la entrada anterior, comentaba cómo el rechazo amoroso lleva a Werther al suicidio. Este personaje había pasado por un primer momento placentero de exaltación del amor, cuando conoce en un baile a Carlota: “un ángel… como todos suelen definir a su amada”; y un segundo momento de frustración y de dolor, al descubrir que ella está comprometida con otro hombre, Albert, con el que acaba casándose.

En la clase de hoy, hemos retomado estas dos visiones del amor, durante el romanticismo: 

  • Como el bien más alto que todo lo puede:

Hoy la tierra y los cielos me sonríen,

hoy llega al fondo de mi alma el sol,

hoy la he visto…, la he visto y me ha mirado…,

¡hoy creo en Dios!»

(Rima XVII, de Bécquer)

  • Y como fuente de dolor y desengaño:

“Cuando me lo contaron sentí el frío

de una hoja de acero en las entrañas,

me apoyé contra el muro, y un instante

la conciencia perdí de donde estaba.

Cayó sobre mi espíritu la noche,

en ira y en piedad se anegó el alma,

¡y entonces comprendí por qué se llora!

¡y entonces comprendí por qué se mata! “

(…)          

(Rima XLII, de Bécquer)

Nos hemos centrado, especialmente, en el momento de exaltación, donde el enamorado idealiza a la otra persona, en la que no reconoce ningún defecto, porque para él todo son virtudes.

Para algunos de vosotros esta idealización es normal, porque en esto consiste, precisamente, enamorarse. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, el que ama va conociendo a la persona amada tal cual es; surgen la intimidad y la confianza mutuas, pero también aparecen los defectos, que, al principio, pasaban inadvertidos y que pueden ocasionar el desamor.

Dejo en el aire algunas interrogantes, para ayudaros en vuestras intervenciones:

¿Qué es el amor? ¿Cómo sabe uno que está enamorado? ¿Nos enamoramos de la otra persona por lo que no es, y nos desenamoramos por lo que es? ¿Cuáles son las fases del amor?

¿COMPRENDEMOS A WERTHER?

Ayer, en la clase de lengua de 4º de ESO, comentamos un texto en el que el joven Werther le comunica a Carlota su decisión de quitarse la vida, porque no puede vivir separado de ella, que es una mujer casada.

Les pregunté a los alumnos si entendían esta decisión y las respuestas oscilaron entre quienes eran capaces de ponerse en el lugar de Werther y comprender su sufrimiento, y quienes no encontraban justificación alguna al acto de suicidarse por amor.

Pensando en estas respuestas, he recordado el inicio del famoso monólogo de Hamlet:

“Ser o no ser, esta es la cuestión:

¿es más digno para el espíritu sufrir

 los golpes y avatares de un destino infame

o rebelarse contra la marea de desgracia

 y ponerles fin con el rechazo a la vida?”

Es probable que los alumnos no se plantearan, como el personaje de Shakespeare, si es más digno sufrir el dolor o ponerle fin quitándose la vida, entre otras razones, porque, al tomar una decisión tan drástica, influye más lo que ganas o pierdes que lo que puedan opinar los demás.

Werther, con su suicidio, pone de relieve un principio defendido por los románticos: la libertad del hombre para decidir sobre sí mismo, sobrepasando, además, los límites morales establecidos por la religión.

Pero cabe preguntarse si su decisión se debe a una debilidad o se trata más bien de una actitud sensata y llevada a cabo con plena conciencia. Lo cierto es que la publicación de esta novela de Goethe, “Las desventuras del joven Werther”, provocó que varios jóvenes de aquella época, finales del siglo XVIII, se quitaran la vida por amor, hasta el extremo de que su venta se prohibió en algunas ciudades de Alemania.

Años más tarde, en 1837, Mariano José de Larra, autor romántico español, también se suicidó disparándose un tiro en la sien, al ser abandonado por su amante.

En los dos casos, se trata de conductas autodestructivas, con las que se intenta superar una situación insoportable de desamor. Para estos seres morir no es lo difícil sino seguir viviendo.

¿Cómo veis vosotros esta delicada cuestión? ¿Comprendéis a Werther y a Larra? ¿Es más fácil morir que soportar una vida llena de desgracias? ¿Se puede considerar el suicidio como un acto supremo de libertad?

LOS ENAMORAMIENTOS

La última novela de Javier Marías trata, como indica su título, sobre los enamoramientos; pero sobre todo de lo que somos capaces de hacer para materializarlos. En una época, caracterizada por lo políticamente correcto, la publicación de una novela en la que los sentimientos doblegan a los principios, que nos permiten vivir en sociedad, no deja de ser un acto de provocación, para que tomemos conciencia de que no todos evitamos hacer lo que es condenable para la mayoría.

Los personajes que la protagonizan pertenecen a la estirpe de los que anteponen sus deseos a todo lo demás. El estado de enamoramiento les hace ver incluso el asesinato o su ocultación como un recurso más que proporciona sentido a sus vidas. Estamos, pues, ante personajes que no estarían bien vistos en nuestra sociedad occidental, pero que también forman parte de eso que llamamos civilización.

Predomina, como en otras novelas suyas, el tono reflexivo, porque a Javier Marías le gusta introducirse en la mente de sus seres de ficción -aunque también los toma de la realidad, como el caso del profesor Francisco Rico, a quien describe de forma brillante y con gran sentido del humor- y acompañarles en sus pensamientos:

“El mundo es tan de los vivos, y tan poco en verdad de los muertos –aunque permanezcan en la tierra todos y sin duda sean muchos más- que aquellos tienden a pensar que la muerte de alguien querido es algo que les ha pasado a ellos más que al difunto, que es a quien de verdad pasó.”

Quien así reflexiona es la protagonista, María, que actúa también como narradora, y se refiere a que son los muertos los que se pierden lo que está por venir; los que ya no verán crecer a sus hijos; los que dejarán proyectos sin realizar y palabras sin decir. Se sitúa, de esta manera, al analizar los hechos, en un ángulo insólito, aunque quizá más auténtico, de la realidad, como cuando nos descubre los pensamientos de Luisa, que acaba de perder a su marido, sobre el matrimonio:

“Ya sabes: conocer a alguien nuevo, contarle la propia vida aunque sea a grandes rasgos, dejarse cortejar o ponerse a tiro, estimular, mostrar interés, enseñar la mejor cara, explicar cómo es uno, escuchar cómo es el otro, vencer recelos, habituarse a alguien y que ese alguien se habitúe a uno, pasar por alto lo que desagrada.”

O cuando nos desvela –y este es el tema principal de la novela- el estado de enamoramiento de Díaz-Varela, del que ella, a su vez, está enamorada:

“Lo que es muy raro es sentir debilidad, verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles. Eso es lo determinante, que nos impida ser objetivos y nos desarme a perpetuidad y nos haga rendirnos en todos los pleitos (…) Uno sabe que es incondicional de esa persona, que la va a ayudar y a apoyar en lo que sea, aunque se trate de un empeño horrible (…) y que hará por ella lo que se tercie”.

En esto consiste el estilo narrativo de Javier Marías: en descubrirnos lo que piensan los personajes, sus intenciones, sus temores, sus debilidades y las de los demás, sus dudas, los pros y los contras de las cosas, con lo que nos da una dimensión completa de los mismos. La novela se convierte en una especie de confesión, en la que el lector es el único que escucha, como quizá sucede en todas las novelas, pero en esta más, porque su arquitectura se basa en una reflexión continua y envolvente, a veces cansina, que nos obliga con frecuencia a volver atrás para releer algún pasaje, con el fin de no perder el hilo del discurso. Así, progresivamente, va generando nuestra intriga e inquietud, al hacernos imaginar, por ejemplo, qué responderá un personaje, después de haber conocido lo que presupone otro de él, si lo que diga le merecerá credibilidad o no; y nos va introduciendo en una trama aparentemente sencilla, pero que nos reserva alguna que otra sorpresa.

Javier Marías cierra muy bien “Los enamoramientos”, recuperando e integrando en la historia citas literarias y palabras pronunciadas por los personajes, que parecían quedar en el olvido, y un sentimiento, el de los celos retrospectivos de la protagonista, que mantiene la incertidumbre hasta el final.

UNA NOVELA TESTIMONIAL

El propio autor dice en el prólogo que su intención, al escribir esta novela fue “dar una imagen positiva del Islam en un momento en que los terroristas desfiguraban esa fe entregándose a actos inmundos”. Y bajo este prisma he leído “El señor Ibrahim y las flores del Corán”: como un testimonio de cohabitación entre dos personas de origen y religión diferentes.

El inicio (“A los trece años, rompí mi cerdito y me fui de putas”) es desconcertante, pero atractivo, al mismo tiempo, porque, aunque no es habitual que un niño de esta edad se inicie en el sexo con prostitutas, justo por eso consigue llamar la atención del lector.

A partir de este momento, comienza a hablarnos del señor Ibrahim, un comerciante árabe, a quien, desde el principio, se presenta como un sabio que, poco a poco, nos va llegando al corazón por la generosidad y los buenos sentimientos hacia Momo. Este cuenta su relación con él, de una forma sencilla y directa, como si fuera una confesión, lo cual contribuye a hacer más creíble la historia. No obstante, el contraste entre la bondad y calidez del señor Ibrahim y la indiferencia y frialdad del padre acaba resultando demasiado artificioso, por su maniqueísmo.

En estos momentos, el interés de la historia decae, aunque se recupera con los diálogos chispeantes, cargados de humor y sabiduría, entre los dos amigos:

“-Esto es un locura, señor Ibrahim, hay que ver lo pobres que son los escaparates de los ricos… ¡Ahí dentro no hay nada!

-Eso es el lujo, Momo: nada en el escaparate, nada en la tienda, todo en el precio.”

O con reflexiones certeras, como la de Momo, cuando lee en el diccionario la definición de la palabra “sufismo” (“corriente mística del Islam nacida en el siglo VIII. Opuesto al legalismo, pone el acento en la religión interior”):

“Ahí lo tienes, ¡otra vez igual! Los diccionarios no aciertan a explicar más que las palabras que uno ya conoce.”

A raíz de la desaparición del padre, el centro de atención pasa a ser exclusivamente la relación entre Momo y el señor Ibrahim, y en cómo éste va enseñándole un concepto de la vida, desconocido para aquel:

“La lentitud ése es el secreto de la felicidad” le dice un día, en el sentido de que conocer a las personas y la naturaleza, así como disfrutar en el trabajo, requiere su tiempo.

O cuando le hace entrar en los templos religiosos con los ojos vendados para que adivine la religión por el olor:

“Ahí huele a velas, es una iglesia católica. (…) Aquí huele a incienso, es ortodoxa. (…) Y aquí huele a pies, es una mezquita musulmana”.

O cuando le enseña a bailar, como los derviches, girando sobre sí mismo, hasta perder toda referencia terrenal y vaciarse de odio.

Eric-Emmanuel Schmitt podía haber profundizado en este proceso de aprendizaje, que es lo más atractivo de la novela; pero opta por acabar con la relación entre los dos personajes, de una manera abrupta, que nos deja con la miel en los labios, aunque en nuestro recuerdo permanezca el señor Ibrahim, ese anciano entrañable, que representa la imagen más positiva del Islam, “una religión -como afirma el autor en el prólogo- cuya sabiduría milenaria guía a millones de hombres”.