La libertad

El miércoles pasado leímos en clase un romance, donde se cuenta la historia de un prisionero que lamenta su falta de libertad:

«Que por mayo era, por mayo,

cuando hace la calor,

cuando los trigos encañan

y están los campos en flor;

cuando los enamorados

van a servir al amor.

Sólo yo, triste y cuitado,

vivo en esta prisión

sin saber cuándo es de día

ni cuándo las noches son,

sino por una avecilla

que me cantaba al albor.

Matómela un ballestero,

dele Dios mal galardón.»

Comentamos que el contraste entre la primera parte del poema, la descripción de la naturaleza floreciente, y la segunda, la narración de la vida en la cárcel, intensifica el dolor del cautivo, que se agudiza aún más cuando el ballestero mata a la avecilla que le indicaba el comienzo de cada día; y coincidimos en interpretar a la naturaleza y a la avecilla como símbolos de la libertad que le han quitado.

El análisis del romance nos llevó a reflexionar sobre la libertad y cómo esta se valora más, cuando se carece de ella, y también a formularnos algunas preguntas: ¿qué importancia le damos a esta facultad del ser humano?, ¿hasta dónde llega la de cada uno de nosotros?, ¿qué margen de libertad deben dar los padres a sus hijos?, ¿y los profesores a sus alumnos?

Escritores importantes, de los que algunos, como Cervantes, sufrieron prisión, han respondido a algunas de estas preguntas:

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres” (Miguel de Cervantes).

«La libertad de uno termina cuando comienza la libertad del otro» (Rousseau).

“Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo” (Voltaire).

“La libertad del otro eleva la mía hasta el infinito” (Bakunin).

”No hay una sola cultura en el mundo en la que sea permitido hacerlo todo” (Foucault)

Las respuestas de los alumnos coincidieron, en gran parte, con las de estos escritores, en especial con Rousseau, lo cual, en los tiempos que corren de descrédito de la enseñanza, dice mucho en su favor.

En la clase

El viernes pasado vi una película -muy recomendable- titulada “En la casa”, donde un profesor de francés descubre entre sus alumnos a uno especialmente dotado para la escritura. A partir de este momento, se inicia entre ellos una extraña e inquietante relación en la que cada uno aprende del otro, es decir, el alumno no es un mero subordinado del profesor.

La película me ha hecho pensar en alumnos que significaron algo especial para mí, porque les interesó, particularmente, mi asignatura, porque disfrutaron con ella, o porque demostraron sensibilidad hacia la literatura. Curiosamente, todos los casos que me vienen a la mente está ligados a la lectura en alto, que suelo practicar en mis clases.

Recuerdo haber recitado el poema “No decía palabras”, donde Luis Cernuda expresa su insatisfacción porque lo que desea es mayor que lo que puede conseguir:

No decía palabras,

acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,

porque ignoraba que el deseo es una pregunta

cuya respuesta no existe,

una hoja cuya rama no existe,

un mundo cuyo cielo no existe.

La angustia se abre paso entre los huesos,

remonta por las venas

hasta abrirse en la piel,

surtidores de sueño

hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.

 Un roce al paso,

una mirada fugaz entre las sombras,

bastan para que el cuerpo se abra en dos,

ávido de recibir en sí mismo

otro cuerpo que sueñe;

mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,

iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.

Aunque sólo sea una esperanza

porque el deseo es pregunta cuya respuesta nadie sabe.

Una alumna, a la que había notado sobrecogida, durante la lectura, me preguntó:

-Has sufrido mucho en tu vida?

-No – le respondí- ¿por qué me lo preguntas?

-Porque el poema expresa tanto dolor, tanto deseo insatisfecho.

En otra ocasión, recité, tratando de emular con las inflexiones de mi voz a los juglares de la Edad Media que actuaban ante un público, un fragmento del Cantar de Mío Cid, en el que se describe con gran realismo una batalla:

Se ponen los escudos ante sus corazones,

y bajan las lanzas envueltas en pendones,

inclinan las caras encima de los arzones,

y cabalgan a herirlos con fuertes corazones.

A grandes voces grita el que en buena hora nació:

-„¡Heridlos, caballeros, por amor del Creador!

¡Yo soy Ruiz Díaz, el Cid, de Vivar Campeador!“ […]

Allí vierais tantas lanzas hundirse y alzar,

tantas adargas hundir y traspasar,

tanta loriga abollar y desmallar,

tantos pendones blancos, de roja sangre brillar,

tantos buenos caballos sin sus dueños andar.

Gritan los moros: „¡Mahoma!“; „¡Santiago!“ la cristiandad. […]

Concluida la lectura, comprobé que una alumna estaba particularmente impresionada y le pregunté:

-¡Eh! ¿Qué te pasa?

-Que aún estoy en la plaza oyendo el entrechocar de las espadas y los gritos de los guerreros.

Un tercer caso es el de un alumno del IES Gran Capitán. Ese día me había llevado a clase El perfume de Patrick Süskind y, con el fin de incitarles a la lectura, les leí el principio:

“En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.”

Este alumno me confesó, años después, cuando ya había concluido sus estudios universitarios, que recordaba aquella clase, porque se había sentido atrapado por las palabras que contaban una historia alucinante y obsesiva, y porque, desde aquel día, comenzó a vivir una relación de amor con la lectura.

Afortunadamente, ninguno de estos tres alumnos ha provocado mi salida de la enseñanza, como le sucede al protagonista de “En la casa”; al contrario, aún sigo recorriendo los pasillos del IES Gran Capitán y practicando en mis clases la lectura en alto, quizá porque tengo la secreta ilusión –como dice Daniel Pennac- de que “la comprensión del texto pasa por el sonido de las palabras de donde sacan todo su sentido”.

Razones para no escribir

Hace unos días conocimos la noticia de que el autor estadounidense Philip Roth ha dejado de escribir, a la edad de 79 años, a pesar de que goza de buena salud y cuenta con una notable producción literaria.

Enrique Vila-Matas, en su libro «Bartleby y compañía» habla, precisamente, de los que dejan de escribir e indaga en las razones de cada uno para haber tomado esta decisión.

Cuenta casos curiosos y sorprendentes de escritores, como Juan Rulfo, que cuando le preguntaron por qué llevaba tantos años sin escribir, después de la publicación de sus obras maestras, Pedro Páramo y El llano en llamas, respondió: «Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias».

Otro ejemplo, aunque diferente, es el de Pepín Bello, amigo de los componentes de la Generación del 27 y hombre de gran ingenio, que renunció a escribir, porque consideraba que él no era nadie, al lado de García Lorca, Buñuel o Dalí.

Un tercer caso, este sin duda más complejo, es el de Jaime Gil de Biedma, que respondió a la pregunta de por qué no escribía lo siguiente: «Mucha gente me lo pregunta y yo me lo pregunto. Y preguntarme por qué no escribo, inevitablemente desemboca en otra inquisición mucho más azorante: ¿por qué escribí? Al fin y al cabo lo normal es leer. Mis respuestas favoritas son dos. Una, que mi poesía consistió -sin yo saberlo- en una tentativa de inventarme una identidad; inventada ya, y asumida, no me ocurre más aquello de apostarme entero en cada poema que me ponía a escribir, que era lo que me apasionaba…». Y es verdad que él vivió con una doble identidad, como refleja en su poema «Contra Jaime Gil de Biedma», donde habla de dos personalidades diferentes y contrapuestas: el hombre serio y formal, que se levanta temprano, viste elegantemente y trabaja como director de una oficina; y el que frecuenta la noche barcelonesa, busca el placer carnal de forma obsesiva y se recoge bebido a altas horas de la madrugada.

Luego, está el caso del escritor que no se decide a serlo por prejuicios, como Joseph Joubert, que pasó toda su vida buscando las condiciones justas para escribir y acabó extraviándose en esa búsqueda. Afortunadamente, mientras tanto, llevó a cabo un diario, que los amigos, a su muerte, se tomaron la libertad de publicar.

A estos cuatro ejemplos podríamos añadir más de escritores que no han llegado a escribir nunca, o han escrito uno o dos libros y, luego, han renunciado a seguir haciéndolo o, simplemente, que han experimentado el «horror vacui», es decir, se han sentido paralizados ante la hoja en blanco, por falta de inspiración.

Cada uno lo explica de diferente manera, como cada uno de vosotros tenéis, a veces, vuestras propias razones para resistiros a escribir una historia, una descripción o un microrrelato, que os ha mandado el profesor. Quizá lo veis como una actividad inútil, en el sentido de que carece de utilidad práctica, o a lo mejor se debe a la pereza de coger el bolígrafo o pulsar las teclas del ordenador, porque hay que reconocer que la escritura de cualquier texto supone un esfuerzo de traducir en palabras lo que sentimos, y no todo el mundo está dispuesto a llevarlo a cabo, o sí.

La cara del que sabe

Hoy hemos conocido la noticia del suicidio de una chica de Ciudad Real, de 16 años, tras haber soportado supuestamente acoso escolar de forma continuada por parte de compañeros del instituto.

También hoy martes el diario El País publica una entrevista con el actor Rubén Ochandiano, donde afirma que el “bullying” del que fue víctima en el colegio agravó su aislamiento: “Me pegaban, escupían y humillaban. Mi instinto de supervivencia me llevó a inventarme un personaje macarra. Coló. Hasta el punto que me ha costado años abandonar esa pose”.

Quizá por esas cosas del destino, esta mañana, mientras estaba de guardia en una clase de 1º de ESO, he sentido en los ojos de un alumno, al que he llamado la atención por su mal comportamiento, el desafío del que se sabe seguro de sí mismo, porque está por encima de las normas de convivencia que nos hemos dado todos.

Como dice Agustín García Calvo, en un poema homónimo, la cara del que sabe es más habitual de lo que pudiera parecer. Además de en la escuela, la podemos ver reflejada en el hombre de banca dinámico y grave, que aprueba un desahucio; en el jefe de estado que firma una sentencia de muerte; en el chulo que supuestamente cuida de su querida; en el cerebro de una empresa que traza los planes futuros de la misma:

Cuando veas al hombre de banca

dinámico y grave

que en la ranura de su coche

introduce la llave,

mientras habla con un cliente

importante,

y con mano segura

agarra el volante,

verás, si te fijas, en el cristal

la cara del que sabe.

 

En la escuela, al salir de recreo

al patio empujándose,

si ves a uno que lo llaman

el Capacobardes

que le escupe en la oreja al tonto

de la clase

y se planta aguardando

que el otro se arranque,

helados de vidrio verás allí

los ojos del que sabe.

(…)

En la foto del jefe de estado

que fija el instante

en que él, sentado ante un decreto

de muerte de alguien,

en penoso deber la pluma

de oro blande,

cuando firme la firma

de un trazo la trace,

trazada en su frente la puedes ver

la marca del que sabe.

 

O si no, en el neón del espejo

del bar de ‘My darling’

si ves al chulo que a su rubia

le dice, fumándole

de nariz, «Que nanay, nenita,

que tu padre,

y cuidao con el rímel,

que no se te empaste»,

posada en sus párpados la verás

la fuerza del que sabe.

 

Y si asomas, en fin, al estudio

de altos cristales

donde el cerebro de la empresa

dibuja los planes

de la ruta futura, y corre

recto el lápiz

y a derecho y a regla

los borra los árboles,

guiada verás de la pura ley

la mano del que sabe.

 

Todos tienen su idea: son ellos

los reyes del aire.

Y si tú ves que, cuando a todos

los cierre en la cárcel

de los versos y que la música

ya se apague,

yo me quedo a las nubes

mirando distante,

recuérdame y dime «La veo ahí

la cara del que sabe.

 

Tengamos cuidado, pues, con estos «reyes del aire», con quienes podemos encontrarmos en cualquier parte.

Aquí podéis ver y escuchar  al propio Agustín García Calvo recitando el poema «La cara del que sabe».

Romper un trato

El jueves pasado, mientras debatíamos, en 3º de Diversificación, sobre  las causas y las consecuencia del divorcio, me acordé de un poema de Mario Benedetti, titulado “Hagamos un trato”:

Compañera,

usted sabe

que puede contar conmigo,

no hasta dos ni hasta diez

sino contar conmigo.

 

Si algunas veces

advierte

que la miro a los ojos,

y una veta de amor

reconoce en los míos,

no alerte sus fusiles

ni piense que deliro;

a pesar de la veta,

o tal vez porque existe,

usted puede contar

conmigo.

 

Si otras veces

me encuentra

huraño sin motivo,

no piense que es flojera

igual puede contar conmigo.

 

Pero hagamos un trato:

yo quisiera contar con usted,

es tan lindo

saber que usted existe,

uno se siente vivo;

y cuando digo esto

quiero decir contar

aunque sea hasta dos,

aunque sea hasta cinco.

No ya para que acuda

presurosa en mi auxilio,

sino para saber

a ciencia cierta

que usted sabe que puede

contar conmigo.

Me vinieron a la memoria estos versos, porque las personas que se divorcian, antes de tomar esta decisión, han hecho un trato parecido al que le propone el poeta a su amada, jugando con los significados de la palabra «contar» y añadiendo que le basta su existencia para sentirse vivo y que no se preocupe cuando se muestre huraño sin razón aparente.

Pero el problema es que en este trato no están incluidos, al menos en un principio, los hijos, que son los que sufren más directamente las consecuencias del divorcio, en especial cuando son pequeños y no han madurado lo suficiente. Los testimonios personales que aportasteis algunos de vosotros apuntaban en esta dirección, pues la ausencia del padre o de la madre o las discusiones entre ambos os habían ocasionado cambios en el carácter, que acabaron afectando negativamente no sólo a vuestra convivencia familiar sino también a vuestro rendimiento académico.

Quizá, en el momento del trato, no baste con decir: “Compañera usted sabe que puede contar conmigo”, sino “Compañera usted sabe que puede contar conmigo y con los hijos que tengamos”.

Agustín García Calvo

Llegué a los poemas de Agustín García Calvo, a través del cantautor Amancio Prada, que musicó algunos de ellos, cuando ambos se encontraban en el exilio en París.

Hubo una época de mi vida en la que sólo escuchaba estas canciones, que ponía una y otra vez en el radiocasete de mi coche, para recrearme sobre todo en las letras.

La que más recuerdo es esta:

Libre te quiero
como arroyo que brinca
de peña en peña,
pero no mía.

Grande te quiero
como monte preñado
de primavera,
pero no mía.

Buena te quiero,
como pan que no sabe
su masa buena,
pero no mía.

Alta te quiero,
como chopo que en el cielo
se despereza,
pero no mía.

Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra,
pero no mía.

Pero no mía
ni de Dios ni de nadie,
ni tuya siquiera.

Me parece un texto lleno de ritmo y sentimiento, como la voz del pueblo expresando su deseo de libertad. Las imágenes sencillas, tomadas de la naturaleza, le dan una fuerza inusitada al poema, que cantado por Amancio Prada se eleva por encima de todos nosotros, como un himno a una forma de vivir libre, donde nadie sea dueño de nadie ni siquiera de uno mismo.

 

El último encuentro

Es la historia de dos amigos, que dejan de serlo, sin saber muy bien por qué: uno, Henrik, pertenece a una familia adinerada y disfruta de todas las ventajas de la vida; en cambio, el otro, Konrád, tiene unos padres que se esfuerzan para que ocupe el lugar social que ellos no tienen.

Sándor Márai los sitúa a los dos, cuarenta y un años después de la separación, en la casa del primero, que ha alcanzado el grado de general. Con qué sutileza introduce, poco a poco, la acusación de éste a su amigo, después de dos pasajes de gran altura literaria, donde muestra las bondades de la caza, como un acto ritual ligado a la historia del hombre, y describe el momento, preferido por los cazadores:

Se trata de ese último segundo en que todavía están unidos lo bajo con lo alto, la luz y las tinieblas, tanto en lo humano como en lo universal; cuando los dormidos despiertan de sus pesadillas, cuando los enfermos suspiran de alivio, porque sienten que se ha acabado el infierno de la noche y que desde ese mismo momento sus sufrimientos serán ordenados, más comprensibles…”

Es el momento en que ya no es de noche, pero tampoco es de día, donde afloran las pasiones, que en vano hemos tratado de domesticar, durante años, porque todas son desesperadas y no conocen el lenguaje de la razón ni sus argumentos, como el deseo de venganza de Konrád o el deseo de conocer la verdad de Henrik, que le ha mantenido vivo, durante los últimos cuarenta y un años.

Tras ese afán de venganza, tras ese odio, se oculta una incapacidad para aceptarnos como somos, con nuestros fallos y debilidades, y también para soportar las traiciones de los demás, cuando sabemos que es imposible cambiar lo que nos identifica como personas.

Pero lo que en realidad está en juego en “El último encuentro” es la amistad y la contradicción de buscar siempre a la persona diferente, en todas las situaciones y variantes de la vida, con intenciones y ritmos vitales distintos, porque raras veces se relacionan dos personas semejantes. La amistad y la capacidad para aceptar el engaño, incluso la traición amorosa, lo cual se consigue con la vejez, cuando ya no se espera nada.

Una novela, en suma, llena de verdades, de las grandes verdades que se asumen con el paso del tiempo; escrita, además, en un lenguaje sencillo, escueto, donde las palabras se ajustan exactamente a lo que se quiere decir. Qué gran descubrimiento, Sándor Márai.

Cosas que nos molestan

Esta semana hemos leído en clase de 3º de ESO “El corazón delator”, un relato de Edgar Allan Poe, que cuenta la historia alucinante de un hombre que mata a un viejo para el que trabaja, porque no puede soportar su ojo de buitre:

”Yo no deseaba su oro. ¡Creo que fue su ojo! Tenía un ojo de buitre, un ojo azul pálido recubierto con una telilla. Cada vez que este ojo caía sobre mí se me helaba la sangre. Y así, paso a paso, muy gradualmente, me decidí a matar al viejo y líbrarme de este modo, para siempre de aquel ojo.”

Este hombre, que hace las veces de narrador-protagonista, insiste, a lo largo del relato, en que no está loco, porque, al asesinarlo, actuó con extrema precaución y disimulo, y, al esconder el cadáver, también fue cauteloso:

“Primero lo descuarticé. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas. Quité tres tablas del entarimado de la habitación y lo deposité todo allí. Luego volví a colocar las tablas tan hábilmente, tan astutamente, que ningún ojo humano, incluso el suyo, podría haber encontrado allí algo anormal”

Dice Julio Cortázar que muchos de los relatos de Poe nacieron de un estado de trance, como consecuencia de su alcoholismo crónico, que acabó provocando su muerte con tan solo cuarenta años. Probablemente “El corazón delator” fue uno de ellos y, así, se lo comenté a los alumnos.

Pero el debate surgió a propósito de la causa esgrimida por el protagonista para matar al viejo: que le molestaba su ojo de buitre; una causa ridícula, como si hubiera dicho que le irritaba el ruido que hacía al comer o los esputos que arrojaba por la boca.

Afortunadamente, esto sólo sucede en la ficción, pues nadie, en su sano juicio, acaba con la vida de una persona por motivos tan nimios, aunque tengamos preocupaciones fijas y obsesivas por algunas cosas y nos incomoden determinados comportamientos de los demás.

Os invito a que opinéis sobre el contenido del relato, o que contéis alguna historia que tenga como protagonista a una persona obsesiva o maniática, o que refiráis conductas o actitudes que os molesten. Vale inspirarse en películas, obras literarias o noticias recogidas en los medios de comunicación.

 

Las personas mayores

El primer día de clase les pregunté a mis alumnos si la lectura se encontraba entre sus aficiones favoritas. Comencé explicándoles que en mi caso sí lo estaba, entre otras razones, porque, tras la lectura de un libro, siempre hay una vida en forma de sentimientos, de historia más o menos ficticia, o de conflicto; una vida con la que busco una identificación o al menos un acercamiento.

Puse el ejemplo de la novela que estoy leyendo estos días, Patrimonio. Una historia verdadera, en la que su autor cuenta la relación que mantuvo con su padre, a raíz de que le detectaran  un tumor cerebral. Uno de los momentos más terribles tiene lugar después de la biopsia que le hacen para saber si es maligno o benigno. El padre se encuentra en casa del hijo, pero como lleva varios días sin defecar, como consecuencia de la anestesia, se caga encima, manchando todo el cuarto de baño, y éste tiene que limpiarle, «poniendo a un lado el asco e ignorando la náusea».

Les comenté que cada vez que releía este pasaje, pensaba en mi propio padre, que también está muy delicado de salud, pues ha perdido buena parte de su capacidad cognitiva. Se ha convertido, como el padre de Philip Roth, en una persona dependiente, como hay tantas en nuestra sociedad.

Esto dio lugar a un debate sobre las personas mayores: sobre cómo debemos llamarlas (viejos, abuelos, ancianos, tercera edad…); si son excluidas socialmente o ellas mismas contribuyen a su exclusión, con frases como “en mi época era distinto” o “eso es cosa de jóvenes, que decidan ellos”, como queriéndonos decir que ya ha pasado su tiempo; si deben permanecer en sus casas o en la de sus hijos, o bien alojarse en residencias; si la vejez tiene también aspectos positivos; etc.

Como quedaron muchas cosas en el tintero, os propongo que retoméis el tema interviniendo a continuación.

Recordad que el castellano tiene sus normas para escribir correctamente.