Intemperie

Pocos títulos son tan acertados como éste para una historia que nos atrapa desde el principio, con un niño escondido en la tierra y oyendo el eco de las voces de los que le llamaban. La posición inverosímil en la que se halla, tumbado sobre un costado y con apenas espacio para moverse, nos lleva a preguntarnos: ¿quién es ese niño?, ¿por qué ha huido? Si seguimos leyendo, vamos encontrando algunos atisbos de respuesta, como cuando se alude a los galgos, en cuyos costados flamean líneas rojas, recuerdos de fustas de sus amos, “las mismas que en el secarral sometían a niños, mujeres y perros”.

En efecto, estamos ante una historia de violencia y sometimiento, que se desarrolla en un lugar seco, sin apenas vegetación que nos proteja del ardiente sol, a la intemperie, como el propio título sugiere. Y empleo la primera persona, porque Jesús Carrasco consigue, desde la primera línea, meternos en la piel de ese niño, especialmente desvalido, que lucha frente a todo: su familia, el alguacil, la naturaleza que le rodea.

Es una novela de emociones fuertes y sentimientos contenidos. No se sabe nada de los personajes, ni su nombre; tampoco del lugar donde se desarrollan los hechos. Pero tanto a unos como a otro los percibimos como reales, como si los conociéramos de toda la vida. Uno, no obstante, piensa, tratando de ubicar la historia, en la tierra natal del autor, Extremadura, y más concretamente la provincia de Badajoz, la inmensa llanura que la atraviesa de parte a parte. Pero es lo de menos, porque lo verdaderamente relevante es que los personajes, el niño y el viejo, carecen de protección alguna, como los escasos animales que les acompañan, que tienen las mismas necesidades que ellos.

Leyendo Intemperie, nos viene a la memoria el Lazarillo de Tormes, pues en ambas novelas los jóvenes protagonistas, condicionados por su pasado, huyen del ambiente familiar en el que les ha tocado vivir e inician un proceso de aprendizaje que les llevará a madurar y adquirir los rudimentos del juicio. La diferencia estriba en que Lázaro aprendió a sobrevivir en la indignidad, pues acaba casado con la barragana del Arcipreste de Toledo, probablemente porque sus amos eran más pícaros que él; mientras que el niño de la novela que comentamos aprende a vivir con honradez, pues su maestro es un hombre especialmente íntegro y solidario.

Pero, por encima de la gran historia que cuenta, Intemperie tiene interés por el estilo en el que está escrita, con un lenguaje rico, por la extraordinaria variedad de términos utilizados, y preciso, por la exactitud sobre todo al nombrar los distintos elementos de la naturaleza.  A esto hay que añadir la habilidad en el uso de técnicas narrativas, en particular, la capacidad–poco extendida entre los novelistas- de sugerir más que decir, como por ejemplo la amistad entre el niño y el viejo (“se incorporó hasta quedarse sentado en la manta y buscó la mirada del cabrero, pero éste no le prestó atención. A su lado, el cuenco que vació la noche anterior volvía a estar lleno de gachas con leche recién ordeñada. Tomó el tazón entre sus manos y notó la tibieza de la madera. Buscó de nuevo los ojos del pastor y, aunque sabía que no le iba a mirar, levantó el alimento hacia él en señal de gratitud.”). También el saber anticipar los hechos antes de que sucedan, como la llegada del alguacil (“Mientras estuvo observando al tullido, no logró hilvanar dos pensamientos seguidos y su mente sólo se entretuvo en recorrer fascinada el extraño cuerpo postrado. Únicamente habría necesitado un par de minutos de lucidez para recordar las huellas de los caballos separándose junto a la alberca (…) Tampoco fue capaz de distinguir la línea amoratada que había dejado la soga…”). Y la habilidad para utilizar la elipsis, como cuando se omite la paliza que propinan al viejo, porque son más relevantes sus efectos (“Pasó la noche acurrucado junto al viejo inmóvil. Corría una brisa tibia aderezada con el rumor de algunas cabras nerviosas. Al hombre le ardía la frente y gemía en sueños su dolor como una salmodia ininterrumpida y acromática.”).

Extraordinario debut de Jesús Carrasco en el mundo de la novela, pues, como ha escrito algún crítico recientemente, una vez que se ha leído Intemperie, es difícil quitársela de la cabeza.

Suite francesa

El proyecto del libro comprendía cinco partes; pero Irène Némirovsky sólo pudo escribir las dos primeras, pues fue detenida por los gendarmes franceses y deportada al campo de concentración de Auschwitz, donde la asesinaron el 17 de agosto de 1942. Las escribió en un cuaderno con letra minúscula para economizar la tinta, que lograron salvar sus dos hijas, de forma casi milagrosa, en el interior de una maleta, mientras huían de la persecución nazi.

Como dice Myriam Anissimoc en el prólogo, Suite francesa es un retrato sobrecogedor de la Francia ocupada por los nazis, durante la segunda Guerra Mundial: miles de refugiados huyendo de París; automóviles cargados de muebles, parados sin gasolina en mitad de la carreteras; familias burguesas, con temor de mezclarse con el pueblo llano y preocupadas únicamente por salvar su dinero y  joyas; un cura conduciendo a un grupo de huérfanos, que acaban asesinándolo; etc.

En la primera parte, “Tempestad en junio”, la huida de los refugiados hacia Tours pone de manifiesto las miserias humanas, la falta de solidaridad en los lugares por donde pasaban: “¡Qué cansados parecen! ¡Qué calor deben estar pasando! –decía la gente, pero a nadie se le ocurría invitar a su casa a alguno de aquellos desventurados, dejarlo entrar en uno de aquellos paraísos de sombra que se adivinaban vagamente detrás de las casas…”. También el esteticismo clasista de personajes, como Charles Langelet, embebido en el mundo del arte, que se siente superior al resto de los hombres: “¡pobre chusma! ¿Qué les preocupaba? ¿Lo que comerían? ¿Lo que beberían? Él pensaba en la catedral de Ruán, en los castillos del Loira, en el Louvre… Una sola de sus venerables piedras valía más que mil vidas humanas.” Y el egoísmo de los ricos: “La caridad cristiana, la mansedumbre de los siglos de civilización se le caían como vanos ornamentos y dejaban al descubierto su alma, árida y desnuda”.

En cambio entre los pobres sí existe la solidaridad: “Entre ellos había piedad, caridad, esa simpatía activa y vigilante que la gente del pueblo no testimonia más que a los suyos, a los pobres, y sólo en circunstancia excepcionales de miedo y miseria”.

Irène Némirovsky demuestra gran habilidad para unir  las diferentes historias que cuenta desde el principio. Los cruces de unas y otras se producen con naturalidad, y en ningún momento tenemos la impresión de algo forzado.

En la segunda parte, “Dolce”, pasa del drama de los refugiados franceses a introducirse en la psicología de los soldados alemanes, que hasta ese momento desconocíamos. Así describe la doble moral de un joven oficial, Kurt Bonnet, al que ordenan abatir a los prisioneros que flaqueen: “lo había hecho sin remordimientos, e incluso de buena gana con quienes le resultaban antipáticos. En cambio, se había mostrado infinitamente humano y compasivo con ciertos prisioneros que le cayeron en gracia”.

Inevitablemente surgen relaciones entre los invasores y los invadidos, unidos por un mismo deseo de libertad, en una sociedad condicionada por normas que coartan a la persona. Lucile, engañada por su marido y despreciada por su suegra, defiende su derecho a mantener la amistad que le une a Bruno, un joven oficial alojado en su casa: “Odio ese espíritu comunitario con el que nos machacan los oídos. Los alemanes, los franceses, los gaullistas, todos coinciden en una cosa: hay que vivir, pensar, amar como los otros, en función de un estado, de un país, de un partido. ¡Oh, Dios mío! ¡Yo me niego! Soy una pobre mujer, no sirvo para nada, no sé nada, pero ¡quiero ser libre!”. Y esto mismo sostiene Bruno, cuando piensa en una Lucile cercana a él, una Lucile que le acompañe a la fiesta con un vestido diseñado por los ojos de su imaginación.

La narración está salpicada de descripciones paisajísticas, de extraordinaria fuerza poética y poder evocador, que tan pronto nos sitúan en la Francia ocupada como nos trasladan a la patria de los invasores alemanes: “aquel viento hosco, frío y puro le recordaba el de su Prusia Oriental. ¡Ah, cuándo volvería a contemplar aquellas llanuras cubiertas de pálida hierba, aquellos pantanos, la extraordinaria belleza de los cielos de primavera, la tardía primavera de los países del norte! Cielo de ámbar, nubes de nácar, juncos, cañas, bosquecillos dispersos de abedules…”

Suite francesa, en suma, profundiza en la vida cotidiana y afectiva, durante la ocupación alemana de Francia. Es la guerra vista desde la perspectiva de las personas concretas, que están afectadas, de una u otra forma, por esta; no es la guerra de los generales que la planifican con la frialdad que da la distancia. Por eso, surgen los sentimientos y la amistad, de tal modo que, cuando los alemanes se disponen a abandonar Francia, con destino al frente ruso, se plantean si los franceses les echaran de menos, pues habían vivido en sus casas, les habían enseñado fotos de su familia, habían comido y bebido con ellos. Y los franceses, por su parte, sienten una especie de melancolía, de calor humano, que les une a los alemanes.

Mujeres escritoras

Zenobia Camprubí Aimar (1887-1956) y Juan Ramón Jiménez, poeta al que estamos leyendo en 4º de ESO, eran muy diferentes: él, idealista, melancólico e introvertido; ella, en cambio, pragmática, alegre y extrovertida. En la relación epistolar que mantuvieron, antes de casarse, Zenobia le echa en cara a Juan Ramón su tristeza y ensimismamiento: “¿Por qué está usted siempre con esa cara de alma en pena?”, “Yo le voy a curar a usted de raíz, pero de raíz”, “¿Para qué le sirven sus benditos versos, si no le florece el corazón nunca, si es usted un ciprés, más parado y sombrío que los del Generalife”.

Tuvo que perseverar Juan Ramón hasta conseguir doblegar las dudas de la joven: “Todos los días –cuenta Rafael Alarcón en su biografía- se sentaba el poeta en un banco de la Castellana, enfrente del piso de los Camprubí, con la esperanza de verla. Allí se lo encontraban sus amigos y conocidos”.

Sin embargo, a partir del momento en que se casaron en Nueva York, el 2 de marzo de 1916, la entrega de Zenobia a Juan Ramón fue absoluta y total, hasta el punto de que sacrificó su propia carrera como escritora –profesión para la que estaba muy dotada- por la de su marido. No sólo hacía las labores del hogar sino que también ejercía de administradora y eficaz secretaria, lo cual le permitía al poeta dedicarse sin preocupaciones a su producción literaria durante el día entero.

Un caso parecido es el de Josefina Blanco (1878-1957), esposa de Valle-Inclán, que abandonó su profesión de actriz para entregarse en cuerpo y alma a su vida matrimonial. Consiguió con esto que el escritor gallego abandonara un estilo de vida bohemio y desordenado.

Pero los ejemplos que más llaman la atención son los de escritoras que ocultaron su personalidad, sobre todo a causa de la desconfianza que inspiraban en la sociedad, que identificaba el papel de la mujer con el de ama de casa. Así, recurrían a mencionar, tras su propio apellido, el de su marido, unidos por un “de”; o a reducir el primer apellido a la letra inicial y en ocasiones a suprimirlo; o a utilizar un nombre falso, como Cecilia Böhl de Faber, que firmaba su obra con el pseudónimo de Fernán Caballero (1796-1877).

Con todo, el caso más significativo es el de María de la O Lejárraga (1874-1974), casada con el conocido dramaturgo Gregorio Martínez Sierra, que actuó de negro de éste escribiendo casi todas sus obras de teatro. Sin embargo, ella sorprendentemente nunca tuvo conciencia de ser explotada por su marido, pues incluso, después de su ruptura matrimonial, siguió “colaborando” literariamente con él. Que una mujer de izquierdas y feminista, como ella, se comportase con ese grado de sumisión sólo puede obedecer a una causa: la sociedad patriarcal en la que le tocó vivir, donde todo giraba en torno al hombre.

Hoy día, aunque las cosas han cambiado, pues se ha conseguido un gran avance, aún estamos lejos de la igualdad entre hombres y mujeres en el mundo de la literatura. El domingo pasado, Rosa Montero, en un artículo publicado en El País Semanal, exponía datos muy significativos: “De los 36 premios Nacionales de Narrativa que ha habido desde la Transición, sólo dos han ido a parar a escritoras. Y entre los 66 premios de la Crítica, sólo hay tres mujeres. (…) En el Nobel sólo hay un 12 % de mujeres (en todas las categorías); en el Goncourt, un 6 %”.  En fin, queda camino por recorrer.

El amor regenera la vida

«Voy por tu cuerpo como por el mundo
tu vientre es una plaza soleada,
tus pechos dos iglesias donde oficia
la sangre sus misterios paralelos,
mis miradas te cubren como yedra,
eres una ciudad que el mar asedia,
una muralla que la luz divide
en dos mitades de color durazno,
un paraje de sal, rocas y pájaros
bajo la ley del mediodía absorto,
vestida del color de mis deseos
como mi pensamiento vas desnuda,
voy por tus ojos como por el agua,
los tigres beben sueño de esos ojos,
el colibrí se quema en esas llamas,
voy por tu frente como por la luna,
como la nube por tu pensamiento,
voy por tu vientre como por tus sueños,
tu falda de maíz ondula y canta,
tu falda de cristal, tu falda de agua,
tus labios, tus cabellos, tus miradas,
toda la noche llueves, todo el día
abres mi pecho con tus dedos de agua,
cierras mis ojos con tu boca de agua,
sobre mis huesos llueves, en mi pecho
hunde raíces de agua un árbol líquido,
voy por tu talle como por un río,
voy por tu cuerpo como por un bosque,
como por un sendero en la montaña
que en un abismo brusco se termina
voy por tus pensamientos afilados
y a la salida de tu blanca frente
mi sombra despeñada se destroza,
recojo mis fragmentos uno a uno
y prosigo sin cuerpo, busco a tientas»
Estos versos, pertenecientes al poema «Piedra de sol» de Octavio Paz (1914-1998), forman parte de mi vida y de la de muchas otras personas que vivieron los últimos años del franquismo. Recuerdo haberlos escuchado, en interpretación de Luis Pastor, con la emoción de quien escucha un himno, un canto al amor como fuerza que regenera la vida, que nos permite volver al principio, donde no hay tú ni yo, mañana ni ayer, sólo dos cuerpos que se aman.
Para los que padecimos los últimos coletazos de la dictadura, escuchar estos versos significó, también, apostar por el cambio, porque, como dice más adelante el poema:
«amar es combatir, si dos se besan
el mundo cambia, encarnan los deseos,
el pensamiento encarna, brotan alas
en las espaldas del esclavo, el mundo
es real y tangible, el vino es vino,
el pan vuelve a saber, el agua es agua,
amar es combatir, es abrir puertas,
dejar de ser fantasma con un número
a perpetua cadena condenado
por una amo sin rostro»
Y es que dos cuerpos desnudos y enlazados tienen el poder de saltar el tiempo y de cambiar el mundo, devolviéndolo a su origen, donde no había clases sociales, ni injusticias, ni desahucios, ni dictaduras.

La ira como respuesta

El País Semanal de ayer, publicó un reportaje sobre las reacciones de ira de las personas, donde se afirma que esta emoción puede tener justificación, cuando nos sentimos amenazados, pues en estas situaciones nos da fuerzas para protegernos. Sin embargo, no suele ser una respuesta eficaz para comunicarse, por lo que tiene de irracional y sobre todo porque “nadie quiere relacionarse con una persona que estalla de forma descontrolada y hace cosas que luego cuesta olvidar”.

Le sucedió ayer al segundo entrenador del Atlético de Madrid que, indignado por las decisiones del árbitro, que en su opinión habían perjudicado gravemente a su equipo, se dirigió a él de forma agresiva y amenazante, una vez  finalizado el partido contra el Real Madrid.

Los profesores, en ocasiones, exasperados por el mal comportamiento de los alumnos, reaccionamos airadamente, en especial los que demostramos quizás una excesiva paciencia con ellos, tolerando actitudes contrarias a la vida académica como: hablar reiteradamente con el compañero, mientras el profesor explica o tiene la palabra otro compañero; proferir tacos o utilizar expresiones malsonantes; hacer manifestaciones insolidarias o discriminatorias hacia determinados sectores sociales; etc.

Personalmente me sucedió hace dos semanas, cuando asistía a la dramatización de escenas de Tres sombreros de copa por los alumnos de 4º de ESO y uno de ellos destacó los defectos en la interpretación de sus compañeros. No supe o no puede controlarme y respondí con ira a sus comentarios, generando un clima de crispación en la clase. Afortunadamente, otros alumnos o, para ser exactos, otras alumnas, intervinieron con la intención de calmarme y lo consiguieron.

Pero también entre el alumnado se producen estas reacciones, que con frecuencia tienen su origen en el ambiente donde viven, pues las personas, cuando son niños o adolescentes, actúan por imitación. En estos casos, somos los profesores los que llamamos la atención sobre la necesidad de controlar la ira y buscar alternativas más saludables para mostrar el enfado, como localizar el motivo del mismo y preguntarse si justifica la respuesta, es decir, pensar antes de actuar.

En el ámbito literario, igualmente, se dan reacciones descontroladas que desencadenan consecuencias dramáticas, como la de Sempronio y Pármeno que acaban matando a la vieja Celestina, porque esta se niega a compartir con ellos la parte del botín que le había entregado Calisto; o en La vida es sueño, la de Segismundo,  encerrado desde su nacimiento por la predicción de un horóscopo, que se comporta de modo despótico lanzando por la ventana a un criado, cuando su padre lo pone a prueba en palacio.

Así pues, no faltan ejemplos, ni en la vida ni en la literatura, de reacciones coléricas, como si las personas y los seres de ficción necesitáramos escenificar el enfado para hacerlo más real. Quizá nos falte entrenamiento y pensar más en los demás para controlarnos.

Seda

“La palabra seda sugiere amabilidad, dulzura, sutileza, elegancia, suavidad, transparencia. Así, es la novela de Alessandro Baricco: amable, dulce, sutil, elegante, suave, transparente. Avanzamos en su lectura de modo imperceptible, con la sensación de que cada palabra, cada expresión, cada frase está exactamente donde debe estar. Todo matemáticamente calculado. Cada secuencia enlaza con la anterior; no hay saltos bruscos en el tiempo, aunque el tiempo avanza, los años se suceden y la historia de amor, como contemplada desde fuera por sus protagonistas, se desarrolla de modo sutil, elegante, como las historias imaginadas. Se funden la ocupación de Hervé Jonkour, de comprador y vendedor de gusanos de seda, con la historia de amor vivida por él, que surge inesperadamente, aunque de forma silenciosa, sin que medie el lenguaje verbal. Bastan unos ojos que miran con intensidad desconcertante, unos labios que rozan el punto exacto de la taza, en la que el enamorado ha bebido, y un país diferente, aislado del mundo, al que Hervé viaja cada año en las mismas fechas, un país donde los sentidos tienen valores impensables en occidente, donde el tiempo se inmoviliza y la vida se vuelve ingrávida.

Así es la novela de Baricco: silenciosa, como los sueños, como la propia lectura y, al final, cuando pensamos que está todo dicho, un giro sorprendente: las historias de la mujer y la amante se entremezclan en una pirueta que nos sumerge en un lago de melancolía.”

Esta fue la breve reseña que publiqué en el número 17 de ¡BUFP…!, revista cultural del IES Gran Capitán. Han pasado 14 años, desde entonces, y he vuelto a leer Seda para el club de lectura. Sigo haciendo mías estas palabras.

Reivindicando a Orwell

A diferencia de Un mundo feliz de Aldous Huxley o Fahrenheit 451 del propio George Orwell, 1984 es un novela de ciencia-ficción cuya lectura me ha interesado desde el principio. Quizá sea, porque cuenta una historia en la que puedes introducirte, identificándote con el protagonista en su rebeldía contra el Gran Hermano, que vigila a todas las personas; o quizá por esa capacidad de adelantarse al futuro que demostró Orwell, describiendo el sometimiento del individuo a quien detenta el poder, llámese Partido, como en la novela, o Trilateral, como hace algunos años, o Banco Central Europeo, como sucede en la actualidad.

Mi interés, además, ha ido creciendo a medida que avanzaba en la lectura. Me ha gustado especialmente cómo cuenta la relación entre Winston, el protagonista, y Julia: desde que él sospecha equivocadamente que ella es una agente de la Policía del Pensamiento, pasando por la primera cita, en medio de extraordinarias medidas de seguridad, hasta que los detienen, los torturan  y les lavan el cerebro, de tal manera que acaban ignorándose mutuamente. Esta relación marca un antes y después en la novela, pues con la aparición de los sentimientos, la historia se aproxima a la vida real y participamos de las inquietudes de los personajes, de su miedo a ser descubiertos, de su amor.

Los “proles”, que hasta entonces habían aparecido como un colectivo anónimo, al margen del Partido, cobran vida en la figura de la mujer gorda que tiende la ropa y a la que, en un momento determinado, Winston reconoce como un ser humano con su propia historia personal y como una esperanza para el futuro: “La mujer de abajo no se preocupaba de sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón cálido un vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos hijos habría tenido. Seguramente unos quince. (…) Su vida se había reducido a lavar, fregar, remendar, guisar, barrer, sacar brillo, primero para sus hijos y luego para sus nietos durante una continuidad de treinta años. (…) En todas partes, centenares o millares de millones de personas como aquella, personas que ignoraban mutuamente sus existencias, separadas por muros de odio y mentiras, y sin embargo exactamente iguales; gentes que nunca habían aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus corazones, en sus vientres y en sus músculos la energía que en el futuro había de cambiar el mundo”.

Sin embargo, el final de 1984 no puede ser más desalentador y, al mismo tiempo, brillante desde el punto de vista literario: el último hombre de Europa –título que quiso ponerle Orwell a su novela- renuncia, después de terribles torturas, a sus emociones más profundas; borra de su mente el último ápice de rebeldía; y acaba amando al Gran Hermano. No podía ser de otra manera, porque la solución no es individual; sólo la unión entre todos los miserables del mundo, entre todos los explotados –en palabras de Carlos Marx- puede conseguir el cambio. Y esto vale también para la actualidad.

La preocupación por la opinión ajena

Al explicar en clase La Regenta, novela del siglo XIX, nos planteamos los factores que influyen  en el comportamiento humano. Según los escritores naturalistas, éste es producto de la herencia genética y del ambiente en el que viven las personas. Así, se considera a esta obra de Clarín como naturalista, porque la sociedad conservadora de Vetusta ejerce una presión extraordinaria sobre todos los personajes, fundamentalmente sobre Ana Ozores, que es marginada, cuando se conoce en la ciudad su relación adultera con Álvaro Mesía y éste mata en duelo al marido agraviado:

“Sí, sí, el escándalo era lo peor; aquel duelo funesto también era una complicación. Mesía había huido y vivía en Madrid… Ya se hablaba de sus amores reanudados con la Ministra de Palomares… Vetusta había perdido dos de sus personajes más importantes… por culpa de Ana y su torpeza.
Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. No fue a verla nadie. Ni siquiera el Marquesito, a quien se le había pasado por las mientes recoger aquella herencia de Mesía. La fórmula de aquel rompimiento, de aquel cordón sanitario, fue esta:
-¡Es necesario aislarla!… ¡Nada, nada de trato con la hija de la bailarina italiana!”

En la historia de la literatura española, hay casos más desgraciados que el de esta mujer. Por ejemplo, en El médico de su honra, obra compuesta  por Calderón de la Barca, en el siglo XVII, doña Mencía es asesinada por su propio marido, don Gutierre, porque éste sospecha, aunque carece de pruebas, que le es infiel; es decir, que lo primero para él es mantener su reputación pública a salvo de cualquier publicidad.

También en La casa de Bernarda Alba, drama escrito por Federico García Lorca, en el pasado siglo, toda la acción está condicionada por la opinión ajena y por el temor a la murmuración, lo cual provoca las quejas amargas de las hijas de Bernarda, que esperan infructuosamente la llegada de un varón:

“AMELIA.- De todo tiene la culpa esta crítica que no nos deja vivir (…)

MAGDALENA.- Hoy (…) nos pudrimos por el qué dirán.”

Incluso, después del suicido de Adela, Bernarda quiere ocultar la realidad -que esta ha mantenido relaciones con Pepe el Romano- aparentando que nada extraño ha ocurrido:

“¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestidla como si fuera una doncella! ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen!”

Los ejemplos se suceden, a lo largo de nuestra historia de la literatura, porque la preocupación por las apariencias, por el qué dirán, es una constante en la sociedad española, sobre todo en los pueblos y en las pequeñas ciudades. Cabe preguntarse, pues, ¿hasta qué punto influye hoy día esta preocupación en la conducta de las personas?

A sangre y fuego

Ha sido para mí un auténtico descubrimiento la lectura de A sangre y fuego, libro de relatos escrito por Manuel Chaves Nogales, en 1937, semanas después de que cruzara la frontera de los Pirineos, abatido por la violencia ejercida por los dos bandos, durante la guerra civil, y con la convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar.

Son muchos los valores literarios de este libro (el lenguaje directo y cuidado;  la perfecta construcción de los relatos; la eficacia narrativa con la que los cierra; etc.), aunque brilla especialmente en las descripciones: “Desde Madrid la guerra se veía como el flujo y reflujo de una gigantesca marea humana cuyas oleadas impresionantes iban a romperse en el acantilado del frente. De toda la España republicana llegaban millares y millares de hombres enrolados voluntariamente para combatir al fascismo. Los trenes militares volcaban día tras día sobre la capital masas compactas de combatientes reclutados en los últimos rincones de la península. Las comarcas prósperas, Cataluña y Valencia, mandaban sus columnas de milicianos soberbiamente equipadas; las míseras aldeas de Castilla y Extremadura enviaban casi desnudos y armados con viejas e inservibles escopetas a sus hombres del campo, duros y secos como sarmientos, que por primera vez saciaban en los cuarteles de las milicias su hambre milenaria.”

Ahora que se habla tanto desde Cataluña de agravios históricos por parte de España, resultan esclarecedores pasajes como éste, que ponen de manifiesto las auténticas desigualdades que siempre han existido entre las regiones de nuestro país.

Desde el primer relato, de título significativo, “¡Masacre! ¡Masacre!”, se aprecia la información de primera mano de la que dispone Chaves Nogales, que trabajaba como periodista en el Heraldo de Madrid, cuando estalla la guerra. La violencia es ejercida por los dos bandos en conflicto: el fascista con los bombardeos indiscriminados sobre la capital, que provocan centenares de víctimas inocentes; y el republicano con las feroces represalias. En “Gesta de los caballistas” nos descubre el papel activo, durante el conflicto, de la iglesia católica, con el personaje del cura formando parte de los grupos que van a cazar rojos.

En ocasiones, como en “Y a lo lejos, una lucecita”, nos puede parecer parcial e injusto, cuando establece un fuerte contraste entre “los vastos salones del palacio, cubiertos de ricos tapices” y “la oscura masa de familias aldeanas fugitivas”, que los ocupaban con “sus sucios petates, sus cacharros de cocina, su enjalmas y sus aperos”; o en “Los guerreros marroquíes”, cuando se describe a estos como guerreros natos y leales a los pactos de amistad, luchando contra masas enormes de soldados rojos “que se hacían matar o huían como conejos”. Tal vez le falte algo de comprensión para entender la miseria en la que vivían las personas, que formaban parte de esas «masas».

Sin embargo, predomina en el libro la imparcialidad, pues Chaves Nogales trata de contar los hechos poniendo de relieve el comportamiento violento y cruel de unos y de otros; las acciones más deleznables, como consecuencia del miedo. No entra en el origen de la guerra civil y huye de los estereotipos que los dos bandos han utilizado para criticar al contrario, pues no mitifica ni justifica a nadie. Quizá este planteamiento doliera a los republicanos de aquella época, que combatieron valientemente frente a los fascistas, para defender la democracia; pero los nueve relatos de este escritor sevillano muestran, por encima de las cuestiones políticas, la terribles consecuencias de la guerra civil, que acabó costando a nuestro país más de medio millón de muertos. “Podía haber sido más barato”, afirma el propio autor en el prólogo.

Probablemente, el personaje que mejor refleja el pensamiento de Chaves Nogales sea Daniel, protagonista  del último relato, que le dice al consejo obrero que ha decidido despedirle de la fábrica, porque no forma parte del sindicato: «Yo servía al patrón… La fábrica era suya; él mandaba y nosotros los trabajadores obedecíamos. Procuraba estar a buenas con él. Vosotros luchabais; yo no. (…) Vosotros queríais ser los dueños de la fábrica; yo no lo he soñado nunca. ¡Ya sois los amos! ¡Ya mandáis! No os pido más sino que me dejéis vivir y trabajar como me dejaba el patrón. (…) Yo no era de los vuestros, no estaba en vuestro sindicato, pero tengo derecho a la vida y al trabajo. ¡No vais a ser peores que los burgueses!»

Ambos, autor y personaje de ficción defienden lo mismo: la libertad como derecho inalienable de la persona.

Corrupción

Mariano José de Larra pretende con sus artículos periodísticos educar a los ciudadanos españoles, poniendo de relieve costumbres y comportamientos que considera inadecuados. Cuando les pregunté a los alumnos de 4º de ESO qué aspectos negativos mejorarían en la sociedad española actual, hubo coincidencia en criticar la corrupción en la política. Curiosamente, en una entrevista publicada hoy en El País, Bo Rothstein, director del Instituto para la calidad de los Gobiernos, a la pregunta de cuáles son las fuentes principales de insatisfacción en el mundo, responde que, en primer lugar, la falta de salud y, en segundo lugar, la falta de confianza social, es decir, la percepción de que gobiernan políticos corruptos e ineficaces, que buscan su interés y no el de la población.

Pero los comportamientos  deshonestos no tienen que ver solo con la política. Sin ir más lejos la semana pasada se estrenó la película “El lobo de Wall Street”, basada en la vida de Jordan Belfort, bróker estadounidense que se hizo rico, en la década de los 90 del siglo pasado, vendiendo bonos basura, mediante todo tipo de técnicas fraudulentas. La película de Martin Scorsese te transmite, desde el principio, una sensación de nerviosismo e intranquilidad, a causa de la vida trepidante de este personaje, adicto al dinero, al sexo y a la cocaína, que llega a resultar incómoda al espectador, incapaz de desviar la mirada de la pantalla.

Los excesos, tanto en su vida laboral como personal, acabaron pasando factura a Jordan Belfort, que fue detenido por el FBI y condenado a solo 22 meses de cárcel, por colaborar con la justicia proporcionando información sobre otros estafadores, y a devolver 100 millones de dólares a los accionistas que había estafado. La película acaba bien, porque el infractor de las leyes paga por los delitos cometidos y, además, se redime dando charlas motivacionales en las que explica cómo acabó siendo devorado por su desmedida ambición.

Sin embargo, esto no es lo habitual. Para darse cuenta, nada más hay que mirar el panorama español con los numerosos casos de corrupción investigados, en los que los culpables salen indemnes. Por eso, no es  de extrañar que nuestro alumnado y los expertos internacionales en ciencia política coincidan en su percepción de los problemas más importantes que tiene la sociedad.