Vigencia de Entre visillos

“Las mezquindades de la burguesía de posguerra, anquilosada en sus prejuicios y temerosa de cualquier mudanza, nos suministró a los prosistas de entonces una gran cantera de inspiración”. Así, se expresa la propia Carmen Martín Gaite, al analizar los cuentos de un escritor contemporáneo suyo, Ignacio Aldecoa, y esto mismo se podría decir de su novela Entre visillos (1958), donde cuenta la vida de una serie de personajes, pertenecientes a esta clase social, en el ambiente cerrado y agobiante de una ciudad de provincias, en plena dictadura franquista:

“Mercedes se salió del portal y la cogió por un brazo. Se puso a tirar hacia dentro y la otra se debatía riendo a pequeños chilliditos.

-Ay, ay, bueno, ya, que me tiras…

-Venga, déjanos en paz, si estás muerta de ganas…

Julia, apoyada en la pared, las miraba sin intervenir.

-Anda, no hagáis el ganso -dijo-. Os mira la gente.

La amiga, ya libre, se arregló las horquillas, sofocada.

-¿Pero tú ves las trazas que me ha puesto? No debía subir.

Subieron. Iba haciendo remilgos todavía por la escalera.

-Mira que eres faenista. Luego se me hace tarde. Si no fuera por lo bien que se está en el mirador…”

En este fragmento del inicio de la novela se aprecian los principales rasgos de la misma: el protagonismo fundamentalmente femenino; la perfecta imitación del habla coloquial; la preocupación por la opinión ajena que condiciona la vida de estas mujeres; la costumbre de mirar entre visillos, desde el interior de la casa, la realidad exterior, que se sugiere con la referencia al mirador; etc. 

Carmen Martín Gaite representa la vida ordinaria en una ciudad, sin ningún tipo de aderezo o falsedad, lo que nos hace creíble la historia; pero aún le da mayor credibilidad cómo estos personajes evolucionan y algunos de ellos se muestran inconformistas, rebelándose, de alguna forma, contra el ambiente provinciano, que les asfixia, como Julia que decide marcharse a Madrid con su novio, sin el permiso de su padre, el cual se opone a esta relación; o su hermana Natalia, quien influida por Pablo, rompe con el modelo tradicional de mujer, cuya vida se orienta irremisiblemente a la búsqueda de marido, tomando la determinación de estudiar una carrera universitaria para realizarse así como persona;  o la misma Elvira, que se empeña en ser una mujer independiente y segura de sí misma, aunque al final acabe aceptando un matrimonio del que no está muy convencida. 

Y lo más interesante es que dos de estos personajes, Pablo y Natalia, contribuyen a narrar la historia, desde su perspectiva, ella con un enfoque claramente intimista y subjetivo, por su corta edad y porque se trata de un diario personal; y él con una orientación más reflexiva y crítica sobre la España de aquella época. Ambos, además, entablan una relación de amistad y acaban coincidiendo en su oposición al ambiente opresivo que les rodea, aunque a Natalia le cuesta asumirlo, como refleja esta conversación que mantienen en un café: 

“—¿De qué se ríe? 

—De que estoy pensando si viniera mi padre. 

—¿Viene aquí? 

—A todos los cafés va. 

—Ojalá viniera ahora, para que me lo presentara usted. 

—¿Para qué? 

—Para que yo le hablara de eso de sus estudios. A ver si me explicaba él los inconvenientes que tiene para dejarla hacer carrera. Porque con usted no me entero. 

Pareció asustarse. 

—Huy, no, por Dios, si viene no le diga nada. 

—Pero, qué es lo que pasa con su padre, ¿le tiene usted miedo? Las cosas hay que hablarlas”.

Las dos voces de Pablo y Natalia se entremezclan con la narración objetiva en tercera persona, característica del realismo objetivista en el que se suele encuadrar la novela, lo cual hace que Carmen Martín Gaite trascienda esta corriente literaria y nos permite, además, a nosotros, los lectores, conocer la realidad de una forma más completa y global.

No parece que hayan pasado más de sesenta años desde la publicación de Entre visillos, porque, aunque la situación social y política de España ha cambiado sensiblemente -ya no vivimos en una dictadura sino que disfrutamos de una democracia- permanecen la frescura y autenticidad de los diálogos, y el protagonismo de las mujeres inconformistas, que luchan por sus derechos, particularmente las citadas Julia, Natalia y Elvira, le confiere gran actualidad.

Cubierta del libro Carta de una desconocida

El inicio de la carta que recibió el novelista R. en su casa no puede ser más desgarrador: “Mi hijo murió ayer. Durante tres días y tres noches he tenido que luchar con la muerte que rondaba a esa pequeña y frágil vida”. La autora de la misma sólo quiere compartir su desolación y su íntimo secreto con este hombre del que siempre ha estado enamorada, aunque él no lo ha sabido nunca. Cuenta su historia con sencillez, delicadeza y mesura, muy lejos del estilo retórico y altisonante de los folletines románticos, lo cual le da visos de autenticidad. Quizá por esto nos atrapa desde el principio, sin darnos tregua hasta el final, revelando poco a poco los pormenores del secreto, sin detenerse en detalles innecesarios, centrándose en lo esencial del mismo, que son los sentimientos de ella, que por la persistencia en el tiempo llegan a parecernos abrumadores. 

Pero, al mismo tiempo que nos introducimos en la psicología de esta mujer desconocida y conocemos su desgraciada historia, sentimos un cierto desasosiego por lo que debe estar experimentando el personaje del escritor, que lee la carta: si lamenta no haberla reconocido en los encuentros que tuvo con ella, si siente el deseo de volverla a ver, si se considera culpable de alguna manera por lo sucedido… 

En este sentido, Stefan Zweig demuestra una extraordinaria capacidad para sugerir mucho más que lo que cuenta, pues lo que sabemos sobre el destinatario de la carta es únicamente a través de la mujer desconocida, que sin duda está condicionada por la indiferencia de él. Sólo al final se nos da a entender algo sobre su estado anímico: “Él dejó caer la carta, las manos le temblaban. Entonces empezó a cavilar durante un buen rato. Recordaba vagamente a una niña vecina suya, a una joven, a una mujer que había encontrado en un local nocturno, pero era un recuerdo poco preciso y desdibujado, como un piedra que tiembla en el fondo del agua que corre”.

La estructura “in extrema res”, porque la novela se inicia en el punto final de la historia, cuando el novelista R. llega a su casa y ya ha pasado todo lo que se cuenta, supone aplicar un orden artificial, que no se corresponde con la sucesión cronológica normal de los hechos; pero resulta muy eficaz literariamente, pues vamos a conocer el secreto de la mujer, al mismo tiempo que él lee la carta, con lo cual le acompañamos en su más que probable desasosiego.

Cabe preguntarse por qué esta mujer se enamora de una forma tan obsesiva, casi patológica, desde que era una niña, aunque ella misma nos da alguna pista: “Antes de que tú mismo te hicieras presente en mi vida, había ya un nimbo alrededor de ti, una aureola de riqueza, de un ser especial y misterioso. Todos, en aquella casa del barrio bajo –quienes llevan una vida estrecha sienten curiosidad hacia un recién llegado-, esperábamos con impaciencia tu aparición”. Es decir, la atracción que siente no sólo es hacia la persona del escritor, sino también hacia la forma de vida desahogada y todo lo que rodea a esta: el mayordomo, el lujo, la sensibilidad…

La mujer desconocida se deja morir porque para la persona a la que ha amado durante toda su vida ella no existe, puesto que jamás la ha reconocido ni recordado: “No te dejo ninguna fotografía ni ninguna señal, del mismo modo que tú no me has dejado nada y nunca me reconocerás, nunca. Era mi destino en la vida; que lo sea también en la muerte, pues. No quiero llamarte para que acudas en mi última hora, me voy sin que conozcas mi nombre ni mi cara. Muero fácilmente porque tú desde lejos no puedes sentirlo”.

La referencia final al jarrón vacío, donde él solía poner las rosas blancas, ignorando que era ella quien las enviaba, y donde se detuvo su mirada, una vez leída la carta, es un símbolo del amor eterno, pues ambos acaban unidos de algún modo para siempre.

Representa a muchas otras mujeres

Desgracia impeorable (1972) es un libro donde Peter Handke, Premio Nobel de Literatura de este año, no sólo evoca la figura de su madre, que se suicidó unos meses antes, sino que además reflexiona sobre su vida. Se refiere a su nacimiento en un ámbito patriarcal, cerrado y machista, donde las mujeres no tenían ninguna posibilidad de hacer algo diferente a lo que estaba previsto de antemano: casarse, para estar siempre subordinada al marido, formar una familia y tener hijos. Pero ella, desde pequeña, se reveló como una alumna inteligente, a la que los profesores le daban las mejores notas y que, pasado el tiempo, quiso aprender: “La cosa empezó así: de repente a mi madre le entraron ganas de hacer algo: quería aprender alguna cosa; porque aprendiendo, cuando era niña, había sentido algo de sí misma. Fue como cuando uno dice: «Me siento a mí mismo». Por primera vez un deseo; y un deseo, además, que se formula, una y otra vez, un deseo que al final se convirtió en una idea fija. Mi madre contaba que le había «mendigado» a mi abuelo que le dejara aprender algo”. 

Se marchó a la ciudad, coincidiendo con el surgimiento del nazismo, una experiencia de vida en común, que en principio despertó grandes expectativas en el pueblo y que le ayudó a salir de sí misma y a hacerse independiente, porque se sentía una mujer distinta, con una naturaleza vital y dinámica. Pero la vida le dio la espalda, porque no llegó a aprender nada que le permitiera realizarse como persona, y porque se casó con un hombre al que no quería y que además la maltrataba. Acabó entrando en el sistema, y se transformó en una mujer mezquina y hacendosa; dejó de ser ella misma, si es que alguna vez lo había sido, y se convirtió en un tipo. Con la gente apenas contaba y de las cosas sólo podía disponer en pequeñas cantidades: “los zapatos del domingo no había que ponérselos durante la semana; cuando se venía de la calle había que colgar enseguida el vestido en la percha; la cesta de malla de la compra no era para jugar; el pan tierno, mañana. (Incluso el reloj que me regalaron para la confirmación, inmediatamente después de la ceremonia me lo quitaron y lo guardaron bajo llave.)”.

Con el paso del tiempo, empezó a encontrarse poco a poco a sí misma; leía periódicos y libros, aunque, al hacerlo, siempre establecía una relación con su propia vida, con lo que habría podido ser y no había sido; nunca en relación con el futuro, con lo que aún podría ser: “Está claro que estos libros los leía siempre como historias del pasado, nunca como sueños del futuro; allí encontraba ella todo aquello que se había perdido y que ya nunca más volvería a recuperar. Ella misma se había quitado de la cabeza, demasiado pronto, cualquier idea de futuro. Así, esta segunda primavera en realidad era ahora sólo una transfiguración de aquello que uno había vivido junto con los demás. La literatura no le enseñaba a pensar en sí misma de ahora en adelante, sino que le decía que era demasiado tarde para esto”.

Comenzaron los dolores de cabeza, el insomnio, la pérdida transitoria de la memoria, y la soledad: “No aguanto en casa y por esto voy corriendo de un lado para otro por los alrededores, da igual por dónde sea. Ahora me levanto algo más pronto; para mí es el momento más difícil, tengo que obligarme a hacer algo para no meterme otra vez en la cama. En estos momentos no sé qué hacer con mi tiempo. Hay una gran soledad en mí, no tengo ganas de hablar con nadie”.

Todos estos sinsabores y decepciones la llevan a pensar en el suicidio, que prepara con toda meticulosidad: “De verdad que me gustaría estar muerta, y cuando voy por la calle me entran ganas de dejarme caer cuando oigo un coche que viene a toda velocidad”. 

Mientras escribe sobre su madre, Peter Handke reflexiona sobre sí mismo, porque, al recordarla, recuerda su propia vida, sus propios recuerdos, donde hay más cosas que personas, y de estas solo detalles (cabellos, mejillas, cicatrices… ); y reflexiona también sobre el proceso de escritura, sus dudas sobre si está siendo excesivamente franco, sin lograr distanciarse del relato, como le sucede habitualmente, al escribir otros libros: “Pero a veces, trabajando en esta historia, me he hartado de tanta franqueza y de tanta honradez y he deseado ardientemente escribir algo en lo que pudiera mentir un poco y en lo que pudiera disfrazarme, por ejemplo, una obra de teatro (…) Porque habitualmente lo que ocurre es que parto de mí mismo y de mis asuntos; a medida que voy avanzando en la escritura me voy liberando de todo ello y al final dejo a mis asuntos, y a mí mismo, seguir su camino como producto de mi trabajo, como mercancía que ofrezco”.

En efecto, no parece haber ninguna mentira en este libro, todo suena a auténtico, porque Handke no logra distanciarse lo suficiente: sólo la vida desgraciada de su madre, que incluso después de muerta estaba necesitada de amor, y él recordándola y escribiendo con objetividad, quizá como terapia para superar el dolor, a través de la palabra, para aclarar su mente y acabar con el embotellamiento en el que se encontra. Pero acaso esta madre no es una mujer especial sino que representa a muchas otras, que, como ella, no pudieron realizarse como personas.

Bartleby

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Leyendo Bartleby, el escribiente, me viene a la mente el existencialismo de Albert Camus, quien reconoció la influencia de esta novela de Herman Melville en su obra. En efecto, tanto Mersault, protagonista de El extranjero, como Bartleby comparten un sentimiento de apatía e indiferencia con respecto a la realidad, que en el caso de éste último se resume en la frase “Preferiría no hacerlo”, que repite una y otra vez, negándose a realizar su trabajo. También recuerda a los personajes de las novelas de Franz Kafka, pues se trata de un antihéroe trágico que se siente acosado no se sabe muy bien por qué, como el Gregorio Samsa de La metamorfosis, que despierta una infausta mañana convertido en un enorme insecto; o Josef K., que protagoniza El proceso y que es arrestado, juzgado, condenado y ejecutado, supuestamente por un delito, que nunca se sabe cuál es; o, en fin, el protagonista de El castillo, el agrimensor K. que lucha en vano por acceder a al castillo para realizar un trabajo que ignora en qué consiste. Incluso la actitud de Bartleby puede recordar movimientos de resistencia pasiva, como el llevado a cabo por Gandhi, negándose a colaborar con el Imperio Británico, que a la larga dio sus frutos, logrando la liberación de la India y Pakistán.

Pero la novela Herman Melville, publicada bastantes años antes, hay que analizarla en su época, mediados del siglo XIX, cuando se produce la Revolución Industrial en Estados Unidos, una revolución  que defraudó las expectativas de la clase obrera, que realizaba un trabajo alienante, durante largas jornadas, en condiciones penosas y a cambio de un escaso salario. Y también hay que tener en cuenta el subtítulo de las ediciones en inglés de la obra, “Una historia de Wall Street”, nombre de la calle donde se encuentra la bolsa de Nueva York, es decir, el mundo financiero de Estados Unidos.

En este contexto, Bartleby, el escribiente se puede entender como una crítica al sistema capitalista y, en particular, al trabajo deshumanizador. El protagonista, que había trabajado antes en la Oficina de las Cartas Muertas, es decir, cartas llenas de vida, pero que carecen de destinatario, se niega ahora a desarrollar su nueva ocupación de copista de textos que tampoco se dirigen a nadie. Son dos trabajos alienantes que no le producen ninguna satisfacción y que no le permiten realizarse como persona. Por eso, su “preferiría no hacerlo” representa la negativa a colaborar con el sistema, pues no está dispuesto ni a producir ni a consumir.

Claro que se han barajado otras interpretaciones: un ejercicio de libertad de Bartleby frente a un destino arbitrario y determinista; la muestra de un caso de depresión, ya que el protagonista presenta todos los síntomas, como la ausencia de motivación o la pérdida del deseo de vivir; el anuncio del hombre aplastado y mecanizado de las grandes ciudades, como Nueva York, donde se desarrolla la historia; la inutilidad de la vida; etc. 

Mención aparte merece el narrador de esta historia que corresponde a un abogado prudente y metódico, que no revela su identidad y que tuvo trabajando a Bartleby en su despacho, junto a otros tres escribientes más. Su actitud no deja de sorprendernos, pues duda entre la simpatía hacia su empleado y la desesperación que le produce su desobediencia: “Con cualquier otro hombre me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba”.

No obstante, estas dudas las compartimos los lectores, a quienes Bartleby nos acaba resultando entrañable, pues, a pesar de su negativa a trabajar, no muestra la menor incomodidad, enojo o impaciencia, cuando le dice a su jefe ”Preferiría no hacerlo”. La misma fórmula que emplea, que no es exactamente un rechazo sino una preferencia, contribuye a esta cordialidad y cercanía hacia el personaje.

El mensaje final de esta novela corta, que no fue entendida en su época, se resume en la última frase. “¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!, pues la actitud de no acción de este personaje y su destino final, se interprete como una crítica al sistema capitalista, o un gesto de rebeldía frente al mismo o un ejercicio de libertad, se puede identificar con el conjunto de los seres humanos.

Historia de una parábola


En pocas novelas están los personajes tan plenamente integrados en la naturaleza, como en las de John Steinbeck: “Kino se levantó antes del amanecer. Las estrellas aún brillaban y el día había dibujado apenas un pálido bosquejo de luz en la parte baja del cielo, en dirección al este. Los gallos habían estado cantando desde hacía rato, y los primeros cerdos ya habían comenzado su incesante voltear de ramitas y aserrín para ver si había algo de comer que hubiese pasado inadvertido. Afuera de la choza, en el montón de atún, una bandada de pajaritos gorjeaban y agitaban, sus alas”.


Este es el inicio de ​La perla​, con el protagonista, Kino, levantándose antes del amanecer en medio de la naturaleza, con las estrellas brillando en el cielo y los animales iniciando sus primeros cantos y movimientos de la mañana. Su cabaña hecha de ramas se encuentra al lado de otras, donde también reina la tranquilidad y sólo se escucha la Canción clara y delicada de la Familia. Pero cuando surge algún tipo de peligro se oye una nueva canción, la Canción del Mal, “la música del enemigo, de un enemigo de la familia, una melodía salvaje, secreta y peligrosa”, porque todo lo que veían, hacían o escuchaban lo convertían en canción.


Él pertenece a uno de los dos pueblos antagónicos, que aparecen en la novela, el de los indígenas, que están sometidos a los blancos, los cuales constituyen el pueblo explotador. Steinbeck precisamente denuncia esta explotación y la estructura social que la permite y la perpetúa. Mientras que los indios, como hemos visto, viven en contacto íntimo con la naturaleza; los blancos, en cambio, viven de espaldas a ella, aislados en sus casas lujosas de las ciudades.


Sucede un hecho, el hallazgo de la perla más hermosa y más grande jamás vista, que va poner al descubierto el engaño y el acoso de una sociedad materialista, traída por los hombres blancos, los cuales demuestran una hipocresía y un interés que los define, como grupo social. Pero este efecto perverso va a afectar también al propio Kino a quien el hallazgo de la perla despierta un ansia de mejorar que al final acaba volviéndose en su contra, a pesar de la legitimidad de este deseo, que pasa fundamentalmente por que su hijo, Coyotito, estudie: “Mi hijo abrirá los libros y los leerá. Y mi hijo sabrá de números. Y esto nos hará libres porque sabrá, y, como él sabrá, nosotros aprenderemos de él”. La educación como vía para la liberación y la emancipación de los pobres. ¡Ahí es nada!

La lectura se hace amena, gracias a un lenguaje sencillo y al simbolismo que le confiere una dimensión poética a la novela, aunque al mismo tiempo nos hace sufrir la peripecia vital de Kino y su familia, que despierta la solidaridad de los de su clase; pero también la envidia de los poderosos, que tratan de quitarle la perla, utilizando todo tipo de argucias.


El maravilloso final nos deja la duda de si el protagonista ha fracasado o, por el contrario, hemos de interpretarlo como el resultado de un aprendizaje, que le lleva rechazar un mundo materialista donde prima el dinero por encima de la dignidad. Su vuelta a La Paz, que se produce curiosamente al atardecer (“El dorado atardecer estaba declinando cuando unos niños, a la carrera, llegaron histéricos al pueblo y corrieron la voz de que Kino y Juana se encontraban de vuelta. Y éste fue quizás el detalle que más impresionó a aquellos que los vieron”), supone la reintegración definitiva de Kino en el mundo natural al que pertenece.

La vida de las mujeres

En su única novela, Alice Munro, Premio Nobel de Literatura 2013, cuenta la infancia y adolescencia de Del, en un pueblo de Canadá, y su camino de iniciación en el mundo de la escritura guiada por la curiosidad y la inteligencia. Esto, unido al hecho de estar escrita en primera persona, ha llevado a pensar que puede tratarse de recuerdos de la propia autora, aunque ella misma haya declarado que la novela “sólo es autobiográfica en la forma, no en los contenidos”.

Lo cierto es que, desde la primera página, tenemos la certeza de algo vivido, con personajes excéntricos, como el tío Benny, con su manía de guardar objetos averiados e inservibles, y con una ingenuidad que nos conmueve, por ejemplo, cuando cuenta lo que le sucedió en la ciudad de Toronto al ir a buscar a su mujer huida: 

“-Primero pregunté a un tipo que me dijo que, cruzado un puente, llegaría a un semáforo rojo donde se suponía que tenía que torcer a la izquierda; pero cuando llegué allí no supe qué hacer. No sabía si torcer a la izquierda con el semáforo rojo o esperar a que se pusiera verde para hacerlo. -Tuerces a la izquierda con el semáforo verde -gritó mi madre, desesperada-. Si tuerces a la izquierda con el semáforo rojo te topas con todos los coches que están cruzando delante de ti. 

-Sí, lo sé, pero si tuerces a la izquierda con el semáforo verde te topas con los coches que vienen en dirección contraria.

-Pues esperas a que haya una brecha.

-Pero entonces te puedes pasar todo el día esperando, porque nadie te deja pasar.”

El lenguaje utilizado por Munro es sencillo y preciso también cuando se refiere, como de pasada, a la época en la se encuentran: 

“Owen se columpiaba en la puerta mosquitera, cantando en un tono cauteloso y despectivo, como solía hacer cuando se mantenían conversaciones largas: 

Tierra de esperanza y gloria, 

madre de los que son libres, 

cómo podremos alzarte 

nosotros que hemos nacido de ti. 

Esa canción se la había enseñado yo; aquel año cantábamos esa clase de himnos todos los días en el colegio, para ayudar a salvar Gran Bretaña de Hitler.”

O cuando alude a la complicidad entre todos los miembros de su familia, sin necesidad de hablar: “Mi madre se quedó sentada en su silla de lona y mi padre en una de madera; no se miraron. Pero estaban conectados, y esa conexión era clara como el agua, y existía entre nosotros y tío Benny, entre nosotros y Flats Road, y seguiría existiendo entre nosotros y cualquier cosa.”

Otro personaje redondo, aunque en las antípodas del tío Benny, es la madre, Addie, defensora de los derechos de la mujer, con inquietudes culturales y que se ha hecho a sí misma: “La timidez y la vergüenza son lujos que yo nunca pude permitirme”, le dice a Del, cuando esta decide no seguir colaborando con ella, porque le da reparo contestar en público a las preguntas sobre el contenido de las enciclopedias que vendía.

También sus tías Grace y Elspeth son personajes logrados, con su sentido del humor ingenuo y desconcertante, como cuando le preguntaron a Del por la inquilina que tenían en su casa de la ciudad, a la que habían oído cantar en una fiesta la canción What Is life without my lover?: “¿Qué tal vuestra inquilina? ¿Qué le parece la vida sin su amante?”. Y Del les explicó que esa canción provenía de una ópera, que era una traducción, y sus tías gritaron: “¿ Ah, sí? ¡Y nosotras lamentándolo por ella!”.

Y es que La vida de las mujeres es una novela de personajes, con los que la narradora protagonista compartió su infancia y adolescencia, especialmente mujeres tradicionales, cuya existencia sometida al hombre y con el único destino del matrimonio y los hijos, refleja críticamente: “¿Qué era una vida normal? Era la vida de las chicas que trabajaban con ella, las fiestas de homenaje, las sábanas de hilo, las baterías de cocina y la cubertería de plata, ese complicado orden femenino; y por otro lado, era la vida del salón de baile Gay-la, ir borracha en coche por carreteras negras, escuchar chistes de hombres, soportar y pelearte con hombres y conseguirlos, conseguirlos: un lado no podía existir sin el otro, y al asumir y acostumbrarse a ambos, un chica se ponía camino del matrimonio. No había otra manera. Y yo no iba a ser capaz de hacerlo. No. Me quedaba con Charlotte Brontë”.

Hay momentos especialmente hermosos como la descripción sutil de su despertar sexual, el día que conoció a Garnet en la iglesia, mientras escuchaban al pastor baptista: “Pero toda mi atención estaba centrada en nuestras manos apoyadas en el respaldo de la silla. Él movió un poco la suya. Yo moví la mía, volví a moverla. Hasta que las pieles se tocaron, ligera pero vívidamente, se apartaron, regresaron y permanecieron juntas, apretadas la una a la otra. Luego los meñiques se frotaron con delicadeza, el suyo se montó poco a poco sobre el mío. Un titubeo; mi mano se abrió ligeramente, su meñique me tocó el anular y el anular quedó capturado, y así sucesivamente hasta que, en fases tan formales como inevitables, con reticencia y certeza, su mano cubrió la mía. Entonces él la levantó del respaldo y la sostuvo entre los dos. Me invadió una gratitud angelical, como si realmente hubiera alcanzado otro nivel de existencia. Me pareció que no era necesario más reconocimiento, no era posible más intimidad”.

La vida de las mujeres concluye con un giro metaliterario: Del, después de su ruptura con Garnet, cuando éste amenaza su libertad, decide escribir una novela para realizarse como persona: “Llegó un momento en que todos los libros de la biblioteca del ayuntamiento no fueron suficientes para mí; necesitaba tener libros propios. Comprendí que lo único que podía hacer con mi vida era escribir una novela. Escogí a la familia Sheriff para escribir sobre ella; lo que le había sucedido la aislaba de forma impresionante, la condenaba a ser material de ficción.”

En realidad, la novela que pretende escribir y que supone el descubrimiento de su vocación literaria, es la que nosotros estamos leyendo. Por eso, aunque Alice Munro haya declarado que La vida de las mujeres es autobiográfica sólo en la forma, los lectores tenemos el derecho a dudar de esa afirmación y considerar que tiene una base real: “Jerry -el amigo superdotado de Del- contemplando y dando la bienvenida a un futuro que aniquilaba Jubilee (…) yo haciendo planes secretos de convertirla en una fábula negra y fijarla en mi novela”. 
Además, en el epílogo la narradora-protagonista llega a explicarnos su aspiración como escritora, que podría firmar la propia Alice Munro y que consiste en buscar la autenticidad, partiendo de una realidad, recreada mediante el trabajo literario: “Y ninguna lista podía contener lo que yo quería, porque lo que yo quería era hasta el último detalle, cada capa de discurso y pensamiento, cada golpe de luz sobre la corteza o las paredes, cada olor, bache, dolor, grieta, engaño, y que se mantuvieran fijos y unidos, radiantes, duraderos.”

Las palabras no se las lleva el viento

Gabriel se empeña en reunir a toda la familia, con motivo del cumpleaños de la madre, ya octogenaria, después de veinte años de pequeñas desavenencias y tensiones; pero estas amenazan con aflorar, porque las palabras no se las lleva el viento y están cansados de fingir que no pasa nada.

Este es el esquema argumental de Lluvia fina, última novela de Luis Landero, cuyos personajes nos resultan familiares, ya que se sienten insatisfechos y parecen vivir en la ficción. Son personajes que sueñan, buscando un sentido a la vida, que fantasean, como el padre que se inventaba historias, que tenían como protagonista al Gran Pentapolín, supuestamente un antepasado de la familia; u Horacio, al que le gustaba viajar con la imaginación, como los niños: “Un día le dijo -a Sonia- que quería tener dos hijos, que se llamarían Ángel y Azucena. Hablaba de ellos como si ya existieran y los viese correteando por el piso, y lo que más le preocupaba era que pudiesen hacer un estropicio con los juguetes o los cómics”; o Andrea que, primero, sueña una vida en común con Horacio, del que estaba locamente enamorada, aunque éste acabó casándose con su hermana mayor, y, después, con convertirse en una gran compositora e intérprete de canciones; o Gabriel que experimenta un interés desmedido por las cosas más insospechadas y heterogéneas, como el ajedrez, el yoga, la recolección de setas, la alquimia, la botánica, el esoterismo o el bricolaje; pero que lo mismo que surge se marcha, provocándole una insatisfacción permanente.

Las desavenencias entre los miembros de la familia hunden sus raíces en un pasado compartido, que recuerdan unos y otros, aunque de forma diferente y, a veces, antagónica, por ejemplo, la visita de Horacio a la mercería que daría lugar con el tiempo a su casamiento con Sonia, lo cuenta esta como algo orquestado por la madre, para quien, en cambio, se trató de un hecho casual. Por eso, la historia de esta familia no acaba nunca, porque cada uno de los componentes tiene su versión de cada episodio, con sus bifurcaciones y detalles, que cuentan a la confidente preferida por todos, Aurora, la cual, además de escuchar, tiene que “comentar, comprender, moderar, orientar, consolar, condolerse, alegrarse, negociar los silencios, ofrecer consejos y esperanzas…”.

Andrea es la más ligada al padre y por ende al pasado: “Porque yo creo en el ayer —dijo Andrea—. Ahora la gente se olvida enseguida de las cosas, pero yo no, yo creo en el ayer. Yo miro atrás todos los días y veo las huellas de mis pasos marcadas en el polvo del tiempo. Los recuerdos arden dentro de mí. ¿Cómo pudo mamá tirar a la basura el retrato del Gran Pentapolín? ¿Cómo se atrevió?”. Es un personaje inseguro y contradictorio, pues, si le dices que es feliz, te contesta enumerando sus desgracias, y viceversa. Su gran secreto y su gran tragedia es que se enamoró de Horacio de golpe y para siempre, oyendo a su madre hablar de él.

Gabriel, en cambio, adora a la madre, que siempre le ha favorecido como hijo varón. Sus hermanas, por eso, lo consideran un privilegiado, una persona feliz por naturaleza, casado con una mujer maravillosa, Aurora, y que sabe disfrutar el presente. Pero él también vive pendiente del pasado, pues la propia fiesta que quiere organizar tiene como finalidad cerrar viejas heridas y demostrar el amor y el cariño que tiene hacia su madre y hermanas y que hasta ahora, según él, no ha demostrado.

Sonia es la hija mayor, que sueña con viajar y aprender idiomas, pero a la que su madre, primero, obligó a hacerse cargo de la mercería, con 14 años, impidiéndole seguir estudiando, y, después, a casarse con Horacio, un joven al que no quería y del que acabó divorciándose. Ahora es feliz con su nueva pareja, pero también está condicionada por este pasado infeliz y frustrante.

Aurora tiene la virtud de saber escuchar, de ponerse en el lugar del otro, sin juzgar. Por esa razón, los demás le cuentan sus problemas: “Sonia y Andrea debieron de detectar de inmediato su carácter indulgente y acogedor, su mansedumbre y su aptitud innata para las confidencias, para escuchar y comprender y hacer suyos los relatos ajenos, porque enseguida empezaron a contarle pasajes de su vida, cada vez con más detalle, con más hondura e intención, con más libertad, y diríase también que con más desvergüenza”. No obstante, a ella también le gustaría que la escucharan: “Si tuviese a alguien a quien contarle sus recuerdos, una Aurora que la escuchara y acogiera con gusto sus palabras, quizá lograra comprender algo, o al menos desahogarse y aliviar esta pena que desde hace tiempo la carcome por dentro”. Pero no es así y la presión que sufre explica su sorprendente y desdichado final.

Se trata pues de una novela de personajes. Por eso, en su mayor parte, es dialogada y Landero demuestra gran habilidad para cruzar unos diálogos con otros, sin previo aviso, aunque se desarrollen en momentos diferentes, como por ejemplo aquí, donde mezcla uno entre Andrea y Gabriel, con otro posterior, que mantienen éste y Aurora:

“—Anoche te llamé cuatro o cinco veces y comunicabas —dijo Gabriel.

—Estaría hablando con Sonia —dijo Andrea.

—Sí, ya me ha dicho que estuvisteis hablando.

—¿Entonces para qué preguntas?

—Es tremenda. Siempre tiene la escopeta cargada. No hay palabra o silencio a los que no le saque punta.

—Ya sabes cómo es —dijo Aurora—. No sé de qué te extrañas. ¿Y tú qué le dijiste? —Nada, qué le iba a decir. Que qué le parecía la idea de hacerle una fiesta a mamá”.

Esto le da continuidad y viveza a lo que cuenta, porque los cruces o pequeños saltos de un diálogo a otro, siempre guiándose por el sentido, por lo que se está hablando, los repite, a lo largo de la novela, hasta formar una tupida red.

No utiliza, por tanto, un único punto de vista de narrador omnisciente, sino que son tantas perspectivas como personajes, porque no hay verdades absolutas en la memoria subjetiva, sino pequeños trozos de verdad y de mentira. No obstante, Aurora, escuchándolos a todos, hace de filtro para contar la historia.

Luis Landero sigue demostrando un extraordinario dominio del lenguaje y un fino sentido del humor, como por ejemplo, al describir la eclosión de la sexualidad en Sonia y cómo empezaba a gustar a los hombres, casi sin ser consciente de ello: “Mi propio cuerpo se sabía atractivo y hacía por su cuenta, sin que yo lo supiera, todo lo posible por gustar y excitar. Te juro que yo no era consciente de aquella conspiración del cuerpo contra mi verdadera voluntad. El pelo, que siempre lo tuve largo y espeso, ya no me obedecía. El culo y las caderas me llevaban como alzada en un trono, y el busto, las tetas, los hombros, parece que se sentían bien en aquellas alturas, tan a la vista de los hombres, tan expuestas a la admiración o a la curiosidad de unos y otros”.

Lluvia fina es una reflexión sobre la verdad y la mentira, sobre si la primera es necesaria para la convivencia, como sostiene Sonia, o si es la segunda la que la garantiza, como opina Guillermo. Leyendo esta novela y profundizando en los personajes; empapándose de la lluvia fina que constituyen sus historias, cualquiera se puede ver reflejado, porque todos hemos vivido experiencias parecidas en nuestras relaciones, no sólo familiares; todos hemos sentido esos agravios, esos pequeños rencores, que duermen en nuestro interior y que en un momento dado pueden salir a la luz.

En las entrañas del nazismo

El orden del día, premio Goncourt 2017, no es una novela al uso donde se cuenta una historia de ficción cronológicamente, pues su autor, Eric Vuillard recrea, utilizando fuentes diversas, una reunión secreta de Hitler con un grupo de grandes empresarios alemanes que acabaron donando grandes cantidades de dinero para financiar la campaña electoral del partido nazi, con la excusa de conseguir la estabilidad para Alemania. Es el primer paso del ascenso de Hitler al poder y de su dominio de Europa, con las consecuencias catastróficas que todos conocemos.

Vuillard va alternando diferentes momentos del pasado en su reconstrucción: antes de la guerra; al inicio de esta, cuando los grandes empresarios alemanes financian al partido nazi; durante la “invasión” de Austria; en el juicio de Núremberg; etc.

Una voz en primera persona, cuya identidad desconocemos, aunque puede ser el propio autor, cuenta los hechos y reflexiona sobre ellos, y juzga a los personajes. A veces, se vale de la ironía: “los venerables patricios intercambian palabras ligeras de tono, respetables; uno tiene la impresión de asistir a las primicias un tanto artificiales de una fiesta al aire libre”. Y en otras ocasiones utiliza metáforas descalificadoras: “Eran veinticuatro, junto a los árboles muertos de la orilla, veinticuatro gabanes de color negro, marrón o coñac, veinticuatro pares de hombros rellenos de lana, veinticuatro trajes de tres piezas y el mismo número de pantalones de pinzas con un amplio dobladillo”.

Leyendo estos pasajes, como también las conversaciones distendidas sobre música clásica, entre el que era Presidente de Austria, Schuschnigg, que pactó la entrega de su país a la Alemania nazi, y Seyss-Inquart, que ejercerá de Ministro sin cartera en el gobierno de Hitler; o el júbilo con el que esperaban los austriacos la llegada de los nazis, se nos hiela la sangre, al pensar cómo contribuyeron unos y otros al origen y crecimiento de la bestia.

Hay un pintor, Louis Soutter, ya anciano en aquella época y al que se refiere Vuillard en la novela, que, al final de su vida, dibujó sus angustias en forma de personajes oscuros, retorciéndose como alambres, y que parece estar presagiando con ellos los horrores del nazismo. Es la pincelada lírica de la novela.

Pero lo que sorprende es la mediocridad del ejército alemán, cuando avanza lentamente, en dirección a Austria: “Lo que acababa de averiarse no eran sólo unos tanques aislados, no era sólo un pequeño carro blindado aquí y allá: era la inmensa mayoría del ejército alemán; y ahora la carretera ha quedado enteramente bloqueada”. Una mediocridad que le lleva a afirmar a Vuillard que el mundo se rindió ante un bluff, a pesar de la propaganda alemana de la época, que presentaba a su ejército como una maquinaria de precisión.

También causa desconcierto el apoyo del pueblo austriaco a la invasión de su país por los nazis, así como el de la iglesia y los líderes socialdemócratas: “Con el fin de consagrar la anexión de Austria, se convocó un referéndum. Se detuvo a los opositores que quedaban. Los sacerdotes instaron desde el púlpito a votar a favor de los nazis y las iglesias se ornaron con banderas con cruces gamadas. Hasta el antiguo líder de los socialdemócratas pidió que se votara sí. Apenas se alzó alguna voz discordante. El 99,75% de los austriacos votó a favor de la incorporación al Reich”.

Sólo los más de mil setecientos suicidios acaecidos en una semana, se convierten en actos de resistencia y rechazo hacia los nazis, que ya humillaban a los judíos austriacos, rasurándoles la cabeza, llevándolos a rastras por las calles, obligándolos, a cuatro patas, a limpiar las aceras o a comerse la hierba. Sólo los que se quitaron la vida aquellos días parecieron entender que el crimen estaba cerca. Pero como la abyección no tiene límites y, dado que la mayoría de los suicidas lo hacía con gas y dejaban las facturas sin pagar, la compañía austriaca de gas les cortó el suministro a sus compatriotas.

No es, en efecto, El orden del día, una novela de ficción al uso; pero posee un alto valor literario, que reconocemos en la selección de los momentos históricos y en cómo los va alternando; en la voz narradora que valora los hechos, juzga a los personajes e interpela a los lectores; y sobre todo en el lenguaje cuidado y rítmico con el que está escrita.

Sólo te queda el resquemor de que esas grandes empresas alemanas (Bayer, BMW, Siemens, Shell, Telefunken, etc.), que financiaron al partido nazi y utilizaron mano de obra esclava de los campos de concentración (“Vivían allí negros de mugre, infestados de piojos, caminando cinco kilómetros tanto en invierno como en verano calzados con simples zuecos para ir del campo a la fábrica y de la fábrica al campo. Los despertaban a las cuatro y media… los golpeaban y torturaban”), obteniendo, así, grandes beneficios, no hayan respondido de sus crímenes. Como siempre ha sucedido, a lo largo de la historia, los poderes económicos se adaptan, sin ningún tipo de escrúpulo moral, a cualquier ideología y, además, suelen salir indemnes de sus fechorías, a diferencia de lo que nos ocurre al resto de los mortales.

La evocación de un mundo perdido


Esta novela, publicada en 1958, es el retrato de la decadencia de una familia aristocrática, la casa de Salina, como consecuencia de los cambios que se producen en Italia, a raíz del desembarco de Garibaldi en 1860: la caída de los Borbones, en el Sur, en favor de los Saboya, que se apoyan en la burguesía, y la unificación del país. Esta decadencia se aprecia en pequeños detalles, que va deslizando con sutilidad Lampedusa, el cual se inspira en su propia familia para escribir la novela: “No es preciso que te diga que el «príncipe de Salina» es el príncipe de Lampedusa, mi bisabuelo Giulio Fabrizio; todos los detalles son reales: la estatura, las matemáticas, la falsa violencia, el escepticismo, la mujer, la madre alemana, la negativa a ser nombrado senador. También el padre Pirrone es auténtico, incluso el nombre. Creo que a los dos les he atribuido una inteligencia superior a la que realmente tuvieron. Tancredi es Giò tanto físicamente como por su manera de comportarse; moralmente es una mezcla del senador Scalea y de su hijo Pietro. Angelica no sé quién es, pero recuerda que Sedàra, como nombre, se parece mucho a «Favara». Donnafugata, como pueblo, es Palma; como palacio, es Santa Margherita”.

Se detiene especialmente en la descripción de las cosas inanimadas: “Junto al edificio, un pozo profundo, vigilado por aquellos eucaliptos, ofrecía silencioso los diversos servicios de que era capaz: piscina, abrevadero, cárcel, cementerio. Calmaba la sed, propagaba el tifus, ocultaba personas secuestradas, cobijaba carroñas de animales y cristianos hasta que se reducían a pulidos y anónimos esqueletos”. Pero le interesan sobre todo los objetos artísticos, de tal modo que cada descripción resulta ser un agudo comentario, como esta de los candelabros de la casa de don Diego Ponteleone: “Al fondo se veía una mesa muy larga y estrecha, iluminada por los famosos doce candelabros de vermeil que el abuelo de Diego había recibido como regalo de la Corte de España al finalizar su embajada en Madrid: erguidas sobre altos pedestales de metal reluciente, seis figuras de atletas y otras seis de mujeres, alternadas, sostenían sobre sus cabezas las columnillas de plata dorada en cuya cima ardían doce candelas; la maestría del orfebre había sabido expresar con agudeza la calma segura de los hombres, el esfuerzo gentil de las muchachas, al sostener aquel peso desproporcionado. Doce piezas de primera calidad”. Porque la novela es un elogio continuo de la estética, un canto a la belleza en la que vive la aristocracia.

En correspondencia, utiliza un estilo refinado y elegante, excitando nuestros sentidos, como cuando describe este paisaje nocturno con el que se identifica, el protagonista, gran aficionado a la astronomía: “Abajo, el jardín dormía sumido en la oscuridad; en el aire inmóvil, los árboles parecían de plomo fundido; desde el campanario cercano llegaba el fabuloso silbido de los búhos. El cielo estaba despejado: las nubes que habían asomado al atardecer se habían ido quién sabe adónde, hacia pueblos menos culpables para los que la cólera divina había decretado condenas no tan severas. Las estrellas se veían turbias y sus rayos atravesaban con dificultad la mortaja de aire caliente. El alma de don Fabrizio se lanzó hacia ellas, las intangibles, las inalcanzables, las que dan alegría sin pretender nada a cambio, las que no hacen trueque; como muchas otra veces, imaginó que pronto estaría en aquellas heladas extensiones, puro intelecto provisto de una libreta de cálculos; cálculos dificilísimos…”.

Tras la brillantez del estilo, reconocemos a la casa de Salina, que tiene como emblema el gatopardo. Es una de las señas de identidad de esta novela: que al leerla, aunque no esté escrita desde el punto de vista de ninguno de los miembros de esta familia nobiliaria, tenemos la sensación de que quien narra la historia es alguien muy cercano a ellos, que conoce su vida contemplativa, entregada al ocio y los placeres. No es necesario reparar en la condición de noble de su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, ni siquiera en que esté contando la vida de un antepasado suyo, para tener esta certeza, a medida que avanzamos en su lectura: “Por lo demás, al príncipe las jornadas de caza le deparaban un placer que no dependía tanto de la abundancia del botín como de una multitud de pequeños episodios. Nacía mientras se afeitaba en el cuarto aún en sombras y la luz de la vela confería un aire teatral a sus movimientos al proyectarlos sobre las arquitecturas pintadas en el techo; crecía mientras atravesaba los dormidos salones y, alumbrado por la llama vacilante, iba esquivando las mesas, donde, entre naipes en desorden, fichas y copas vacías, asomaba el caballo de espadas augurándole viriles hazañas; mientras recorría el jardín inmóvil bajo la luz gris y los primeros pájaros de la madrugada agitaban las plumas para sacudirse el rocío; mientras se escabullía por la pequeña puerta enzarzada entre la hiedra…”

La aristocracia se presenta, con un grado de honestidad e integridad, de la que carece la burguesía, interesada en ganar dinero a toda costa, mediante cualquier tipo de artimaña. Así, por ejemplo, don Fabrizio es capaz de perdonar deudas o dejar de cobrar impuestos a sus súbditos, que le admiran y respetan, frente a don Calogero, que ha amasado toda su fortuna, muchas veces, recurriendo a procedimientos de dudosa moralidad. Esta es la imagen edulcorada que mayormente trata de presentarnos Lampedusa, probablemente en un intento por defender la clase social a la que él y sus antepasados pertenecían y que, en la época en la que se desarrolla la historia, está en franca decadencia. Y lo hace desde la amargura y el desaliento de quien ha sido importante y respetado y ya no lo es tanto. Por eso, apenas dice nada del sometimiento y, con frecuencia, humillación de las personas a su servicio, que hay detrás de ese cuidado de las formas, de esos modales exquisitos y de esa supuesta integridad moral. No obstante, a veces, es autocrítico: “toda aquella gente que llenaba los salones, esas mujeres feúchas, esos hombres estúpidos, esos dos sexos jactanciosos, eran sangre de su sangre, eran él mismo; solo con ellos se entendía, solo con ellos se encontraba a gusto. «Quizá sea más inteligente, seguro que soy más culto, pero soy de la misma calaña, debo solidarizarme con ellos.»”. Esta es la contradicción en la que viven los nobles, como don Fabrizio.

Curiosamente, en un momento dado, la supuesta superioridad moral que se atribuye a sí mismo el personaje y, a través de él, el propio autor, la reconoce también en el orgulloso pueblo de Sicilia: “los sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria; toda intromisión de extraños, ya sea por el origen o –si se trata de sicilianos–por la libertad de las ideas, es un ataque contra el sueño de perfección en que se hallan sumidos, una amenaza contra la calma satisfecha con que aguardan la nada; aunque una docena de pueblos de diversa índole hayan venido a pisotearlos, están convencidos de tener un pasado imperial que les garantiza el derecho a un entierro fastuoso”. Con lo cual, se produce una extraña identificación, con base en la inmovilidad, que nos sorprende, porque el pueblo malvive en la miseria, mientras que el Príncipe nada en la abundancia, y nos llena de curiosidad sobre el devenir de la historia que se cuenta.

En el mundo de los ricos, sean de rancio abolengo, como la familia Salina o de origen dudoso, como la de don Calogero, que también ha accedido a esta clase social, hay oscuros intereses. Incluso tras un sentimiento noble como el amor, se ocultan secretas aspiraciones, como las que tienen Tancredi y Angélica, cuando se casan. Pero también las clases humildes se guían por razones materiales y el mejor ejemplo lo tenemos en el tío del padre Pirrone, que llevaba sin hablar con la familia veinte años, por un asunto de tierras; pero que accede a un matrimonio de su hijo con una sobrina de éste, cuando conoce la dote que le va a corresponder.

No obstante, y esto es un valor más de la novela, los personajes evolucionan y cambian, a medida que se relacionan con los demás. Así, don Fabrizio, acaba apreciando la sabiduría y el pragmatismo de don Calogero, a pesar del desprecio que le causa su rudeza; y éste igualmente acaba valorando la educación y las buenas maneras de aquel, que hasta ese momento consideraba superfluas.

Don Fabrizio tiene la certeza, al final de su vida, de que el último Salina es él, porque Garibaldi se había salido con la suya: “Era inútil que intentara convencerse de lo contrario: el último Salina era él, el escuálido gigante que en aquel momento agonizaba en el balcón de un hotel. Porque un linaje noble solo existe mientras perduran las tradiciones, mientras se mantienen vivos los recuerdos; y él era el único que tenía recuerdos originales, distintos de los que se conservaban en otras familias”.

En efecto, es así, aunque sus tres hijas se empeñen inútilmente en dar continuidad a la casa nobiliaria, hasta que son abandonadas por su mayor aliado, la iglesia, y Concetta, una de ellas, acaba tirando a la basura el último símbolo de aquella, el perro disecado y conservado durante años: “Mientras se llevaban a rastras el guiñapo, los ojos de vidrio la miraron con la humilde expresión de reproche que aflora en las cosas a punto de ser eliminadas, anuladas. Unos minutos después, lo que quedaba de Bendicò fue arrojado en el rincón del patio que el basurero visitaba cada día: mientras caía desde la ventana, recobró por un instante su forma: hubiera podido verse danzar en el aire a un cuadrúpedo de largos bigotes, que con la pata anterior derecha levantada parecía imprecar. Luego todo se apaciguó en un montoncito de polvo lívido”.

Si la diferencia entre la buena y la mala literatura estriba en la forma, no hay duda de que El Gatopardo pertenece a la primera. Pero su valor va mucho más allá de lo formal, pues la historia nos atrapa desde el principio, con personajes complejos e imprevisibles: unos se adaptan a los cambios, para seguir gozando de sus privilegios, mientras que otros anteponen la fidelidad a sus principios a todo lo demás, con el coste que ello supone. Además, Lampedusa acierta plenamente con un final simbólico e imaginativo, que nos sorprende y nos hace volver sobre lo leído.

Hablaremos de esta El Gatopardo de Lampedusa el próximo miércoles, 15 de mayo, a las 18:30, en el Club de Lectura de nuestro instituto.

Recordar tu propia vida


Leer esta novela, considerada por los críticos como la mejor del pasado año 2018, es estar recordando tu propia vida continuamente, tal es la cercanía y la veracidad de lo que se cuenta. A veces, con fino sentido del humor, su autor, Manuel Vilas, se fija en detalles, aparentemente accesorios, en la vida de una persona, pero que tienen su relevancia, porque dicen mucho sobre ella: “Mi padre siempre intentaba dejar el coche a la sombra. Si no lo conseguía, se malhumoraba. No entendíamos, ni mi madre ni yo, cuando éramos pequeños, aquella obsesión. íbamos a los sitios en función de si allí había sombra para el coche…”. Esta obsesión, que no entendía, cuando era pequeño, hoy la entiende, porque está en él, y la cuida y conserva, porque es un legado de su padre

En otras ocasiones, se muestra especialmente mordaz, provocando la carcajada del lector, como por ejemplo, cuando recuerda su primer año dando clases de Lengua Española a los alumnos de Formación Profesional: “Me pasaba el día explicando la tilde diacrítica. Todo los españoles que han ido a la escuela acaban distinguiendo el “tú” pronombre del “tu” adjetivo (…) Y a eso me dedicaba. Me pasé veintitrés años contemplando a ese maldito “tu” o “tú”. Y por eso me pagaban”. La crítica, como se puede advertir, no es contra los alumnos sino contra un sistema educativo elitista y absurdo, donde priman los conocimientos gramaticales y sintácticos sobre la adquisición de competencias que le permitan a estos integrarse en la sociedad, con una mínima preparación; un sistema educativo que “ya no funciona porque se ha quedado varado en el tiempo”.

La novela está escrita desde el punto de vista del narrador protagonista, porque, en realidad se trata de una autobiografía, pero aparece como contrapunto la voz de su conciencia, en tercera persona, para reconvenirle, para llamarle la atención sobre algún error de comportamiento o simplemente para reflexionar, y que nos permite acceder al mundo interior del narrador, en toda su complejidad: ”Mira, tienes delante la clase baja española, es un espectáculo histórico para el que pocos tienen entrada, disfruta; estos chavales son como ríos de sangre joven y barata, viven en pisos de mierda, duermen en camas malolientes y sus padres no valen nada (…) Mira cómo se matan, Tienes una entrada de palco. Eres escritor, o lo acabarás siendo. Es la España irredimible”. Así, con esta crudeza, analiza la trivialización de la violencia por parte de sus alumnos y las escasas posibilidades de redimirse, escapando de un contexto familiar desfavorable, que, en su opinión, les ha condenado de por vida.  

El ritmo deliberadamente caótico de la narración, introduciendo en ella su desasosiego personal e interpretando los hechos, unido al estilo sobrio, a base de un léxico sencillo y oraciones breves, en ocasiones, lapidarias, contribuye a ese efecto multiplicador de los significados de esta novela, tantos como lectores, porque, al tiempo que él se pregunta y reflexiona sobre sus seres queridos, nosotros lo hacemos también sobre los nuestros, construyendo nuestro propio libro.

Pero ese mismo caos hace que por momentos decaiga el interés por lo que estamos leyendo, aunque sean sólo momentos puntuales, porque acabamos recuperando el mismo, siempre de la mano del recuerdo, de la evocación que toma cuerpo y se hace presente, para referirse, por ejemplo, a la contención para expresar los sentimientos de sus padres, que él interpreta de forma positiva y en la que se reconoce: “Mi padre nunca me dijo que me quería, mi madre tampoco. Y veo hermosura en eso. Siempre la vi, en tanto en cuanto me tuve que inventar que mis padres me querían”; o a objetos que, en aquella época, supuestamente, anunciaban éxito en la vida, como la placa con el nombre de su padre en la puerta de casa, y que ahora está en la de su apartamento; o en fin la tendencia de su madre a romperlo todo, como el Belén: “Primero se cargó la mula. Decapitó la mula. A mi madre se le caían las cosas de las manos, no sabía cómo se sostiene algo en una mano, todo estaba en trance de romperse…”.

Hay un sentimiento de tristeza que atraviesa, de parte a parte, este libro autobiográfico de Manuel Vilas, pues la evocación de su pasado es una especie de antídoto frente a un presente que vive de forma desgraciada: “No me apetece quedar con nadie, porque estoy conmigo mismo, porque he quedado conmigo mismo, porque me ocupa mucho estar conmigo. Es una adicción estar conmigo mismo”.

Busca en su interior lo que desconoce sobre sus progenitores: “En realidad yo nunca supe quién era mi padre. Fue el ser más tímido, enigmático, silencioso y elegante que he conocido en mi vida. ¿Quién fue? Al no decirme quién era, mi padre estaba forjando este libro”.  Y al tratar de averiguarlo, en realidad, descubre cosas de sí mismo: “A mi padre también le pasaba, le ocurrían caídas de la voluntad. Como a mí. Hubo un momento en que ya no le compensaba salir a vender, tenía que pagar la gasolina, pagar las fondas, pagar las comidas, y vendía poco (…) Él vendía poco textil y yo vendo pocos libros, somos el mismo hombre”. Por eso, se siente enloquecer por el ruido de fondo de la vida de sus padres sonando en todas partes.

De súbito, se produce un cambio en los nombres de sus familiares: al hijo mayor lo va a llamar Brahms y al pequeño Vivaldi, porque son grandes compositores de sus vidas. A su abuela materna, Cecilia, patrona de la Música; a su tío Alberto, Monteverdi; a su padre, Bach, y a su madre, Wagner: “Ya los he transformado en música, porque nuestros muertos han de transformarse en música y en belleza”, escribe sobre ellos. ¿Por qué este cambio en los nombres?, me pregunto, pues el tono apesadumbrado, al recordar el pasado, sigue siendo el mismo. La respuesta que encuentro es que quizá le permita distanciarse de ellos y verlos con mayor objetividad.

En este transitar por la tristeza, hay un momento en que se produce una identificación entre él y las cosas: “La historia del edificio también era una historia de soledad. Lo acabaron de construir en 2008, justo cuando estalló la burbuja inmobiliaria en España, de modo que los pisos se quedaron sin vender, hasta que en 2014 decidieron bajar los precios. Los pisos, las escaleras, las paredes el ascensor se tiraron seis años sin nadie. Estaba triste el ascensor. Yo creo que ese ascensor agradeció mi presencia”.

Este viaje, que inicia Manuel Vilas,  desde el presente hacia el pasado, para encontrar una explicación a su vida, nos lleva mágicamente hasta su origen, hasta la noche de amor en que fue engendrado.

Ordesa, además de estar muy bien escrita, tiene la virtud de convertir anécdotas, aparentemente insignificantes, como la obsesión del padre de ir siempre muy bien peinado, en representativas de toda una generación; a lugares comunes, como Barbastro, pueblo donde nació, o el valle de los Pirineos, que da título a la novela, en míticos; y sobre todo a personajes, como su padre y su madre, en símbolos que evocan nuestra propia vida.