Romper un trato

El jueves pasado, mientras debatíamos, en 3º de Diversificación, sobre  las causas y las consecuencia del divorcio, me acordé de un poema de Mario Benedetti, titulado “Hagamos un trato”:

Compañera,

usted sabe

que puede contar conmigo,

no hasta dos ni hasta diez

sino contar conmigo.

 

Si algunas veces

advierte

que la miro a los ojos,

y una veta de amor

reconoce en los míos,

no alerte sus fusiles

ni piense que deliro;

a pesar de la veta,

o tal vez porque existe,

usted puede contar

conmigo.

 

Si otras veces

me encuentra

huraño sin motivo,

no piense que es flojera

igual puede contar conmigo.

 

Pero hagamos un trato:

yo quisiera contar con usted,

es tan lindo

saber que usted existe,

uno se siente vivo;

y cuando digo esto

quiero decir contar

aunque sea hasta dos,

aunque sea hasta cinco.

No ya para que acuda

presurosa en mi auxilio,

sino para saber

a ciencia cierta

que usted sabe que puede

contar conmigo.

Me vinieron a la memoria estos versos, porque las personas que se divorcian, antes de tomar esta decisión, han hecho un trato parecido al que le propone el poeta a su amada, jugando con los significados de la palabra «contar» y añadiendo que le basta su existencia para sentirse vivo y que no se preocupe cuando se muestre huraño sin razón aparente.

Pero el problema es que en este trato no están incluidos, al menos en un principio, los hijos, que son los que sufren más directamente las consecuencias del divorcio, en especial cuando son pequeños y no han madurado lo suficiente. Los testimonios personales que aportasteis algunos de vosotros apuntaban en esta dirección, pues la ausencia del padre o de la madre o las discusiones entre ambos os habían ocasionado cambios en el carácter, que acabaron afectando negativamente no sólo a vuestra convivencia familiar sino también a vuestro rendimiento académico.

Quizá, en el momento del trato, no baste con decir: “Compañera usted sabe que puede contar conmigo”, sino “Compañera usted sabe que puede contar conmigo y con los hijos que tengamos”.

Agustín García Calvo

Llegué a los poemas de Agustín García Calvo, a través del cantautor Amancio Prada, que musicó algunos de ellos, cuando ambos se encontraban en el exilio en París.

Hubo una época de mi vida en la que sólo escuchaba estas canciones, que ponía una y otra vez en el radiocasete de mi coche, para recrearme sobre todo en las letras.

La que más recuerdo es esta:

Libre te quiero
como arroyo que brinca
de peña en peña,
pero no mía.

Grande te quiero
como monte preñado
de primavera,
pero no mía.

Buena te quiero,
como pan que no sabe
su masa buena,
pero no mía.

Alta te quiero,
como chopo que en el cielo
se despereza,
pero no mía.

Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra,
pero no mía.

Pero no mía
ni de Dios ni de nadie,
ni tuya siquiera.

Me parece un texto lleno de ritmo y sentimiento, como la voz del pueblo expresando su deseo de libertad. Las imágenes sencillas, tomadas de la naturaleza, le dan una fuerza inusitada al poema, que cantado por Amancio Prada se eleva por encima de todos nosotros, como un himno a una forma de vivir libre, donde nadie sea dueño de nadie ni siquiera de uno mismo.

 

Desahucios

El mismo día que conocemos el suicidio de un hombre de Granada, horas antes de ser desahuciado, nos llega la noticia  de que la banca española acaparó el 99,49 % de los 87.497 millones de euros en ayudas públicas contra la crisis.

En España son ya 350.000 desahucios en los últimos cuatro años; 350.000 familias que, tras haber quedado en el paro o ver reducidos sus ingresos, no pueden pagar los intereses, cada vez mayores, de unos préstamos que concertaron en época de bonanzas económicas. Una vez desahuciadas, sus viviendas se adjudican al banco, normalmente, a un precio inferior al mercado y permanecen desocupadas durante años, mientras que las familias se quedan en la calle.

Una comisión de siete jueces ha denunciado estos abusos, que se cometen al amparo de un ley hipotecaria, creada hace más de un siglo, y proponen extender a las personas endeudadas una parte de los beneficios y ayudas que la banca recibe del estado.

No les falta razón a este grupo de magistrados; pero ni el Consejo del Poder Judicial ni el Gobierno están por la labor.

Mientras tanto, se repetirán injusticias, como la del hombre de Granada y como la de miles de familias expulsadas de sus viviendas.

Hay un poema de Rafael Alberti, al que puso música el grupo Agua Viva, en el que se describe el drama del desahucio. Las mujeres de la casa, como se han quedado solas y no pueden seguir pagando su alquiler, protestan ante la llegada de los hombres del banco:

“Gritan, y cuando gritan

parece que están solas…

Miran, y cuando miran

parece que están solas…

Sienten, y cuando sienten

¡parece que están solas! 

(…)

¿Es que ya Andalucía

se ha quedado sin nadie?

¿Es que acaso en los montes andaluces

no hay nadie?

¿Es que en los mares y campos andaluces

no hay nadie?

 (…)

¡Cantad alto!

Oiréis que oyen otros oídos.

¡Mirad alto!

Veréis que miran otros ojos.

¡Latid alto!

Sabréis que palpita otra sangre.

No es más hondo el poeta…

En su oscuro subsuelo, encerrado…

Su canto asciende a más profundo

Cuando, abierto en el aire,

Ya es de todos los hombres.”

De eso se trata, justamente, de que hagamos nuestros estos dramas particulares.

El último encuentro

Es la historia de dos amigos, que dejan de serlo, sin saber muy bien por qué: uno, Henrik, pertenece a una familia adinerada y disfruta de todas las ventajas de la vida; en cambio, el otro, Konrád, tiene unos padres que se esfuerzan para que ocupe el lugar social que ellos no tienen.

Sándor Márai los sitúa a los dos, cuarenta y un años después de la separación, en la casa del primero, que ha alcanzado el grado de general. Con qué sutileza introduce, poco a poco, la acusación de éste a su amigo, después de dos pasajes de gran altura literaria, donde muestra las bondades de la caza, como un acto ritual ligado a la historia del hombre, y describe el momento, preferido por los cazadores:

Se trata de ese último segundo en que todavía están unidos lo bajo con lo alto, la luz y las tinieblas, tanto en lo humano como en lo universal; cuando los dormidos despiertan de sus pesadillas, cuando los enfermos suspiran de alivio, porque sienten que se ha acabado el infierno de la noche y que desde ese mismo momento sus sufrimientos serán ordenados, más comprensibles…”

Es el momento en que ya no es de noche, pero tampoco es de día, donde afloran las pasiones, que en vano hemos tratado de domesticar, durante años, porque todas son desesperadas y no conocen el lenguaje de la razón ni sus argumentos, como el deseo de venganza de Konrád o el deseo de conocer la verdad de Henrik, que le ha mantenido vivo, durante los últimos cuarenta y un años.

Tras ese afán de venganza, tras ese odio, se oculta una incapacidad para aceptarnos como somos, con nuestros fallos y debilidades, y también para soportar las traiciones de los demás, cuando sabemos que es imposible cambiar lo que nos identifica como personas.

Pero lo que en realidad está en juego en “El último encuentro” es la amistad y la contradicción de buscar siempre a la persona diferente, en todas las situaciones y variantes de la vida, con intenciones y ritmos vitales distintos, porque raras veces se relacionan dos personas semejantes. La amistad y la capacidad para aceptar el engaño, incluso la traición amorosa, lo cual se consigue con la vejez, cuando ya no se espera nada.

Una novela, en suma, llena de verdades, de las grandes verdades que se asumen con el paso del tiempo; escrita, además, en un lenguaje sencillo, escueto, donde las palabras se ajustan exactamente a lo que se quiere decir. Qué gran descubrimiento, Sándor Márai.

No las consideran iguales

Llevamos dos semanas debatiendo sobre el machismo en clase. Las alumnas y alumnos de 3º de Diversificación esperan con interés la sexta hora del jueves para expresar sus opiniones sobre el tema. El punto de partida, a propuesta de Sonia, la moderadora del debate, ha sido el libro de Gemma Lienas “El diario violeta de Carlota, donde la protagonista nos muestra situaciones de injusticia que padecen las mujeres, a causa del machismo o de la tradición.

Sonia leyó un pasaje escalofriante en el que una mujer cuenta cómo,  siendo niña, la sometieron a la ablación del clítoris, un ritual de iniciación a la edad adulta, que se realiza para evitar que sienta placer sexual y llegue así virgen al matrimonio. La sufren actualmente millones de mujeres, sobre todo de países del centro de África,  aunque su práctica no se limita a este continente.

A este testimonio atroz habría que añadir, por su actualidad, el caso de Malala Yousafzay, una niña paquistaní, de 14 años, que el pasado martes fue disparada en la cabeza por un grupo de exaltados, porque, desde hace un tiempo, viene denunciando en su blog el sufrimiento de las mujeres bajo el régimen talibán: tienen prohibido ir a la escuela y usar ropas de colores; no pueden salir de casa, si no van acompañadas por un pariente varón; están obligadas a casarse con hombres mucho mayores que ellas a los que ni siquiera conocen; etc.

Desgraciadamente, Malala se debate entre la vida y la muerte; pero lo grave es que son muchos los países, con los que mantenemos relaciones comerciales, como Qatar o Arabia Saudí, que tienen leyes que discriminan a la mujer por el mero hecho de serlo.

 

Adaptación

En un reportaje, que se publica hoy en El País Semanal, titulado “La estrategia del camaleón”, se aborda el tema de la capacidad de adaptación del ser humano como una herramienta esencial para dar lo mejor de uno mismo en cualquier situación.

Se ponen dos ejemplos: el del comercial que adapta continuamente la presentación de sus productos y su estrategia de venta al tipo de cliente; y el de la pareja que, transcurrido un tiempo de convivencia, ha detectado tanto los puntos de fricción con la otra persona, como los que generan unión, y le quita importancia a los primeros y potencia los segundos.

Estos ejemplos me han llevado a pensar en lo que sucede en las aulas todos los años, a principios de curso: los profesores y los alumnos, ante la perspectiva de convivir juntos, durante nueve meses, a veces cuatro o más horas a la semana, tenemos que hacer un esfuerzo de adaptación mutuo.

Me comentaba un compañero, que se estrena en la docencia, que se sentía inquieto, antes de entrar en el aula, por primera vez. Le respondí que yo, a pesar de los años que llevo como profesor, también sentía esa inquietud y que debía interpretarla como un síntoma de profesionalidad, de preocupación por su trabajo.

A los pocos día volví a encontrármelo y me contó que los motivos de su inquietud habían cambiado, pues, en uno de los grupos, apreciaba un desinterés notable hacia su asignatura, que con frecuencia se traducía en actitudes inadecuadas, durante la clase. Trate de explicarle que esta desgana hacia sus explicaciones, en realidad, era una desgana hacia los estudios en general, y que quizá debía cambiar de método y adaptarse a las características de los alumnos, diversificando las tareas y fomentando la interacción con ellos, de tal manera que se sintieran más protagonistas.

Y en ello está, adaptándose a la situación, intentando trasladarse al universo mental de este grupo de alumnos, con el fin de asegurarse un mínimo éxito en su trabajo como docente. Sólo falta que estos  dejen de ser conservadores, hagan también el esfuerzo de abrir sus mentes y  tomen conciencia de que a lo mejor están equivocados.

Cosas que nos molestan

Esta semana hemos leído en clase de 3º de ESO “El corazón delator”, un relato de Edgar Allan Poe, que cuenta la historia alucinante de un hombre que mata a un viejo para el que trabaja, porque no puede soportar su ojo de buitre:

”Yo no deseaba su oro. ¡Creo que fue su ojo! Tenía un ojo de buitre, un ojo azul pálido recubierto con una telilla. Cada vez que este ojo caía sobre mí se me helaba la sangre. Y así, paso a paso, muy gradualmente, me decidí a matar al viejo y líbrarme de este modo, para siempre de aquel ojo.”

Este hombre, que hace las veces de narrador-protagonista, insiste, a lo largo del relato, en que no está loco, porque, al asesinarlo, actuó con extrema precaución y disimulo, y, al esconder el cadáver, también fue cauteloso:

“Primero lo descuarticé. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas. Quité tres tablas del entarimado de la habitación y lo deposité todo allí. Luego volví a colocar las tablas tan hábilmente, tan astutamente, que ningún ojo humano, incluso el suyo, podría haber encontrado allí algo anormal”

Dice Julio Cortázar que muchos de los relatos de Poe nacieron de un estado de trance, como consecuencia de su alcoholismo crónico, que acabó provocando su muerte con tan solo cuarenta años. Probablemente “El corazón delator” fue uno de ellos y, así, se lo comenté a los alumnos.

Pero el debate surgió a propósito de la causa esgrimida por el protagonista para matar al viejo: que le molestaba su ojo de buitre; una causa ridícula, como si hubiera dicho que le irritaba el ruido que hacía al comer o los esputos que arrojaba por la boca.

Afortunadamente, esto sólo sucede en la ficción, pues nadie, en su sano juicio, acaba con la vida de una persona por motivos tan nimios, aunque tengamos preocupaciones fijas y obsesivas por algunas cosas y nos incomoden determinados comportamientos de los demás.

Os invito a que opinéis sobre el contenido del relato, o que contéis alguna historia que tenga como protagonista a una persona obsesiva o maniática, o que refiráis conductas o actitudes que os molesten. Vale inspirarse en películas, obras literarias o noticias recogidas en los medios de comunicación.

 

Las personas mayores

El primer día de clase les pregunté a mis alumnos si la lectura se encontraba entre sus aficiones favoritas. Comencé explicándoles que en mi caso sí lo estaba, entre otras razones, porque, tras la lectura de un libro, siempre hay una vida en forma de sentimientos, de historia más o menos ficticia, o de conflicto; una vida con la que busco una identificación o al menos un acercamiento.

Puse el ejemplo de la novela que estoy leyendo estos días, Patrimonio. Una historia verdadera, en la que su autor cuenta la relación que mantuvo con su padre, a raíz de que le detectaran  un tumor cerebral. Uno de los momentos más terribles tiene lugar después de la biopsia que le hacen para saber si es maligno o benigno. El padre se encuentra en casa del hijo, pero como lleva varios días sin defecar, como consecuencia de la anestesia, se caga encima, manchando todo el cuarto de baño, y éste tiene que limpiarle, «poniendo a un lado el asco e ignorando la náusea».

Les comenté que cada vez que releía este pasaje, pensaba en mi propio padre, que también está muy delicado de salud, pues ha perdido buena parte de su capacidad cognitiva. Se ha convertido, como el padre de Philip Roth, en una persona dependiente, como hay tantas en nuestra sociedad.

Esto dio lugar a un debate sobre las personas mayores: sobre cómo debemos llamarlas (viejos, abuelos, ancianos, tercera edad…); si son excluidas socialmente o ellas mismas contribuyen a su exclusión, con frases como “en mi época era distinto” o “eso es cosa de jóvenes, que decidan ellos”, como queriéndonos decir que ya ha pasado su tiempo; si deben permanecer en sus casas o en la de sus hijos, o bien alojarse en residencias; si la vejez tiene también aspectos positivos; etc.

Como quedaron muchas cosas en el tintero, os propongo que retoméis el tema interviniendo a continuación.

Recordad que el castellano tiene sus normas para escribir correctamente.

Sobre las lecturas obligatorias

Cada curso sucede igual: los profesores de Lengua Española, que vamos a impartir el mismo nivel educativo, nos reunimos, a principios de septiembre, para programar la asignatura y decidir las lecturas obligatorias. Sobre éstas lo que nos interesa por encima de todo es que los alumnos disfruten leyendo, como nosotros lo hacemos.

El problema surge cuando hay que elegir dentro del canon oficial de la historia de la literatura española. Si se trata de 3º de ESO, como es el caso, nos encontramos con textos antiguos de la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco, escritos en un lenguaje con el que no están familiarizados.

¿Pueden leer nuestros alumnos de enseñanza secundaria obras completas, como La Celestina, El Quijote o La vida es sueño? La voz de la experiencia nos dice que no, pues corremos el riesgo de alejarlos definitivamente de la lectura. Los inicios alambicados de las tres obras citadas se elevarían ante ellos como una montaña infranqueable  y les impedirían afrontar su lectura como algo placentero.

Desechada la posibilidad de escoger libros escritos en castellano antiguo, nos quedan dos opciones: leer versiones actualizadas de éstos o inclinarnos por la literatura juvenil. Para un purista de la lengua ambas alternativas serían censurables: la primera porque no deja de ser una adulteración del texto original y la segunda porque se trata de un tipo de “literatura industrial” que reproduce estereotipos a granel.

Pero algunos profesores hace tiempo que hemos dejado de ser puristas en la enseñanza de la lengua y literatura, y no queremos que la lectura de libros se convierta en el azote de los adolescentes, máxime en una época en la que sus rivales más distinguidos (Internet, juegos de ordenadores, televisión…) son casi invencibles.

Así que, en lo que a lecturas obligatorias se refiere, le llevaremos la contraria a los que defienden las esencias de la lengua castellana y nos pondremos del lado de Daniel Pennac y su derecho a leer cualquier cosa, entre otras razones, porque quizá, pasado el tiempo, nuestros alumnos acaben adentrándose en las grandes obras de la literatura castellana en versión original.