El jardín de los Finzi-Contini

El jardín del los Finzi-Contini no es solo una historia de amor no correspondido sino también el retrato de una familia judía, perteneciente a la alta burguesía de Ferrara, durante los años en que se estaba iniciando el fascismo en Italia.

Destaca en esta novela de Giorgio Bassani la fluidez narrativa, que exige la primera persona que nos cuenta los hechos, descubriéndonos sus pensamientos más íntimos en torno a la familia Finzi-Contini y, en particular, sobre Micòl, de la que está enamorado: “Pasé la noche siguiente presa de gran agitación. Me dormía, me despertaba, volvía a dormirme. Y no dejaba de soñar con ella”.

El autor italiano incorpora con habilidad la descripción de personajes y lugares a la narración: “y ahí estaba, por fin, anunciada de antemano durante un corto trecho por el crujido de los neumáticos sobre la grava de la explanada, la gigantesca mole de la magna domus”. Así, con esta expresión latina se refiere a la casa misteriosa, aislada como una roca y envuelta en la niebla, donde vive la familia Finzi-Contini.

Pero la novela es sobre todo, y a pesar del título, un viaje hacía el interior del protagonista, en el que se encuentra permanentemente en tensión, debatiéndose entre el deseo de expresarle su amor a Micòl y algo, como una fuerza interior, quizá el miedo al rechazo, que, en un principio, le impide hacerlo, y la frustración posterior, cuando finalmente se decide; entre el atractivo que suponían para él las visitas a la casa de Alberto, hermano de Micòl, y la crispación que le generaba éste con su obsesión por el orden; entre la actitud indulgente con Ferrara de su amigo Malnate -en los años en que se estaba iniciando el movimiento fascista- y su certeza, por la represión que estaba sufriendo su propia familia judía, de que el ambiente en esta ciudad no era tan recto y bondadoso. Un viaje siempre hacia el pasado, porque él, como Micòl, “carecía de ese gusto instintivo por las cosas que caracteriza a la gente normal”, de la capacidad para amar y contemplar con placer el presente, lo que hará imposible una relación amorosa entre ambos.

No necesita Giorgio Bassani contar con detalle la represión contra los judíos en Ferrara, para que esté presente, como una música de fondo, persistente y monótona, condicionando la vida de los personajes.

El estilo sencillo en el que está escrita la novela se corresponde con su tono personal, autobiográfico, aunque no faltan rasgos propios del poeta que también fue Bassani, como este símil, cargado de resonancias líricas: “como brasa perezosa que tantas veces es el corazón de los jóvenes”; o esta metáfora en la que identifica la forma de mirar de Micòl con una espada: “Me miraba a los ojos y su mirada entraba en mí, segura, dura: con la límpida inexorabilidad de una espada”; o en fin esta frase para describir el sonido de Jor, el viejo perro de los Finzi-Contini, mientras duerme: “Su pesado estertor de mendigo borracho llenaba el cuarto”.

Una novela, en suma, que comparte con el género poético la intimidad y la capacidad de sugerencia, y que convierte al lector en el confidente privilegiado de una vida desgarrada por la soledad y el sufrimiento.

Actualidad de Chéjov

La historia de la humanidad, desde sus orígenes, se caracteriza por ser una historia de amos y esclavos, de señores y siervos, de explotadores y explotados. Carlos Marx denominó a estas dualidades lucha de clases que, según él, obedecía, en último extremo, a intereses económicos contrapuestos.

El teatro de Antón Chéjov también se rige por un principio dramático parecido: el conflicto entre un personaje dominador y su víctima. Así, en La gaviota, Trigorin, afamado escritor, acaba destruyendo la candidez de Nina, que aspira a triunfar en el mundo de la escena y volar libremente como una gaviota;  Arkádina, actriz superficial y egoísta, que es víctima de los desaires de aquel, arruina las esperanzas como creador de su hijo, Treplev, que quiere instaurar nuevas formas de representación teatral; éste,  por su parte, al ignorar su amor, provoca la infelicidad de la joven Masha, la cual a su vez  responde con indiferencia a los sentimientos de Medvedenko.

Así pues, los dominadores se convierten en víctimas  y las víctimas en dominadores de otros personajes; y  los que en apariencia no padecen se sienten igualmente frustrados e infelices, tal y como le confiesa Trigorin a Nina:

“Nunca me he sentido contento de mí mismo. No me gusto como escritor. Lo peor es que me encuentro como en cierto estado de embriaguez y, a menudo, no comprendo lo que escribo. . . A mí me encanta, mire, esta agua, los árboles, el cielo; siento la naturaleza, que despierta en mí la pasión, un deseo irresistible de escribir. Pero no soy sólo un paisajista; soy, además, un ciudadano, quiero a mi patria, al pueblo: siento que, si soy escritor, estoy obligado a hablar del pueblo, de sus sufrimientos, de su futuro; siento que estoy obligado a hablar de la ciencia, de los derechos del hombre, etcétera, y hablo de todo, me doy prisa, por todas partes me espolean, se impacientan, siguen adelantándose y yo voy quedándome atrás, cada vez más atrás, como mujik que llega tarde al tren; al final siento que sólo soy capaz de describir el paisaje y que, aparte de esto, cuanto escribo suena a falso y es falso hasta la médula.”

Lejos, por tanto, del maniqueísmo de la literatura que divide a los personajes en buenos y malos, Chéjov nos presenta a seres humanos ambiguos y contradictorios, capaces de amar y odiar, de disfrutar y sufrir, de ilusionarse y decepcionarse, aunque les falta capacidad para luchar por el cumplimiento de sus objetivos vitales, pues se muestran demasiado apáticos y resignados a su infelicidad.

Estos entrecruzamientos implican, además, la existencia de varias líneas de acción, rompiendo así con la teoría de las tres unidades. En La gaviota, al principio parece que no sucede nada, apenas hay acción, con los personajes reunidos en una casa de campo y manteniendo conversaciones aparentemente anodinas; sin embargo, poco a poco van aflorando las pasiones y los sufrimientos de cada uno de ellos, sus filias y sus fobias, sus conflictos internos, y con ello la tensión dramática crece, hasta acabar en un desenlace fatal, que Chéjov tiene la habilidad de sugerir antes de que suceda.

Releer esta obra es como entrar en contacto con la vida misma, con sus miserias, con sus contradicciones, con los errores que todos cometemos, con la incapacidad que, a veces, nos impide afrontar los problemas.

Menos eufemismos para el 2013

El eufemismo, según el diccionario de la Real Academia Española es “una manifestación de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Probablemente, esta sea una definición poco clarificadora para un alumno de ESO, como sucede a veces cuando se recurre a tan alta institución. Por eso, los profesores de Lengua Española solemos relacionar este concepto con otro que significa justo lo contrario; y les explicamos que el eufemismo es la palabra que los hablantes utilizan en sustitución de la palabra tabú. Así, socialmente, se prefiere “invidente”, en lugar de “ciego”; “personas mayores o de la tercera edad”, en vez de “ancianos”; “empleada del hogar”, en sustitución de “sirvienta o criada”; o “hacer el amor”, en lugar de “follar”.

Como puede apreciarse, las palabras y expresiones mencionadas pertenecen a diferentes ámbitos de la vida: sociedad, trabajo, sexo, etc.

No es habitual poner ejemplos relacionados con la política; pero últimamente nuestros gobernantes se están prodigando tanto en el empleo de eufemismos, para referirse a las medidas contra la crisis, quizá con la vana intención de suavizar estas, que constituyen un auténtico venero para los enseñantes. Por ejemplo, sustituyen el término “recortes” por “hacer los deberes, ajustes y reformas estructurales”; “abaratar el despido” por “simplificar la contratación”; “subir impuestos” por “cambiar la ponderación”; “euro por receta” por “tique moderador”; “amnistía fiscal” por “afloramiento de bases”; “subida del IRPF” por “recargo temporal de solidaridad”; etc.

Por fin, hemos encontrado algo bueno a la crisis: estos inmejorables ejemplos de eufemismo para nombrar las medidas severas e impopulares, tomadas supuestamente con la finalidad de combatirla. Esperemos, no obstante, que en el próximo año 2013  nuestros gobernantes no sean tan rentables lingüísticamente, pues, aunque aparentemente suene peor, preferimos que llamen a las cosas por su nombre. De lo contrario, sus declaraciones, al compararlas con los hechos, acabarán valiéndonos para explicar otro concepto: el de hipocresía.

La mujer justa

Tiene una extraordinaria habilidad Sándor Márai para generar el misterio, en torno a la vida de sus personajes, y a continuación ir poco a poco desvelándolo. Le basta una cinta morada en La mujer justa o esa hora extraña en la que se cruzan la noche y el día en El último encuentro, para iniciar el camino hacia la verdad, siempre buscada por ellos. El origen de esta búsqueda está en la soledad, que caracteriza a la burguesía, a la que pertenecen la mayor parte de sus seres de ficción; una clase social triunfante, cuya vida se rige por un orden severo, donde se censuran los sentimientos y los deseos. Para que esa soledad sea soportable, necesitan que la esperanza se mantenga viva en sus corazones; esperan algo que ni siquiera saben qué es y, mientras tanto, mantienen el orden o la apariencia de orden, en todo lo que hacen, con tal de no quedarse solos ni un momento:

“Y mi padre –le confiesa Peter a su amigo- que desde luego no era un hombre vanidoso ni había dado nunca gran importancia a su aspecto físico, empezó de pronto a cuidarse con meticulosidad maniática de que su ropa de señor maduro estuviese siempre impecable: nunca una mota de polvo en el abrigo o una arruga en el pantalón, la camisa siempre inmaculada y bien planchada, nunca una corbata gastada… sí, como un sacerdote que se prepara para una ceremonia. Y después de vestirse empezaban los demás rituales del día: el desayuno, y la lectura del periódico y del correo (…); a continuación, el despacho, los empleados y los socios que pasaban a informar o saludar…”

Es una vida falsa, mecanizada, donde todo se enfría. Así, surge la búsqueda de la verdad, de la persona justa o adecuada para convivir; pero, cuando parece que pueden alcanzarla, la felicidad se aleja, porque no quieren o no saben aceptar su destino individual.

La parte principal de la acción transcurre en el periodo de transición de las dos guerras mundiales; una época de optimismo y prosperidad, donde las personas pueden ocuparse de su futuro individual, como lo hacen los protagonistas de La mujer justa: Marika, Péter y Judit. Estos no se limitan a contar las relaciones amorosas que se entablan entre ellos, sino que reflexionan sobre la niñez, donde se encuentran las alegrías y las sorpresas, las esperanzas y los miedos que buscamos durante toda nuestra vida; el amor, como gran motor del mundo; los celos, que se presentan como una forma innoble y miserable del orgullo; la mujer, que se considera a sí misma como una mercancía: “¿Cómo voy a respetar a alguien, cómo voy a entregarle mis sentimientos y mis pensamientos a una persona que desde que se levanta hasta que se acuesta no hace más que cambiarse de ropa y emperifollarse para resultar más atractiva?” le confiesa Péter a un amigo; la soledad que experimenta siempre el que madura; etc.

Sin embargo, lo verdaderamente interesante en esta novela es la triple perspectiva desde la que se cuentan los hechos: la incapacidad de Marika para comprender lo que le sucede a su marido, Péter; la cobardía de éste por su falta de acción en lo concerniente a su amor por Judit; la permanente insatisfacción de ésta, que brota del pozo de la pobreza, en la que se ha criado; sus diferentes concepciones del amor:

“Sí, voy a beber así, poniendo mi boca donde tus labios han tocado el vaso… Tienes ideas maravillosas, tiernas, sorprendentes… Casi me dan ganas de llorar cuando hablas así (….) Mi marido nunca me regaló semejantes ternuras. Nunca bebimos del mismo vaso, como tú y yo ahora… Él prefería comprarme un anillo cuando quería hacerme feliz…”.

Quien así se expresa es Judit elogiando la ternura de su actual amante, frente al mercantilismo y la banalidad de su antiguo marido.

El contraste entre esta y Péter, basado en sus distintas concepciones de la vida y las diferentes formas de afrontar su fallida relación,  sobresale en la tercera parte de la novela, cuando conocemos la versión de los hechos de Judit que pone al descubierto, con fina ironía, algunos de los defectos de  la clase burguesa.

Al final, sacamos la conclusión de que no existe la mujer justa: para Péter no lo fue Marika, a pesar de su belleza y educación, o quizá por esto, porque buscaba algo distinto, una prueba, una aventura, que tampoco encuentra en Judit; ni para ellas fue Péter el hombre justo. Lo resume bien la primera de estas dos mujeres:

“Un día desperté, me incorporé en la cama y sonreí. Ya no sentía dolor. Y de golpe comprendí que la persona justa no existe. Ni en el cielo ni en la tierra, ni en ningún otro lugar. Simplemente hay personas, y en cada una hay una pizca de la persona justa, pero ninguna tiene todo lo que esperamos y deseamos. Ninguna reúne todos los requisitos, no existe esa figura única, particular, maravillosa e insustituible que nos hará felices. Sólo hay personas. Y en cada una hay siempre un poco de todo, es a la vez escoria y un rayo de luz.”

La libertad

El miércoles pasado leímos en clase un romance, donde se cuenta la historia de un prisionero que lamenta su falta de libertad:

«Que por mayo era, por mayo,

cuando hace la calor,

cuando los trigos encañan

y están los campos en flor;

cuando los enamorados

van a servir al amor.

Sólo yo, triste y cuitado,

vivo en esta prisión

sin saber cuándo es de día

ni cuándo las noches son,

sino por una avecilla

que me cantaba al albor.

Matómela un ballestero,

dele Dios mal galardón.»

Comentamos que el contraste entre la primera parte del poema, la descripción de la naturaleza floreciente, y la segunda, la narración de la vida en la cárcel, intensifica el dolor del cautivo, que se agudiza aún más cuando el ballestero mata a la avecilla que le indicaba el comienzo de cada día; y coincidimos en interpretar a la naturaleza y a la avecilla como símbolos de la libertad que le han quitado.

El análisis del romance nos llevó a reflexionar sobre la libertad y cómo esta se valora más, cuando se carece de ella, y también a formularnos algunas preguntas: ¿qué importancia le damos a esta facultad del ser humano?, ¿hasta dónde llega la de cada uno de nosotros?, ¿qué margen de libertad deben dar los padres a sus hijos?, ¿y los profesores a sus alumnos?

Escritores importantes, de los que algunos, como Cervantes, sufrieron prisión, han respondido a algunas de estas preguntas:

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres” (Miguel de Cervantes).

«La libertad de uno termina cuando comienza la libertad del otro» (Rousseau).

“Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo” (Voltaire).

“La libertad del otro eleva la mía hasta el infinito” (Bakunin).

”No hay una sola cultura en el mundo en la que sea permitido hacerlo todo” (Foucault)

Las respuestas de los alumnos coincidieron, en gran parte, con las de estos escritores, en especial con Rousseau, lo cual, en los tiempos que corren de descrédito de la enseñanza, dice mucho en su favor.

El grito

Los profesores no solemos gritar en las aulas, aunque, en ocasiones, la actitud de los alumnos llega a ser tan exasperante –les llamas la atención una y otra vez para que atiendan o para que no interrumpan el trabajo de sus compañeros y no reaccionan- que tienes que levantar la voz para que te tomen en serio.

Pero lo verdaderamente insólito es que un alumno –en este caso una alumna- grite para que sus compañeros la dejen trabajar. Sucedió ayer con un grupo en el que estaba programado un examen. Como los alumnos no guardaban silencio ni ocupaban sus asientos, opté por repartir el folio con las preguntas a los que mantenían una actitud correcta; pero, aún así, el griterío no cesaba. Entonces fue, cuando una alumna, que intentaba concentrarse en el examen, perdió el control y gritó, gritó con todas sus fuerzas, recriminando a sus compañeros su conducta inadecuada. Estos de inmediato se callaron y ocuparon sus asientos.

La reacción de la alumna me recordó un cuadro de Edvard Munch, titulado “El grito”, donde un hombre o una mujer, no se sabe muy bien, grita en el extremo de un puente. Quizá la fuente de inspiración de este cuadro se encuentra en la vida atormentada del artista, educado por su padre severo y rígido, y que, siendo niño, vio morir a su madre y a una hermana de tuberculosis. Siempre que lo contemplo me surgen algunas preguntas:

¿Quién grita con esa desesperación? ¿A quién se dirige? ¿Es un grito de horror o de protesta? ¿Quizá de sorpresa?

También me pregunto, más allá de la obviedad de recriminar a sus compañeros la actitud incorrecta, contra quién y para qué gritó la alumna:

¿Contra una forma de educar demasiado permisiva o, por el contrario, contra un sistema educativo basado en el ordeno y mando ? ¿Para liberar tensiones acumuladas o, quizá, para reivindicar su derecho a la educación?

Sin embargo, lo  preocupante, en verdad,  es por qué los compañeros de esta alumna reaccionaran ante sus gritos y no ante mis llamadas de atención.

En la clase

El viernes pasado vi una película -muy recomendable- titulada “En la casa”, donde un profesor de francés descubre entre sus alumnos a uno especialmente dotado para la escritura. A partir de este momento, se inicia entre ellos una extraña e inquietante relación en la que cada uno aprende del otro, es decir, el alumno no es un mero subordinado del profesor.

La película me ha hecho pensar en alumnos que significaron algo especial para mí, porque les interesó, particularmente, mi asignatura, porque disfrutaron con ella, o porque demostraron sensibilidad hacia la literatura. Curiosamente, todos los casos que me vienen a la mente está ligados a la lectura en alto, que suelo practicar en mis clases.

Recuerdo haber recitado el poema “No decía palabras”, donde Luis Cernuda expresa su insatisfacción porque lo que desea es mayor que lo que puede conseguir:

No decía palabras,

acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,

porque ignoraba que el deseo es una pregunta

cuya respuesta no existe,

una hoja cuya rama no existe,

un mundo cuyo cielo no existe.

La angustia se abre paso entre los huesos,

remonta por las venas

hasta abrirse en la piel,

surtidores de sueño

hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.

 Un roce al paso,

una mirada fugaz entre las sombras,

bastan para que el cuerpo se abra en dos,

ávido de recibir en sí mismo

otro cuerpo que sueñe;

mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,

iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.

Aunque sólo sea una esperanza

porque el deseo es pregunta cuya respuesta nadie sabe.

Una alumna, a la que había notado sobrecogida, durante la lectura, me preguntó:

-Has sufrido mucho en tu vida?

-No – le respondí- ¿por qué me lo preguntas?

-Porque el poema expresa tanto dolor, tanto deseo insatisfecho.

En otra ocasión, recité, tratando de emular con las inflexiones de mi voz a los juglares de la Edad Media que actuaban ante un público, un fragmento del Cantar de Mío Cid, en el que se describe con gran realismo una batalla:

Se ponen los escudos ante sus corazones,

y bajan las lanzas envueltas en pendones,

inclinan las caras encima de los arzones,

y cabalgan a herirlos con fuertes corazones.

A grandes voces grita el que en buena hora nació:

-„¡Heridlos, caballeros, por amor del Creador!

¡Yo soy Ruiz Díaz, el Cid, de Vivar Campeador!“ […]

Allí vierais tantas lanzas hundirse y alzar,

tantas adargas hundir y traspasar,

tanta loriga abollar y desmallar,

tantos pendones blancos, de roja sangre brillar,

tantos buenos caballos sin sus dueños andar.

Gritan los moros: „¡Mahoma!“; „¡Santiago!“ la cristiandad. […]

Concluida la lectura, comprobé que una alumna estaba particularmente impresionada y le pregunté:

-¡Eh! ¿Qué te pasa?

-Que aún estoy en la plaza oyendo el entrechocar de las espadas y los gritos de los guerreros.

Un tercer caso es el de un alumno del IES Gran Capitán. Ese día me había llevado a clase El perfume de Patrick Süskind y, con el fin de incitarles a la lectura, les leí el principio:

“En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.”

Este alumno me confesó, años después, cuando ya había concluido sus estudios universitarios, que recordaba aquella clase, porque se había sentido atrapado por las palabras que contaban una historia alucinante y obsesiva, y porque, desde aquel día, comenzó a vivir una relación de amor con la lectura.

Afortunadamente, ninguno de estos tres alumnos ha provocado mi salida de la enseñanza, como le sucede al protagonista de “En la casa”; al contrario, aún sigo recorriendo los pasillos del IES Gran Capitán y practicando en mis clases la lectura en alto, quizá porque tengo la secreta ilusión –como dice Daniel Pennac- de que “la comprensión del texto pasa por el sonido de las palabras de donde sacan todo su sentido”.

Razones para no escribir

Hace unos días conocimos la noticia de que el autor estadounidense Philip Roth ha dejado de escribir, a la edad de 79 años, a pesar de que goza de buena salud y cuenta con una notable producción literaria.

Enrique Vila-Matas, en su libro «Bartleby y compañía» habla, precisamente, de los que dejan de escribir e indaga en las razones de cada uno para haber tomado esta decisión.

Cuenta casos curiosos y sorprendentes de escritores, como Juan Rulfo, que cuando le preguntaron por qué llevaba tantos años sin escribir, después de la publicación de sus obras maestras, Pedro Páramo y El llano en llamas, respondió: «Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias».

Otro ejemplo, aunque diferente, es el de Pepín Bello, amigo de los componentes de la Generación del 27 y hombre de gran ingenio, que renunció a escribir, porque consideraba que él no era nadie, al lado de García Lorca, Buñuel o Dalí.

Un tercer caso, este sin duda más complejo, es el de Jaime Gil de Biedma, que respondió a la pregunta de por qué no escribía lo siguiente: «Mucha gente me lo pregunta y yo me lo pregunto. Y preguntarme por qué no escribo, inevitablemente desemboca en otra inquisición mucho más azorante: ¿por qué escribí? Al fin y al cabo lo normal es leer. Mis respuestas favoritas son dos. Una, que mi poesía consistió -sin yo saberlo- en una tentativa de inventarme una identidad; inventada ya, y asumida, no me ocurre más aquello de apostarme entero en cada poema que me ponía a escribir, que era lo que me apasionaba…». Y es verdad que él vivió con una doble identidad, como refleja en su poema «Contra Jaime Gil de Biedma», donde habla de dos personalidades diferentes y contrapuestas: el hombre serio y formal, que se levanta temprano, viste elegantemente y trabaja como director de una oficina; y el que frecuenta la noche barcelonesa, busca el placer carnal de forma obsesiva y se recoge bebido a altas horas de la madrugada.

Luego, está el caso del escritor que no se decide a serlo por prejuicios, como Joseph Joubert, que pasó toda su vida buscando las condiciones justas para escribir y acabó extraviándose en esa búsqueda. Afortunadamente, mientras tanto, llevó a cabo un diario, que los amigos, a su muerte, se tomaron la libertad de publicar.

A estos cuatro ejemplos podríamos añadir más de escritores que no han llegado a escribir nunca, o han escrito uno o dos libros y, luego, han renunciado a seguir haciéndolo o, simplemente, que han experimentado el «horror vacui», es decir, se han sentido paralizados ante la hoja en blanco, por falta de inspiración.

Cada uno lo explica de diferente manera, como cada uno de vosotros tenéis, a veces, vuestras propias razones para resistiros a escribir una historia, una descripción o un microrrelato, que os ha mandado el profesor. Quizá lo veis como una actividad inútil, en el sentido de que carece de utilidad práctica, o a lo mejor se debe a la pereza de coger el bolígrafo o pulsar las teclas del ordenador, porque hay que reconocer que la escritura de cualquier texto supone un esfuerzo de traducir en palabras lo que sentimos, y no todo el mundo está dispuesto a llevarlo a cabo, o sí.

Aplausos

Hay diferentes tipos de aplausos. Ahora que están de campaña electoral en Cataluña, los escuchamos cada día, a través de los medios de comunicación, sobre todo en la televisión. Suenan especialmente atronadores los que reciben los candidatos nacionalistas que reivindican el derecho de autodeterminación, aunque estos son aplausos fáciles de conseguir, pues basta con que el orador repita una frase, previamente seleccionada, o eleve el tono de la voz, en un momento determinado, para que los afiliados y simpatizantes, que asisten al mitin, lo interrumpan con una generosa ovación.

Otros, en cambio, tienen que ganárselos quienes los reciben, o al menos tienen que ganarse la duración e intensidad de los mismos. Pienso, por ejemplo, en un grupo de actores representando una obra de teatro, que deben decir el texto, con una voz, que transmita autenticidad, acompañando esta del gesto adecuado, y moverse por el escenario, como lo haría el personaje al que están interpretando. Los espectadores, en este caso, suelen reaccionar con una salva de aplausos espontánea, en ocasiones puestos en pie, para expresar mejor su agradecimiento.

No es habitual que los alumnos aplaudan a los profesores, salvo que interpretemos un papel distinto al de la clase diaria. Así, por ejemplo, a los que participamos el curso pasado en el recital homenaje a Federico García Lorca nos aplaudieron espontáneamente, al finalizar el mismo, lo cual nos llenó de satisfacción.

Pero ayer, concluida una de las clases, cuando me dirigía a la puerta para salir del aula, recibí los aplausos de todos los alumnos. Ya en el pasillo, mientras enfilaba hacia las escaleras para bajar a la sala de profesores, continuaron con esta actitud sorprendente. Por un momento, creí que estaban burlándose de mí y que uno de ellos había empezado a palmotear y los demás, instintivamente, se habían ido sumando; pero preferí pensar que, en realidad, era un reconocimiento de los alumnos por haberles aguantado , durante dos horas, llamando la atención a los que no paraban de charlar, a los que no seguían la lectura, a los que la seguían tumbados en la silla, como si fuera un butacón de su casa, a los que se dedicaban a molestar al compañero tocándole la espalda o moviéndole el pupitre, a los que en lugar de estar sentados frente al suyo lo estaban frente al de atrás, a los que les interesaba más lo que sucedía en la calle que lo que estábamos haciendo en clase, etc. Sí, preferí pensar que era un aplauso de reconocimiento a mi capacidad de aguante y, con esa convicción, me sentí muy reconfortado.

La cara del que sabe

Hoy hemos conocido la noticia del suicidio de una chica de Ciudad Real, de 16 años, tras haber soportado supuestamente acoso escolar de forma continuada por parte de compañeros del instituto.

También hoy martes el diario El País publica una entrevista con el actor Rubén Ochandiano, donde afirma que el “bullying” del que fue víctima en el colegio agravó su aislamiento: “Me pegaban, escupían y humillaban. Mi instinto de supervivencia me llevó a inventarme un personaje macarra. Coló. Hasta el punto que me ha costado años abandonar esa pose”.

Quizá por esas cosas del destino, esta mañana, mientras estaba de guardia en una clase de 1º de ESO, he sentido en los ojos de un alumno, al que he llamado la atención por su mal comportamiento, el desafío del que se sabe seguro de sí mismo, porque está por encima de las normas de convivencia que nos hemos dado todos.

Como dice Agustín García Calvo, en un poema homónimo, la cara del que sabe es más habitual de lo que pudiera parecer. Además de en la escuela, la podemos ver reflejada en el hombre de banca dinámico y grave, que aprueba un desahucio; en el jefe de estado que firma una sentencia de muerte; en el chulo que supuestamente cuida de su querida; en el cerebro de una empresa que traza los planes futuros de la misma:

Cuando veas al hombre de banca

dinámico y grave

que en la ranura de su coche

introduce la llave,

mientras habla con un cliente

importante,

y con mano segura

agarra el volante,

verás, si te fijas, en el cristal

la cara del que sabe.

 

En la escuela, al salir de recreo

al patio empujándose,

si ves a uno que lo llaman

el Capacobardes

que le escupe en la oreja al tonto

de la clase

y se planta aguardando

que el otro se arranque,

helados de vidrio verás allí

los ojos del que sabe.

(…)

En la foto del jefe de estado

que fija el instante

en que él, sentado ante un decreto

de muerte de alguien,

en penoso deber la pluma

de oro blande,

cuando firme la firma

de un trazo la trace,

trazada en su frente la puedes ver

la marca del que sabe.

 

O si no, en el neón del espejo

del bar de ‘My darling’

si ves al chulo que a su rubia

le dice, fumándole

de nariz, «Que nanay, nenita,

que tu padre,

y cuidao con el rímel,

que no se te empaste»,

posada en sus párpados la verás

la fuerza del que sabe.

 

Y si asomas, en fin, al estudio

de altos cristales

donde el cerebro de la empresa

dibuja los planes

de la ruta futura, y corre

recto el lápiz

y a derecho y a regla

los borra los árboles,

guiada verás de la pura ley

la mano del que sabe.

 

Todos tienen su idea: son ellos

los reyes del aire.

Y si tú ves que, cuando a todos

los cierre en la cárcel

de los versos y que la música

ya se apague,

yo me quedo a las nubes

mirando distante,

recuérdame y dime «La veo ahí

la cara del que sabe.

 

Tengamos cuidado, pues, con estos «reyes del aire», con quienes podemos encontrarmos en cualquier parte.

Aquí podéis ver y escuchar  al propio Agustín García Calvo recitando el poema «La cara del que sabe».