La literatura juvenil nos presenta una oferta variada donde elegir. Sin duda hay títulos que adolecen de una mínima calidad, pero también hay otros que sí la tienen.
Entre estos últimos, se encuentran las novelas de Heinz Delam, que no sólo reúnen los requisitos necesarios para llegar a nuestro alumnado de la ESO (narración en primera persona, personajes jóvenes, historias ambientadas en el continente africano, intriga, lenguaje sencillo…), sino que, además están bien escritas. Likundú es una de estas novelas. Heinz Delam sabe dosificar el uso de las tres formas básicas de expresión: la descripción, la narración y el diálogo. No abusa de las descripciones que suelen ser breves e impresionistas: “Se trataba de un hombre de mediana estatura, cuyo cuerpo flaco y desgarbado desaparecía bajo los pliegues de una amplia túnica de vivos colores, Llevaba el pelo largo y enmarañado formando una voluminosa aureola azafranada en torno a su rostro marchito”. Esta primera e inquietante imagen de Libunga, el brujo albino al que se enfrenta el protagonista, augura su comportamiento malvado y nos predispone contra él.
A medida que avanza la novela, Heinz Delam va dejando pistas, cabos sueltos, que intrigan al lector: “La noticia de la muerte de Bertrand me había sumido en un estado pesimista y depresivo; incluso me sentía responsable de la muerte de mi amigo. ¿Qué estaba ocurriendo? Por todas partes aparecían objetos maléficos asociados a desgracias, como ese fetiche que había hallado en la habitación de Astrid. Me pregunté si una estatuilla como aquella podía realmente afectar al destino de las personas, si su presencia en la habitación de Astrid había desencadenado el fatídico accidente de su avión”. Estas preguntas sobre la influencia de la misteriosa estatuilla en el destino de las personas nos las formulamos también los lectores.
Nos adentramos con Albert, el protagonista, que busca a su novia Astrid, en el mundo enigmático de la selva, a través del río Congo, y bajo la amenaza constante de Libunga, cuya presencia intuimos: “Mientras tanto yo me separé de la tripulación para explorar algunos puestos que exponían animales. En uno de ellos había dos pequeños cocodrilos muertos. Me llamó la atención que estuvieran colocados frente a frente, en una pose similar a las figurillas del talismán. Instintivamente me llevé la mano al bolsillo vacío… De pronto, uno de los cocodrilos del tenderete cobró vida y, con las fauces abiertas, se abalanzó sobre mí…”
Las respuestas a las preguntas que Albert y nosotros los lectores nos habíamos planteado las encontramos al final, en un desenlace, donde el poder del talismán se manifiesta mediante una sorprendente y, para algunos de vosotros, decepcionante, alteración del tiempo.
Una novela, pues, como decía al principio, que reúne todos los requisitos para gustar a los lectores jóvenes. Pero vosotros, que la habéis leído, tenéis la palabra.