Una visita original al Palacio de Viana

Hubo un tiempo en el que utilizar recursos propios del teatro de la provocación era algo habitual y saludable en las salas españolas. Existía la conciencia de que no utilizarlos era hacer un teatro antiguo, pasado de moda; pero la repetición mecánica de estos recursos (implicación de los espectadores en la representación, ruptura del espacio escénico, etc.) acabó convirtiéndose en una rutina y perdiendo su sentido original de causar asombro.

Sin embargo, en ocasiones, surge la chispa de la creación y la rutina se transforma en frescura y originalidad. El viernes pasado, en la visita dramatizada al Palacio de Viana, tuvimos la oportunidad de disfrutar de una de esas ocasiones.

El montaje de la compañía Ñaque Teatro, dirigido por José Antonio Ortiz, contó con el siguiente elenco de actores:

  • Nieves Palma y Alejandro Bueno (pareja de turistas catalanes).
  • Ricardo Luna (duque de Rivas y mayordomo).
  • Federico Vergne (enamorado y rey Alfonso XIII)
  • Carlos de Austria (Teobaldo y José de Saavedra).
  • Belén Benítez (enamorada y criada).
  • Lua Santos y Pilar Nicolás (criadas).

La música interpretada al piano correspondió a Alberto de Paz.

Aproximadamente a las 8:30 de la tarde, hora anunciada para la representación, se abrieron las puertas del palacio y los cincuenta privilegiados espectadores penetramos en el patio del Recibo. Pasaban los minutos y la obra no comenzaba. Este leve retraso era el primer recurso teatral utilizado, pues entre los espectadores se encontraban dos actores de la compañía, interpretando a un matrimonio catalán, que empezaba a discutir. Aparentemente, se trataba de dos turistas que esperaban impacientes el inicio de la visita; pero en realidad iban a ser ellos los encargados de guiarnos. ¡Qué espontaneidad y qué capacidad de improvisación la mostrada por esta pareja! Interactuaban continuamente con los sorprendidos espectadores; se reprochaban cosas entre sí, como cualquier matrimonio, y todo dicho con un acento catalán muy conseguido. En su compañía, nos adentramos en el palacio de Viana para conocer su historia y sus características arquitectónicas. Pero en las diferentes dependencias del mismo nos esperaban nuevas sorpresas: en la sala de Firmas, el duque de Rivas conversaba con uno de sus hijos, Teobaldo, que a la postre sería el primer marqués; en la reja de Don Gome disfrutamos de una escena de amor entre Filomena y Pepe, que incluso pudo seguirse en la calle contigua; en otra de las salas, ya sentados, escuchamos la historia del palacio y de sus dueños, contada por dos criadas en un diálogo chispeante y lleno de gracia.

Después, Jordi y Montse, que formaban el entrañable matrimonio catalán,  nos dirigieron a las dependencias de la planta alta. A estas alturas de la visita, como dijo el primero, ya nos habíamos convertido en amigos. En el salón, donde los marqueses solían recibir a las visitas importantes, asistimos a un diálogo entre Alfonso XIII y José de Saavedra, que nos situó en la época histórica. Mientras que Federico Vergne construye con solidez su personaje del rey, a Carlos de Austria, que nos deleitó hace unas semanas con su Jerry de «Historia del zoo», lo notamos algo inseguro.

Pero lo mejor de la visita estaba por llegar. De nuevo en la planta baja y, guiados por la música lejana de un piano tocado por las manos inconfundibles del siempre brillante Alberto de Paz, penetramos en una amplia sala, donde los marqueses celebraban las cenas. El diálogo que entablaron las criadas y el mayordomo, ingenioso y divertido, puso el broche final al recorrido. Particularmente, la interpretación de Ricardo Luna hizo las delicias de todos los que nos encontrábamos allí, con réplicas, a cuál más graciosa; y con gestos y movimientos, que recordaban al mejor Charles Chaplin.

Una vez más, José Antonio Ortiz nos sorprendió con un montaje sumamente original, en el que cada pieza encaja dentro del engranaje general. Quizá hay alguna caída de ritmo, como en la escena del duque de Rivas y Teobaldo, que suena un tanto a impostada; pero en conjunto predomina la calidad y el buen tono. Durante la hora, aproximadamente, que duró la visita, respiramos un atmósfera de libertad creativa y espíritu de experimentación de la mano de una incomparable pareja de cómicos, que recordaban a los primeros happening del Black Mountain College, entreverada de escenas interpretadas con el rigor y la profesionalidad, marca de la compañía.

Ñaque Teatro consiguió convertir en arte un acto de nuestra vida cotidiana, como la visita cultural a un palacio. Al final, todos salimos convencidos de que esta había sido como un lienzo pintado a la limón por actores y espectadores.

Larga vida a estas originales visitas al palacio de Viana.

P.D. Hemos conocido que Carlos de Austria tuvo apenas dos días para preparar los dos papeles que interpreta, lo cual explica las dudas que mencionábamos.

 

Alea iacta est

El domingo el diario El País se hacía eco, en uno de sus editoriales, de una noticia, que conocimos el martes de la semana pasada: la Enciclopedia Británica dejará de publicarse en papel.

Estas obras de consulta surgieron hace más de dos siglos como respuesta al viejo proyecto de la Ilustración de saberlo todo, lo cual hoy día está fuera de lugar en un mundo donde basta con apretar un botón en el teclado del ordenador o en nuestro móvil para acceder a cualquier tipo de información. En efecto, Internet nos ofrece, de forma inmediata, los conocimientos almacenados por las enciclopedias, que todavía adornan los muebles y estanterías de nuestras casas.

Me pregunto si también los libros de lectura impresos y los periódicos están a punto de pasar a la historia.

Sé de compañeros que ya han adquirido  “tablets” o dispositivos de lectura inalámbricos. Algunos de ellos leen prácticamente todo, incluidas novelas, obras de teatro o libros de poesía, en estos soportes, porque entienden que el futuro, ya presente , se encuentra en la red y en las nuevas tecnologías. Otros, en cambio, se resisten a utilizarlos, porque están habituados al formato impreso y porque asocian la lectura al tacto y al olor del papel.

Yo, personalmente, estoy más cerca de estos que de aquellos, aunque entiendo que el periódico, que aún compro todos los días en el quiosco y los libros que, con frecuencia, adquiero en las librerías, tienen los días contados, como la Enciclopedia Británica.

Supongo que será cuestión de tiempo acostumbrarnos a la ausencia de olor de las nuevas tecnologías y a pasar páginas con apenas un roce de nuestro dedo sobre la pantalla.

En cualquier caso, la magia y la intimidad del acto de leer permanecerán. Parafraseando las palabras de Paul Auster, cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias, en la lectura de un libro, con independencia del formato utilizado, colaboran a partes iguales dos personas extrañas, que se encuentran en condiciones de absoluta intimidad: el autor y el lector.

 

 

La antiutopía de Fahrenheit 451

Hay temas que preocupan a Ray Bradbury, como el futuro, el desarrollo tecnológico, la destrucción del mundo, o la vida en otros planetas, y que se repiten en su obra literaria: en sus cuentos, como los incluidos en el libro “Crónicas marcianas”, y en sus novelas, como esta que comentamos: “Fahrenheit 451”, que se ha convertido en un clásico de la literatura universal.

Su protagonista, Guy Montag, es un bombero que disfruta quemando libros, en la brigada, comandada por el capitán Beatty, porque viven en un país donde están prohibidos. Pero su encuentro casual con un chica joven, Clarisse, va a cambiar su forma de ver la vida, suscitándole dudas sobre su trabajo y el sentido del mismo.

Sin embargo, lo que en verdad se plantea en esta novela es una antiutopía: lo que puede ser la vida humana programada por un estado omnipresente, que aparentemente vela por la felicidad, aunque se trata de una felicidad artificial, no elegida por sus ciudadanos, cuyos movimientos, e incluso sus pensamientos, son controlados en todo momento. De ahí que esté prohibido pensar y preocuparse por los problemas, porque éstos no existen y, si existen, los soluciona papá estado: “Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno. O, mejor aún, no le des ninguno.”

Recuerda este mundo descrito por Ray Bradbury a los regímenes totalitarios, que no respetan las libertades individuales y adoctrinan a sus ciudadanos, desde pequeños, tal como sucedió en la dictadura franquista, en la Alemania nazi o en el régimen de Stalin; por ejemplo, en la época de Franco, se impartía en las aulas “Formación del Espíritu Nacional”, para educar a los alumnos en los principios y valores del régimen. Un mundo donde no se hacen preguntas: “ha de saber que nunca hacemos preguntas o, por lo menos, la mayoría no las hace; no hacen más que lanzar respuestas, y nosotros sentados allí durante otras cuatro horas de clase”. Por eso, se le da a la gente concursos televisivos que puedan ganar recitando de memoria canciones populares o nombres de capitales; no materias que hagan pensar, como la filosofía o la sociología, pues por este camino se llega a la melancolía. 

Pero Ray Bradbury no sólo describe lo que sucede en las dictaduras, sino que se anticipa al mundo de hoy día, en especial, en la función que atribuye a la televisión de entretener a las personas, evitándoles que piensen y cuestionen al poder establecido. También en esa visión de la felicidad, como algo obligatorio y programado, que conecta con el hedonismo predominante en la actualidad.

Una obra, Fahrenheit 451, que quizá no nos cautive por la forma en que está escrita; pero que nos pone en alerta sobre el futuro que se avecina, ya bastante presente, si descuidamos la defensa de las libertades individuales y el valor de los libros, impresos o digitales, indispensables para pensar y cuestionarnos las verdades impuestas.

Éxito de las III Jornadas de Teatro y Gastronomía

Al recordar hoy la representación de “Novecento”, que tuvo lugar el pasado viernes en nuestro instituto, me vienen a la mente no sólo el personaje de Tim Tooney, que cuenta la historia, sino también el propio Novecento, el jazzman del Viginian, el marinero Danny Boodmann, el pianista de jazz Jelly Roll Morton y hasta 16 personajes más, cada uno con su voz y con su gesto. El mérito es del director del montaje, José Antonio Ortiz, pero sobre todo de quien da vida a estos personajes, Ricardo Luna, que ha alcanzado la madurez del actor que domina todos los recursos expresivos y que posee un gran sentido del tempo o ritmo teatral. Su compenetración con el siempre brillante Alberto de Paz, autor e intérprete de la música, es total. Ningún momento de espera, nigún gesto demás, cuando la música, tocada en directo, tenía que entrar, entraba, para complementar las palabras del actor.

Desde su estreno, en el teatro Circo de Puente Genil hace seis años, pasando por el teatro Alfil de Madrid, donde permaneció un mes, y el Gran Teatro de Córdoba, hasta el viernes pasado, en nuestro centro, la obra ha adquirido la madurez y el equilibrio que te hacen verla con naturalidad, con la naturalidad de la vida misma. 

El espacio de la representación no podía ser mejor: nuestro salón de actos convertido en la sala de máquinas del transatlántico Virginian, con todos los elementos necesarios: la iluminación en penumbra que le daban las velas, el humo que expulsaban dos artefactos estratégicamente situados, y el sonido del golpeteo del agua contra la madera del casco. Al fondo, el escenario con el andamio, que simula el interior del barco, por donde se movía Ricardo Luna, como pez en el agua.

Primero, fue la representación de Novecento y, después, la cena, con la que se ponía punto final a unas exitosas III Jornadas de Teatro y Gastronomía. El Departemento de Hostelería, sus alumnos y profesores, demostraron creatividad e imaginación, tanto en la ambientación del salón de actos, ya comentada, como en el diseño del menú, inspirado en la obra de Alessandro Baricco. En el primer acto, los berberechos al vapor, servidos en una lata, que recordaba a las utilizadas en los barcos; la mini-burger de osso-buco hacía referencia al destino norteamericano del Virginian; y el ravioli de boletus al país de procedencia del autor de la obra: Italia. En el segundo acto, un plato en continuo movimiento: la ensalada de mar con agua de tomate: En el tercero, el duelo entre la lubina asada y las manitas estofadas, que evoca el que mantienen al piano Jelly Roll Morton y Novecento. Así, hasta llegar al quinto y último, con la bomba de chocolate con corazón tierno, fiel reflejo del destino final y del carácter del protagonista. 

Este perfecto maridaje entre teatro y gastronomía nos recordó a tiempos pasados en nuestro instituto, cuando estábamos en la antigua universidad laboral de Córdoba. Me refiero a las inolvidables Jornadas de Cine y Gastronomía, impulsadas por nuestro compañero Benito Vaquero. Las buenas cosas permanecen, como debe ser.

Enhorabuena a todos los que han hecho posible estas III Jornadas Teatro y Gastronomía.

UNA HISTORIA DEL ZOO QUE NOS EMOCIONÓ

Ayer asistimos, dentro de las III Jornadas de Teatro y Gastronomía, organizadas por nuestro centro, a la representación de “Una historia del zoo” de Edward Albee, dirigida por Federico Vergne e interpretada por Carlos de Austria, en el papel de Jerry, y Rafael de Vera, en el de Peter. 

La buena acogida de estas jornadas por la sociedad cordobesa y, en particular, por los vecinos del barrio de Fátima es ya un hecho, pues el aforo del salón de actos, 250 espectadores, prácticamente se completó. Especial importancia tuvo la presencia masiva de alumnos del instituto, de distintos niveles educativos, que previamente habían trabajado la obra en clase con sus profesores de Lengua Española.

El salón de actos se vistió de gala para el evento, con las paredes cubiertas de telones negros, de los que colgaban cuadros abstractos de la pintora Lola Ortega. Más que el aula de un instituto parecía una sala alternativa de teatro independiente, como La Guindalera o el Teatro de Cámara Chejov de Madrid.

La música de jazz, que se podía escuchar, desde minutos antes de la representación, contribuyó a trasladarnos a la ciudad de Nueva Cork, donde se desarrolla la acción, a finales de los años cincuenta del pasado siglo. Estados Unidos, ya recuperado de su participación en la segunda guerra mundial, atraviesa por un periodo de esplendor económico, aunque sus ciudadanos, a los que representan Peter y Jerry, no se sienten realizados como personas. El primero, perteneciente a la clase media, lo tiene todo y nadie diría que es infeliz. Está leyendo relajadamente en un banco del parque, mientras el segundo se le acerca con actitud aparentemente divertida. No se conocen de nada y, a lo largo de la representación, se produce un proceso de alejamiento-acercamiento, en el que los dos actores, que los representan, nos dan una auténtica lección de interpretación, de saber estar sobre el escenario. Desde el principio, se establece entre ellos una complicidad con las miradas, sobre todo por parte de un Peter, sorprendido por la presencia de Jerry, o indignado, cuando le habla de matar a sus periquitos; y también por parte de éste último, cuando, dirigiéndose a los espectadores, con una mirada diabólica de satisfacción, nos descubre sus verdaderas intenciones de provocar que Peter acabe con su vida.

El nivel interpretativo sube aún más, en la parte central de la obra, con la historia triste de Jerry y el perro. Los dos actores lo bordan. El recurso de señalar con el dedo un lugar de la escena, donde supuestamente se encuentran las distintas habitaciones de la pensión hace que Peter y todos los espectadores con él desplacemos nuestras miradas hacia allí y veamos al perro negro, con los ojos sanguinolentos, o a la casera suplicándole que rezara por su animalito. El monólogo se convierte en un diálogo en el que Jerry habla con las palabras y Peter con los miradas y los gestos; y a veces, en momentos especialmente cómicos, los dos valiéndose de la expresión no verbal. 

El enfrentamiento final por la posesión del banco pone al descubierto la infelicidad de los dos personajes, pero especialmente de Peter, que, a pesar de tenerlo todo, anhela la vida de Jerry, que él considera llena de emoción, pero que es en realidad miserable y carente de sentido. 

La escenografía muy simple: el césped de un parque; un banco, cuyo respaldo blanco simula la lápida de un cementerio, porque tanto Peter como Jerry son como dos muertos en vida; y una farola con forma de jaula, que simboliza la incomunicación de ambos personajes. La iluminación en blanco, que no cambia en toda la representación, crea un ambiente neutro que no condiciona al espectador, con el fin de que se centre en lo que dicen y hacen los dos actores. 

Se agradece que pudiéramos disfrutar ayer de un montaje tan cuidado y profesional, donde todos los elementos (escenografía, iluminación, maquillaje, interpretación…) se integran para hacernos creíble la vida de dos personajes desgraciados que nos calaron hondo y que, a pesar del tiempo transcurrido, tienen más actualidad de la que se pudiera pensar.

Presión sobre el profesorado

En un reportaje publicado en El País, el 15 de enero, se analizaba el papel del profesor y la presión que se está ejerciendo sobre él, para la obtención de resultados. Por ejemplo, en Estados Unidos o Inglaterra, se pretende premiar a los docentes, cuyos alumnos consigan buenas calificaciones y castigar a los malos. En el primero de estos dos países , hay colegios públicos, donde, si los resultados son negativos o no responden a las expectativas previstas, los padres pueden hacerse con el control de los mismos e imponer nuevas normas. Los profesores son presionados, mediante un sistema de exámenes unificados, que recuerdan a las antiguas reválidas de la época franquista, y que sirven de baremo para evaluarlos.

Algunas de las propuestas del nuevo ministro de educación español, Ignacio Wert, apuntan en esta dirección, pues están previstas pruebas externas para todo el alumnado, al final de la enseñanza primaria y secundaria, con el fin de premiar a los centros que tengan mejores resultados y para servir de orientación a los padres a la hora de elegir uno para sus hijos. Así, se pretende mejorar la educación, olvidando que este sistema puede ahondar las diferencias entre los sectores más acomodados de la problación y los más desfavorecidos, si no incluye valoraciones del contexto, ni considera los recursos de los centros y la composición del alumnado. Además, se corre el riesgo, de generar malas prácticas enfocadas a maquillar los resultados por parte de algunos centros.

Por otro lado, al evaluar a los centros y al profesorado, en función de criterios meramente cuantitativos, se limita la libertad de éste para organizar sus clases y adaptarlas al tipo de alumnado. David Edwuards, vicesecretario general de la Internacional de Educación, abundaba en esta pérdida de autonomía del docente, en una reciente entrevista: “En la actualidad, se impone una rigidez cada vez mayor en la asignación de tareas, se le dicta al profesor lo que tiene que hacer en cada momento y se le evaúa en función de ello”. La consecuencia en muchos países es que se está produciendo una deserción en el ámbito escolar: los profesores cada vez duran menos en la profesión y prefieren buscar trabajo en otras áreas.

En Andalucía, hace algunos años, los docentes rechazamos mayoritariamente, al menos en los centros de enseñanza secundaria, el Programa de Calidad y Mejora de los Rendimientos Escolares para los centros docentes públicos, que establecía incentivos económicos ligados a los resultados escolares. Y lo hicimos porque no considerábamos ética esta ligazón y porque lo que nos debe importar a los profesores es el proceso de aprendizaje y la formación del alumnado, que suelen traen consigo buenas calificaciones.

Pero estamos en tiempos de resultados y sobre todo de airearlos cuando son negativos. Por ejemplo, las famosas pruebas PISA, tan tendenciosamente interpretadas, comparan a unos países con otros y establecen una especie de ranking, en el que se trata de estar lo más arriba posible. España, por ejemplo, está situada en la media, aproximadamente, de los países de la OCDE, en cuanto a resultados de nuestros alumnos en Lectura, Matemáticas y Ciencias; pero la prensa no suele dar a conocer la proximidad de los resultados españoles a la media, sino el orden que ocupamos entre los 31 países, es decir, nuestra situación en el ranking, que está algo más abajo de la media. Sin embargo, el orden, según Julio Carabaña, catedrático de Sociología la Universidad Complutense, no es relevante: “se parece mucho a la llegada en pelotón de una carrera ciclista. Por ejemplo, el país número 10 en lectura, Austria, está a sólo una décima de distancia de España, el 10º”.

También los medios de comunicación, al analizar los resultados de estas pruebas, omiten deliberadamente que aparecen en escala 1/6, con lo cual resaltan, por ejemplo, la obtención de un 4 en lectura como un suspenso, cuando en escala 1/10 equivaldría a cerca de un 7.

Como dice David Edwards, en la citada entrevista, hay que definir el concepto de calidad educativa, relacionando recursos, procesos y resultados. No basta sólo con éstos últimos, entre otras razones, porque aprobar a más alumnos es fácil; lo puede hacer cualquier profesor. Recuerdo que hace algunos años un compañero de facultad, que había impartido clases de lengua española, en un colegio público de Estados Unidos, me contó que, durante el primer año, actuó con equidad, al evaluar a sus alumnos nortamericanos, aprobando a unos y suspendiendo a otros. Pero los problemas que tuvo con los padres, las explicaciones que se le exigieron por parte de la dirección, las numerosas actividades de recuperación que le obligaron a diseñar, así como la mala fama que adquirió en el centro, le hicieron desistir de sus criterios y, a partir del segundo año, imitando la forma de proceder de los demás profesores, aprobaba a todos los alumnos, con nota alta, supieran o no lengua, y además les convencía de que se lo habían merecido, para que tuvieran la autoestima elevada y sus familias fueran felices.

Lo que tendría que hacer la administración es apoyar y potenciar el buen trabajo docente, que considera, por encima de todo, el proceso de aprendizaje, incluida la educación en valores, y la adaptación del currículum y la metodología al tipo de alumnado, porque los resultados vendrán solos.

Sin embargo, en nuestro país parece que se está haciendo justo lo contrario: en lugar de valorar este buen trabajo docente, se baja el sueldo a los docentes, con el argumento de que deben contribuir a reducir el déficit público y a paliar una crisis económica, que no han provocado, y en algunas comunidades autónomas, como Madrid, se les ha aumentado la carga lectiva en dos horas, como si nadie supiera que dos horas más de clase suponen más horas de preparación, de corrección de exámenes, de entrevistas con las familias, etc., además de los profesores interinos que se quedan sin trabajo. Solamente falta que nos obliguen aprobar a todos los alumnos, como le sucedió a mi amigo.

Sobre el aburrimiento en clase

El pasado domingo, en El País Semanal, se publicó un reportaje titulado “Hablar no siempre es comunicar”, en el que se explican las claves para una buena intervención en público. El autor del mismo comienza contando una experiencia personal: su asistencia a la convención de una importante multinacional, en la que, a lo largo de una mañana, se sucedieron cinco intervenciones, con tan sólo la pausa para el café. Ninguno de los ponentes respetó el tiempo asignado y, además, sus exposiciones carecieron de orden. El resultado fue que las más de cien personas asistentes acabaron exhaustas, sin niguna idea clara de lo que habían escuchado y con la sensación de no saber muy bien a qué habían ido allí. 

Yo y otros compañeros del centro hemos vivido experiencia similares, en jornadas y cursos destinados a docentes, porque desgraciadamente es habitual que quienes los imparten den todos los conocimientos necesarios, pero no sepan complementarlos con una buena historia, es decir, no sepan comunicar, moviendo nuestras emociones. 

Vosotros los alumnos pasáis, de lunes a viernes, seis horas en el instituto, con tan sólo la pausa del recreo, a mitad de la jornada. Escucháis a seis profesores, cada uno especialista de una materia distinta. Ahora bien, ¿nos escucháis a todos con el mismo interés?, ¿os interesan todas las materias por igual?  

En la entrada anterior sobre la sintaxis, algunos resaltabais lo aburrida que resulta esta parte de la lengua. Supongo que esta sensación de aburrimiento la experimentáis, con cierta frecuencia: unas veces, por la dificultad de la materia; y otras, por la explicación excesivamente fría y racional del profesor, o por la actitud desinteresada de algunos de vuestros propios compañeros. 

Os invito a opinar sobre esta cuestión del aburrimiento en clase. Para facilitar vuestras intervenciones, dejo en el aire algunas preguntas: 

¿Son aburridas las clases? ¿Desconectáis frecuentemente durante el desarrollo de las mismas? ¿Sabemos comunicar los profesores, además de transmitir información? ¿Conseguimos mover vuestras emociones? ¿Somos capaces de interesaros por nuestras materias?

¿Para qué sirve la sintaxis?

Hace unos días, explicando sintaxis en clase, una alumna me preguntó: “¿esto para que sirve?”. Le contesté que la sintaxis se rige por una serie de reglas combinatorias de palabras para formar unidades mayores, como los sintagmas o las oraciones gramaticales; que el análisis sintáctico es como un juego, cuyas normas necesitamos conocer para practicarlo. Le puse el ejemplo concreto del ajedrez, que es una asignatura de estudio obligatorio en algunos países, como Rusia. Su práctica continuada, como la del análisis sintáctico, desarrolla nuestra capacidad de razonamiento. 

Pero, al contarle todo esto, no tenía muy claro que estuviera respondiendo a su pregunta.  Por eso, añadí que ella, como todos los hablantes del español, sabía construir las frases y, por tanto, establecer las concordancias correspondientes entre sustantivo y adjetivo o entre sujeto y verbo, así como colocar el suplemento detrás de los verbos de régimen preposicional o el complemento directo, a continuación de los verbos transitivos -todo ello, sin necesidad de estudiar el cuadro de funciones que yo les había proporcionado-; y que lo que estábamos haciendo, al practicar el análisis sintáctico, era una reflexión sobre nuestra propia lengua, la cual utilizamos para comunicarnos con los demás. 

Al concluir mi explicación y observar la cara de circunstancias de la alumna, pensé en un poema de Nicanor Parra, reciente Premio Cervantes, que dice así: 

“En la realidad no hay adjetivos
ni conjunciones ni preposiciones
¿quién ha visto jamás una Y
fuera de la Gramática de Bello?
en la realidad hay sólo acciones y cosas
un hombre bailando con una mujer
una mujer amamantando a su nene
un funeral – un árbol- una vaca
la interjección la pone el sujeto
el adverbio lo pone el profesor
y el verbo ser es una alucinación del filósofo.”
 

Sí, porque verdaderamente no existen sujetos ni predicados ni complementos directos ni indirectos, ni siquiera circunstanciales; lo que hay, en realidad, es un profesor en clase explicando todos estos conceptos sintácticos y una alumna preguntándole qué utilidad tienen en su vida.

HISTORIA DEL ZOO

A finales de los años 50 del siglo pasado, época en la que se sitúa la acción de esta obra de Edward Albee, ya se había publicado la novela emblemática de la Generación Beat “En el camino”, donde Jack Kerouac, nos muestra lo distinta que puede ser la vida, lejos de las oficinas y de las certezas que ofrece una carrera profesional.

En “Historia del zoo”, se percibe, a través de sus protagonistas, el mismo deseo de libertad y autenticidad, aunque no se nos señala el camino a seguir, sino las causas de este deseo: la vida atormentada de Jerry y la existencia sin alicientes ni emociones de Peter.

La década de los 50 confirma el predominio mundial de Estados Unidos, cuyos habitantes gozan de pleno empleo, pero no se sienten realizados, al contrario, tienen una sensación de pérdida de autenticidad y de estar sometidos a trabajos rutinarios y aburridos, que no les proporcionan felicidad.

La obra comienza con Peter sentado en el banco del Central Park de Nueva York, a donde va a leer todos los domingos, y Jerry intentando hablar con él. Es este intento de comunicación con alguien desconocido el que nos pone en alerta, dándonos a entender que algo no va bien. Las preguntas, aparentemente absurdas, del segundo nos van desvelando poco a poco una vida atormentada desde la infancia, y las respuestas lacónicas del primero nos ponen al descubierto un ser igualmente insatisfecho, a pesar de su trabajo seguro y de su vida familiar, en apariencia, placentera. 

El principal valor de “Historia del zoo” es precisamente el proceso de alejamiento-acercamiento de estos dos personajes y cómo Albee nos prepara para un final dramático, que en ningún momento podemos imaginar. Resulta muy eficaz el recurso del banco; me refiero a la utilización de este espacio-objeto para que se produzca el enfrentamiento entre Jerry y Peter. 

La situación absurda del principio acaba desembocando en un drama humano, mejor dicho, en dos dramas humanos, que nos quedan un sabor amargo y la convicción, a pesar de los años transcurridos, de pertenecer a un mundo que no proporciona la felicidad a las personas. Creo que así lo percibieron ayer los alumnos de 4º A, después de la respetuosa lectura en alto que hicimos en clase.

 

MALOS TIEMPOS PARA LA CULTURA

Últimamente, se escuchan quejas por los recortes que se están produciendo en el ámbito de la cultura. Ayer mismo la Orquesta Sinfónica de la Comunidad de Murcia ofreció un concierto ante la Consejería de Cultura, para protestar por la situación que atraviesan sus trabajadores, a causa de los continuos retrasos en los pagos de sus salarios y el recorte de un 47 % en los presupuestos de 2012, que va a poner en riesgo su continuidad. “No tenemos ni para pagar las partituras” declaró uno de los componentes de la orquesta.

La razón que dan las autoridades autonómicas para explicar esta reducción es que la política de austeridad para superar la crisis económica, así lo exige.

Hace unos días, en el programa cultural de Radio Nacional de España “El ojo crítico”, Ángel Gutiérrez, director del Teatro de Cámara Chejoc de Madrid, lanzó un SOS, anunciando el cierre inminente de éste, porque la Comunidad de Madrid ha reducido a la mitad la  subvención económica, que les permitía pagar el local, donde ensayan y representan sus obras.

También en este caso la justificación que dan las autoridades tiene que ver con los recortes para hacer frente a la crisis.

Malos tiempos para la cultura, cuando un orquesta sinfónica y una sala de teatro, que existe desde hace 30 años, corren peligro de desaparecer. Decía García Lorca, del que ahora celebramos el 75 aniversario de su muerte, que “el teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país y el barómetro que marca su grandeza y su descenso”. Y añadía: “un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo”.

Estas palabras podrían extenderse a la cultura en general, porque es esta, junto con la educación, la que nos convierte en ciudadanos responsables y críticos, que piensan por sí mismos y no aceptan las cosas porque sí, o porque las manden los mercados o las agencias de calificación, que al fin y al cabo son los que están imponiendo las políticas de austeridad a nuestros gobiernos.