Diario de invierno

El título de este último libro de Paul Auster no sólo alude a que lo escribió, durante el invierno del año pasado, sino también metafóricamente a su propia edad física, 64 años, cuando aparecen las primeras señales de la vejez.

El autor norteamericano deja a un lado las historias de ficción, a las que nos tiene acostumbrados y se adentra en su propia vida; pero, como en el caso de Ernesto Savato (Antes del fin), no nos ofrece un libro de memorias al uso, sino “un catálogo de datos sensoriales”, producto de indagar lo que ha sido vivir en el interior de su cuerpo, desde el primer día que recuerda estar vivo, hasta el momento presente.

Así, va relatando sus vivencias y recuerdos: los dos accidentes que tuvo en su infancia, las primeras experiencias sexuales, los viajes por países de todo el mundo, las numerosas casas donde ha vivido, sus ataques de pánico, los dos matrimonios contraídos, sus momentos de cólera y de cobardía, la muerte de sus padres, el aprendizaje del oficio de escritor y las dificultades para vivir del mismo, etc. Lo hace, además, sin seguir un orden cronológico estricto, pues va de la niñez a la vejez, de la vejez a la adolescencia, de la adolescencia al periodo adulto, etc., relacionando episodios, que han tenido lugar en diferentes etapas de su vida. Esto desconcierta, en un principio, pero acaba resultando grato adaptarse al discurrir aparentemente caprichoso de su memoria, donde en realidad hay un orden interno que nos viene dado por la presencia más o menos persistente de los placeres y los dolores.

Las diferentes historias nos las cuenta una segunda persona, tras la que se oculta el propio autor, y que le permite, sin renunciar a la verosimilitud de lo narrado, evitar la subjetividad de la primera persona, es decir, marcar distancias con respecto a esta y, de este modo, alcanzar un mayor grado de autenticidad. Destacan, en este sentido, las páginas dedicadas a su madre, un prodigio de ternura e introspección, donde describe las tres mujeres que habitaban en ella:

“A un lado estaba la diva, la persona encantadora (…), que embelesaba al mundo en público, la joven con el obtuso y negligente marido que anhelaba atraer sobre ella los ojos de los demás (…). En medio, que era con mucho el espacio más amplio que ocupaba, había una mujer seria y responsable, una persona inteligente y humana, la que te cuidaba de pequeño, la que iba a trabajar, la mujer que emprendió pequeños negocios a lo largo de muchos años (…) la insuperable contadora de chistes y un as en los crucigramas (…). Al otro lado, en el extremo de su personalidad, estaba la débil y asustadiza neurótica, la desamparada criatura presa de virulentos ataques de ansiedad, la mujer llena de fobias cuyas incapacidades fueron creciendo con el paso de los años…”

Son palabras que nos presentan a una mujer compleja y que nos hacen reflexionar sobre nuestra propia vida y escribir mentalmente nuestro propio libro de memorias. Esto es lo máximo que se le puede pedir, como lector, a un libro y quizás el principal logro de Paul Auster en Diario de invierno.

 

Jirones de sueños rotos

Jirones de sueños rotos, con la que se estrena en el género narrativo nuestro compañero Juan Rivera, encierra al menos dos novelas en una. El propio título da pie a una doble interpretación, porque los sueños rotos son personales, pero también colectivos; no sólo fracasan en sus vidas afectivas los personajes que la protagonizan sino también en sus ideales políticos y sociales. El final de la carta que le escribe Ángeles a Jorge refleja bien esta frustración: “Siempre terminamos en la trinchera equivocada Jorge, en la de la derrota. Seguramente siempre fuimos eternos náufragos errantes a los que les está vedado el paraíso. ¿De verdad que el futuro soñado era esto?”. “Náufragos” es la metáfora que emplea para referirse a los que, como ellos, lucharon contra la dictadura de Franco, con el fin de construir una sociedad más justa, y tuvieron el sueño de encontrar la felicidad en su vida personal. No lograron ninguno de los dos objetivos, quizá, por eso, sea el término que mejor define sus trayectorias vitales.

La novela nos cuenta una historia de amor, con dos hombres enamorados de una misma mujer; dos amigos que establecen “un pulso no declarado”, desde que la conocieron, aunque, en realidad, son para ella dos objetos a los que utiliza, “dos ositos de peluche”, como le gusta decir. No faltan los celos, el engaño, el rencor y la venganza.

Pero “Jirones de sueños rotos” es también una novela de carácter social, donde se critican algunos de los males de nuestra democracia: la incoherencia de los que cambian de ideas por interés personal; a los políticos que embaucan a la gente con el don de la palabra; a las instituciones que fingen en público poseer unos principios y sentimientos, aunque en realidad tienen los contrarios; etc.

El logro de Juan Rivera estriba en cómo va entrelazando las dos historias, la individual y la colectiva, jugando con el tiempo interno del relato: del presente terrible del suicidio que lo condiciona todo, al pasado de los sueños colectivos e individuales, pasando por momentos intermedios, que nos permiten conocer la evolución de los personajes; y vuelta a empezar, siguiendo el fluir del pensamiento, sobre todo, del protagonista, Jorge, que representa la coherencia y el compromiso social. A través de él, se nos descubre la vida disipada y contradictoria de los demás, a los que, sin embargo, está ligado por antiguos lazos de amor o amistad; y también sus propios anhelos y frustraciones, el paso del tiempo que todo lo cambia. Sólo quizá la excesiva estructuración en capítulos, teniendo en cuenta la brevedad de la novela y la apuesta por un tratamiento audaz del tiempo, resta continuidad a la lectura.

El estilo, en que se cuentan las historias, brillante, con ritmo, cuajado de imágenes, demuestra que, aunque sea esta su primera novela publicada, estamos ante un escritor con oficio, habituado a utilizar el lenguaje literario:

Ya sabe la secuencia, la ha vivido antes, en otros tiempos, lo mirará con los ojos verdes cuajados en lágrimas pero que mantienen el equilibrio, como un mar de cristal encerrado en una pecera, sin derramar llanto alguno, empezará a caracolear con los dedos en su mano, escribiéndole en la piel idiomas perdidos entre corazones de aire y buscará ese roce al paso, ese instante para buscarle los labios.”

Estas palabras, llenas de ternura, en las que Jorge anticipa, porque lo ha vivido otras veces, cómo va a ser seducido por Ángeles, adquieren aún más fuerza expresiva y sensualidad con la evocación del poema de Luis Cernuda “No decía palabras” (“ese roce al paso”). Pero es sólo un ejemplo, porque las referencias culturales, especialmente relacionadas con el arte y la historia, son continuas, a lo largo de la novela, enriqueciendo siempre el estilo y aumentando su capacidad de sugerencia. He aquí dos pasajes que tienen como protagonista al mismo personaje femenino, el primero cuando rompe con Jorge y se la identifica con Medusa y el segundo, cuando invita a éste a hacer públicas las grabaciones y ella misma se compara con la reina Isabel II:

 “Sin darse la vuelta, sin siquiera mirarlo, lo había traspasado, conoció en sus carnes lo que sentían las victimas al cruzarse con Medusa y no le hizo falta ser estatua de mármol para aprender a que sabe la sangre que se hiela”.

 “O puede que pase a la historia dejando como una aficionadilla procaz a la mismísima Isabel II”.

Es otra de las señas de identidad de este debut en el género narrativo de Juan Rivera, que refleja su condición de docente y ávido lector, y sus conocimientos sobre el ámbito histórico, artístico y literario.

Una sorpresa agradable “Jirones de sueños rotos”, muy bien escrita, con una doble trama que nos atrapa desde el principio y mantiene nuestro interés hasta el final; y donde se apuesta por el camino menos trillado, en cuanto al tratamiento del tiempo. Nuestras felicitaciones al autor y a Benito Vaquero por su iniciativa de publicar la novela.

Antes del fin

Antes del fin no es un libro de memorias al uso, sino retazos de la vida de un hombre que se reconoce desmemoriado: “Nunca tuve buena memoria, siempre padecí esa desventaja”.

Sin embargo, al leerlo, uno tiene la sensación de que la mala memoria, en su caso, no es una desventaja, sino al contrario, una forma de recordar lo que en verdad ha tenido un significado profundo en su vida: la figura ambivalente de su padre, áspero y vulnerable, a un tiempo, y con el que ha quedado cosas fundamentales sin decirse; la imperfección de la vida cotidiana y la relatividad de las verdades, a diferencia de lo que sucede en la niñez; la importancia del periodo universitario en su formación humanista; el descubrimiento de los teoremas matemáticos, que “eran como majestuosas catedrales, bellas estatuas en medio de las derruidas torres de la adolescencia”; la lectura de los grandes clásicos de la literatura, que transformaron su vida, gracias a las verdades que atesoran; su vinculación al partido comunista, porque nunca soportó la injusticia social, y su posterior alejamiento del mismo, al conocer las purgas llevadas a cabo por Stalin; su afición a la pintura, en la que puede volcar, de modo inmediato, sus pavorosas visiones, sin la mediación de la palabra; la vida con Matilde, la mujer de su vida; su trabajo como investigador en el Laboratorio Curie de París, al mismo tiempo que trababa amistad con el grupo surrealista de André Breton; el cultivo de la literatura, que le permitió expresar sus obsesiones más recónditas e inexplicables; su cercanía a los artistas, que han sentido la necesidad de ofrecer un testimonio de su drama interior, como Van Gogh o Artaud; su confianza en la educación, que es lo más decisivo en el porvenir de un pueblo y que no se puede convertir de nuevo en un privilegio; su denuncia del terrorismo de estado en la dictadura de Videla, que provocó miles de desapariciones; sus críticas feroces al racionalismo, a la fe ciega en el desarrollo tecnológico, que se ha olvidado del hombre y ha acabado convirtiéndolo en víctima; etc.

Sus recuerdos se suceden, así, de una forma aleatoria, sin seguir un patrón definido, sólo el discurrir de la caprichosa memoria, y dirigidos a los jóvenes, advirtiéndoles del peligro en que nos encontramos e invitándoles a que se abran al mundo, a que sean solidarios y corresponsables con el dolor del que sufre, a que lleven a cabo “una rebelión de brazos caídos que derrumbe este modo de vivir donde los bancos han reemplazado a los templos”.

Estas palabras de Ernesto Sabato, escritas en 1999, parecen una profecía de lo que está ocurriendo en la actualidad, pues, en nombre de principios económicos incuestionables, se han adoptado medidas de austeridad, que están empobreciendo, cada vez más, a los ciudadanos.

El valor de la relectura

Hay libros que pierden cuando los relees y otros a los que les sucede justo lo contrario. Paradero desconocido pertenece a este segundo grupo.

La primera vez que lo leí, me interesó sobre todo su argumento: la historia de un alemán, que, después de haber vivido en Estados Unidos, durante varios años, regresa a su tierra natal, donde se convierte en un nazi acérrimo. Sin embargo, tuve la impresión de encontrarme ante una novela, o más bien un relato, sin desarrollar, pues los personajes evolucionan vertiginosamente, en especial, Martin; falta información sobre la Alemania nazi; se abusa de la elipsis, como recurso narrativo; y el final resulta demasiado abrupto.

Paradójicamente, en la relectura que he hecho para la sesión de nuestro club, los que consideré defectos se han convertido en virtudes. Evidentemente, al relato no le sobra nada; pero tampoco le falta. El ejercicio de síntesis que realiza Kressmann Taylor es sobresaliente, sin renunciar a los elementos que, a mi juicio, dan calidad a este género literario: la capacidad para generar intriga, que consigue dosificando la perspectiva de Martin sobre lo que sucede en Alemania, bien contrapunteada por Max; la complejidad de los dos personajes, que nos sorprenden con su comportamiento: el primero por su envilecimiento y el segundo por su actitud vengativa; las elipsis, que estimulan nuestra imaginación, obligándonos a reconstruir lo que no se dice; el final sorprendente, que nos descubre uno de los procedimientos más ominosos utilizados por los nazis para dar a entender el asesinato de los judíos; y el estilo preciso, sin la menor distracción retórica, que se ajusta, como anillo al dedo, a la historia terrible que se cuenta.

Si uno piensa, además, que Paradero desconocido se publicó por primera vez, en 1938, cuando aún no se había iniciado la segunda guerra mundial, pero se estaba incubando el nazismo, su valor aumenta, pues cabe interpretarlo como un mensaje de advertencia contra este peligro.

Sobre la pérdida de control y Alejandro Casona

Alejandro Casona, dramaturgo perteneciente a la Generación del 27, participó en numerosos proyectos culturales, entre los que se encuentran las Misiones Pedagógicas, patrocinadas por el Gobierno de la Segunda República Española (1931-1939) y que tenían como finalidad difundir la cultura general y la educación ciudadana, especialmente, entre la población rural.

Retablo jovial, el libro que estamos leyendo en clase de 4º de ESO, se inserta en este proyecto de las Misiones Pedagógicas, pues las cinco farsas que lo componen las escribió Casona para el Teatro del Pueblo, compañía ambulante, dirigida por él mismo, que llevó a cabo, durante cinco años, más de trescientas representaciones, en otros tantos pueblos de España.

Comenzamos, hace una semana, con “El mancebo que casó con mujer brava”, adaptación teatral de un cuento homónimo de El Conde Lucanor de Don Juan Manuel, donde un joven logra domeñar el fuerte carácter de su mujer, fingiendo, desde el principio, una agresividad desmedida.

Su lectura nos hizo reflexionar sobre dos cuestiones: la moraleja de la historia y el control de los impulsos.

Si una persona hace creer a la gente que es de una manera y después se comporta de otra, no se podrá confiar en ella. Esta es la enseñanza que nos trasmite la farsa y en cuya actualidad todos estuvimos de acuerdo.

Con respecto a la segunda cuestión, el mancebo consigue doblegar el carácter de su mujer, mediante el miedo. Sin embargo, esta forma de actuar es hoy día a todas luces inadmisible, porque estamos en una sociedad donde se respetan los derechos de las personas y se sanciona cualquier tipo de agresión contra su integridad física o moral.

Aplicándolo a la enseñanza, me pregunto y os pregunto qué recurso le queda a un profesor, aparte de la expulsión, cuando algunos alumnos, dejándose llevar por los impulsos, interrumpen o dificultan el normal desarrollo de la clase. Si les reconviene amistosamente, estos alumnos no suelen reaccionar, al contrario, persisten en su actitud negativa; si se dirige a ellos de modo enérgico, elevando el volumen de la voz, le reprochan que un profesor nunca debe perder el control y las buenas formas.

El extranjero y los jóvenes de hoy

Meursault, el protagonista de El extranjero, se siente extraño en un mundo del que no se reconoce parte. Todo lo hace maquinalmente (su trabajo en la oficina, la asistencia al entierro de su madre, etc.), como si fuera un autómata. Las relaciones que inicia son superficiales y producto de la casualidad. ¿Qué siente por los demás? ¿Qué siente por María, la joven con la que tiene encuentros sexuales? Una mera atracción física, ni siquiera está seguro de quererla. Cuando ella le propone casarse, le responde que le es indiferente, pero que está dispuesto a hacerlo, como lo haría con cualquier otra mujer.

Según el existencialismo, Meursault es un ser arrojado al mundo, sin que su presencia tenga alguna finalidad. Por eso, la vida para él carece de sentido. El mismo asesinato que comete, disparando repetidas veces a un hombre árabe, es absurdo, pues se debe a que el sol le bloquea los sentidos. Cuando le juzgan, no experimenta arrepentimiento alguno, como tampoco le resulta inmoral que su vecino Raimundo maltrate a su amante, o que Salamano golpee a su perro.

Releyendo esta novela de Albert Camus, he pensado en su actualidad y me ha parecido verla en la indiferencia de algunos jóvenes, a los que todo les da igual, incluyendo la educación que reciben en el instituto y a la que no encuentran ningún sentido; que pasan de la política, porque, según ellos, todos los que se dedican a ella son igual de corruptos; que dudan de las causas primeras, con las que les han familiarizado desde que eran niños; que lamentan, aunque en el fondo las vean con resignación, las injusticias sociales.

Sé que los tiempos han cambiado: que el planteamiento de Camus en El extranjero, como en otras de sus novelas, es progresista, porque cuestiona los principios establecidos y las convenciones sociales, tras las que hay mucha hipocresía; mientras que la posición de estos jóvenes es un tanto ecléctica, fruto de un sinfín de influencias diferentes y de un gran escepticismo hacia todas las verdades absolutas.

A lo mejor lo que se ha producido, siguiendo la teoría evolucionista de Darwin, es la adaptación al medio, y estos jóvenes han asimilado, sin saberlo, la ausencia de principios, a la hora de moverse en la vida, pero disfrutando de esta y aprovechando el momento, más de lo que lo hizo Meursault.

El destino y el interés

Leímos el pasado jueves en clase un cuento de W. W. Jacobs, donde se cuenta la historia de una familia que tiene en su poder una pata de mono, a la que puede pedir tres deseos. En principio, no se les ocurre ninguno; pero finalmente el señor White, con el talismán en la mano, pronuncia las palabras mágicas:

-Quiero doscientas libras.

A partir de este momento, los hechos se precipitan y se tornan dramáticos, tal y como había advertido el sargento mayor Morris, que fue quien les entregó la pata de mono.

Nos planteamos la moraleja y llegamos a la conclusión de que el autor quiere darnos a entender que alterar el destino de las personas puede tener consecuencias negativas. De hecho, en un pasaje del cuento, se alude a un viejo faquir que le dio a la pata de mono el poder mágico de los tres deseos, con lo que “quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y nadie puede oponérsele impunemente”.

La moraleja nos llevó a preguntarnos qué significa el destino para cada uno de nosotros: si es esa fuerza desconocida e incontrolable que actúa sobre los hombres y los sucesos, como el fatum de los romanos; o por el contrario, el destino depende de lo que hagamos, es decir, está ligado a nuestra voluntad.

En el debate, salió a relucir también la postura intermedia, según la cual hay sucesos que no se pueden evitar, como la muerte, porque estamos abocados a ella, por nuestra condición de seres vivos; y otros que sí podemos controlar, como los objetivos que nos trazamos en nuestros estudios y en nuestro trabajo, que dependen, en buena parte, de nuestro esfuerzo y dedicación.

No obstante, según de qué hablemos, siempre nos quedará la duda. Por ejemplo,  ¿tienen libertad nuestro gobierno y los del resto de los países europeos para hacer una política diferente a la de luchar contra el déficit? A la luz de lo que está sucediendo, parece que no, aunque la práctica de esta política esté deteriorando la vida de las personas y generando más paro.

Quizá eso que llaman el mundo financiero quiere demostrar, como el viejo faquir del cuento, que nadie se puede oponer impunemente al destino para los ciudadanos europeos, que él ha fijado previamente, de acuerdo a su propio interés.

Inés y la alegría

Inés y la alegría cuenta la invasión del valle de Arán llevada a cabo en 1944  por un ejército de cuatro mil hombres, con la intención de liberar al pueblo español de la dictadura franquista.

Como explica la propia autora en una nota final, la novela tiene tres ejes: el primero narra los acontecimientos que sucedieron en la realidad; y el segundo y el tercero cuentan una historia de ficción: la de Inés y el capitán Galán. Los hechos reales y los ficticios se van alternando y entremezclándose, hasta forma una única historia.

Comienza ofreciéndonos la imagen, quizá más humana y conmovedora de Dolores Ibárruri, en su relación íntima con un hombre catorce años más joven que ella, Francisco Antón; una relación que le da las fuerzas necesarias para llevar una vida pública intensa y agotadora, pero que mantiene en la clandestinidad, porque ni siquiera sus propios camaradas comunistas la ven con buenos ojos.

El de Dolores es un ejemplo de cómo la historia con mayúsculas desprecia los amores carnales, que en ocasiones la distorsionan. Otro ejemplo es la relación entre Carmen de Pedro y Jesús Monzón, que facilita a éste el control del Partido Comunista en el exilio francés y la organización de la invasión de España.

Pero la historia alcanza mayor intensidad y consigue implicarnos más a los lectores, cuando la voz narrativa le corresponde a Inés, la protagonista, quien nos habla del papel secundario que tienen asignado las hijas en la familia burguesa tradicional, frente al preeminente de los hijos, convertidos en referencia, ante la ausencia del padre. Y nos cuenta la guerra civil desde su punto de vista, desde la situación personal de una mujer joven, que vive encerrada en casa e ignora todo sobre la vida y sobre el golpe de estado del general Franco, en el que participó su propio hermano; pero que poco a poco va a ir tomando conciencia de que se puede vivir de otra manera, de que las mujeres, como ella y como su criada Virtudes, pueden tener la misma libertad que los hombres.

La intensidad de la narración no baja, cuando Inés le cede el testigo al capitán Galán, que cuenta su historia en Francia de exiliado del Ejército Popular de la República Española; y su participación en la liberación del territorio francés, tomado por los nazis, y en el intento de invasión de la España franquista.

La voz narrativa vuelve a la protagonista, que recuerda lo que fue su vida en la cárcel y en el convento, y antes de la cárcel, sus amores con Pedro y sus salidas con Virtudes. Así, en un juego temporal, que refleja el ritmo de su pensamiento, que va y que viene, del pasado al presente y del presente al pasado: “En Ventas, yo hacía cosas por mí y cosas por los demás, pero en el convento no era nada, no era nadie. No me interesaba nada. No le interesaba a nadie.”

En estos pasajes brilla la prosa fluida de Almudena Grandes: cuando se introduce en los recovecos de la mente de Inés, y esta  describe su deseo sexual reprimido, durante años, y su encuentro con el capitán Galán: “olía a madera y a tabaco, a clavo y a jabón, por debajo, algo dulce y ácido, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, por encima, algo que picaba en la nariz como una nube de pimienta recién molida”; o cuando la relación se trunca, por un malentendido, y es el propio Galán quien nos revela su estado anímico: “Era demasiado, pero muy poco comparado con mi humillación. Ese fue el sentimiento más poderoso, el que desbancó a todos los demás y el único disolvente capaz de arrancar el olor de aquella mujer de mi cabeza. Porque yo ni siquiera me paré a sospechar de Inés, no me hizo falta. No necesité dudar, comparar mis dudas con mis certezas, para elaborar un decisión antes de tomarla. Nunca en mi vida me había sentido tan humillado.» 

Estos son los momentos que más interesan de la novela; no tanto cuando la propia autora toma la palabra para contarnos los acontecimientos históricos -sobre todo en lo referente a los tejemanejes de Jesús Monzón y el proceso posterior al que fue sometido por el partido comunista-, que se acaban volviendo tediosos, a pesar de su propósito de aunar ficción y realidad.

La acción, mientras permanecen en el valle de Arán, está condicionada por un contexto en el que predominan la inseguridad y las sospechas. Así, la mujer que era considerada por todos como un regalo de los dioses se convierte de súbito en una traidora, aunque no lo sea; y lo que parecía una operación de reconquista de España, perfectamente organizada, es en realidad una maniobra para obtener réditos políticos, que no cuenta con el apoyo de la población.

La novela podía haber finalizado, cuando abandonan el valle; pero la acción se prolonga, quizá innecesariamente, en el exilio en Francia, porque la finalidad de la autora es contar momentos significativos de la resistencia antifranquista, al estilo de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós,  y el intento frustrado de invadir España sólo fue uno de ellos,  aunque probablemente el más desconocido.

El fútbol como anestesia

En la última reunión del club de lectura, elogiábamos la condición de profeta de Ray Bradbury, en su novela “Fahrenheit 451”, publicada en 1953; su capacidad de predecir el futuro, por ejemplo, en la función que han acabado desempeñando los deportes de masas: “Más deportes para todos, espíritu de grupo, diversión, y no hay necesidad de pensar” dice uno de los personajes.

Sabemos que en las dictaduras se han utilizado los deportes de masas para vender una imagen positiva de las mismas, como hizo la junta militar argentina, cuando la selección del país ganó el campeonato mundial de fútbol, en 1978; o el régimen de Franco que encontró en los éxitos del Ral Madrid una magnífica embajada en todo el mundo.

Pero también las democracias son un buen caldo de cultivo para ello. Escribió Mario Benedetti: “El fervor de los sábados y domingos -se refiere al fútbol- es estupendo por varias razones, entre otras porque sirve para olvidar las incumplidas promesas de los jerarcas, la injusticia, las componendas del resto de la semana”.

Probablemente, en estas palabras esté la explicación de que, en un periodo de crisis como el que nos encontramos, haya crecido en España la asistencia a los estadios de fútbol y hayan aumentado las audiencias televisivas, en especial, de los partidos que juega la selección española y de los duelos, cada vez más frecuentes, entre el Real Madrid y el Barcelona.

Cuando vemos un partido de fútbol, en el campo o a través de la televisión, todos somos iguales: el trabajador en paro y el empresario explotador; el ciudadano ejemplar y el político corrupto; el cliente del banco que paga religiosamente los intereses de su préstamo y el banquero responsable, por sus operaciones de riesgo, de que éstos suban cada vez más; etc.

Sin embargo, cuando acaba el partido, todo vuelve a la normalidad y las desigualdades sociales se restablecen, aunque tengamos la ilusión de que un poco menos,si nuestro equipo ha resultado ganador.

 

 

La poesía nos hace pensar

La poesía nos hace pensar, especialmente, pues se trata de un género literario donde las anécdotas y los sentimientos se concentran. Ayer lo pudimos comprobar en la clase de 4º de ESO A, al comentar dos poemas, representativos del modernismo: “Recuerdo infantil” de Antonio Machado y “Lo fatal” de Rubén Darío.

«RECUERDO INFANTIL

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.

Con timbre sonoro y hueco

truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
«mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón».

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.”

Este poema describe una escena infantil, probablemente vivida por el poeta, en la que un maestro autoritario enseña la tabla de multiplicar a los alumnos. Su lectura nos dio pie a preguntarnos sobre las diferencias y semejanzas entre el sistema educativo que existía en España, a finales del XIX, y el actual. Paradójicamente, la mayoría de los alumnos había conocido docentes parecidos al descrito en el poema, aunque, al mismo tiempo, ellos se sentían muy distantes de los colegiales sumisos a los que se refiere Machado. En cualquier caso, entendían que el clima de miedo y tristeza que se desprende de “Recuerdo infantil” había sido desterrado por completo de las aulas.

“LO FATAL

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésta ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!…»

En este segundo  poema, Rubén Darío reflexiona amargamente sobre la incertidumbre de la vida en contraste con la certeza de la muerte.

“Me ralla” fue la respuesta de una de las alumnas a mi pregunta sobre si se habían planteado en alguna ocasión estas cuestiones existenciales. Quería decir que no había pensado nunca en ellas, no que le molestaran o le resultaran pesadas.

La conversación derivó hacia las creencias religiosas, pues la inquietud que siente el poeta por “no saber a dónde vamos ni de dónde venimos”, no debería experimentarla, al menos teóricamente, un creyente, salvo que tenga dudas sobre la existencia de Dios, o sobre la vida eterna, como Miguel de Unamuno. Sin embargo, la forma de vivir la religiosidad de los alumnos es muy diferente a la del escritor vasco. Y por otra parte, tampoco aceptan las respuestas que da la religión a estas cuestiones, como la que se encuentra en el Génesis de que Dios creó al hombre a su imagen, pues su confianza en la ciencia, que niega este tipo de respuestas inverosímiles, es cada vez mayor.

En ese momento, sonó el timbre indicando el final de la clase y, aunque seguimos conversando, durante unos minutos, quedaron en el aire algunas interrogantes, como la postura de los ateos y agnósticos, a los que probablemente se sentiría cercano Rubén Darío, así como la posición concreta de cada alumno ante lo que plantean los dos poemas.

Ahora que viene un periodo de descanso muy relacionado con la religión y que en Córdoba se vive con especial intensidad, podríamos releerlos y escribir sobre el contenido de los mismos.