Hay un poema de Antonio Machado, en el que habla de una angustia, que le ha acompañado desde siempre y que él compara con la que puede experimentar un niño que se pierde en una noche de fiesta. Es la angustia, como el propio poeta nos descubre en el último verso, del que busca a Dios entre la niebla, del que se debate entre el corazón, que le impulsa a creer, y la razón, que le niega esa posibilidad.
Al volver a leer, un año más, “San Manuel Bueno, mártir” de Miguel de Unamuno, he recordado este poema de Machado, porque el protagonista de la novela vive inmerso también en esa lucha existencial, que actúa como motor de su vida.
Frente a este tipo de personas, que afrontan la realidad espiritual en términos dinámicos, están los que se sienten seguros, bien, porque afirman la existencia de Dios, o bien, porque la niegan.
Pero el problema de Manuel Bueno es su condición de sacerdote, la cual incrementa su sufrimiento, porque le obliga a fingir, continuamente, ante sus feligreses, su fe en la vida eterna.
Podríamos preguntarnos si es un mal sacerdote, a causa de este fingimiento o, por el contrario, como él mismo considera, lo verdaderamente importante es que los demás crean, en especial, los más desfavorecidos de este mundo, que encontrarán la felicidad en el cielo.
Los habitantes de Valverde de Lucerna, donde ejerce de párroco, lo adoran y la narradora, Ángela Carballino, lo considera su padre espiritual, aunque comprende que no debe revelarle al obispo, que ha promovido la beatificación de don Manuel, el secreto de éste: “Confío en que no llegue a su conocimiento todo lo que en esta memoria dejo consignado. Les temo a las autoridades de la tierra, a las autoridades temporales, aunque sean las de la Iglesia.”
En cambio, el propio Unamuno en el epílogo de la novela, manifiesta estar convencido de que, si el pueblo hubiese conocido el secreto, no lo habría creído, porque, por encima de las palabras, están las obras, la conducta irreprochable de don Manuel, siempre entregado a los demás.
También cabe preguntarse si es válida esta forma de entender la religión, como opio del pueblo, tal y como la definió Carlos Marx; es decir, como algo que consuela y da felicidad al pueblo de sus males de este mundo.
Además, de sobre estas cuestiones, os invito a que expreséis vuestra opinión sobre esta novela breve, pero densa, que ha sido considerada por los críticos como el testamento espiritual de Miguel de Unamuno: si os ha resultado pesada su lectura, por la ausencia de acción, o por el contrario, os habéis sentido atraídos por la intensidad de su contenido.