Ciudadano del mundo

«El Barça es una manera de enseñar Catalunya en el exterior» ha declarado Gerard Piqué a la cadena americana CNN e un intento por definir lo que es el club en el que juega. Probablemente estas palabras no sean muy acertadas, porque la plantilla esta compuesta por jugadores de distintas nacionalidades (Mesi y Mascherano son argentinos; Neimar y Alves, brasileños; Alexis, chileno; etc.) y regiones (Pedro es canario; Pinto, andaluz; etc.), y sobre todo porque los directivos del Barça siempre han pregonado que es más que un club, en el sentido de que pretende extender su influencia y su compromiso con la sociedad por todo el mundo. Así lo ponen de manifiesto las múltiples iniciativas culturales, sociales y de solidaridad, y las peñas de aficionados que lo apoyan en numerosos países. Sin embargo, las palabras reflejan el clima nacionalista que últimamente se respira en Cataluña y que ha llevado a los partidos que gobiernan esta comunidad a convocar un referéndum de autodeterminación para finales de 2014.

Hago esta reflexión al hilo de la lectura, en 4º de ESO, del artículo «El castellano viejo de Larra», donde el personaje Braulio se jacta de ser español y considera las cosas de su país como las mejores del mundo: «Es tal su patriotismo -dice Fígaro- que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla».

En efecto, vivir o haber nacido en un país no puede cegarnos hasta el extremo de identificarlo con un club de fútbol, que pretende ser universal, o de no valorar las cosas buenas de los demás países, máxime en una época donde las distancias han desaparecido, como consecuencia de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, fundamentalmente Internet.

Ante tales manifestaciones de patriotismo es aconsejable recordar a León Felipe, que se sentía ciudadano del mundo. En este poema, «Como tú…», en lugar de identificarse con las piedras de una palacio o una iglesia, que se mantienen siempre en el mismo lugar, prefiere hacerlo con las piedras pequeñas que ruedan por las calzadas y por las veredas:

Así es mi vida,

piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña;
como tú,
piedra ligera;
como tú,
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas
bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una lonja,
ni piedra de una audiencia,
ni piedra de un palacio,
ni piedra de una iglesia;
como tú,
piedra aventurera;
como tú,
que tal vez estás hecha
sólo para una honda,
piedra pequeña
y
ligera…

 

 

 

Sobre el significado de las palabras

En ocasiones, surgen palabras, durante el desarrollo de una clase, en las que merece la pena detenerse y de las que puede extraerse una enseñanza. Es el caso de “ver” y “observar”. Si quiero referirme a que ayer me crucé con alguien por la calle, digo “vi a fulanito”; pero, si aludo a su forma de vestir o de andar, es preferible “observé cómo vestía  o andaba fulanito”. La diferencia entre ambos verbos estriba en que “observar” es ver con detenimiento, examinar atentamente.

Por eso, al describir las cualidades de Mariano José de Larra, como escritor de artículos periodísticos, mencionamos su extraordinaria capacidad de observación, que le permite ofrecer una visión crítica de los hábitos y costumbres de la sociedad española: los malos modales de la clase media (El castellano viejo); el mal funcionamiento de la administración pública (Vuelva usted mañana); la lidia de los toros, como barbarie nacional (Corridas de toros); etc. O, al analizar la forma de actuar del personaje Auguste Dupin en el relato Los crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, aludimos igualmente a su capacidad para fijarse en los detalles, que habitualmente pasan inadvertidos, pero donde se encuentran las claves de una investigación policial. Esta capacidad le permite descubrir indicios que son como las piezas desordenadas de un puzle que hay que recolocar: ninguno de los testigos, aunque son de diferentes nacionalidades, logra decir en qué lengua habla el asesino; la increíble forma de entrar y salir de una habitación que está en un piso alto, lo que da cuenta de una agilidad y fuerza fuera de la común; los extraños pelos encontrados en las uñas de la madre, que no eran humanos; etc.

Otra pareja de términos que comentamos fue “diligencia” y “negligencia”. El primero de ellos nos llevó a las diferentes acepciones de una misma palabra recogidas en el diccionario. Así, “diligencia” en el contexto donde aparecía significaba cuidado y agilidad que ponemos en hacer algo; pero posee otros significados como: trámite de un asunto administrativo o coche grande, arrastrado por caballos, que se utiliza para el traslado de viajeros. Su antónimo “negligencia”, en cambio, tiene un único sentido: descuido o falta de cuidado al realizar algo. De ahí, cuando acusan a un médico de negligencia en su trabajo, porque ha provocado la muerte o el agravamiento de un enfermo, o a un alumno en los estudios, porque ha suspendido todas las asignaturas.

Una tercera pareja de palabras que mereció nuestra atención fue “oír” y “escuchar”. Algunos alumnos -me gustaría pensar que la mayoría- escuchan lo que les dice el profesor, piensan en sus palabras con intención de entenderlas completamente y prestan atención a su lenguaje corporal y a sus gestos; y otros, en cambio, le oyen, es decir, se limitan a percibir con el sentido del oído el mensaje que les transmite. Es una diferencia significativa.

Se trata, por tanto, de que seamos diligentes; de que escuchemos poniendo en juego nuestra atención; y de que desarrollemos nuestra capacidad de observación, es decir, la curiosidad, que nos lleva a investigar y probar cosas nuevas, a buscar información y a aprender, en definitiva.

El riesgo como forma de vivir

La memoria es probablemente el principal recurso de los escritores y de ella se nutre El jugador, novela, que se ha considerado tradicionalmente como autobiográfica, porque Dostoievski la escribió, cuando se cumplía el plazo de una deuda de juego. Leyéndola se percibe esa inquietud del que puede perder todo su dinero apostando en el casino; pero también y sobre todo la atracción irresistible de jugar, de caminar excitado al lugar donde la posibilidad de hacerse rico depende de los dados que se deslizan nerviosos sobre el tapete de la ruleta; el azar, que pretende controlar el protagonista, Alexéi  Ivánovich, apostando al cero o al rojo o al negro; las ganas irreprimibles de desafiar al destino que se presenta ante él, no como algo sobrenatural  e inevitable, sino que depende de la fuerza mental ejercida sobre el movimiento de esos objetos cúbicos, que marcan la distancia entre la gloria y el fracaso.

Es una forma de vivir la que propone Dostoievski, contraria a la mayoría de las personas: la del riesgo y la inseguridad permanentes. Y la presenta, mediante el realismo psicológico, utilizando la introspección como medio para penetrar en la mente del protagonista y descubrirnos sus inquietudes y preocupaciones; sus sentimientos; y, por encima de todo, su afición irresistible al juego.

Nos atrapa desde el principio in media res, que sitúa la acción en Ruletanburs, espacio inventado que significa ciudad de las ruletas. No hay tiempo para presentaciones innecesarias, pues Alexéi ya está sometido a las leyes de los juegos de azar, que ejercen sobre él una fuerza mayor que la del sentimiento amoroso.

Aunque está dispuesto a todo, incluso a convertirse en su esclavo, para conseguir el amor de Polina, cuando parece que ésta le corresponde, el juego se interpone entre ambos. Le acompañamos en su visita al casino, participando del vértigo que le hace apostar una y otra vez; experimentando su misma inquietud, su misma pasión irresistible, mientras vemos deslizarse los dados sobre el tapete; sólo los dados y la voz del crupier: ¡Hagan juego, señores!

Si gana, se acercan a él las personas interesadas, los carroñeros que viven de los demás; pero, si pierde, la soledad se convierte en su única compañera. Así era la sociedad de entonces y así sigue siendo, aunque desgraciadamente ahora el riesgo no lo corremos nosotros voluntariamente, como Alexéi o la tía del general, sino obligados por las circunstancias; es un riesgo condenado al fracaso, porque ya han jugado por/con nosotros.

El final abierto de la novela despierta nuevas expectativas sobre el destino del protagonista, aunque en realidad ya sabemos lo que sucederá, porque no le importa tanto ganar o perder como sentirse al borde del abismo, más allá del resultado de las apuestas.

La fuerza del destino

Los griegos creían en el destino y, por eso, visitaban el oráculo de Delfos, para consultar a los dioses. Esto fue lo que hizo Edipo, en la obra del mismo nombre, para conocer las causas de la peste que asolaba a la ciudad de Tebas. La respuesta del oráculo fue que no se había vengado la muerte de Layo, el rey anterior. Entonces Edipo publica un edicto prometiendo recompensa al que averigüe la identidad del autor del crimen; pero el adivino Tiresías le revela que el asesino es él mismo, que además vive en incesto con su propia madre con la que ha tenido varios hijos. Lo sorprendente de la historia es que había sido anunciada por el oráculo, cuando Edipo era un niño, con lo que el destino funesto de éste, que acaba arrancándose los ojos y huyendo de Tebas, se cumple.

En la Edad Media el sentimiento religioso domina la vida humana, que se entiende como un periodo de transición, un camino largo y cansado, en el que solo encontramos reposo, al morir, como escribió Manrique:

Este mundo es el camino

para el otro, que es morada

sin pesar;

mas cumple tener buen tino

para andar esta jornada

sin errar;

partimos cuando nacemos,

andamos mientras vivimos,

y llegamos

al tiempo que fenecemos;

así que cuando morimos

descansamos.

Durante el Renacimiento, el hombre es la medida de todas las cosas y debemos aprovechar el momento presente para disfrutar, mientras somos jóvenes. Goza, porque envejecerás, le dice Garcilaso a una joven mujer:

En tanto que de rosa y azucena

Se muestra la color en vuestro gesto,

Y que vuestro mirar ardiente, honesto,

Con clara luz la tempestad serena;

Y en tanto el cabello que en la vena

Del oro se escogió, con vuelo presto

Por el hermoso cuello blanco, enhiesto,

El viento mueve, esparce y desordena;

Coged de vuestra alegre primavera

El dulce fruto antes de que el tiempo airado

Cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,

Todo lo mudará la edad ligera

Por no hacer mudanza en su costumbre.

En el Barroco, con la vuelta de lo religioso, llega la decepción y el desengaño; el tópico clásico del Carpe diem se enfoca de un modo pesimista, poniendo el énfasis en la fugacidad de la vida y en la llegada inexorable de la muerte. Goza, porque morirás, viene a decirle Góngora a la mujer joven:

Mientras por competir con tu cabello

oro bruñido al sol relumbra en vano;

mientras con menosprecio en medio el llano

mira tu blanca frente el lirio bello;

Mientras a cada labio, por cogerlo,

siguen más ojos que al clavel temprano;

y mientras triunfa con desdén Lozano

del luciente cristal tu gentil cuello:

Goza cuello, cabello, labio y frente,

antes que lo que fue en tu edad dorada

oro, lirio, clavel, cristal luciente,

No sólo en plata o vïola troncada

se vuelva, mas tu y ello juntamente

en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

Pero durante este siglo XVII también se abre paso la ciencia moderna, basada en el racionalismo, según el cual solo podemos acercarnos a la verdad, a través de la razón, la experimentación y el análisis. Así, se inventa el microscopio; se establece de forma definitiva la teoría heliocéntrica; se formula la ley de la gravitación universal; etc.

En el siglo XVIII se aplica el método racionalista al estudio del ser humano y sus creencias, y surge un movimiento cultural denominado la Ilustración, según el cual, frente al pesimismo religioso, hay que plantearse la vida con optimismo y buscar la felicidad de las personas.

Sin embargo, en el siglo siguiente, cansados de que la razón lo explique todo, surge el Romanticismo, que reivindica el mundo de la imaginación y de los sueños. Se cree en el destino como algo que está por encima de nosotros y contra el que no podemos hacer nada. Así, Don Álvaro, en el famoso drama del Duque de Rivas, cuyo final leíamos el pasado jueves en clase de 4º, está dominado por esta fuerza, que causa la muerte de toda la familia de su amada, doña Leonor, y de esta misma. Por eso, se quita la vida, porque no puede evitar el poder del destino fatídico sobre él: “¡Infierno, abre tu boca y trágame! ¡Húndase el cielo, perezca la raza humana; exterminio, destrucción!”, exclama, antes de arrojarse desde lo más alto de un monte de la sierra de Hornachuelos.

¿Qué pensáis vosotros sobre el destino? ¿Gobierna la vida de las personas, como creían los griegos y los románticos o lo vamos haciendo nosotros con nuestras actuaciones?

Ya somos el olvido que seremos

Escribió Jorge Manrique en la elegía dedicada a su padre el Maestre don Rodrigo:

No se os haga tan amarga

la batalla temerosa

que esperáis,

pues otra vida más larga

de fama tan gloriosa

acá dejáis.

Aunque esta vida de honor

tampoco no es eternal,

ni verdadera,

mas, con todo, es muy mejor

que la vida terrenal,

perecedera.

Se refiere a la muerte como una batalla a la que su padre  no deber temer, porque su desaparición física no impedirá que se le recuerde durante mucho tiempo. Es la vida de la fama o  la memoria que queda de la persona fallecida en los que la conocieron. Con esta intención escribe Héctor Abad su novela El olvido que seremos: reivindicar la figura de su padre; dejar constancia del dolor que le produjo su asesinato, en 1987, en el mismo centro de Medellín; alargar su recuerdo. Por eso, es sincero hasta rozar, a veces, la hagiografía, como en la primera parte de la novela, donde nos presenta a un padre perfecto, que le deja hacer a su hijo todo lo que quiera, excepto el respeto a unas mínimas normas de higiene y de convivencia; y que le saluda efusivamente, lejos de la distancia y la falta de afecto que caracteriza la relación entre hombres, en aquella sociedad conservadora (“Ni mis tíos ni mi abuelo –que yo recuerde- besaron nunca a sus hijos varones, o solo ocasionalmente, porque eso no se usaba en estas duras y austeras montañas de Antioquia, donde no es blando ni el paisaje.”), porque está convencido de que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo (“Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz”).

Esta perfección del padre y la infancia idílica que nos describe Héctor Abad llegan a saturar al lector, que echa de menos alguna circunstancia negativa que dé interés a la historia. Por eso, paradójicamente, se reciben con agrado las páginas, que constituyen la segunda mitad de la novela, donde la felicidad da paso al dolor: la muerte prematura de su hermana Marta; las persecuciones injustas de que es objeto el padre en la universidad por parte de los sectores más conservadores; y sobre todo el compromiso social de éste que se hace más fuerte que nunca, al tiempo que decrecen sus precauciones y cautelas, en un país, como Colombia, donde las torturas, los secuestros, los asesinatos y las detenciones arbitrarias están a la orden del día. También, las prácticas de la medicina social, en contacto con las personas que sufren, que impartía en seminarios, donde los estudiantes “debían investigar las causas sociales, los orígenes económicos y culturales de la enfermedad: por qué ese niño desnutrido estaba en esa cama de hospital, o ese herido de bala, de tránsito, de machetazo o cuchillada, y por qué a ciertas categorías sociales les daba más tuberculosis o más paludismo que a otras.”

Hay, no obstante, algo que confiere unidad a esta novela: la sinceridad con la que cuenta la vida de su padre, alejándose además de tentaciones lacrimógenas, mediante una escritura seca y controlada, que le da más verosimilitud al homenaje a un hombre que dedicó su vida a ayudar y proteger a  los que más sufren y que tenía la convicción de que, si no se les daba a todos los ciudadanos igualdad de oportunidades y unas mínimas condiciones de subsistencia digna, la violencia no desaparecería de la sociedad colombiana.

Resulta especialmente hermoso y al mismo tiempo sobrecogedor descubrir el significado del título. El mismo Héctor Abad lo explica, ya avanzada la novela:  cuando asesinaron a su padre, éste llevaba en el bolsillo un poema de Borges, junto a la lista de los amenazados, que comienza justamente con este verso, “Ya somos el olvido que seremos”, con el que se refiere el escritor argentino a lo que nos convertiremos, una vez muertos, en olvido, es decir, volveremos a la nada de la que vinimos. Probablemente para el padre, que intuía su propia muerte, pensar en este olvido fue un consuelo; también para el hijo, que ya no sufrirá más con el dolor y la muerte de las personas queridas.

 

La espera

Ayer se anunció la concesión del Premio Cervantes a Elena Poniatowska, una escritora y periodista mexicana desconocida para mí. Tecleo su nombre en Internet y lo primero que me encuentro es un cuento breve titulado El recado. Una mujer visita la casa del hombre al que ama, que en ese momento está ausente; se sienta junto a la puerta y observa su jardín, que le parece sólido y recio, y que le inspira confianza, como él: “Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda”. Piensa en su amado lentamente, para retenerlo dentro de ella: “Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente”. Le escribe una nota para cuando regrese, donde le cuenta cómo le ha esperado desde que era niña, como hacen todas la mujeres: “Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos”. Y al final, tal es el respeto que le tiene, decide no dejarle la nota: “No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo… Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te diga que vine”.

Acabo de leer el cuento y pienso en el amor, un sentimiento incondicional contra el que es inútil luchar y que conmocionó especialmente a los escritores románticos que ahora estamos estudiando en 4º de ESO, pues unos, como Bécquer, sufrieron lo indecible por el engaño amoroso, y otros, como Larra  llegaron incluso a quitarse la vida por la misma causa. Pero, la lectura de este texto de Elena Poniatowska también ha traído a mi mente otro pensamiento: el de las mujeres de una época pasada, que vivían más en la imaginación que en la realidad, que fabricaban amores, que nunca llegaban a materializarse, y cuyo destino y máxima aspiración en la vida era esperar al hombre adecuado para casarse.

Novela policiaca de carácter social

El principal acierto de Petros Márkaris en Liquidación final es haber sabido fundir la crítica social con el relato policiaco. No he leído sus dos novelas anteriores que forman la trilogía dedicada a la crisis griega; pero desde el principio de esta,  se perciben los dos aspectos mencionados, con el suicidio de las cuatro mujeres jubiladas que han tomado conciencia de que son una carga para la sociedad, y el primer crimen del llamado Recaudador Nacional, que pone en marcha la investigación policial.

Como telón de fondo, las protestas ciudadanas contra la política de recortes del gobierno griego. Vamos conociendo los pormenores de estas en los recorridos por Atenas del comisario Jaritos, buscando pruebas para identificar al asesino. Son continuas las referencias a las calles y avenidas, donde se desarrollan los hechos, así como a las manifestaciones de personas pertenecientes a casi todos los sectores de la sociedad.

Demuestra Márkaris oficio y habilidad para mantener la intriga en torno a los crímenes, en principio, cometidos para que paguen los defraudadores de Hacienda, y que provocan la comprensión y  la solidaridad de los ciudadanos atenienses. La identidad del asesino permanece envuelta en el misterio hasta la aparición de una psicóloga, Maña Lagan, casualmente amiga de la hija de Jaritos y que da las claves para resolver el caso. Quizá sea esta la parte más débil de la novela, porque hasta ese momento nada se sabe de esta extraña e inteligente psicóloga, cuya aparición repentina suena un tanto a impostada, pues no se justifica suficientemente, y pone, además, de manifiesto la inutilidad de la policía griega.

Por lo demás, la novela se lee con extrema facilidad, pues está escrita en un lenguaje sencillo y, a diferencia de Balkan Blues, obra también de Márkaris, apenas hay pasajes que inviten a un relectura para descubrir valores formales que nos hayan pasado inadvertidos.

Se agradece el sentido del humor del narrador protagonista, Jaritos: unas veces basándose en el juego de palabras (“Antes de abrir a sus pacientes en canal, ya les había abierto la cartera”, así se refiere a Korasidis, cirujano que vivía en la abundancia y que fue víctima del Recaudador Nacional); y otras en la ridiculización de los personajes (“tiene el pelo rizado y la corpulencia de un mondadientes”, de esta forma describe a Spiridakis, especialista en evasión fiscal de la Unidad de Delitos Económicos).

También llaman la atención, por lo que sugieren del personaje, sus consultas sorprendentes al diccionario, al Dimitrakos. Fijándose en las palabras de las que busca el significado (suicidio, defraudar, emigración, promoción) se puede vislumbrar el devenir de sus investigaciones policiales y el de su propia familia.

El engaño

Ayer leímos en clase de Lengua Española de 4º de ESO la rima XLII de Gustavo Adolfo Bécquer:

Cuando me lo contaron sentí el frío

de una hoja de acero en las entrañas,

me apoyé contra el muro, y un instante

la conciencia perdí de donde estaba.

Cayó sobre mi espíritu la noche,

en ira y en piedad se anegó el alma,

¡y entonces comprendí por qué se llora!

¡y entonces comprendí por qué se mata!

Pasó la nube de dolor… con pena

logré balbucear breves palabras…

¿Quién me dio la noticia… Un fiel amigo…

Me hacía un gran favor… Le di las gracias.”

Comentamos que tiene dos partes: una primera donde el poeta expresa el dolor que experimenta a causa de un engaño amoroso; y una segunda donde se pregunta quién le dio la noticia y en la que la intensidad lírica decrece con la aceptación del mismo.

La lectura dio pie a plantearnos cómo reaccionamos las personas ante el engaño en el amor o ante la infidelidad en la amistad. Se distinguió entre una y otra situación, pues la primera entraña un grado de intimidad que no suele darse en la segunda.

Unos se mostraron incapaces de perdonar, sobre todo en el terreno amoroso, por la desconfianza que genera en la persona engañada:¿cómo estar seguro de que no volverá a suceder?, se preguntaban.

Otros , en cambio, adoptaron una actitud más flexible, en el sentido de analizar el contexto donde se produjo el engaño, hablando con la persona que engaña, con el fin de saber hasta qué punto se trata de algo serio o pasajero.

En cualquier caso, sí coincidimos en valorar como algo positivo la sinceridad de contar el engaño, siempre que no origine más problemas que callarlo.

 

 

 

Las personas y el arte

Hoy hemos estado hablando en la clase de 4º de Diversificación sobre el arte en el siglo XVIII: la pervivencia del barroco, que había surgido en la centuria anterior y que se caracteriza por el dinamismo y la ornamentación, por las formas dinámicas y efectistas, y por los contrastes entre luces y sombras; el rococó, que es una derivación del barroco y se refleja sobre todo en los interiores lujosos de los palacios; y el neoclasicismo, que supone una vuelta al mundo clásico, así como a la sencillez, el equilibrio y la armonía que caracterizan a éste.

Hemos comentado que cada uno de estos estilos se relaciona con una clase social diferente: el barroco, con su excesiva ornamentación, refleja el poder de las monarquías absolutas, que quieren impresionar al pueblo; el rococó está ligado, por su lujo y ostentación, a la nobleza y a la alta burguesía; y el neoclasicismo es un reflejo de las ideas ilustradas, que buscan el bienestar de los ciudadanos mediante la construcción de edificios públicos como: hospitales, museos, bibliotecas, teatros, etc.

Esto nos ha llevado a preguntarnos con qué estilo artístico nos identificamos cada uno de nosotros: unos, los que nada más piensan en su aspecto exterior, porque se pasan el día, incluyendo las horas de clase, pintándose y acicalándose, hasta mostrar una imagen distinta de lo que en realidad son, tienen bastante que ver con el barroco y el rococó; otros, en cambio, que tratan de lograr un equilibrio entre el corazón y la razón, entre lo que sienten y lo que piensan, y que buscan la sencillez, se acercan más al neoclasicismo.

Pero, además de los citados, hay otros estilos artísticos. Por ejemplo, el romanticismo,  que estamos estudiando en las clases de Lengua Española de 4º de ESO, que se opone al neoclasicismo y que se relaciona con la libertad, el sentimiento y la imaginación.

Los románticos persiguen un ideal, tal y como dice Bécquer en una de sus rimas:

 

Yo soy un sueño, un imposible,

vano fantasma de niebla y luz;

soy incorpórea, soy intangible:

no puedo amarte.

 

Esta es la mujer deseada, que sólo existe en la imaginación del poeta sevillano, aunque todos hemos sido románticos alguna vez , por ejemplo, durante los primeros momentos de nuestras relaciones amorosas, en que no vemos ningún defecto a la persona amada.

Así pues, los estilos artísticos reflejan diferentes concepciones del mundo, con las que podemos estar más o menos de acuerdo. ¿Con cuál te identificas tú? ¿Hacia qué estilo te sientes más atraído?

El poder evocador de las imágenes

Hace unos días una amiga me invitaba a leer una colaboración suya para una revista, en la que menciona fotografías que han marcado su historia personal y que, al contemplarlas de nuevo con el paso del tiempo,  descubre que tienen la facultad de curar heridas pasadas y presentes.

Leer su colaboración me hizo pensar en mi propia vida reflejada en las fotografías que guarda mi madre en una caja de metal antigua y, que cada vez que la visito, solemos abrir juntos para recordar momentos del pasado.

Pero las fotografías no son el único medio para adentrarse en la historia personal. Ahora que estamos en otoño, estación del año en que las hojas de los árboles caen impulsadas por el viento hasta cubrir nuestras calles y plazas de una alfombra amarillenta, y que se anuncian lluvias generalizadas en toda España, me he acordado de un soneto de Jorge Luis Borges, en el que evoca la figura de su padre, a partir de las uvas mojadas por la lluvia:

 

Bruscamente la tarde se ha aclarado

Porque ya cae la lluvia minuciosa.

Cae o cayó. La lluvia es una cosa

Que sin duda sucede en el pasado.

 

Quien la oye caer ha recobrado

El tiempo en que la suerte venturosa

Le reveló una flor llamada rosa

Y el curioso color del colorado.

 

Esta lluvia que ciega los cristales

Alegrará en perdidos arrabales

Las negras uvas de una parra en cierto

 

Patio que ya no existe. La mojada

Tarde me trae la voz, la voz deseada,

De mi padre que vuelve y que no ha muerto.

 

Así como las fotografías de la madre de mi amiga le adormecen el dolor de su pérdida, prolongando su vida en la memoria, la lluvia minuciosa del presente se convierte, como por arte de magia, en algo del pasado, y le trae al escritor argentino la voz deseada de su padre.