“EL LECTOR” O EL JUEGO DE LAS MIRADAS

Muchos pueden ser los motivos que nos impulsan a seguir leyendo una obra literaria: el enigma de los manuscritos de Melquíades en “Cien años de soledad”; la rebeldía de Adela en “La casa de Bernarda Alba”; el secreto del protagonista en “San Manuel Bueno, mártir”; etc.

En “El lector”, la razón que me ha incitado a seguir leyendo ha sido la relación amorosa entre Michael y Hanna: la seducción inicial; el enamoramiento; los roles que desempeñan cada uno de ellos; la traición; la separación; las consecuencias de ésta; el reencuentro en la distancia y la ruptura definitiva.

Bernhard Schlink, a través de la figura del narrador, se encarga de recordarnos que el hilo existente entre los dos amantes se mantiene, incluso cuando ella huye repentinamente o cuando es juzgada y cumple condena.

La seducción se produce por una mirada de Michael, a través de la puerta entornada de la cocina, donde Hanna se pone las medias:

“Yo no podía apartar la vista de ella. De su nuca y de sus hombros, de sus pechos, que la combinación realzaba más que ocultaba, de sus nalgas, que se apretaron contra la combinación cuando ella apoyó el pie sobre la rodilla y lo puso sobre la silla, de su pierna, primero desnuda y pálida y luego envuelta en el brillo sedoso de la media.”

A partir de este momento, se inicia la relación y, aunque, a veces, podemos pensar que es sólo Michael el que siente amor hacia Hanna, si leemos detenidamente, nos damos cuenta de que el enamoramiento es recíproco e incluso mayor de ella hacía él.

Hay dos miradas que nos confirman esta impresión:

Cuando Hanna, antes de huir, va a buscar a Michael a la piscina, donde éste se encuentra con sus amigos:

“No me acuerdo en absoluto de lo que estaba haciendo –cuenta Michael- cuando levanté la vista y la vi. Estaba a unos veinte o treinta metros, con pantalones cortos y una blusa desabrochada, anudada en la cintura y me miraba. Yo la miré a ella. A aquella distancia no pude interpretar la expresión de su cara. En vez de levantarme de un salto y echar a correr hacia ella, me quedé quieto preguntándome qué hacía ella en la piscina, si acaso quería que yo la viera, que nos viesen juntos, si quería yo que nos viesen juntos. Nunca nos habíamos encontrado casualmente y no sabía qué hacer. Y entonces me puse en pie. En el breve instante en que aparté la vista de ella al levantarme, Hanna se fue.”

Y cuando Michael va a visitarla, por primera vez, a la prisión, días antes de que la pongan en libertad. Él la busca con la mirada en el jardín, hasta que la reconoce, sentada en un banco:

“Se dio cuenta de que la miraba y giró la cara hacia mí. Vi la emoción en su rostro, lo vi resplandecer de alegría al reconocerme, vi sus ojos tantear toda mi cara. Y cuando me acerqué, los vi buscar, preguntar, y enseguida volverse inseguros y tristes, hasta que se apagó el resplandor. Cuando llegué junto a ella, me sonrió con amabilidad, pero con gesto cansado.”

Son dos miradas, en la distancia, que reflejan los auténticos sentimientos de Hanna, y que representan la entrega amorosa, que tanto echaba en falta Michael. Éste, en cambio, en ninguno de estos dos momentos, está a la altura de las circunstancias: en la piscina, a causa de sus dudas e inseguridad; y en el jardín de la prisión, porque su amor ya ha disminuido y el aspecto descuidado de ella acaba por extinguirlo definitivamente.

La reacción de Michael, ante estas miradas de Hanna, condiciona las dos decisiones radicales que toma esta: la huida repentina, que pone fin a la relación amorosa y el suicidio, porque, habiendo comprobado que él ya no la quiere, su vida carece de sentido. 

Pero hay una mirada más: la que le dirige Hanna a Michael en el juicio, después de que se descubra que las favoritas, que tenía en el campo de concentración, le leían libros noche tras noche:

“Entonces Hanna se volvió y me miró. Su mirada me localizó de inmediato, y comprendí que ella había sabido todo el tiempo que yo estaba allí. Se limitó a mirarme. Su cara no pedía nada, no reclamaba nada, no afirmaba ni prometía nada. Se mostraba, eso era todo. (…) Al verme enrojecer, apartó la mirada y volvió a fijarla en el tribunal.”

Quizás es el momento en que Michael descubre que es analfabeta y que, por esta razón, las chicas judías, en el campo de concentración, y él mismo, cuando la conoció, eran sus lectores.

Curiosa novela esta en la que las miradas significan más que las palabras, pues nos desvelan los sentimientos verdaderos de los personajes y sus más íntimos secretos.

EL TÍTULO DE LOS LIBROS

Una de las cuestiones sobre las que solemos reflexionar en clase es el título de los libros. Hace unos días, debatiendo sobre “Bodas de sangre”, comentamos lo acertado del título, pues en él se sugiere su argumento. No obstante, para algunos alumnos esto le restaba interés a la lectura, porque se sabe, desde el principio, lo que va a ocurrir. Si ya, desde el título, adivinamos el argumento de una obra, ¿dónde reside el interés de la misma?, se preguntaban. La respuesta es en la forma, que es lo que hace diferente a la literatura. Técnicamente, se denomina predominio de la función poética, la cual refleja una especial preocupación por el modo en que está escrito el mensaje.

En la misma línea de adelantar los acontecimientos, está “Crónica de una muerte anunciada” de García Márquez, que leímos el curso pasado en el club de lectura y cuyo título nos indica la construcción de la novela.

Otras veces, los libros llevan como título el nombre del protagonista, como, por ejemplo: “Don Quijote de la Mancha”, “Lazarillo de Tormes”, “Edipo Rey”, “Don Juan Tenorio” o, sin ir más lejos, la novela de Unamuno que leímos, hace dos meses, “San Manuel Bueno, mártir”.

En ocasiones, se utilizan títulos simbólicos, como “La colmena” de Camilo José Cela, que alude al ir y venir constante de los personajes, que el autor va tomando, dejando y volviendo a tomar, o “El tragaluz” de Buero Vallejo, que no sólo es una ventana del semisótano donde se desarrolla la acción, sino que representa, además, las obsesiones de los personajes y el ruido del tren.

Incluso hay títulos no exentos de ironía, como “Un mundo feliz”, pues la auténtica felicidad no puede ser impuesta a las personas, en una sociedad donde todo está planificado y donde triunfan los dioses del consumo y la comodidad.

En cualquier caso, la elección del título de una obra siempre pretende captar la atención de los posibles lectores y supone un esfuerzo para el escritor: hay quien pone el título y, a partir del mismo, va definiendo el camino de los personajes, y quien no se lo plantea hasta el final.

Os invito a comentar los títulos de las obras que hayáis leído: lo acertado o desacertado de los mismos; si pensáis que es fácil o complejo titular un libro; si el título debe sugerir o no su contenido; etc.

LA OBLIGACIÓN DE SER FELICES

Curiosamente, la última novela, sobre la que hemos debatido en el club de lectura, habla de un mundo, donde están prohibidos los sentimientos.

Uno de los personajes, Helmholtz, se ve obligado a ocultar su deseo de expresar éstos poéticamente. Así, se lo cuenta a Bernard:

“¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti hay algo que sólo espera que le des una oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no empleas, como el agua que se desploma por una cascada, en lugar de caer a través de las turbinas?”

Y más adelante, le explica lo que es para él la poesía:

“Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te traspasan. Esta es una de las cosas que intento enseñar a mis alumnos: a escribir de manera penetrante.”

Un día, se decide a leer sus versos a los alumnos de «Ingeniería emotiva», para inducirles a sentir lo mismo que él sentía, al escribirlos. La consecuencia fue la amenaza de expulsión y quedar marcado, desde ese momento, por el estigma de la diferencia. Como lo estaban otros dos personajes de la novela: el Salvaje, por su afición a la lectura prohibida de los dramas de Shakespeare, que atentan contra la estabilidad social; y Bernard, que deseaba tener la libertad de ser feliz, en un mundo donde todos lo eran por obligación:

“Sí, hoy día todo el mundo es feliz. Esto es lo que ya le decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz… de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.”

Este es el aspecto que más me ha interesado de la novela y que, desde mi punto de vista, más actualidad tiene: el valor de lo diferente. Frente a un mundo que trata de uniformar las conductas y controlar las vidas de las personas, en nombre de una falsa idea de progreso, los tres personajes citados defienden el derecho a ser diferentes. Por eso, son rechazados: porque piensan por sí mismos y tienen sus propias ideas; porque son vulnerables y accesibles; porque poseen sensibilidad; porque, a veces, se sienten tristes.

De la misma manera que el verbo “leer” no soporta el imperativo, la felicidad nunca puede ser una obligación, aunque debamos hacer lo posible para que todas las personas la disfruten.

LA NECESIDAD DE RECUPERAR EL TIEMPO

El museo Chillida-Leku dejará de funcionar, a partir del próximo 1 de enero. La razón que han dado los familiares del escultor, que lo gestionan, desde su apertura, hace diez años, es el déficit que padece, es decir, la falta de dinero para mantenerlo.

Bernardo Atxaga publicó ayer, en el diario El País, un artículo en el que lamentaba el cierre del museo, que él relaciona con la desaparición del tiempo “para ver pasar a la gente por la calle o para escuchar el canto de un pájaro…” o para pasear tranquilamente por el Chillida-Leku “contemplando el paisaje y las esculturas y hablando de lo que sea…”.

Frente a la falta de tiempo para vivir, se impone hoy día la lógica del dinero y los mercados, que marcan las pautas a seguir por los gobiernos. No hay más que fijarse en el nuestro y en cómo trata de reducir el déficit público, bajando el sueldo de los funcionarios y privatizando empresas del estado, aunque los principales causantes de la crisis hayan sido los bancos, con sus operaciones de alto riesgo.

A veces, en clase, cuando hemos leído un texto poético de cierta dificultad, hemos comentado la necesidad de volver una y otra vez sobre él, hasta entenderlo, porque la poesía necesita tiempo, como la lectura, en general. Tiempo para comprender y disfrutar, identificando un sentimiento que también nosotros hemos experimentado o para sumergirnos en una historia, que reconocemos como propia. Y sobre todo tiempo para recrearnos en la forma, porque cada vez que leemos un pasaje literario bien escrito o un poema de bella factura nos evoca cosas distintas; o cada vez que contemplamos una escultura de Chillida, el contraste entre la materia y el vacío, es como si tuviera vida y conversara con nosotros.

DERECHOS NO RESPETADOS

El desalojo violento, en El Aaiún, del campo de refugiados saharauis por parte del gobierno marroquí, así como las acusaciones, que pesan sobre este último de torturas y persecuciones de ciudadanos de la antigua colonia española, hace que recordemos a la Alemania nazi, que tuvo como objetivo principal la persecución y el exterminio de los judíos.

A la colonia judía de Holanda pertenecían Ana Frank y Nanette Blitz Konig, compañeras de colegio y de campo de concentración:

“Ni Ana ni yo tuvimos adolescencia, pasamos de niñas a adultas, de estar juntas en clase, a ser deportadas a un campo de concentración. Sobrevivimos, como el resto, en pésimas condiciones de vida”.

Son palabras de la segunda de estas mujeres, en un reportaje, publicado ayer domingo, por el El País Semanal.

En efecto, la vida en los campos de concentración era una lucha por sobrevivir: las enfermedades, el hambre y el frío, además de los abusos físicos, diezmaban la población del mismo.

Así describe Nanette su reencuentro con Ana, que procedía de Auschwitz, en el campo de Bergen-Belsen:

“Casi no nos reconocimos por nuestro aspecto; ella estaba muy debilitada, casi reducida a un mero esqueleto, muerta de frío, envuelta en una manta raída, no aguantaba los piojos, no sabía cómo resistir… Conseguí abrazarla. Jamás lo olvidaré”.

Producen escalofrío las palabras de esta mujer, que logró sobrevivir con 30 kilos de peso, que contrajo la tuberculosis y el tifus, y entró en coma, al poco de salir del campo. Fue la única única superviviente de su familia. Ana Frank, su amiga, murió en Bergen-Belsen.

En la actualidad, no estamos en una situación de exterminio, como en la Alemania nazi; pero los derechos de las personas y los pueblos siguen sin respetarse: en El Aaiún, como decíamos al principio, los saharauis han sido expulsados violentamente, mientras nuestro gobierno y la comunidad internacional miran hacia otro lado; en los territorios palestinos ocupados ilegalmente por Israel, en 1967, se siguen construyendo asentamientos en los que viven 195.000 israelíes, mientras las familias palestinas desalojadas por la fuerza no tienen derecho a una vivienda alternativa ni a una indemnización; en Francia, más de 1.000 personas de etnia gitana han sido repatriadas, con el argumento de que se encuentran en situación irregular y son fuente de delincuencia; etc.

En conclusión, los países poderosos, como ha ocurrido a lo largo de la historia, siguen abusando de los más débiles y los derechos humanos se les niegan sobre todo a las personas que viven en la pobreza.

LA FUERZA IRRESISTIBLE DE “BODAS DE SANGRE”

Hay dos requisitos que cualquier lector, mínimamente exigente, demanda de una obra literaria: que el lenguaje te sorprenda y cautive, y que el autor despierte tu interés por lo que cuenta y logre mantenerlo hasta el final.

Ambos requisitos los cumple sobradamente “Bodas de sangre” de Federico García Lorca.

La inquietud de que algo grave va a ocurrir, que sugiere el propio título, aparece, desde la primera página, con las palabras de la madre sobre el instrumento del sacrificio:

“La navaja, la navaja… Malditas sean todas y el bribón que las inventó…”

Ella misma explica su temor, con el ejemplo de un hombre que sale a las viñas y no vuelve:

“O si vuelve, es para ponerle una palma encima o un plato de sal gorda para que no se hinche. No sé –le dice a su hijo- cómo te atreves a llevar una navaja en el cuerpo, ni cómo yo dejo a la serpiente en el arcón.”

El lenguaje, como vemos, se carga de simbolismo y se produce la relación mágica entre el plano de la expresión y el del contenido, formando un solo elemento.

Los lectores, alertados, por estos indicios, de los hechos trágicos que van a suceder y cautivados por el lenguaje conciso y enérgico, cargado de connotaciones, avanzamos en la lectura.

La intensidad dramática es cada vez mayor, porque los elementos simbólicos se acumulan: los colores que acompañan en el desarrollo de la acción (el amarillo de las obsesiones de la madre, el rosa de la vida, el rojo de la sangre…); el caballo que representa  la pasión desenfrenada del amante; la luna que simboliza la muerte; etc.

Y antes de la luna, los leñadores hablando en el bosque húmedo, como un coro de tragedia griega, que anuncia el lugar donde se encuentran los enamorados, el lugar de la tragedia:

“LEÑADOR 1º: ¿Y los han encontrado?

LEÑADOR 2º: No. Pero los buscan por todas partes.

(…)

LEÑADOR 1º: Cuando salga la luna, los verán.

Así, hasta el fatal desenlace, a que les arrastra la pasión amorosa, que no han podido refrenar:

“¡Ay que sinrazón! No quiero

contigo cama ni cena,

y no hay minuto del día

que estar contigo no quiera,

porque me arrastras y voy,

y me dices que me vuelva

y te sigo por el aire

como una brizna de hierba.”

Hay una fuerza superior, que actúa sobre ellos: la fuerza del destino de las tragedias griegas, a la que no pueden sustraerse; como los lectores no hemos podido sustraernos a la fuerza irresistible de esta obra de Lorca.

EL ORDEN DE LOS APELLIDOS

Según una reforma de la Ley de Registro Civil, que se va a debatir, próximamente, en el Parlamento español, se acabó la prevalencia de los apellidos del hombre sobre los de la mujer. Si la pareja no se pone de acuerdo, los apellidos del hijo se decidirán por orden alfabético. Hasta ahora, el padre decidía siempre, en el caso de que hubiera desacuerdo entre los progenitores.

En otros países, como Estados Unidos, Suecia o Reino Unido, la tradición sigue dictando la primacía del apellido paterno. Incluso, cuando una mujer se casa, adopta el del marido.

Personalmente, nunca he entendido cómo mujeres, que se han convertido en iconos del feminismo, como Yoko Lennon, o que han luchado por la presidencia de Estados Unidos, como Hillary Clipton, han adoptado el apellido del marido, renunciando al suyo propio.

Algunos compañeros y amigos, con los que he comentado este asunto, relativizan la importancia del mismo, con el argumento de que, al fin y al cabo, se trata sólo del apellido, que va a continuación del nombre y que, cuando estas mujeres actúan así, lo hacen por tradición.

Ante estas reflexiones, me pregunto si la tradición puede justificar que una mujer renuncie a lo que le une a sus padres, como si éstos no hubieran existido, para pasar a formar parte de la familia del marido.

Es algo parecido a lo que sucede en países islámicos, como Marruecos, donde la mujer, que ha dependido, a todo los efectos, de su padre, hasta que contrae matrimonio, pasa, a partir de este momento, a depender completamente del marido.

Se trata de un residuo de la sociedad patriarcal tradicional, donde todo gira en torno al hombre, que está insuflado de una superioridad, que discrimina claramente a la mujer, y que está en el germen, como ya se ha comentado en una entrada reciente de este blog, del machismo y la violencia, que aún padecemos, en nuestra sociedad.

De modo que el orden de los apellidos y, en concreto, la nueva Ley de Registro Civil, que establece la no prevalencia del paterno, no es, en mi opinión, una cuestión baladí, sino un paso hacia la igualdad entre hombres y mujeres.

LIBROS QUE HAN CAMBIADO NUESTRA VIDA

“Cien Años de soledad”, sobre la que debatimos en la última reunión del Club de Lectura, marcó a mi generación, de tal modo, que se puede hablar de un antes y un después de la lectura de esta novela de García Márquez. Nos impresionó como lectores y también como escritores, porque, cuando uno empieza a leer,  suele tener, igualmente, la tentación de escribir.

Fue a finales de los ochenta, cuando cayó en mis manos un ejemplar de “Cien años de soledad”, publicado por la Editorial Sudamericana. Su lectura supuso para mí descubrir una forma distinta de hacer literatura. La mezcla de realidad y fantasía que, desde la primera página, con la llegada del gitano Melquíades, nos plantea el escritor colombiano, constituyó un reto, que podía aceptar o no. Obviamente, lo acepté, como acepté también una forma de escribir envolvente, que apenas te da tregua y te impulsa a no dejar de leer, arrastrado, además, por una historia y unos personajes extraños, tanto por su forma de comportarse como por las cosas que les suceden. Pienso, por ejemplo, en José Arcadio Buendía, que se entusiasma con los inventos de Melquíades, hasta perder el juicio; también, en este enigmático personaje y sus no menos misteriosos escritos; en Úrsula, que nos descubre cómo el tiempo parece no avanzar y “da vueltas en redondo”; en Remedios la Bella, que rechazó a todos sus pretendientes y ascendió a los cielos, como una virgen; o en Mauricio Babilonia, cuya presencia era  anunciaba siempre por una nube de mariposas amarillas.   

Contribuyó, igualmente, a esta fascinación por “Cien años de soledad” la concepción cíclica del tiempo: cómo se van sucediendo las generaciones de los Buendía; cómo se repiten los mismos sueños; cómo heredan los mismos gustos e inclinaciones; cómo se transmiten las mismas cualidades y defectos. Por ejemplo, la tendencia a la introversión de los personajes que se adentran en los manuscritos de Melquíades, con la finalidad, casi bíblica, de descifrarlos, como si fuera un estigma que los persigue. Así, hasta el final apoteósico con que se cierra la novela, en el que se desvela este secreto.

Nada volvió a ser igual, desde la lectura de “Cien años de soledad”, pues mis gustos se decantaron inevitablemente por la corriente literaria que ha recibido el nombre de realismo mágico; y mi forma de escribir, incluso para redactar un informe profesional o un trabajo de clase, tendía inconscientemente a imitar el estilo de García Márquez.  

Pues bien, ahora, transcurrido bastante tiempo de aquella lectura, he vuelto a coger entre mis manos el viejo ejemplar de la Editorial Sudamericana y, afortunadamente, a pesar de mis temores iniciales –porque me ha sucedido con otras obras que no soportaron bien el paso de los años- las buenas sensaciones han vuelto a repetirse: la imperiosa necesidad de seguir avanzando en la lectura, que me ha atrapado desde el principio; la fuerza de los personajes, que no han cesado de sorprenderme; el placer de reconocer una construcción narrativa envolvente;  la satisfacción final de un desenlace inesperado, que tiene el poder de evocarte, en un instante, la historia completa de los Buendía…  

Os invito a que comentéis qué libro ha cambiado vuestra vida. Sí, ya sé que, para los más jóvenes, las lecturas no han sido tan numerosas; pero seguro que hay un libro que no habéis olvidado, porque os mantuvo intrigados desde el principio, o porque os sentisteis identificados con alguno de los personajes, o porque la historia os conmovió…

SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR

Hay un poema de Antonio Machado, en el que habla de una angustia, que le ha acompañado desde siempre y que él compara con la que puede experimentar un niño que se pierde en una noche de fiesta. Es la angustia, como el propio poeta nos descubre en el último verso, del que busca a Dios entre la niebla, del que se debate entre el corazón, que le impulsa a creer, y la razón, que le niega esa posibilidad.

Al volver a leer, un año más, “San Manuel Bueno, mártir” de Miguel de Unamuno, he recordado este poema de Machado, porque el protagonista de la novela vive inmerso también en esa lucha existencial, que actúa como motor de su vida.

Frente a este tipo de personas, que afrontan la realidad espiritual en términos dinámicos, están los que se sienten seguros, bien, porque afirman la existencia de Dios, o bien, porque la niegan.

Pero el problema de Manuel Bueno es su condición de sacerdote, la cual incrementa su sufrimiento, porque le obliga a fingir, continuamente, ante sus feligreses, su fe en la vida eterna.

Podríamos preguntarnos si es un mal sacerdote, a causa de este fingimiento o, por el contrario, como él mismo considera, lo verdaderamente importante es que los demás crean, en especial, los más desfavorecidos de este mundo, que encontrarán la felicidad en el cielo.

Los habitantes de Valverde de Lucerna, donde ejerce de párroco, lo adoran y la narradora, Ángela Carballino, lo considera su padre espiritual, aunque comprende que no debe revelarle al obispo, que ha promovido la beatificación de don Manuel, el secreto de éste: “Confío en que no llegue a su conocimiento todo lo que en esta memoria dejo consignado. Les temo a las autoridades de la tierra, a las autoridades temporales, aunque sean las de la Iglesia.”

En cambio, el propio Unamuno en el epílogo de la novela, manifiesta estar convencido de que, si el pueblo hubiese conocido el secreto, no lo habría creído, porque, por encima de las palabras, están las obras, la conducta irreprochable de don Manuel, siempre entregado a los demás.

También cabe preguntarse si es válida esta forma de entender la religión, como opio del pueblo, tal y como la definió Carlos Marx; es decir, como algo que consuela y da felicidad al pueblo de sus males de este mundo.

Además, de sobre estas cuestiones, os invito a que expreséis vuestra opinión sobre esta novela breve, pero densa, que ha sido considerada por los críticos como el testamento espiritual de Miguel de Unamuno:  si os ha resultado pesada su lectura, por la ausencia de acción, o por el contrario, os habéis sentido atraídos por la intensidad de su contenido.

CONTROLAR NUESTRAS VIDAS

Hace dos semanas, Javier Marías publicó un artículo en El País, donde criticaba la tendencia, cada vez más extendida, de airear la vida privada de las personas, a través de redes sociales, como Twitter o Facebook.  Esto ha llevado a algunas empresas de Alemania a “consultar” las citadas redes para contratar o despedir a los trabajadores. La prohibición posterior de estas prácticas por el gobierno alemán no va a servir de mucho, pues el acceso a Internet es libre.

Leyendo el artículo, he recordado una charla, que dio en nuestro centro, hace, aproximadamente, un año, un inspector de policía, sobre el uso de Internet por los jóvenes: las precauciones que debían tener; los riesgos que corrían, si proporcionaban datos personales, que podían ser utilizados por terceras personas; etc.

Creo que fueron alumnos de 1º de ESO los que asistieron a la charla y la mayoría de ellos tenía perfiles en Facebook o Twitter, probablemente, con información acerca de su persona (nombre, fotografías, aficiones,  gustos, etc.), y sobre sus actuaciones diarias (qué he hecho hoy, dónde voy a ir mañana, cuándo me reúno con mis amigos, etc.).

Es como “El show de Truman”, película en la que se critica la intromisión de la televisión en las vidas humanas; pero, al revés, pues, a diferencia del protagonista de la misma, nuestros alumnos no sólo son conscientes de ser grabados, sino que manejan ellos mismos la cámara, porque han perdido el miedo a ser observados y han renunciado a su intimidad.

Supongo que tomaron buena nota de las advertencias y consejos del inspector; aunque, en cualquier caso, no deja de sorprender que, en esta sociedad democrática, en la que vivimos, sea más fácil conocer y controlar las vidas de las personas, que en la época de la dictadura franquista, donde, si algo aprendimos  muy pronto fue  -como afirma Javier Marías en su artículo- “el riesgo de que se supiera mucho de nosotros y a no dejar algunos rastros”. Son quizá los inconvenientes de un mal uso de Internet.