Me Contaba, hace unos días, una compañera que tiene un vecino al que le gusta escuchar la música muy alto, durante todo el día y parte de la noche. La consecuencia es que ella y su familia tienen problemas para conciliar el sueño y para concentrarse en actividades, que requieren una especial atención, como la lectura. Cuando han ido a la casa del vecino para comentárselo, éste les ha dado a entender que no era consciente del volumen excesivo de su equipo de música.
En las aulas, también suele darse el problema del ruido, tanto el producido por nuestros alumnos, como el proveniente de las aulas contiguas. En los intervalos, entre clase y clase, el ruido puede llegar a ser ensordecedor. Algunos alumnos es como si hubieran estado encerrados, durante una hora, y necesitaran liberarse con gritos, peleas simuladas y carreras por los pasillos.
En las salas de cine, la situación alcanza niveles esperpénticos, pues se supone que vas a ver una película –pongamos un thriller- y acabas soportando otra de efectos especiales, tal es el ruido producido por los que comen sin cesar palomitas, sorben, de cuando en cuando, coca-cola u otro refresco, o desenvuelven lentamente, muy lentamente, un caramelo.
Incluso los humanos hemos invadido, con nuestro ruido, los bosques y espacios naturales, donde la tranquilidad es un componente necesario para la fauna y la flora. En un artículo publicado en el año 2009 en Park Science, unos investigadores explicaban que la intrusión humana alteraba el comportamiento de los animales, en actividades buenas para su salud, como buscar comida, aparearse u ocuparse de las crías.
Lo curioso es que, cuando le llamas la atención a las personas que molestan con sus ruidos, la respuesta suele ser, como la del vecino de mi compañera, que no son conscientes de producirlos. Quizás habría que hacerles pasar por la desagradable experiencia de soportarlos, para que tuvieran algo de conciencia.