La invasión de las abreviaturas

Ayer por la tarde, mientras practicaba footing por el parque Cruz Conde, divisé al final de la recta más larga del circuito a una pareja, ya entrada en años, que avanzaba a paso ligero. Me llamó la atención la camiseta blanca que llevaba puesta el hombre, mejor dicho las letras inscritas en la parte de atrás: DESBRE, alcancé a leer. Lo primero que me vino a la cabeza es que esa palabra no existe en nuestra lengua; sin embargo, al acercarme, observé que entre las sílabas DES y BRE había una Q, que seguía sin aclararme nada, aunque deduje que probablemente la clave estaba en otras dos palabras, de tamaño más pequeño, que se encontraban justo debajo. Aceleré el paso; pero a la salida de una curva perdí a la pareja de vista; los dos desaparecieron como por arte de magia y me  quedaron con la intriga de saber qué decía el estampado de la camiseta. Continué corriendo, pero no hacía más que darle vueltas a la palabra DESQBRE, que me sonaba rarísima. Pensé si podía ser la marca de algún producto o si se trataba de alguna estrategia publicitaria, que pretendía despertar la curiosidad del receptor. Me encontraba abstraído en este pensamiento, cuando de pronto volví a ver a la pareja, ahora mucho más cerca, lo cual me permitió leer completo el mensaje:

DESQBRE

LA DUCHA

Aún tardé bastantes segundos en interpretarlo, porque la palabra “descubre” no se escribe con “q” sino con “c”. DESCUBRE LA DUCHA, decía. ¡Qué oportuno, en un lugar donde se practica la actividad física!, pensé. Sin duda es una estrategia publicitaria, que en mí ha funcionado, provocándome una expectativa: el deseo de resolver el significado del texto.

Pero lo que en verdad me preocupaba, en ese momento, es el tiempo que había tardado en interpretar el mensaje. Seguro que cualquiera de mis alumnos habría tardado mucho menos, pues están habituados al lenguaje desaliñado del Whatsapp o del SMS.

Según un estudio de tres universidades francesas, hace falta tener una buena capacidad cognitiva para dominar este tipo de lenguaje, propio de la escritura móvil. Por mi tiempo de reacción, es obvio que no lo domino y, por eso, me ha causado una cierto desasosiego. “No importa q este escrito asi” se titula el reportaje publicado ayer en el diario El País, que se hace eco del citado estudio. Las conclusiones a las que llega son que “los SMS no suponen un peligro en la escuela sino un aliado” y que “los alumnos de más nivel son los que más juegan con este lenguaje”.

Así pues, los profesores de Lengua Española no tenemos por qué preocuparnos, pues nuestros jóvenes estudiantes saben distinguir los dos registros: usan abreviaturas y juegos en los teléfonos móviles, para comunicarse entre ellos y como una forma de diferenciarse de los adultos; y respetan las normas de la RAE, cuando tienen que escribir una redacción o un examen.

Después de más de 30 años enseñando Lengua Española, puedo afirmar, a pesar de la opinión contraria de algunos compañeros, que no hay tanta diferencia, en lo que a la escritura se refiere, entre los alumnos de antes -me refiero a los que no estudiaron con la injustamente vilipendiada LOGSE- y los de ahora, o en todo caso, si la hay, se debe más al hecho de que la enseñanza sea obligatoria hasta la 16 años, un logro social extraordinario, se mire por donde se mire, que al uso de los móviles.

También se horrorizaba Dámaso Alonso en su poema “La invasión de las siglas” por la proliferación de este tipo de palabras en el siglo XX:

“Legión de monstruos que me agobia,

fríos andamiajes en tropel:

yo querría decir madre, amores, novia;

querría decir vino, pan, queso, miel.

¡Qué ansia de gritar

muero, amor, amar!

Y siempre avanza:

USA, URSS, OAS, UNESCO,

KAMPSA, KUMPSA, KIMPSA,

PETANZA, KUTANZA, FUTRANZA..

¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.!”

Sin embargo, las siglas hoy día forman parte de nuestra vida, sin que a nadie  le llamen especialmente la atención, incluso algunas de ellas, como “ovni” o “láser” han sido incorporadas al diccionario de la RAE, es decir, se han lexicalizado.

Lo mismo puede suceder con las abreviaturas que emplean nuestros alumnos en los teléfonos móviles, pues es una forma natural de comunicarse, que no se debe estigmatizar. Según la investigadora francesa Bernicot, si insertamos esta forma de utilizar el lenguaje en nuestras prácticas pedagógicas, podríamos obtener resultados sorprendentes.

A quienes temen, como el lingüista Gómez Torrego, que todo este desaliño en el uso del lenguaje, sea perjudicial, sobre todo en el aprendizaje de la ortografía, se le puede contestar que precisamente la función de los profesores de Lengua Española en las aulas es explicar en qué tipo de contextos se debe utilizar uno u otro lenguaje.

Y a los que no estamos familiarizados con esta forma abreviada de comunicarse, que nos diferencia de los jóvenes, nos conviene hacerlo lo antes posible, si no queremos tener dudas sobre nuestra capacidad cognitiva, como me ocurrió a mí practicando footing.

 

La ira como respuesta

El País Semanal de ayer, publicó un reportaje sobre las reacciones de ira de las personas, donde se afirma que esta emoción puede tener justificación, cuando nos sentimos amenazados, pues en estas situaciones nos da fuerzas para protegernos. Sin embargo, no suele ser una respuesta eficaz para comunicarse, por lo que tiene de irracional y sobre todo porque “nadie quiere relacionarse con una persona que estalla de forma descontrolada y hace cosas que luego cuesta olvidar”.

Le sucedió ayer al segundo entrenador del Atlético de Madrid que, indignado por las decisiones del árbitro, que en su opinión habían perjudicado gravemente a su equipo, se dirigió a él de forma agresiva y amenazante, una vez  finalizado el partido contra el Real Madrid.

Los profesores, en ocasiones, exasperados por el mal comportamiento de los alumnos, reaccionamos airadamente, en especial los que demostramos quizás una excesiva paciencia con ellos, tolerando actitudes contrarias a la vida académica como: hablar reiteradamente con el compañero, mientras el profesor explica o tiene la palabra otro compañero; proferir tacos o utilizar expresiones malsonantes; hacer manifestaciones insolidarias o discriminatorias hacia determinados sectores sociales; etc.

Personalmente me sucedió hace dos semanas, cuando asistía a la dramatización de escenas de Tres sombreros de copa por los alumnos de 4º de ESO y uno de ellos destacó los defectos en la interpretación de sus compañeros. No supe o no puede controlarme y respondí con ira a sus comentarios, generando un clima de crispación en la clase. Afortunadamente, otros alumnos o, para ser exactos, otras alumnas, intervinieron con la intención de calmarme y lo consiguieron.

Pero también entre el alumnado se producen estas reacciones, que con frecuencia tienen su origen en el ambiente donde viven, pues las personas, cuando son niños o adolescentes, actúan por imitación. En estos casos, somos los profesores los que llamamos la atención sobre la necesidad de controlar la ira y buscar alternativas más saludables para mostrar el enfado, como localizar el motivo del mismo y preguntarse si justifica la respuesta, es decir, pensar antes de actuar.

En el ámbito literario, igualmente, se dan reacciones descontroladas que desencadenan consecuencias dramáticas, como la de Sempronio y Pármeno que acaban matando a la vieja Celestina, porque esta se niega a compartir con ellos la parte del botín que le había entregado Calisto; o en La vida es sueño, la de Segismundo,  encerrado desde su nacimiento por la predicción de un horóscopo, que se comporta de modo despótico lanzando por la ventana a un criado, cuando su padre lo pone a prueba en palacio.

Así pues, no faltan ejemplos, ni en la vida ni en la literatura, de reacciones coléricas, como si las personas y los seres de ficción necesitáramos escenificar el enfado para hacerlo más real. Quizá nos falte entrenamiento y pensar más en los demás para controlarnos.

Seda

“La palabra seda sugiere amabilidad, dulzura, sutileza, elegancia, suavidad, transparencia. Así, es la novela de Alessandro Baricco: amable, dulce, sutil, elegante, suave, transparente. Avanzamos en su lectura de modo imperceptible, con la sensación de que cada palabra, cada expresión, cada frase está exactamente donde debe estar. Todo matemáticamente calculado. Cada secuencia enlaza con la anterior; no hay saltos bruscos en el tiempo, aunque el tiempo avanza, los años se suceden y la historia de amor, como contemplada desde fuera por sus protagonistas, se desarrolla de modo sutil, elegante, como las historias imaginadas. Se funden la ocupación de Hervé Jonkour, de comprador y vendedor de gusanos de seda, con la historia de amor vivida por él, que surge inesperadamente, aunque de forma silenciosa, sin que medie el lenguaje verbal. Bastan unos ojos que miran con intensidad desconcertante, unos labios que rozan el punto exacto de la taza, en la que el enamorado ha bebido, y un país diferente, aislado del mundo, al que Hervé viaja cada año en las mismas fechas, un país donde los sentidos tienen valores impensables en occidente, donde el tiempo se inmoviliza y la vida se vuelve ingrávida.

Así es la novela de Baricco: silenciosa, como los sueños, como la propia lectura y, al final, cuando pensamos que está todo dicho, un giro sorprendente: las historias de la mujer y la amante se entremezclan en una pirueta que nos sumerge en un lago de melancolía.”

Esta fue la breve reseña que publiqué en el número 17 de ¡BUFP…!, revista cultural del IES Gran Capitán. Han pasado 14 años, desde entonces, y he vuelto a leer Seda para el club de lectura. Sigo haciendo mías estas palabras.

Reivindicando a Orwell

A diferencia de Un mundo feliz de Aldous Huxley o Fahrenheit 451 del propio George Orwell, 1984 es un novela de ciencia-ficción cuya lectura me ha interesado desde el principio. Quizá sea, porque cuenta una historia en la que puedes introducirte, identificándote con el protagonista en su rebeldía contra el Gran Hermano, que vigila a todas las personas; o quizá por esa capacidad de adelantarse al futuro que demostró Orwell, describiendo el sometimiento del individuo a quien detenta el poder, llámese Partido, como en la novela, o Trilateral, como hace algunos años, o Banco Central Europeo, como sucede en la actualidad.

Mi interés, además, ha ido creciendo a medida que avanzaba en la lectura. Me ha gustado especialmente cómo cuenta la relación entre Winston, el protagonista, y Julia: desde que él sospecha equivocadamente que ella es una agente de la Policía del Pensamiento, pasando por la primera cita, en medio de extraordinarias medidas de seguridad, hasta que los detienen, los torturan  y les lavan el cerebro, de tal manera que acaban ignorándose mutuamente. Esta relación marca un antes y después en la novela, pues con la aparición de los sentimientos, la historia se aproxima a la vida real y participamos de las inquietudes de los personajes, de su miedo a ser descubiertos, de su amor.

Los “proles”, que hasta entonces habían aparecido como un colectivo anónimo, al margen del Partido, cobran vida en la figura de la mujer gorda que tiende la ropa y a la que, en un momento determinado, Winston reconoce como un ser humano con su propia historia personal y como una esperanza para el futuro: “La mujer de abajo no se preocupaba de sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón cálido un vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos hijos habría tenido. Seguramente unos quince. (…) Su vida se había reducido a lavar, fregar, remendar, guisar, barrer, sacar brillo, primero para sus hijos y luego para sus nietos durante una continuidad de treinta años. (…) En todas partes, centenares o millares de millones de personas como aquella, personas que ignoraban mutuamente sus existencias, separadas por muros de odio y mentiras, y sin embargo exactamente iguales; gentes que nunca habían aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus corazones, en sus vientres y en sus músculos la energía que en el futuro había de cambiar el mundo”.

Sin embargo, el final de 1984 no puede ser más desalentador y, al mismo tiempo, brillante desde el punto de vista literario: el último hombre de Europa –título que quiso ponerle Orwell a su novela- renuncia, después de terribles torturas, a sus emociones más profundas; borra de su mente el último ápice de rebeldía; y acaba amando al Gran Hermano. No podía ser de otra manera, porque la solución no es individual; sólo la unión entre todos los miserables del mundo, entre todos los explotados –en palabras de Carlos Marx- puede conseguir el cambio. Y esto vale también para la actualidad.

La preocupación por la opinión ajena

Al explicar en clase La Regenta, novela del siglo XIX, nos planteamos los factores que influyen  en el comportamiento humano. Según los escritores naturalistas, éste es producto de la herencia genética y del ambiente en el que viven las personas. Así, se considera a esta obra de Clarín como naturalista, porque la sociedad conservadora de Vetusta ejerce una presión extraordinaria sobre todos los personajes, fundamentalmente sobre Ana Ozores, que es marginada, cuando se conoce en la ciudad su relación adultera con Álvaro Mesía y éste mata en duelo al marido agraviado:

“Sí, sí, el escándalo era lo peor; aquel duelo funesto también era una complicación. Mesía había huido y vivía en Madrid… Ya se hablaba de sus amores reanudados con la Ministra de Palomares… Vetusta había perdido dos de sus personajes más importantes… por culpa de Ana y su torpeza.
Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. No fue a verla nadie. Ni siquiera el Marquesito, a quien se le había pasado por las mientes recoger aquella herencia de Mesía. La fórmula de aquel rompimiento, de aquel cordón sanitario, fue esta:
-¡Es necesario aislarla!… ¡Nada, nada de trato con la hija de la bailarina italiana!”

En la historia de la literatura española, hay casos más desgraciados que el de esta mujer. Por ejemplo, en El médico de su honra, obra compuesta  por Calderón de la Barca, en el siglo XVII, doña Mencía es asesinada por su propio marido, don Gutierre, porque éste sospecha, aunque carece de pruebas, que le es infiel; es decir, que lo primero para él es mantener su reputación pública a salvo de cualquier publicidad.

También en La casa de Bernarda Alba, drama escrito por Federico García Lorca, en el pasado siglo, toda la acción está condicionada por la opinión ajena y por el temor a la murmuración, lo cual provoca las quejas amargas de las hijas de Bernarda, que esperan infructuosamente la llegada de un varón:

“AMELIA.- De todo tiene la culpa esta crítica que no nos deja vivir (…)

MAGDALENA.- Hoy (…) nos pudrimos por el qué dirán.”

Incluso, después del suicido de Adela, Bernarda quiere ocultar la realidad -que esta ha mantenido relaciones con Pepe el Romano- aparentando que nada extraño ha ocurrido:

“¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestidla como si fuera una doncella! ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen!”

Los ejemplos se suceden, a lo largo de nuestra historia de la literatura, porque la preocupación por las apariencias, por el qué dirán, es una constante en la sociedad española, sobre todo en los pueblos y en las pequeñas ciudades. Cabe preguntarse, pues, ¿hasta qué punto influye hoy día esta preocupación en la conducta de las personas?

A sangre y fuego

Ha sido para mí un auténtico descubrimiento la lectura de A sangre y fuego, libro de relatos escrito por Manuel Chaves Nogales, en 1937, semanas después de que cruzara la frontera de los Pirineos, abatido por la violencia ejercida por los dos bandos, durante la guerra civil, y con la convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar.

Son muchos los valores literarios de este libro (el lenguaje directo y cuidado;  la perfecta construcción de los relatos; la eficacia narrativa con la que los cierra; etc.), aunque brilla especialmente en las descripciones: “Desde Madrid la guerra se veía como el flujo y reflujo de una gigantesca marea humana cuyas oleadas impresionantes iban a romperse en el acantilado del frente. De toda la España republicana llegaban millares y millares de hombres enrolados voluntariamente para combatir al fascismo. Los trenes militares volcaban día tras día sobre la capital masas compactas de combatientes reclutados en los últimos rincones de la península. Las comarcas prósperas, Cataluña y Valencia, mandaban sus columnas de milicianos soberbiamente equipadas; las míseras aldeas de Castilla y Extremadura enviaban casi desnudos y armados con viejas e inservibles escopetas a sus hombres del campo, duros y secos como sarmientos, que por primera vez saciaban en los cuarteles de las milicias su hambre milenaria.”

Ahora que se habla tanto desde Cataluña de agravios históricos por parte de España, resultan esclarecedores pasajes como éste, que ponen de manifiesto las auténticas desigualdades que siempre han existido entre las regiones de nuestro país.

Desde el primer relato, de título significativo, “¡Masacre! ¡Masacre!”, se aprecia la información de primera mano de la que dispone Chaves Nogales, que trabajaba como periodista en el Heraldo de Madrid, cuando estalla la guerra. La violencia es ejercida por los dos bandos en conflicto: el fascista con los bombardeos indiscriminados sobre la capital, que provocan centenares de víctimas inocentes; y el republicano con las feroces represalias. En “Gesta de los caballistas” nos descubre el papel activo, durante el conflicto, de la iglesia católica, con el personaje del cura formando parte de los grupos que van a cazar rojos.

En ocasiones, como en “Y a lo lejos, una lucecita”, nos puede parecer parcial e injusto, cuando establece un fuerte contraste entre “los vastos salones del palacio, cubiertos de ricos tapices” y “la oscura masa de familias aldeanas fugitivas”, que los ocupaban con “sus sucios petates, sus cacharros de cocina, su enjalmas y sus aperos”; o en “Los guerreros marroquíes”, cuando se describe a estos como guerreros natos y leales a los pactos de amistad, luchando contra masas enormes de soldados rojos “que se hacían matar o huían como conejos”. Tal vez le falte algo de comprensión para entender la miseria en la que vivían las personas, que formaban parte de esas «masas».

Sin embargo, predomina en el libro la imparcialidad, pues Chaves Nogales trata de contar los hechos poniendo de relieve el comportamiento violento y cruel de unos y de otros; las acciones más deleznables, como consecuencia del miedo. No entra en el origen de la guerra civil y huye de los estereotipos que los dos bandos han utilizado para criticar al contrario, pues no mitifica ni justifica a nadie. Quizá este planteamiento doliera a los republicanos de aquella época, que combatieron valientemente frente a los fascistas, para defender la democracia; pero los nueve relatos de este escritor sevillano muestran, por encima de las cuestiones políticas, la terribles consecuencias de la guerra civil, que acabó costando a nuestro país más de medio millón de muertos. “Podía haber sido más barato”, afirma el propio autor en el prólogo.

Probablemente, el personaje que mejor refleja el pensamiento de Chaves Nogales sea Daniel, protagonista  del último relato, que le dice al consejo obrero que ha decidido despedirle de la fábrica, porque no forma parte del sindicato: «Yo servía al patrón… La fábrica era suya; él mandaba y nosotros los trabajadores obedecíamos. Procuraba estar a buenas con él. Vosotros luchabais; yo no. (…) Vosotros queríais ser los dueños de la fábrica; yo no lo he soñado nunca. ¡Ya sois los amos! ¡Ya mandáis! No os pido más sino que me dejéis vivir y trabajar como me dejaba el patrón. (…) Yo no era de los vuestros, no estaba en vuestro sindicato, pero tengo derecho a la vida y al trabajo. ¡No vais a ser peores que los burgueses!»

Ambos, autor y personaje de ficción defienden lo mismo: la libertad como derecho inalienable de la persona.

Corrupción

Mariano José de Larra pretende con sus artículos periodísticos educar a los ciudadanos españoles, poniendo de relieve costumbres y comportamientos que considera inadecuados. Cuando les pregunté a los alumnos de 4º de ESO qué aspectos negativos mejorarían en la sociedad española actual, hubo coincidencia en criticar la corrupción en la política. Curiosamente, en una entrevista publicada hoy en El País, Bo Rothstein, director del Instituto para la calidad de los Gobiernos, a la pregunta de cuáles son las fuentes principales de insatisfacción en el mundo, responde que, en primer lugar, la falta de salud y, en segundo lugar, la falta de confianza social, es decir, la percepción de que gobiernan políticos corruptos e ineficaces, que buscan su interés y no el de la población.

Pero los comportamientos  deshonestos no tienen que ver solo con la política. Sin ir más lejos la semana pasada se estrenó la película “El lobo de Wall Street”, basada en la vida de Jordan Belfort, bróker estadounidense que se hizo rico, en la década de los 90 del siglo pasado, vendiendo bonos basura, mediante todo tipo de técnicas fraudulentas. La película de Martin Scorsese te transmite, desde el principio, una sensación de nerviosismo e intranquilidad, a causa de la vida trepidante de este personaje, adicto al dinero, al sexo y a la cocaína, que llega a resultar incómoda al espectador, incapaz de desviar la mirada de la pantalla.

Los excesos, tanto en su vida laboral como personal, acabaron pasando factura a Jordan Belfort, que fue detenido por el FBI y condenado a solo 22 meses de cárcel, por colaborar con la justicia proporcionando información sobre otros estafadores, y a devolver 100 millones de dólares a los accionistas que había estafado. La película acaba bien, porque el infractor de las leyes paga por los delitos cometidos y, además, se redime dando charlas motivacionales en las que explica cómo acabó siendo devorado por su desmedida ambición.

Sin embargo, esto no es lo habitual. Para darse cuenta, nada más hay que mirar el panorama español con los numerosos casos de corrupción investigados, en los que los culpables salen indemnes. Por eso, no es  de extrañar que nuestro alumnado y los expertos internacionales en ciencia política coincidan en su percepción de los problemas más importantes que tiene la sociedad.

Ciudadano del mundo

«El Barça es una manera de enseñar Catalunya en el exterior» ha declarado Gerard Piqué a la cadena americana CNN e un intento por definir lo que es el club en el que juega. Probablemente estas palabras no sean muy acertadas, porque la plantilla esta compuesta por jugadores de distintas nacionalidades (Mesi y Mascherano son argentinos; Neimar y Alves, brasileños; Alexis, chileno; etc.) y regiones (Pedro es canario; Pinto, andaluz; etc.), y sobre todo porque los directivos del Barça siempre han pregonado que es más que un club, en el sentido de que pretende extender su influencia y su compromiso con la sociedad por todo el mundo. Así lo ponen de manifiesto las múltiples iniciativas culturales, sociales y de solidaridad, y las peñas de aficionados que lo apoyan en numerosos países. Sin embargo, las palabras reflejan el clima nacionalista que últimamente se respira en Cataluña y que ha llevado a los partidos que gobiernan esta comunidad a convocar un referéndum de autodeterminación para finales de 2014.

Hago esta reflexión al hilo de la lectura, en 4º de ESO, del artículo «El castellano viejo de Larra», donde el personaje Braulio se jacta de ser español y considera las cosas de su país como las mejores del mundo: «Es tal su patriotismo -dice Fígaro- que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla».

En efecto, vivir o haber nacido en un país no puede cegarnos hasta el extremo de identificarlo con un club de fútbol, que pretende ser universal, o de no valorar las cosas buenas de los demás países, máxime en una época donde las distancias han desaparecido, como consecuencia de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, fundamentalmente Internet.

Ante tales manifestaciones de patriotismo es aconsejable recordar a León Felipe, que se sentía ciudadano del mundo. En este poema, «Como tú…», en lugar de identificarse con las piedras de una palacio o una iglesia, que se mantienen siempre en el mismo lugar, prefiere hacerlo con las piedras pequeñas que ruedan por las calzadas y por las veredas:

Así es mi vida,

piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña;
como tú,
piedra ligera;
como tú,
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas
bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una lonja,
ni piedra de una audiencia,
ni piedra de un palacio,
ni piedra de una iglesia;
como tú,
piedra aventurera;
como tú,
que tal vez estás hecha
sólo para una honda,
piedra pequeña
y
ligera…

 

 

 

Sobre el significado de las palabras

En ocasiones, surgen palabras, durante el desarrollo de una clase, en las que merece la pena detenerse y de las que puede extraerse una enseñanza. Es el caso de “ver” y “observar”. Si quiero referirme a que ayer me crucé con alguien por la calle, digo “vi a fulanito”; pero, si aludo a su forma de vestir o de andar, es preferible “observé cómo vestía  o andaba fulanito”. La diferencia entre ambos verbos estriba en que “observar” es ver con detenimiento, examinar atentamente.

Por eso, al describir las cualidades de Mariano José de Larra, como escritor de artículos periodísticos, mencionamos su extraordinaria capacidad de observación, que le permite ofrecer una visión crítica de los hábitos y costumbres de la sociedad española: los malos modales de la clase media (El castellano viejo); el mal funcionamiento de la administración pública (Vuelva usted mañana); la lidia de los toros, como barbarie nacional (Corridas de toros); etc. O, al analizar la forma de actuar del personaje Auguste Dupin en el relato Los crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, aludimos igualmente a su capacidad para fijarse en los detalles, que habitualmente pasan inadvertidos, pero donde se encuentran las claves de una investigación policial. Esta capacidad le permite descubrir indicios que son como las piezas desordenadas de un puzle que hay que recolocar: ninguno de los testigos, aunque son de diferentes nacionalidades, logra decir en qué lengua habla el asesino; la increíble forma de entrar y salir de una habitación que está en un piso alto, lo que da cuenta de una agilidad y fuerza fuera de la común; los extraños pelos encontrados en las uñas de la madre, que no eran humanos; etc.

Otra pareja de términos que comentamos fue “diligencia” y “negligencia”. El primero de ellos nos llevó a las diferentes acepciones de una misma palabra recogidas en el diccionario. Así, “diligencia” en el contexto donde aparecía significaba cuidado y agilidad que ponemos en hacer algo; pero posee otros significados como: trámite de un asunto administrativo o coche grande, arrastrado por caballos, que se utiliza para el traslado de viajeros. Su antónimo “negligencia”, en cambio, tiene un único sentido: descuido o falta de cuidado al realizar algo. De ahí, cuando acusan a un médico de negligencia en su trabajo, porque ha provocado la muerte o el agravamiento de un enfermo, o a un alumno en los estudios, porque ha suspendido todas las asignaturas.

Una tercera pareja de palabras que mereció nuestra atención fue “oír” y “escuchar”. Algunos alumnos -me gustaría pensar que la mayoría- escuchan lo que les dice el profesor, piensan en sus palabras con intención de entenderlas completamente y prestan atención a su lenguaje corporal y a sus gestos; y otros, en cambio, le oyen, es decir, se limitan a percibir con el sentido del oído el mensaje que les transmite. Es una diferencia significativa.

Se trata, por tanto, de que seamos diligentes; de que escuchemos poniendo en juego nuestra atención; y de que desarrollemos nuestra capacidad de observación, es decir, la curiosidad, que nos lleva a investigar y probar cosas nuevas, a buscar información y a aprender, en definitiva.

El riesgo como forma de vivir

La memoria es probablemente el principal recurso de los escritores y de ella se nutre El jugador, novela, que se ha considerado tradicionalmente como autobiográfica, porque Dostoievski la escribió, cuando se cumplía el plazo de una deuda de juego. Leyéndola se percibe esa inquietud del que puede perder todo su dinero apostando en el casino; pero también y sobre todo la atracción irresistible de jugar, de caminar excitado al lugar donde la posibilidad de hacerse rico depende de los dados que se deslizan nerviosos sobre el tapete de la ruleta; el azar, que pretende controlar el protagonista, Alexéi  Ivánovich, apostando al cero o al rojo o al negro; las ganas irreprimibles de desafiar al destino que se presenta ante él, no como algo sobrenatural  e inevitable, sino que depende de la fuerza mental ejercida sobre el movimiento de esos objetos cúbicos, que marcan la distancia entre la gloria y el fracaso.

Es una forma de vivir la que propone Dostoievski, contraria a la mayoría de las personas: la del riesgo y la inseguridad permanentes. Y la presenta, mediante el realismo psicológico, utilizando la introspección como medio para penetrar en la mente del protagonista y descubrirnos sus inquietudes y preocupaciones; sus sentimientos; y, por encima de todo, su afición irresistible al juego.

Nos atrapa desde el principio in media res, que sitúa la acción en Ruletanburs, espacio inventado que significa ciudad de las ruletas. No hay tiempo para presentaciones innecesarias, pues Alexéi ya está sometido a las leyes de los juegos de azar, que ejercen sobre él una fuerza mayor que la del sentimiento amoroso.

Aunque está dispuesto a todo, incluso a convertirse en su esclavo, para conseguir el amor de Polina, cuando parece que ésta le corresponde, el juego se interpone entre ambos. Le acompañamos en su visita al casino, participando del vértigo que le hace apostar una y otra vez; experimentando su misma inquietud, su misma pasión irresistible, mientras vemos deslizarse los dados sobre el tapete; sólo los dados y la voz del crupier: ¡Hagan juego, señores!

Si gana, se acercan a él las personas interesadas, los carroñeros que viven de los demás; pero, si pierde, la soledad se convierte en su única compañera. Así era la sociedad de entonces y así sigue siendo, aunque desgraciadamente ahora el riesgo no lo corremos nosotros voluntariamente, como Alexéi o la tía del general, sino obligados por las circunstancias; es un riesgo condenado al fracaso, porque ya han jugado por/con nosotros.

El final abierto de la novela despierta nuevas expectativas sobre el destino del protagonista, aunque en realidad ya sabemos lo que sucederá, porque no le importa tanto ganar o perder como sentirse al borde del abismo, más allá del resultado de las apuestas.